Betina Sandra Campuzano
Universidad Nacional de Salta, Argentina
A lo largo del tiempo, los retablos han sufrido transformaciones registradas en parte por la escritura etnográfica arguediana: de cajas móviles asociadas con motivos religiosos, viajes y arrierismo, mutaron a objetos mercantiles y de arte popular al incorporar el ritual y la cotidianeidad de las comunidades andinas durante el proceso de modernización nacional. Luego, se convirtieron en cajas ataúd y cajas de música que retrataron el horror de la violencia política en el Perú reciente (Ulfe, 2011). En particular, me centraré en Chungui. Violencia y trazos de memoria (2005), de Edilberto Jiménez: allí, el retablista y antropólogo peruano reactualiza las formas canónicas del retablo y el testimonio etnográfico combinando letra e imagen, voz y cuerpo para narrar lo indecible en el conflicto armado. Las transformaciones conceptuales y procedimentales, al tiempo que recuerdan la obra de Guaman Poma, remiten a un espacio andino que es claramente simbólico. En ese sentido, propongo pensar este caso como un testimonio residual, migrante y performático.
Palabras clave: Testimonio, retablo, violencia política, migraciones, residual
Testimonies and altarpieces: migrant boxes, narrative urgencies, the Andean space. A reading of Chungui. Violencia y trazos de memoria by Edilberto Jiménez
Throughout time, altarpieces have suffered transformations which were recorded, in part, by the Arguedian ethnographic writing: thus, from mobile boxes related to religious motifs, travels, and cattle driving, altarpieces mutated into commercial and popular art objects, by incorporating the ritual and the daily life of the Andean communities during the modernization of the nation. Then, they turned into coffin boxes, and music boxes which portrayed the horror and the political violence in the recent Perú (Ulfe, 2011). In particular, I will focus on Chungui. Violencia y trazos de memoria (2005), by Edilberto Jiménez: there, this Peruvian altarpiece artist and anthropologist re-updates the canonical forms of the altarpiece and the ethnographic testimony by combining letter and image, voice and body to narrate the unspeakable in the armed conflict. The procedural and conceptual transformations, while reminiscent of the work of Guamán Poma, refer to an Andean space which is clearly symbolic. In this sense, I propose to think of this case as a residual, migrant and performative testimony.
Keywords: Testimony, altarpiece, political violence, migrations, residual
Testemunhos e retábulos: caixas migrantes, urgência narrativa e espaço andino. Uma leitura de Chungui. Violencia y trazos de memoria de Edilberto Jiménez
Ao longo do tempo, os retábulos sofreram transformações registradas em parte pela escritura etnográfica arguediana: de serem caixas móveis associadas com motivos religiosos, viagens e vaqueiros mutaram a objetos mercantis e de arte popular ao incorporar o ritual e a cotidianeidade das comunidades andinas durante a modernização da nação. Depois converteram-se em caixas ataúde e caixas de música que retrataram o horror da violência política no Peru recente (Ulfe, 2011). Em particular, me centrarei em Chungui. Violencia y trazos de memoria (2005), de Edilberto Jiménez: ali, o retabuleiro e antropólogo peruano re-atualiza as formas canônicas do retábulo e o depoimento etnográfico combinando letra e imagen, voz y corpo para narrar o indizível no conflito armado. As transformações conceptuais e procedimentais, enquanto tempo que recorda a obra de Guaman Poma, remetem a um espaço andino que é claramente simbólico (Adorno, 1992; Pease, 2008). Neste sentido, proponho pensar este caso como um testemunho residual, migrante e performático.
Palavras chave: Testemunho, retábulo, violência política, migrações, residual
… y de tal manera, que [el retablista] realizó el milagro artístico de que en tan peligrosa transformación la obra no solamente no perdió su valor estético sino que fue convirtiéndose además en una pieza documental etnográfica.
José María Arguedas
Entre una abundante producción literaria y artística que se produjo en los últimos años en torno al conflicto armado en el Perú reciente, luego del silencio inicial advertido por Antonio Cornejo Polar y Luis Vidal (1984), me interesa detenerme en los procesos en torno al retablo como un dispositivo cultural y en el modo en que este se reactualizó durante los siglos XX y XXI, llegando a convertirse en una forma de testimonio de la violencia política. Son dos las vertientes que indagaré a partir de la obra del antropólogo y retablista Edilberto Jiménez Quispe: los retablos tridimensionales, que son herederos de los San Marcos y de los retablos costumbristas, cuyas transformaciones han sido registradas por la escritura etnológica de José María Arguedas, y el testimonio etnográfico Chungui. Violencia y trazos de memoria (2005), que recoge y edita los relatos de las víctimas del conflicto combinando el registro lingüístico y el icónico, gesto que le permite al letrado trazar una genealogía con Guaman Poma de Ayala.
Ambas producciones, que forman parte de un mismo proceso, me permiten no solo ver cómo el arte procura tramitar los recuerdos penosos del enfrentamiento entre Sendero Luminoso, las FF.AA. y las rondas campesinas, que produjeron una espiral de violencia y un estado de indefensión, sino también las continuidades y las rupturas en el espesor del sistema testimonial andino. De allí que me preocupe relevar las transformaciones conceptuales y procedimentales, la economía de recursos lingüísticos e icónicos que emplea el artista/letrado debido a la urgencia testimonial. Asimismo, me interesa observar cómo se quiebra la tridimensionalidad y la linealidad del relato occidental y se opta, en cambio, por las superposiciones de imágenes y los efectos planos; lo que nos posiciona, sin duda, lejos del canon metropolitano y nos acerca a la cosmovisión y al espacio andinos. Esta aproximación me permite pensar el caso de los retablos y la producción de Chungui. Violencia y trazos… como un testimonio residual, migrante y performático.
