La forma de las ruinas de Juan Gabriel Vásquez: la lucha imaginaria por el legado

Hoover Delgado

Universidad Icesi, Colombia

Recibido: febrero 2021
Aceptado: abril 2021

Resumen1

La forma de las ruinas, de Juan Gabriel Vásquez, permite preguntarnos cómo la novela histórica colombiana de la última década aporta claves para la comprensión de la memoria colectiva y la historia de Colombia y, de paso, contribuye a la discusión sobre la concepción de tal género novelesco. Para esclarecer lo primero, acude a una vasta gama de recursos literarios mediante los cuales reconstruye el concepto de “herencia” (biológica, sociopolítica, histórica, cultural), y expone las tensiones discursivas que han dado forma a la memoria histórica colombiana. Para lo segundo, redefine la frontera entre literatura e historia, y se plantea en situación de incomodidad frente a cada uno de los campos que componen el oxímoron novela histórica.

Palabras clave: novela histórica, novela histórica colombiana, metáfora, imaginación, memoria

The shape of the ruins by Juan Gabriel Vásquez: the imaginary struggle for the legacy

Abstract

La forma de las ruinas, by Juan Gabriel Vásquez, allows us to ask how the Colombian historical novel of the last decade provides keys to understanding the collective memory and history of Colombia and, incidentally, contributes to the discussion about the conception of such fictional genre. To clarify the first, it uses a vast range of literary resources through which he reconstructs the concept of “inheritance” (biological, sociopolitical, historical, cultural), and reveals the discursive tensions that have shaped Colombian historical memory. For the second, it redefines the border between literature and history, and poses in a situation of discomfort with each of the fields that make up the oxymoron “historical novel.”

Keywords: historical novel, Colombian historical novel, metaphor, imagination, memory

A forma das ruínas de Juan Gabriel Vásquez: a luta imaginária pelo legado

Resumo

La forma de las ruinas, de Juan Gabriel Vásquez, permite perguntar como a novela histórica colombiana da última década fornece chaves para a compreensão da memória coletiva e da história da Colômbia e, aliás, contribui para a discussão sobre a concepção desse gênero ficcional. Para esclarecer o primeiro, ele usa uma vasta gama de recursos literários por meio dos quais reconstrói o conceito de “herança” (biológica, sociopolítica, histórica, cultural) e expõe as tensões discursivas que moldaram a memória histórica colombiana. Para o segundo, redefine a fronteira entre literatura e história e coloca-se em situação de desconforto diante de cada um dos campos que compõem o oxímoro “novela histórica”.

Palavras-chaves: romance histórico, romance histórico colombiano, metáfora, imaginação, memória.

En novelas como Historia secreta de Costaguana, Los informantes y La forma de las ruinas, Juan Gabriel Vásquez ha construido un personaje, Juan Gabriel Vásquez (JGV, de ahora en adelante), un escritor profesional que tiene por vocación leer novelas en las que siempre encuentra temas para escribir las suyas. Los temas que producen en JGV tal excitación alimenticia no son los del lector común: los desvelos de amor, las fluctuaciones del mercado, las depresiones posmodernas, los realismos mágicos. Él persigue con fruición el dato histórico y, una vez hallado, se da a la tarea de desfacer los entuertos de nuestra pobre, doliente y amnésica historia nacional. El joven JGV no solo elige una presa, sino la mejor de ellas. En Los informantes (2004) escogió a la exiliada alemana Ruth de Frank. Allí nos brinda dos claves de su método cinegético: nuestra historia está cargada de odio y fanatismo; y el problema del escritor y de la sociedad es la muerte del padre. En Historia secreta de Costaguana (2007) toma un pasaje de Nostromo, de Conrad, y en él lee un vaticinio de Colombia. Bajo el nombre de José Altamirano emprende la búsqueda del padre y, víctima del resentimiento, decide vengarse de su país consintiendo la pérdida histórica de Panamá.

Pero es en La forma de las ruinas (2015)2 donde decide aparecer con nombre propio, dispuesto a reclamar los dioses mayores: García Márquez, Borges, Vargas Llosa y Moreno-Durán; y de postre, la prensa, el archivo nacional y una literatura y tradición oral hasta el momento inexploradas: la conspiración. Para el bovarista, las narraciones secretas y populares de la conspiración obran como los libros de caballería sobre el Quijote: al tiempo que lo alucinan, lo precipitan sobre la cruda y desencantadora realidad. Y es desde ese desencanto de donde La forma de las ruinas permite asomarnos a la novela histórica colombiana de la última década para preguntarnos cómo teje claves sobre asuntos de sumo interés: la memoria y la historia.