Para advertir las transformaciones en el espesor del sistema testimonial andino, conviene remitirnos a la obra etnológica de José María Arguedas, cuyo abordaje resulta menor en relación con una producción literaria que generó una vasta constelación de categorías explicativas del continente. Acaso esto sucedió porque la comunidad científica concibió el ejercicio etnográfico de un modo diferente al que practicó Arguedas: no advirtió a tiempo la conjunción entre la tarea etnográfica y la mirada poética que atraviesa toda la producción del intelectual peruano (Altuna, 2011; Rivera Andía, 2011). En cambio, Ángel Rama sí observó, tempranamente, la relevancia de esta combinación y sistematizó la producción etnológica arguediana en la edición de dos libros, que además prologó: Formación de una cultura nacional indoamericana (1975) y Señores e indios. Acerca de la cultura quechua (1976). Atendiendo a ambas publicaciones, nos interesa detenernos en las relaciones entre el arte popular y los procesos de identificación que dan cuenta de un proyecto de nación moderna.
Las transformaciones de diversos objetos artesanales –los mates burilados, los toros de Pucará y los retablos– en productos de arte popular y objetos mercantiles fueron posibles, en cierta medida, por la mediación de figuras intelectuales como Alicia Bustamante y José María Arguedas. Desde diferentes posiciones y oficios, cada uno de ellos ha actuado como un letrado solidario1 (Achugar, 1994): Alicia Bustamante intervino en el proceso de producción sugiriendo al retablista López Antay ciertas transformaciones temáticas. Asimismo, propició espacios de circulación tanto en el mercado como en los circuitos artísticos, incluyendo los premios nacionales (Ulfe, 2011; Golte y Pajuelo, 2012). Mientras, José María Arguedas se preocupó por recuperar en su producción etnológica no solo el valor artístico sino también el documental de estas producciones de la cultura popular.
Arguedas registra las transformaciones experimentadas por los retablos: aquellas cajas móviles con motivos religiosos, ligadas a la vida ritual de las comunidades andinas, heredadas de la colonia hispánica con una función catequística y asociadas a principios del siglo pasado con los viajes y el arrierismo, se convierten a mediados de siglo XX en objetos mercantiles y luego en dispositivos del arte popular nacional. Tales transformaciones son consecuencias tanto de los procesos de modernización en el Perú como de la intervención de los sectores letrados metropolitanos (Ulfe, 2011).
Luego sucede un nuevo cambio durante el horror desatado en la coyuntura de fines del siglo XX: los retablos incorporan motivos que narran visualmente los vejámenes de la violencia política, adquiriendo una función testimonial. Las cajas ambulantes se convierten en cajones de memoria (Ulfe, 2011): los retablos son ahora cajones fúnebres que relatan las torturas, los asesinatos, las violaciones, las mutilaciones que sufrieron los campesinos en el conflicto fratricida en los Andes. Todas estas transformaciones temáticas, además, incorporan cambios tanto en el modo de narrar (la simultaneidad de cuadros en un mismo retablo) como en la técnica y los materiales empleados (la incorporación de la tierra de Ayacucho o la inscripción de palabras en quechua). En este marco, adquiere importancia la figura y la obra del antropólogo Edilberto Jiménez Quispe, nacido en Ayacucho y proveniente de una familia de retablistas.
También debemos destacar la relevancia etnográfica del retablo y su proceso de producción: primero, el modo en que el artista y letrado recolecta la información tanto sobre la cotidianeidad y los rituales comunitarios como sobre los vejámenes sufridos durante el conflicto. Luego, el relato de los informantes se convierte en dibujo y bosquejo de lo que serán después los retablos tridimensionales, los que a su vez se expondrán más tarde en una muestra en el LUM2 y serán los protagonistas de un filme documental.3 Sospecho que este proceso artístico y etnográfico puede inscribirse en el campo de la performance (Taylor, 2015); pues se trata de una acción política que involucra múltiples lenguajes audiovisuales con un evidente propósito de denuncia y que transmite las memorias del conflicto no solo por medio de la palabra escrita sino también a través de la materialidad y la corporeidad. Además del “valor mágico y mercantil” que le atribuye Arguedas, el retablo posee un “valor documental” (1976: 251), porque en él se combinan las prácticas artísticas y etnográficas, los propósitos poéticos y políticos. Al mismo tiempo, se yuxtaponen diversas memorias que responden tanto al ámbito de lo escrito y documental –el archivo– como al corpóreo y ritual –el repertorio– que se superponen y comunican entre sí (Taylor, 2015).
De otra parte, el retablista se configura como un migrante y construye desde las traslaciones sus procesos de identificación. Lejos de concebir identidades fijas y compactas, los artistas mestizos o “intermedios” se han desplazado desde dependencias señoriales y pertenencias indígenas hacia espacios intersticiales. Entendemos estas migraciones –antes que en términos de “identidades”– como “identificaciones” o procesos móviles entre las posiciones de “señores, indios y mestizos” (Arguedas, 1976); pero también, como una estrategia de los campesinos para adquirir ese estatus de ciudadanos que les ha sido negado un sinnúmero de veces desde la conformación del Estado peruano en el siglo XIX. Como sabemos, la articulación entre lo nacional y la formación ciudadana se da en el cruce entre clase, etnia, región y género. En esa convergencia o en ese desencuentro, se producen los procesos de identificación ciudadana. Sin duda, la negación de la ciudadanía y la exclusión de esos cruces han propiciado el terreno para que se ejecuten las terribles violencias que sufrió, sobre todo, el sector indígena durante el conflicto interno.