La novela histórica en cualquiera de sus modalidades –novela de tema histórico o ficción histórica (Prado Alvarado, 2017), novela histórica posmoderna (Juliá, 2006), intrahistoria (Pérez Murillo, 2008) o metaficción historiográfica (Grützmacher, 2006; Perkowska, 2008; Morales-Bañuelos, 2017)– vuelve sus ojos a las nuevas realidades y construye esfuerzos expresivos y reflexivos, oficiando como apologista, testigo o crítica (Montoya, 2009), en procura de abordar fenómenos como la violencia, la corrupción o la injusticia. Escritores como Ospina (2005), Collazos (2009) o Vásquez abrevan de múltiples fuentes y perspectivas para la escritura de sus novelas. Una de tales perspectivas es la de asociar la novela histórica a la indagación sobre la memoria enferma, dando origen a obras que tratan los distintos aspectos de la patología: el trauma, el duelo, el reconocimiento, la compulsión de repetición, la melancolía o la víctima (Ricœur, 2004).

Buena parte de la producción de la novela tradicional e histórica colombiana que aborda los ejes de memoria e historia se ha movido en el radar de la memoria enferma. Para Mejía Vallejo (1964), García Márquez (1967) y Espinosa (1987), por caso, el trauma parece constitutivo de la cultura y de la historia; para escritores posteriores como Collazos, Montoya y Vásquez, la enfermedad ofrece un campo minado de preguntas al que hay que entrar y desactivar con la idea de dar cuenta de lo que somos, de lo que nos pasó y nos pasa.

Leemos en el epígrafe de la novela, “Eres las ruinas del hombre más noble…”. “Noble” tiene su origen en “conocido”, “ilustre” (DECE, 2019). La precisión de que un hombre ilustre ha sido convertido en ruina nos hace sospechar de la novela como solicitante de un doble trabajo: a) esclarecer cómo ocurrió tal hecho; b) devolver el lustre a esos que han sido denigrados. El epígrafe da a entender que alguien –JGV– acude a un segundo autor –Shakespeare– quien pone la frase en boca de un tercero –un personaje histórico, Marco Antonio–, quien la dirige a César, asesinado por conspiración y acusado de ambicioso. Toda esta operación revela que el autor de La forma de las ruinas convoca a otros personajes (de la realidad histórica y ficcional) en procura de cumplir las tareas a y b.

Podemos así deducir un planteamiento: la novela quiere dar a comprender que la herencia de los hombres ilustres es importante. Para el caso, los dos ilustres son Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliecer Gaitán, líderes liberales colombianos asesinados en Bogotá en 1914 y 1948, respectivamente, en circunstancias aún sin esclarecer. Sus ruinas físicas (la calota fracturada, la vértebra perforada, el traje) son símbolos y metáforas de nuestra historia nacional. Su herencia es importante, concluimos, para entender la historia y la sociedad colombianas. ¿Cómo dar, pues, a comprender su herencia?, ¿cómo hacer para que no se olvide? Lo anterior introduce una tensión que compromete la forma de la novela: por un lado, están las formas de la novela tradicional y de la histórica fundada en personajes históricos y acontecimientos patrios; por el otro, una novela como la presente, de especulación histórica, fundada en hechos y centrada en las víctimas. La tensión no se resuelve; es mostrada con el propósito de derivar de ella reflexión y razonamiento histórico (Jablonka, 2016) y de revelar, como pretende Vásquez, “las verdades secretas” que esconde la historia oficial.

La estructura verbal de la novela proviene de la acción general de “heredar” y tiene implicaciones para su forma final como informe novelado. Goethe (2001) afirmaba que en todo objeto reside un principio poético, plástico, una forma formante –en la forma de la manzana está el manzano; el cráneo es una vértebra desarrollada–. En tal sentido, la poiésis de La forma de las ruinas, en tanto discusión de las modalidades de herencia, se estructura alrededor de las formas verbales “recibir”, “conservar” y “dar”. La acción central de recibir se concreta en la herencia; se recibe algo “muerto” que procede del pasado: se trata de ruinas sin forma. La acción de conservar se concreta en la memoria; se conserva algo “en estado de vida suspendida” que se proyecta al futuro: se trata de recordar la forma. La acción central de dar se concreta en la escritura de la novela; se entrega al futuro algo que pertenecía al pasado y que ahora aparece “transformado a la vida”: el informe es una forma que transforma.