Por último, consideramos cómo se incorpora la imagen en los procesos de traducción que generalmente involucran el binomio oralidad/escritura en los testimonios canónicos etnográficos (Nofal, 2002).4 En esa interacción entre voz, letra y trazo puede decirse aquello que es indecible; en otras palabras, el dolor silente o los recuerdos penosos pueden manifestarse cuando logran imprimirse en una imagen. Esta vuelta de tuerca en el testimonio canónico nos permite inscribir a los retablos dentro de lo que llamo testimonios residuales (Williams, 1977; Campuzano, 2017): aquellos en los que un elemento del pasado se actualiza en el presente adquiriendo nuevos significados. En este caso, las transformaciones que han sufrido los retablos desde su función religiosa, luego artística y finalmente testimonial, podrían entenderse en términos williamsianos. Sugiero que la producción de Edilberto Jiménez Quispe, primero, en el libro Chungui. Violencia y trazos de memoria (2005), que incorpora dibujos y relatos de las víctimas del conflicto armado, y luego, en los retablos tridimensionales que elabora sobre la base de los relatos, puede considerarse un modo de testimonio performático y residual, pues transmite las memorias del conflicto a través de una materialidad y una corporeidad, reactualizando elementos del pasado y de la cosmovisión andinas.
Nos detendremos en algunos aspectos de una vida signada por los procesos migratorios y en algunas aristas de la heteróclita obra de Jiménez Quispe, que nos permiten sostener nuestra hipótesis acerca de su inclusión dentro de los estudios perfomáticos. Su producción se halla marcada por su paso por la academia y la formación artística que recibió en el seno de una familia de retablistas, pero también por el periodismo de oficio que ejercía durante su arribo a uno de los distritos de Ayacucho. Nos centraremos en el abordaje a Chungui. Violencia y trazos…, que resulta uno de los primeros testimonios publicados luego de la aparición del Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (2001). Además, este texto resulta particularmente singular porque combina el relato lingüístico con el dibujo a mano alzada. La imagen es el recurso que emplea el antropólogo para registrar los relatos de las víctimas, en reemplazo de las cámaras fotográficas, las cintas y grabadoras.
Edilberto proviene de una reconocida familia de retablistas migrantes.5 La mayoría de sus miembros nació en Alcamenca, creció y estudió luego en Huamanga y se desplazó más tarde hacia diferentes destinos, por lo que los Jiménez Quispe pueden considerarse sujetos migrantes, en el sentido propuesto por Antonio Cornejo Polar (Ulfe, 2011). Como Edilberto cursa los estudios universitarios en antropología, es el “letrado” de la familia y el único de sus miembros que se queda en Huamanga, incluso, durante el periodo de la violencia. En cambio, sus hermanos migran a Lima y aun al extranjero, donde uno de ellos es reconocido por sus obras. Es el caso de Nicario Jiménez, cuyos retablos retratan la discriminación racial y el acceso a la salud como algunos de los problemas de los migrantes latinoamericanos que arriban a EE.UU. Los peligrosos cruces en la frontera, los escenarios de lucha libre y la incorporación de las calaveras de la imaginería mexicana se mixturan con el formato andino evidenciando así una yuxtaposición de memorias (Ulfe, 2011: 262-275). Resulta significativo el uso de estas formas artísticas como el retablo, pero también pueden serlo los códices mayas en las producciones contemporáneas mexicanas para hablar de los desplazamientos hacia EE.UU. Pienso en el libro álbum Migrar (2011), de José Manuel Mateo y Javier Martínez Pedro, que reproduce en papel amate el formato plegado y las ilustraciones de los códices indígenas de la conquista. Sin duda, es este un caso de testimonio residual que merece, en otra ocasión, una lectura en contrapunteo con los retablos ayacuchanos de los Jiménez Quispe.
Figuras n°1 y 2- Migrar, de José Manuel Mateo y Javier Martínez Pedro
El proceso migratorio también implica un movimiento contrario: el retorno. Si en el caso de Nicario la migración es hacia los centros cosmopolitas, los otros miembros de la familia Jiménez regresan a Alcamenca y Huamanga de diversos modos y por medio de la memoria: por ejemplo, cuando se organiza la rutina citadina a partir de un calendario agrícola andino o se participa en la vida comunitaria a través de los carnavales o la Fiesta del Agua. En todos estos casos, el migrante vuelve hacia “adentro”, regresa al lugar de origen y allí construye sus identificaciones: “No se discutirá la identidad sino más bien la identificación de uno con un lugar. Para la familia Jiménez, el verse e identificarse como alcamenquinos es lo más importante” (Ulfe, 2011: 92). En este sentido, el concepto de crisis del modelo radial de cultura (Bueno Chávez, 2004) permite pensar los múltiples movimientos de la migración: el modelo civilizador que prevalece desde la colonia y proyecta orden y cultura en la ciudad se ve puesto en entredicho por un modelo inverso que introduce estados heterogéneos provenientes del campo y el interior de las naciones. Se trata de movimientos centrífugos y centrípetos que ponen en jaque el proyecto homogeneizador cuando es interrumpido por el ingreso de múltiples diversidades.