La imagen central de la que surge esa macro-acción y dota de vida a la novela se halla en la novena parte de la novela cuando Carlos Carballo narra la muerte de César, su padre: “Empecé a entender que papá se había caído en las grietas de un terremoto, y que el epicentro del terremoto está frente al Edificio Agustín Nieto, carrera séptima antes de la avenida Jiménez, Bogotá, Colombia” (7074). A la precisión de la imagen le sigue la del dato, la coordenada que, al tiempo que señala el epicentro de la obra, también postula el hipocentro, el centro profundo donde el evento tiene origen: esto es, la realidad. Su connotación telúrica, así como las ideas de los centros como puntos de arranque, conmoción y desplazamiento, sumadas a la georreferencia, son los esfuerzos de la memoria por fijar las coordenadas espacio-temporales, y de insistir en que allí, en tal lugar y tiempo ocurrieron los hechos. No son simples datos, sino verdaderos esfuerzos imaginativos para impedir que datos y metáforas se despeñen en el olvido.

La red imaginativo-metafórica queda así conformada por un padre muerto, una narrativa, unas ruinas perdidas y un deseo manifiesto en forma de misión: se trata de una herencia completa en torno a la cual se organiza la vida no solo de los personajes, sino de la sociedad y la historia colombianas. Avanza aún más: dentro de la novela, la operación imaginativa hace emerger en torno al tema de la herencia, personajes, intenciones, escenas, situaciones, atmósferas, acciones, conflictos y tematizaciones. Estas últimas descomponen el gran tema en motivos y relaciones –con Jitrik (2014) entendemos por motivo la espacialización del tiempo y, por relación, su dependencia con el tema–. En aras de síntesis, para nuestro análisis abordaremos solo cuatro de los motivos que despliega la novela: la conspiración en relación con la herencia política; las ruinas en relación con la herencia histórica; el hijo, en relación con la herencia familiar; y el lenguaje, en relación con la herencia cultural.

Problemática de la herencia

El tema de la herencia cristaliza una preocupación universal. En el mundo del derecho, su versión material –el trono, la hacienda, la línea de sangre– ha atraído por parejo a historiadores, políticos, filósofos y creadores. No obstante, su abordaje supone traer al campo de la novela las diversas tensiones que ofrece el concepto de tradición. Si hablamos de esta como el mundo del conocimiento dado (suma de saberes, ideas y costumbres de sello histórico y cultural), la versión más amplia ofrece dos vías: una conduce al orden de lo conceptual, lo objetivo, lo visible, y tiene como epítome el pensamiento científico; la otra conduce al orden de lo simbólico, lo invisible, y tiene como marca la experiencia sagrada, mítica y poética.

Ejemplo moderno de la discusión ciencia-mito se da entre el evolucionismo histórico y la Escuela Francesa (Servier, 1970; Guénon, 1982). Un segundo ejemplo se da en el marco de la tradición humanística: Gumbrecht (2005) actualiza el debate de la tradición interpretativa que arranca con la escolástica, pasa por el romanticismo, el marxismo y el psicoanálisis, y desemboca en la crítica de la hermenéutica. Esto permite concluir que las tensiones de la tradición no solo corresponden al mundo de lo visible, sino a las diferentes fronteras de lo invisible. Sirvan de cierre las disputas sobre el conocimiento presentes entre psicología y psicoanálisis, poesía y filosofía, antropología y sociología, entre otras.

En Latinoamérica, la discusión asumió una vertiente intelectual en los padres del pensamiento latinoamericano, que emplean herencia como equivalente de tradición para discutir asuntos de independencia (Simón Rodríguez; Martí, 1889; Zea, 1957) e identidad (Reyes, 1943; Romero, 1977; Henríquez Ureña, 1992). En Colombia, aunque se prosigue la vertiente intelectual con pensadores como Arciniegas (1965) o Sanín Cano (1978), se reclama para la herencia un lugar en las ciencias sociales que solo hasta entrado el siglo XX es asumido por voces disidentes (campesinos, indígenas, afrodescendientes) bajo formas de resistencia a procesos centenarios de despojo y violencia (Guzmán-Fals-Umaña, 1980; Sánchez, 1998); una tercera vertiente, dejada al folletín, al melodrama y a brumosos relatos nativos, coloniales y esotéricos, regresa al mundo del consumo actual reciclada por las narrativas mediáticas.

La novela no pretende resolver las tensiones aquí bosquejadas, solo busca exponerlas. La forma de las ruinas las expresa en varios niveles. La línea de la conspiración, que proviene de lo atávico popular, del simbolismo mesiánico, pretende servir a la trasformación social. La línea del lenguaje se debate entre el rigor del informe científico y policial y los vuelos de la ficción novelesca. La cultura ilustrada del escritor JGV o el forense Benavides ofrecen resistencia a la pesadez nocturna, alucinatoria, del cazador de conspiraciones. Lo visible, hijo del Iluminismo, y sus derivaciones teleológicas y tecnológicas, ya no es de fiar. Su divisa es el conocimiento como poder y control del mundo. Su herencia está asegurada por el contrato en forma de ley, norma, organización, institución o realidad, y todo aquello que atente contra él es visto como sospechoso. Del otro lado, no es menor el recelo. El método del novelista-investigador y productor del informe descansa sobre la desconfianza que le suscitan las fuentes (históricas, periodísticas, conspirativas) y se apega más a las potencias de lo imaginario. La tradición del conocimiento visible es puesta así en pugna con la intuición invisible.

Vásquez recoge los temas de la herencia de la vertiente intelectual latinoamericana y el motivo de la conspiración de la vertiente popular, y los hace recircular en todas las demás. No se interesa por el pasado –que finalmente hemos perdido y no podemos abarcar–, sino por lo que hemos recibido del pasado. La forma de las ruinas sortea los riesgos del relato policial, pues no propone una investigación que lleve a descubrir a los asesinos; también los del periodismo, porque no se atiene a la objetividad de los hechos; ni siquiera se interesa por la historia tomada como una realidad fáctica sobre la cual pesa una idea de verdad que el historiador clásico perseguiría con solvencia.

La forma de las ruinas trata sobre el conflicto de la herencia que nos llega del pasado y choca con el presente de muchos que advierten una amenaza en su arribo. Vásquez actualiza el conflicto. Entiende que las muertes de Rafael Uribe y Uribe y de Jorge Eliécer Gaitán gravitan de forma determinante sobre la historia nacional; pero son sus ideas políticas que, en virtud de no haber sido resueltas, activan en el presente fuerzas poderosas que insisten en sofocarlas. ¿Cuál es el tipo de herencia puesta en juego: la material, la inmaterial, la visible, la invisible? Receloso de las certezas historiográficas y periodísticas, Vásquez opta por la especulación. Expresa la tensión dentro del orden imaginario: propone un informe que es una novela; una historia que alude a la Historia; una investigación que imita la historiografía; un contrato que no es más que el pacto novelesco, y una memoria-herencia familiar que aspira a ser memoria-herencia colectiva.

Herencia política: la conspiración

En el capítulo octavo de la Política (1997), Aristóteles atiende a origen, causas, fines, víctimas, discurso y sistema de la conspiración. La tiranía, afirma, adopta de la democracia el sistema conspirativo –la lucha, destrucción y deshonra de los ciudadanos poderosos–, el discurso que los califica de facciosos y enemigos del poder, y la teoría de la nivelación de las espigas desiguales: deshacerse de los ciudadanos eminentes de cuyas filas salen los enemigos del tirano. En su contraparte, los ciudadanos tejen conspiraciones dirigidas ya al poderoso, ya al poder. El derrocamiento es una forma de conspiración contra el tirano adjudicándole a su causa un origen ideológico: el régimen tiránico ha sido “constituido bajo un principio completamente opuesto” al de otra concepción de gobierno que se reputa su enemiga. Se trata de oposición de principios: hay que derrocar al poderoso como al sistema que lo puso en su lugar. La conspiración de tal tipo no solo se dirige contra la tiranía sino contra cualquier gobierno, incluida la democracia, ya que allí donde hay principios distintos habrá siempre enemigos. La democracia, dice el filósofo, “es enemiga de la tiranía, tanto como el alfarero puede serlo del alfarero”.

Es esta la forma que aparece en La forma de las ruinas. El epígrafe de la novela, “Eres las ruinas del hombre más noble” proviene de las páginas de Julio César (2019), de Shakespeare, quien toma el relato de la conspiración de las Vidas paralelas, de Plutarco. No es gratuito que JGV haga invocación de esa forma a través de Shakespeare. En las escasas tres escenas que dedica a preámbulo y ejecución del asesinato y al discurso de Antonio, Shakespeare expone los elementos de la maquinación: el problema del hijo, el tema de la herencia, la profecía de la “matanza”, la naturaleza de las ruinas, el desatamiento de la guerra, la memoria del gran hombre, los ritos de inmortalización y la denuncia de la conspiración. Temas que Vásquez va a recoger en la novela.

En cuanto al hijo, no se trata de ningún modo del hijo biológico de César ni mucho menos del espurio “y tú también, hijo mío”, sino del hijo protegido, representado por Bruto.3 JGV convierte en problema del hijo y el de su protección en uno de los motores de su investigación: Carlos Carballo es el hijo de César Carballo, asesinado durante “El Bogotazo”, quien al morir deja solos a su mujer y a su hijo de escasos meses de edad; Francisco Benavides, tras la muerte de su padre, pretende ajustar cuentas en su memoria culpándose de haberlo abandonado durante la enfermedad; JGV se debate entre cumplir con el deber de proteger a sus hijas recién nacidas y la escritura de la novela. Los asesinos y conspiradores no escapan a su escrutinio: Roa Sierra es huérfano, Galarza es hijo de un asesino y Pedro León Acosta es un vástago descarriado, criminal y conspirador.