En cuanto al caso ayacuchano, la obra de Edilberto Jiménez no encaja dentro del modelo del retablista que produce atendiendo a las demandas de los centros metropolitanos, el impacto en el mercado, los circuitos turísticos y artesanales. Y ello no porque rechace necesariamente su comercialización sino porque encuentra en los retablos un modo de redirigir la experiencia que vivió durante su estadía en Chungui (Golte y Pajuelo, 2012: 38). En el documental Chungui. Un horror sin lágrimas, Edilberto Jiménez Quispe refuerza esta impresión cuando sostiene que, del mismo modo que los campesinos demoraron en romper un pacto de silencio implícito en la comunidad, él también tardó en comunicar lo que le había sido confiado (Degregori, 2010).
Podemos advertir en este gesto una variante en el género testimonial canónico: el guardar los secretos de la comunidad puede resultar tan significativo como aquello que se dice o se explicita. Por eso, este silencio remite al testimonio fundacional Me llamo Rigoberta Menchú y así nació mi conciencia (1983), de Burgos Debray, pues Rigoberta asocia la persistencia y la victoria de su comunidad con el ejercicio de los silencios: “esto es el triunfo de nuestros secretos que nadie ha descubierto”; “nosotros hemos ocultado nuestra identidad porque hemos sabido resistir” (1983: 243 y 275). Edilberto no solo cumple el rol del letrado solidario sino que también asume la función del testigo que sabe silenciar cuando es debido.
Todos estos desplazamientos permiten considerar los retablos como un caso de etnografía visual y performática. Los relatos de Chungui. Violencia y trazos…, que dieron cuenta de hechos inenarrables y profundas heridas en los cuerpos y las memorias indígenas, esto es, las llakis o recuerdos penosos, fueron el resultado de la empatía y una autoría compartida. Es decir, los relatos se produjeron por la colaboración entre el letrado solidario y el Otro silenciado, si seguimos los planteos de Achugar, o fueron el corolario de la antropología colaborativa, como la califica el antropólogo Carlos Iván Degregori que se halla en estrecha comunicación con Edilberto Jiménez Quispe durante el periodo de la producción de los testimonios. El dolor de los informantes, intraducible a través de la palabra, logra nombrarse en la imagen que se construye de modo empático, colaborativo y solidario entre el testimoniante y el artista: “[los dibujos surgieron porque había] sido empujado por la barbaridad que había visto y la grabadora no era un medio efectivo para captar lo que decían, pero si los comuneros me indicaban con sus manos cómo mataban cuando yo hacía los trazos” (Jiménez, 2009: 39).
Esta doble –y hasta triple, si consideramos la intervención de Carlos Iván Degregori– autoría en colaboración, al igual que los diferentes lenguajes artísticos combinados que intervienen en el testimonio en los que se yuxtaponen voz-letra-imagen-cuerpo, nos permite pensar en los retablos y los testimonios de Jiménez como una forma performática de transmisión del conocimiento. Al tiempo que se “dicen” los horrores, se “hace” política. De la misma manera, la superposición de estas capas de mediación nos posibilita inscribir esta producción testimonial dentro de las literaturas heterogéneas (Cornejo Polar, 1982) y entender las variaciones sistémicas que pueden comunicar al indigenismo con el testimonio andino.
Entre estos contactos intersistémicos, resulta ineludible mencionar a la disruptiva novela El pez de oro. Retablos del Layqakuy (1957), de Gamaliel Churata, pues en ella se emplea el formato del retablo como una matriz compositiva de cada capítulo. El retablo es también el libro o la escritura del brujo, el layka, como lo señala su subtítulo, que convoca el “saber del brujo” y con él otras formas de conocimiento que emplazan el ritual y lo corpóreo. Este formato y esta escritura permiten a cada apartado mantener su autonomía, al tiempo que apelan al arte popular andino: el retablo funciona así como un “dispositivo de lectura” que establece un contrapunto entre la tradición andina y la biblioteca eurocéntrica (Di Benedetto, 2017).
No resulta casual que el mismo Edilberto Jiménez, en numerosas ocasiones, trace su genealogía con Guaman Poma de Ayala, quien resulta el precursor del discurso migrante y denuncia los crímenes hacia los indígenas frente a Felipe III, cuando dice que el “mundo está al revés”. Tampoco son fortuitas las vinculaciones con la producción literaria y antropológica de José María Arguedas y la poética de César Vallejo; ambas escrituras atravesadas por el sufrimiento. De hecho, uno de los retablos iniciales de Edilberto retrata, a partir del poema vallejiano “Masa”, los horrores de la guerra y la violencia alrededor del mundo. Otro tanto sucede con los sistemas populares e indígenas, a partir de las relaciones con los huaynos ayacuchanos: así, en el retablo “El hombre”, Jiménez Quispe, a partir del canto homónimo del músico Ranulfo Fuentes, escenifica los deseos que tiene la humanidad de liberarse de la opresión.
Figura n°3- “Masa” (1986), de Edilberto Jiménez, extraído de Universos de memoria de Golte y Pajuelo (Eds.)