Cada uno de los temas shakesperianos, insistimos, es desarrollado por la novela como una preocupación obsesiva por la historia nacional. Donde quiera que haya un colombiano, ha dicho el autor, hay una teoría conspirativa. La afirmación se refiere específicamente a la hipótesis sobre el asesinato de Gaitán y parecer recoger una respuesta a las ideas de patria y nación que han circulado en la vida nacional.

En Colombia, como en buena parte de América Latina, la idea de nación (Anderson, 1997; Annino, 2003) se desarrolla a partir de los modelos nacionales europeos inspirados en la Ilustración y las nociones de identidad y progreso. Sin embargo, su proceso no es homogéneo. Su recorrido central comprende la apropiación a manos de los letrados en el siglo XIX hasta el proyecto eugenésico de los años veinte del siglo XX, en el preludio de los gobiernos liberales y la aparición pública de Gaitán.

A mediados del siglo XIX, el proyecto nacional se consolida a manos de los intelectuales de la Regeneración y el Olimpo Radical liberal, alentado por la confrontación de Núñez, Samper y Caro. Sus resultados, derivados de la Constitución de 1886, coincidirán en dos aspectos centrales: la exclusión de la base campesina, negra, indígena y trabajadora que durante colonia, independencia y república sirvió a las distintas corrientes de poder; y la idea homogenizadora del proyecto civilizador que ambas corrientes compartirán durante los cincuenta años de la hegemonía conservadora posconstitucional.

El proceso va a tener varias etapas. Charry (2011) establece tres: a) la exaltación de la noción de patria como forma de oposición al dominio español y la monarquía; b) la construcción ilustrada de la nacionalidad colombiana, separada de la esfera americanista y concentrada en lo local, apelando a lo institucional y lo educativo como recurso para construir identidad; c) la configuración de la noción de progreso, de corte positivista, que enfrenta a la corriente liberal con la conservadora aristócrata, caudillista y católica. Las pugnas entre Núñez, Caro y Samper darán el triunfo a Caro y desembocarán en la Constitución de 1886. Su lema “Una sola lengua, una sola raza, un solo Dios” demuestra escuetamente la idea de un proyecto de nación fundado en la exclusión, la exaltación retórica y patriotera del discurso nacional, y la entrega a la guía autoritaria de la iglesia católica.

Solo así se comprenderán el proyecto eugenésico que López de Mesa impulsará hacia los años veinte y la irrupción de la organización campesina, indígena, obrera y estudiantil que tendrá lugar entre 1920 y 1930. Refiriéndose al aprovechamiento político del indio y el blanco, López de Mesa dirá: “El indio ofrecerá mejores disposiciones para la agricultura, la milicia, la política y la abogacía; y será el blanco más generoso e industrial, más ambicioso y revolucionario” (López de Mesa, 1920). Laureano Gómez, ideólogo del radicalismo conservador de los años cuarenta, ampliará: el negro es

(…) rudimentario e informe... La bruma de una eterna ilusión lo envuelve y el prodigioso don de mentir es la manifestación de esa falsa imagen de cosas... del terror de hallarse abandonado y disminuido en el concierto humano.

y considerará al indio como el

(…) segundo de los elementos bárbaros de nuestra civilización... En el rencor de la derrota parece haberse refugiado en el disimulo taciturno y la cazurrería insincera y maliciosa. Afecta una completa indiferencia por las palpitaciones de la vida nacional, parece resignado a la miseria y a la insignificancia. (Gómez 1970)

Es entre esos miserables e insignificantes que la figura del Indio o el Negro –como va a ser llamado Gaitán– va a tener un papel determinante. Gaitán va a servir para que una amplia base popular, que concebía el proyecto nacional ajeno y asociado al engaño político y a la ostentación del poder, vea en su muerte la oportunidad para reapropiar las ideas de patria y nación simbólica y narrativamente. Los símbolos asociados al caudillo –el pañuelo empapado en su sangre, la bandera, el secreto y la leyenda– reestablecen la relación interrumpida entre el caudillo y la sociedad colombiana.

Contra la historia oficial, la narrativa conspirativa es un esfuerzo desde ese espacio que Bhabha llamó de “inestabilidad” (1990) por intentar contribuir a su posible restañamiento. Quienes atacan tal narrativa buscan pervertirlo de distinto modo: su discurso es remitido a ideología o superstición; su narrativa a rumor, mentira o leyenda; su experiencia a titubeo, alucinación o desvarío; su simbología a signo deleznable: en fin, ¿qué es una mancha de sangre en medio del alud de titulares de masacres?; ¿qué un pañuelo en el vértigo publicitario de la moda o de los infatigables adioses del cine?; ¿qué una bandera ensangrentada en la breaking new de la última guerra?