Figura n°4- “El hombre” (1987), de Edilberto Jiménez, extraído de su web oficial
A estas vinculaciones, debemos añadir los procesos de traducción o mediación que se producen en los retablos. Los diferentes pasajes que transforman los desgarradores relatos orales en dibujos que, a su vez, se convierten en retablos tridimensionales nos advierten una multiplicidad de pliegues que se suceden en los procesos de mediación; lo que permite inscribir la obra de Jiménez dentro de las literaturas –o, incluso, las producciones artísticas– heterogéneas. Así, las cajas migrantes, ahora, al incorporar ciertas innovaciones técnicas,6 se trasmutan en cajones de memoria donde batallan las versiones del conflicto armado interno. Son también cajas ataúd, donde la temporalidad lineal de sus compartimientos se quiebra para contar las penas de la muerte,7 y las flores de sus puertas se convierten en lápidas con inscripciones en quechua. Se configuran además en cajas musicales, desde donde proviene un canto testigo de los vejámenes, pero también se asoma un canto esperanzador de vida. Varios de estos retablos no acaban con la muerte sino que buscan restituirse: así, introducen la tradicional figura del cantor cuya función es la de narrar los sucesos acontecidos y con ello tramitar las memorias. Del mismo modo, en Chungui. Violencia y trazos… el testimonio concluye con los dibujos de llaqta maqta, un canto celebratorio propio de Chungui entonado por los jóvenes durante las festividades.
Figura n°5- “Basta, no a la tortura” (2006), de Edilberto Jiménez, extraído de su web oficial
Figura n°6- “Abuso de las mujeres” (2007), de Edilberto Jiménez, extraído de su web oficial
Figura n°7- “Llaqta Maqta”, de Edilberto Jiménez, dibujo extraído de Chungui. Violencia y trazos de memoria
Los retablos evidencian cómo los géneros no logran encorsetar las producciones artísticas,8 por lo que nociones como lo residual, en cuanto actualiza elementos del pasado de la comunidad, y la performance, porque refiere a la transmisión de las memorias por lo corpóreo y a la acción política, pueden resultar explicativas para este caso: “Cada retablo es una obra singular, que rompe con las convenciones del género. Es una creación, enraizada en las viejas tradiciones pero que recoge al mismo tiempo el torbellino del cambio” (Degregori, citado por Golte, 2012: 31). Hay, allí, en esa superposición de memorias migrantes y en sus batallas recientes, un ejemplo evidente de las heterogeneidades que, en el caso andino, se trazan desde la narrativa indigenista hasta el testimonio contemporáneo, no solo en su forma literaria sino también en la apuesta artística que involucra lenguajes combinados.
Ahora bien, ¿por qué en un primer momento Edilberto Jiménez opta por el dibujo a mano alzada antes que por la grabación y la fotografía o, incluso, por los mismos retablos, para transmitir la memoria de los vejámenes? En el prólogo el retablista señala que para la recopilación de los relatos etnográficos no era conveniente esperar la elaboración de las figuras tridimensionales y multicolores, sino que requería una manera más ágil, como el dibujo, que pudiera responder a la urgencia testimonial. A ello, añadimos que la imagen permite decir lo indecible de los recuerdos penosos.
En Chungui. Violencia y trazo… observamos bosquejos monocromáticos que privilegian, antes que la técnica, la historia que precisan contar: importa menos la forma que el poder narrativo de los trazos y los relatos. El antropólogo emplea pocos recursos: los dibujos son trazos a mano alzada que recuerdan el monigote, la historieta o los rasgos de las esculturas de los mismos retablos. Contrasta así la simpleza del trazo con la complejidad del horror y la violencia referidos. Así observamos todas las imágenes del libro acompañadas por un epígrafe.
Figura n°8- “La fosa de Chunguiqasa”
Las figuras humanas no se construyen respondiendo al canon occidental: por ejemplo, para los indicadores espaciales, no se emplea la perspectiva sino otras estrategias como la superposición de imágenes y la disminución de tamaño, tal como podemos ver en la figura n°8“Y tuvieron que permanecer calladas”. Por eso, el espectador tiene la impresión de estar frente a lo plano, a una ausencia de la tridimensionalidad. En este sentido, recordemos una vez más el caso Nueva Corónica y Buen Gobierno (1615), de Guaman Poma de Ayala, en el que efectivamente estamos ante otra forma de graficar la espacialidad según la cosmovisión andina (Adorno, 1992; Pease, 2008):
[…] la configuración del espacio andino en Guaman Poma es claramente simbólica. El Cuzco –y el mundo– se hallaban divididos en cuatro partes. [El diagrama] expresa la forma como se dividía el Cuzco y el mundo, no en relación a una representación espacial, sino simbólica. (Pease, 2008: XXVII)
Es posible entonces ahondar en los vínculos que el propio Jiménez establece con la obra de Guaman Poma, cuando entronca su genealogía a este texto fundacional del discurso migrante y las literaturas heterogéneas. Además del propósito de denunciar los crímenes cometidos por los colonizadores, y del rol que cumple como intérprete y testigo en Huamanga, ambas producciones –lejanas en el tiempo– comparten un modo diferente de trazar la espacialidad. Los primeros estudiosos de la obra de Guaman Poma han observado ciertos “defectos” en la crónica andina en lo que refiere a errores sintácticos, históricos y geográficos. Sin embargo, estas “equivocaciones” o “desaciertos” son entendidos ahora, según los estudios más próximos, como manifestaciones que no corresponden al canon occidental, aunque incorporen tipos discursivos propios de la cultura metropolitana. Por ejemplo, Guaman Poma no introduce algunos quechuismos en el discurrir del castellano, sino que inserta largos párrafos en quechua, otorgándole de esa forma la misma jerarquía que la lengua de prestigio. Por su parte, el dibujo de Jiménez, al emplear otros recursos espaciales diferentes a la “perspectiva”, reconceptualiza o actualiza en algún sentido la obra de Guaman Poma, en tanto se disocia de los modelos europeos y los yuxtapone, en todo caso, con la cosmovisión andina. En este sentido, hablamos de un caso residual.