En un contexto ampliamente politizado como el colombiano, el papel del lenguaje y sus posibilidades metafóricas, creativas, es determinante. La relación nación-narración adquiere una dimensión de conflicto de poder para las partes enfrentadas. González Stephan ha dicho que el discurso policivo (policíaco) del Estado construye parejamente la fundación imaginaria de la nación latinoamericana, así como sus límites legales: “Por un lado, va a ubicar la urbe, el Estado, la industria, el progreso; por el otro, el campo, el caudillo, la casa-grande. Y no sólo los va a contraponer, sino que va a desautorizar los segundos términos” (1996).

La muerte de Gaitán revela la profunda fractura social producto de ese discurso. No gratuitamente JGV y Anzola advierten la inestabilidad radical de su construcción. Pero solo Carballo, el cazador de conspiraciones, se atreve a nombrarlo en términos telúricos como terremoto. Su lenguaje metafórico, lábil y procaz, acaba de descubrir la evidencia radical de su poder destructor. Y, a través de su discurso, Vásquez desliza una conjetura sobre la raíz de la insurrección popular de 1948: el rastro de una antigua lealtad con el caudillo; la fusión real, no simbólica, entre la masa y su conductor como nunca volvería a repetirse en el país. La sospecha de un fenómeno tan poderoso habría aterrorizado a las clases dirigentes que no pudieron más que revolverse con toda la violencia posible contra él con la idea de arrancarlo de raíz.

Desde entonces, el gesto habría de multiplicarse en todos los frentes: matar, rematar y contramatar, como lo llama María Victoria Uribe (1990), constituye el sistema expedito para exterminar al enemigo. Lo hacen conservadores y liberales en La Violencia; lo hace el gobierno militar en su momento; lo hace el Frente Nacional en sus nefastos doce años; lo hace el ejército, la guerrilla, los narcos y los paramilitares. Su contagio criminal es tan fuerte que penetra y se consolida como una cultura bifronte aglutinada por la ideología y la violencia: uno de sus rostros es la cultura conspirativa; el otro, una cultura de miedo, odio, indiferencia y olvido.

Pero Vásquez no concede a la literatura conspirativa todas las prerrogativas. Somete a juicio crítico su naturaleza paródica, agravando el tema de la conspiración histórica y parodiando a su vez la novela de conspiraciones. Si la parodia trabaja sobre la síntesis discursiva, como lo explica Hutcheon (1993), JGV transforma la síntesis mediante el intercalado “didáctico” del comentario, los diálogos explicativos y la exposición de la segunda historia propia del género. Por otra parte, hace aparecer en labios del teórico de la conspiración el discurso patriotero de corte nacionalista, que califica al enemigo de apátrida, desarraigado y traidor de su sangre y su destino. Destino que no es otro que el infuso proyecto nacional, que reacomoda a su favor la pregunta de quién es el civilizado y quién el bárbaro, decidiendo que el último es el que piensa, siente y vive distinto de él.

El teórico de la conspiración apela a la autoridad del sentido común, pero la rechaza tan pronto aparece como argumento del oponente. Él sabe que siempre hay algo más. El exceso, de propiedad del teórico, está en la proliferación que Vásquez, a través de Benavides, advierte al comparar las teorías de la conspiración con las enredaderas: su poder reside en que obran sobre los desechos de conocimiento de los demás. En tal sentido, la cultura conspirativa puede ser concebida como un resultado de los excesos de producción exacerbada por el capitalismo que, a su vez, conspira para que el mundo, los objetos, los sujetos y el arte no escapen del mundo del consumo.

La teoría conspirativa fagocita no solo la interpretación objetiva del mundo, sino las posibles derivaciones de ella por una verdad que en el fondo no puede demostrar o que, de llegar a hacerlo, no le basta porque su hambre de exceso y de consumo se lo impiden. Si una teoría conspirativa A demuestra la verdad B, una nueva teoría conspirativa C dirá que A y B son conspiraciones y que la verdad es D. La teoría conspirativa le añade a la conspiración su idea de revelación. Si la despojáramos de tal pretensión, mostraría la verdadera naturaleza de aquella: una forma espuria y crasa de hacer política. En fin, ambas, teoría y conspiración, son realidades autoclausuradas, estrictas profecías autocumplidas de orden negativo que buscan que la gente crea en ellas pero que, prometiendo el oro o la verdad, entregan quincalla, polvo, basura, nada.