Figura n°9- “Y tuvieron que permancer calladas”
La escasez de recursos, que puede explicarse a partir de la “urgencia narrativa”, resulta prioritaria también en los procedimientos discursivos lingüísticos. La economía de elementos da cuenta de una producción que no se realiza en la quietud y el espacio del “atelier” del artista sino en la inmediatez del “viaje”, durante el movimiento que presupone el registro etnográfico. Asimismo sucede con la narración verbal: lejos de adjetivaciones o metáforas, recurre a la simplicidad de los encadenamientos y las yuxtaposiciones, a las conjunciones y los adverbios temporales, atendiendo a una simple y descarnada descripción de las persecuciones, las torturas y los asesinatos:
A mi mamá la asesinaron en Suyruruyoq en 1986. Desde entonces mi papá y yo vivíamos solos, huyendo de un lugar a otro por temor a los militares y a los ronderos. Yo vi a los ronderos que venían con sus cuchillos y granadas, le dije a mi papá: ‘¡Mira están viniendo!’, y corrí y me escondí detrás de unos arbustos de totora. Mi papá no pudo escapar, por la carga que llevaba a cuestas, nuestra ropa y frazadas.
Fue detenido, sus manos atadas, su cuerpo pateado, después su nariz y su cuello cortados. Luego estos hombres de la Defensa abandonaron el cuerpo de mi padre cubierto de sangre. Después salí calladito de mi escondite, me acerqué a mi padre y levanté su cabeza, le hablé pensando que estaba vivo, él todavía me miró y luego se murió en mis brazos mientras yo estaba llorando a su ladito. (Jiménez, 2009: 250)
A partir del carácter testimonial presente en el “yo vi”, esta narración sin búsquedas poéticas tiene como propósito “informar” los horrores del conflicto armado, al tiempo que el adverbio que indica continuidad junto al uso del diminutivo –“yo estaba llorando a su ladito”– no deja de conmocionar al lector.
Los campesinos, además de sus pugnas entre ronderos, son también el botín de guerra entre las fuerzas que solo se enfrentan entre sí a partir de la posesión y los crímenes: “Cuando venían los militares, los niños tenían que estar calladitos, sin hacer bulla. Pero a veces el hambre, la sed, hacía que los niños lloren. Por eso los jefes de los senderistas ordenaron matar a todos los niños de Huertahuaycco” (2009: 228). Así, Chungui. Violencia y trazos… se opone a las representaciones que, desde el discurso oficialista del fujimorismo, exaltaban la figura del Ejército como el exterminador de la acción de Sendero Luminoso o que omitía las confrontaciones entre los diferentes pueblos: “Estos [los militares] lo hacían para decir que habían matado a los terroristas, entonces sus jefes les subían de grado por matar y por eso cortaban estos miserables” (2009: 242); “No les creíamos y por eso se llegó a aplicar la ley de la selva que es desaparecer a todo insolente” (2009: 280). Al contrario, los testimonios recopilados por Jiménez permiten ahondar en la hipótesis de Kimberley Theidon (2004), quien sostiene que no se trató de una guerra entre dos bandos que cercaron a los campesinos sino de una pugna fratricida, “entre prójimos”: “Buscamos entender cómo la gente comenzó a matar a conocidos o vecinos –como dicen ellos, ‘matar entre prójimos’–, y cómo fueron y van desmantelando esta violencia letal ahora” (2004: 21).
En numerosas oportunidades, se emplea el recurso de la animalización que evidencia la subalternidad y la desposesión del campesino; así, puede verse en el relato de las retiradas: “Nos obligaron a vivir ocultos como animales en el monte, con hambre, con sed y muertos de frío […] y cuando llegaban los helicópteros corríamos a ocultarnos en el monte y, éramos como venado” (2009: 147). La animalización resulta un dispositivo que emplea el colonizador para construir al Otro como un “salvaje” y, desde ahí, justificar el empleo de la violencia para su sujeción. Al menos, así ocurre desde los tiempos del descubrimiento y la conquista en este continente, como también sucede en la contemporaneidad cuando, por ejemplo, la Comisión Investigadora liderada por Vargas Llosa escribe el informe de la masacre en Uchuraccay.10
Otro mecanismo es la enunciación de extensos listados con nombres, edades y lugares de procedencia de las víctimas. Este recurso disuelve el anonimato de las matanzas indiscriminadas y las fosas comunes; al tiempo que restituye las identidades visibilizando a cada uno de los desaparecidos. Hay en este procedimiento de restitución, además, un gesto performático: al nombrar a las víctimas, se acciona su presencia, se exorciza el olvido y se hace memoria. De hecho, no resulta casual que, en las desapariciones forzosas en manos del terrorismo de Estado a lo largo y ancho del continente durante el último tiempo, los familiares de las víctimas y los sobrevivientes empleen sistemáticamente este recurso: pensemos en casos como los de la última dictadura en Argentina o los 43 de Ayotzinapa en México. No es fortuito tampoco que, tiempo después, los familiares de las víctimas en Perú incorporen –al igual que Abuelas, Madres e HIJOS en Argentina– las fotografías de sus desaparecidos durante las protestas.