Herencia histórica: las ruinas

Desde la legendaria publicación en 1869 de El hombre de las ruinas, de Francisco Javier Salazar, la metáfora de la ruina ha ocupado un lugar importante en la imaginación literaria latinoamericana. Las obras recientes de Ponte (2000, 2005), Gamboa (2003), Mairal (2010), Collazos (2013), Cárdenas (2013), Zúñiga (2015) y Vásquez (2015) combinan los elementos de dicha metáfora extendidos a los temas de la violencia, el desierto, la destrucción y la ruina financiera. Por los lados de la crítica, la atención no ha sido menor. El tema ha concitado diversos estudios latinoamericanos, unos centrados en autores clásicos –Rulfo (Zerlang, 2001), Neruda (Schopf, 2003), Martí (Rodríguez Bello, 2005), Di Benedetto (Premat, 2012), Carpentier (Lopes de Barros, 2014), Pacheco (Añón, 2017), Ponce (De Aldama Ordóñez, 2017), e innumerable literatura sobre Borges– otros en autores más recientes: Roncino y Zúñiga (Waldman, 2016), Mairal y González Muñiz y Miklos (Becerra, 2016), Vallejo (Padilla Villada, 2021), y otros que hacen coincidir clásicos y nuevos: Moreno Blanco, sobre García Márquez y Vásquez; Herrera y Gómez, sobre la cultura maya; Alarcón, sobre Uslar Pietri; Rengifo, sobre Padura (en Prado Alvarado, 2017).

Marc Augé (2003) ha dicho que la humanidad no está en ruinas sino en obras, y que pertenece aún a una historia con frecuencia trágica. Los personajes de la novela de Vásquez parecen suscribir la segunda parte del argumento, no la primera. Piensan, contra ello, que la tragedia proviene de nunca haberse propuesto la obra sino la ruina. De ahí que JGV, Carballo y Benavides contraigan la misión de romper el ciclo trágico mediante la ejecución de una obra que tiene como eje las ruinas. Esto hace necesaria una reflexión sobre la relación entre rito, ruina y rutina.

El rito permite la unión con las fuerzas primigenias que alientan al hombre y al cosmos. La rutina es la corrosión de la ritualidad, impuesta por la separación de lo sagrado. La ruina es lo que queda cuando el objeto ha sido separado de lo vivo y preserva una potencia de lo sagrado que impone al creyente, al historiador, al arqueólogo y al turista maneras distintas de acercamiento. Con todo, los tres fenómenos conservan un apretado compuesto de espacio-tiempo, una ligazón con el orden y una exposición al azar que interesa considerar.

El rito aspira a la abolición del espacio-tiempo mediante la repetición de una acción y una narrativa que quieren fundir individuo a comunidad y a ambos en la singularidad atemporal y espacial del fenómeno recordado y sacralizado. Lo guía el doble oxímoron identitario hombre-cosmos, instante-eterno, y su sintaxis es la de la paradoja: algo que se me escapa tiene sentido. El orden se restablece en el presente mediante el recurso al pasado, lo cual postula que el presente es caótico y que el rito remite al cosmos primigenio. El azar está, pues, controlado, y sus peligros –desorden, linealidad, vacío–, se conjuran en la narrativa, el acto de rememoración y la presencia de la comunidad.

En la rutina hay un progresivo desgaste del rito. El tiempo y el espacio se revelan aplastantes, vacíos, sin sentido. Su sintaxis primera es la de la pérdida de la comprensión: algo que tenía sentido se me escapa. La hiperestesia del orden abruma y el tiempo se convierte en espera (Beckett), en repetición sin contenido (Ionesco) o en aniquilación por parte de estructuras impenetrables (Kafka). El azar va siendo reducido porque también esas fuerzas parecieran determinarlo. En la segunda sintaxis de la rutina, nada tiene sentido, tiempo y espacio estallan en fragmentos y se considera que el orden, como unidad primordial, no existe. Existen el caos, la discreción y los flujos indeterminados de tiempo-espacio, y solo nos es dado alcanzar la conjetura de un sentido apenas parcial, un rasgo provisional del mundo. El orden, pues, está determinado por el postulador de ese rasgo. El azar no es más que una intervención del postulador sobre el tiempo-espacio.

En la ruina, tiempo y espacio han sido contenidos, represados. Por tanto, impone una sintaxis que va desde la presencia de algo que no tiene sentido –relacionada con la segunda sintaxis de la rutina hasta el desvelamiento paulatino de un algo que me atrapa hacia un sentido –relacionada con la sintaxis del rito–. El orden, apenas intuido, se va revelando en la búsqueda. La intervención del azar, sospechada en la forma de la ruina, esto es, en lo que le diera forma, también define la búsqueda.