También, es frecuente el uso de la preposición “sin” para remitirse sobre todo a las mutilaciones y los desmembramientos: “Todos los cuerpos destrozados con machetes y cuchillos, sin manos, sin brazos, sin cabezas, llenos de sangre y otros con los intestinos afuera” (2009: 236). Asimismo, son recurrentes frases a partir del uso del verbo “poder” precedidas por adverbios de negación para señalar cómo estaban impedidos: “ya no podíamos llorar” (2009: 236), “no pude llevar su luto” (2009: 278), “No podíamos hacer nada, ellos eran dueños de Chungui, nosotros no teníamos a quién quejarnos y hasta ahora para los pobres no hay justicia” (2009: 271). A partir del empleo de estos recursos, podemos ver cómo se construye el abandono y la orfandad de los campesinos. Se trata, quizás, de la desposesión (Butler y Athanasiou, 2013) o de la no-ciudadanía (Vich, 2015): el impedimento y la indefensión de los cuerpos desechables, de aquellos que no son reconocidos por el Estado, genera la incontenible espiral de violencia. Es este el clamor de los campesinos serranos: el ser reconocidos como peruanos y, desde esa posición ciudadana, obtener finalmente la justicia. Así lo enuncian a través del testimonio de Jiménez: “Los comisionados de la CVR esperamos busquen la justicia y sanción para los culpables. También Chungui es Perú no solo lo es Lima” (2009: 310): “Chungui sigue en el olvido del Gobierno” (2009: 312).
Otras imágenes recurrentes son los niños adoctrinados en las escuelas que ingresan a las filas de los terrucos, los huérfanos que deambulan, los hermanos que se separan; las mujeres que son vistas como trofeos de guerra, son violadas por los senderistas y por los militares, son confinadas al espacio privado de la cocina para los ejércitos; los actos de salvajismo como las prácticas de zoofilia, las mutilaciones y la antropofagia. Así, se construye la barbarie y el terror en el testimonio; horror que fue configurado, previamente, en todo el territorio de la región de Ayacucho. Adriana Musitano (2011) sostiene que las políticas de terror –que son programadas desde el Estado e involucran una secuencia brutal de secuestro, tortura, ejecución y desaparición de los cuerpos– tienen como efecto la muerte extendida, el caos, la confusión y la catástrofe social. Al sembrar el terror, el Estado administra la muerte a todo el conjunto nacional. Por su parte, Fabiola Escárzaga (2001), refiriéndose al caso particular del Perú, advierte que la violencia no fue concebida exclusivamente por el fenómeno senderista, sino que fueron las propias FF.AA. las principales promotoras, pues aplicaban el terror sin ningún tipo de fiscalización. Sendero Luminoso y las FF.AA. sistematizaron la práctica de una violencia que ya “era un elemento constitutivo y cotidiano de una sociedad como la peruana étnicamente dividida” (2001: 20).
Cada testimonio de Chungui. Violencia y trazos… es un relato acabado en sí mismo, tiene una unidad. Pero si leemos los relatos en conjunto, encontramos una secuencia que se ajusta a la cronología iniciada con la llegada de Sendero Luminoso a Chungui –distrito también conocido como Oreja de Perro–: el arribo de las FF.AA., los crímenes que cometen los diferentes bandos, el regreso del tiempo de paz y los desplazamientos que retornan a sus hogares. Aunque es posible seguir esta cronología, Jiménez Quispe y los editores han eliminado las fechas de los episodios y no han incorporado documentos escritos vinculados con ellos. Es decir, no disponemos del archivo del que habla Taylor. Al contrario, nos orientamos solo por la información que revelan los relatos orales –esto es, el repertorio– que pasan por los tamices de la escritura, como sucede con los testimonios canónicos etnográficos.
Pero la oralidad en este caso también pasa por el tamiz del trazo y la imagen para decir aquello que resulta indecible solo con la palabra, para nombrar los recuerdos penosos y así tramitar los duelos colectivos. La incorporación de este pliegue de pasajes de la oralidad a la escritura, y a la imagen o a la materialidad, nos permite esbozar un primer rasgo del testimonio al entenderlo como una acción o una performance. Tenemos aquí –en lo perfomático– una forma de concebir el testimonio como la transmisión de la memoria no solo escrita sino también visual, auditiva, corpórea. Además, los retablos tridimensionales, al incorporar la materialidad, coadyuvan a restituir esa corporeidad y, con ella, la presencia de los muertos y los desaparecidos. Son estos los retablos que han mutado a lo largo del tiempo, adquiriendo un valor no solo estético sino también documental, como anunciaba Arguedas al registrar las transformaciones del objeto mágico al arte popular.
Este artículo ha procurado abordar tanto las conversiones del objeto retablo a lo largo del proceso de modernización en el Perú como sus pasajes al testimonio de la violencia reciente. Pasaje este último que nos conduce a observar también el espesor del sistema testimonial andino que hunde sus raíces en los huaynos, las crónicas coloniales y el indigenismo, al tiempo que se inscribe dentro de las literaturas heterogéneas. Sucede entonces una negociación entre las formas del retablo como objeto y testimonio, que propicia transformaciones en momentos de crisis; es decir, aquello que Raymond Williams (1977) llamó cambio social. No resulta casual, por ejemplo, que en el inusual contexto de la pandemia que ha llevado recientemente al aislamiento social, preventivo y obligatorio de un sinnúmero de naciones, sea en Perú que los retablos incorporen entre sus imágenes escenarios propios del clima de la cuarentena: los cajones llevados por unos danzantes negros, una sala de hospital con médicos y barbijos. Me refiero específicamente a los retablos que realizan los hermanos Luis y Reynaldo Quispe Flores,11 cuya innovación corrobora nuestros supuestos acerca del modo en que estos dispositivos artísticos, en efecto, tramitan episodios traumáticos de las memorias recientes.
Los retablos y los testimonios, sus transformaciones y contactos, dan cuenta de los cambios dentro de los procesos sociales; por eso, resulta pertinente pensar estas producciones en términos de lo residual. Con esta denominación podemos esbozar un segundo rasgo del testimonio que aquí describimos: lo residual refiere a un elemento del pasado que se activa y se resignifica en el presente otorgando nuevos significados, tal como lo advierte Williams. Lo que hallamos en estos casos –el de los retablos y los testimonios– es el modo en que elementos propios de la cosmovisión y la espacialidad andinas se actualizan en complejos escenarios de violencia política y desplazamientos modernos. De allí que concibamos los testimonios como residuales, tanto del arte popular como del sistema testimonial andino, puesto que son dispositivos culturales que no se anquilosan y aún se hallan en productividad.
Los hacedores de los retablos tridimensionales y los relatos etnográficos, además, son sujetos que se desplazan entre diferentes identificaciones: no hallamos en ellos, ya sean artistas o antropólogos, identidades rígidas y homogéneas, sino movimientos entre diversas posiciones intermedias. Arguedas habla de indios, señores y mestizos cuando se refiere a los escultores de los retablos; por su parte, Achugar propone pensar en letrados solidarios para abordar los complejos pasajes de traducción entre informantes y amanuenses. Queda en claro que los productores de retablos y testimonios son migrantes no solo porque pueden haberse desplazado física y culturalmente, sino también porque lo hacen entre sus roles y posiciones para incorporarse a la modernidad y traducir así las transformaciones y las violencias sociales. El testimonio resulta también migrante, en los sentidos propuestos por Cornejo Polar; y con ello definimos un tercer rasgo.
En síntesis, propongo pensar los testimonios de Edilberto Jiménez Quispe, tanto en su vertiente retablista tridimensional como en el relato que combina palabra e imagen, en el espesor de un sistema donde se reactualizan la cosmovisión y la espacialidad andinas, junto con procedimientos urgentes y escuetos que denuncian los vejámenes de un pueblo desposeído, al que se le ha negado su ciudadanía. Estos testimonios son performáticos, residuales y migrantes, pues en ellos se tramitan los duelos recientes, la memoria hace su trabajo y puede aquietar las llakis o los “recuerdos penosos” estampados en palabras, dibujos y retablos.
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1 Con esta noción, el crítico uruguayo, referente ineludible del estudio sobre el testimonio, alude a la dimensión ética que interviene en la colaboración entre informante iletrado y amanuense letrado a los fines de denunciar una situación de marginalidad o exclusión.
2 El Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social del Ministerio de Cultura del Perú (LUM) es un espacio de conmemoración dedicado a la historia de violencia política reciente.
3 Nos referimos al documental Chungui: horror sin lágrimas (2009), de Felipe Degregori, que aborda la obra de Edilberto Jiménez Quispe.
4 Al referirnos a los testimonios canónicos, nos remitimos a la distinción que realiza Rossana Nofal cuando clasifica el género entre los testimonios etnográficos que han sido legitimados, y en los que intervienen un informante y un amanuense que responden a dos universos diferentes, por un lado, y los testimonios letrados que responden a un sujeto alfabetizado en un contexto de violencia política, por otro.
5 Cf. Ulfe (2011); Golte y Pajuelo (2012).
6 Entre las innovaciones técnicas que introduce Jiménez para narrar la violencia pueden detallarse las siguientes: la eliminación de la división horizontal de las cajas, el empleo de un formato abierto, la ampliación de una perspectiva de simultaneidad del tiempo y el espacio, el uso de las secuencias cinéticas por medio de las cuales el pasado, presente y futuro pueden compartir el mismo espacio (Golte y Pajuelo, 2012: 117).
7 Resulta interesante cómo se construye la temporalidad y, por lo tanto, la narratividad en un mismo cuadro. Al contrario del relato lingüístico, la secuencia en los retablos no sigue necesariamente la linealidad sino más bien avanza hacia la simultaneidad de escenas. El modo en que se dispone el espacio da cuenta de varias temporalidades: “Estas sucesiones se retratan en simultáneo, pero la secuencia o temporalidad se entiende por la vestimenta y los testimonios que están escritos en el interior de las puertas del retablo” (Golte y Pajuelo, 2012: 93).
8 Sí existen, en cambio, intentos de periodización y sistematización de los retablos de Jiménez Quispe. Cf. Golte y Pajuelo (2012).
9 Realicé una primera versión del análisis de los recursos icónicos y lingüísticos de Chungui… en el capítulo “Tempestad en los Andes: género testimonial y violencia en el Perú” (2016), citado en bibliografía.
10 Cf. Ponciano del Pino (2003: 36-37).
11 Sus obras pueden hallarse en las redes sociales. Ver: <https://www.facebook.com/reynaldo.quispeflores>.