La forma de las ruinas, así como buena parte de la novela de la posguerra y, de manera especial, la novela histórica, está movida por la presencia de las ruinas: habla precisamente por las ruinas. La ruina es el motivo y el medio de la condición de expresión de la novela. Proust, Joyce, Kafka, García Márquez, Borges, Piglia, Sebald, son los maestros de esa narrativa: apuntan hacia la relación de la primera sintaxis de la ruina con la del rito para devolverla a la segunda sintaxis de la ruina; es decir, relacionan algo que no tiene sentido con algo que se me escapa tiene sentido, y ambas con algo que me atrapa hacia un sentido. Esto ocurre, por supuesto, en unos autores más que en otros. La forma de las ruinas persigue lo que hay de rutina en la ruina, pero deja asomar el escándalo de que la sintaxis de la ruina ha sido provista por la primera sintaxis de la rutina –la de algo que tenía sentido se me escapa–. En tal camino, se reencuentra con Borges y Kafka.

Huyssen ha sostenido: “Solo podemos referirnos a la moderna autenticidad de las ruinas si las observamos estética y políticamente como cifra arquitectónica de las dudas espaciales y temporales que la modernidad ha albergado siempre” (2007). Si en la ruina hay una intervención del azar, La forma de las ruinas propone una inflexión distinta: pretende que tal azar no existe, que ha sido provocado por los hacedores de historias que no son otros que los hacedores de ruinas. Por tanto, a estos opone otros hacedores de historias: los escritores y los cazadores de conspiraciones. Si el discurso de las ruinas ha servido para la consolidación y legitimación de los discursos del poder, corresponde a los escritores su crítica y la denuncia de sus desmesuras, así como la exposición de los vacíos de que habla Huyssen.

Una de las cosas que más ha contribuido a la permanencia del discurso del poder es la nostalgia de las ruinas, que ha sido provista conjuntamente con sus narrativas. La nostalgia termina siendo la añoranza de ese poder por parte de quienes vieron en él un orden y una promesa. Al ponerla fuera del circuito de la nostalgia del pasado, La forma de las ruinas desmonta la ruina como encubridora del sentimiento presente por algo perdido en el pasado: advertimos entonces que la pérdida fue deliberadamente producida, y tal sentimiento se desmorona. La forma de las ruinas adopta así una postura crítica propia de la novela histórica de los últimos tiempos, pero que ya había sido planteada por los escritores de los años 1960. Solo para invocar a Rulfo como ejemplo, el fuego que consume a Susana San Juan por Florencio es semejante al fuego que abrasa a Pedro Páramo por ella y que finalmente termina por derrumbar al gamonal convertido en un montón de piedras. En una ruina.

Al exponer el imaginario de ruinas, contradictorio por naturaleza, la novela permite advertir la catástrofe del discurso moderno de la razón. Por otra parte, postula otra forma de orden fuera del orden nostálgico, y se opone a los fragmentos y dispersión caótica que hemos heredado de la posmodernidad; quedan vestigios del orden sobre los cuales pesa una deuda: ser desenterrados, esclarecidos, devueltos a la vida. Entre las ruinas de Bogotá, cuya destrucción presente se explica por la de 1948, se materializa el fantasma mayor que llega desde el epicentro: César Carballo. En su nombre, el de un hombre común, son convocados los otros grandes invisibles merecedores de lugar histórico. De Gaitán y Uribe Uribe, JGV recoge dos vestigios, una vértebra y una calota: columna y razón de la vida. A través de sus perforaciones el lector se asoma a eso que Sebald (2003) denomina la historia natural de la destrucción. Son ruinas vivas que demandan ser observadas, comprendidas y recordadas. Han cobrado forma dentro de un objeto, la novela, organizada bajo el ruido y la furia con que ha sido labrada su historia.

Junto a las humanas, está la ruina de la ciudad. La calle Séptima (círculo donde transitan las historias, los ciudadanos, los asesinos y los muertos) resume la ciudad y concentra la geometría de la puesta en escena. Al espacio público, Vásquez opone el del cuarto: la clínica, el estudio, el Panóptico, etc. El primer espacio corresponde al peligro, la muerte y la destrucción; el segundo, a la seguridad, la vida y la creación. Pero hay una oposición radical con que conviene contar, una cosa es la destrucción de la ciudad que, cercada, bombardeada y demolida, queda en escombros, y otra es la destrucción de las vidas e historias que habitan esos cuartos ruinosos. Para Huyssen, la era de la ruina auténtica ha desaparecido. Su afirmación quizá sirva para la ruina monumental, que queda en escombros, no para la humana que se sigue sosteniendo en la autenticidad, el aura y el carácter sacro que aún se le otorga. La permanencia de ese carácter es central para la reflexión y la existencia de las sociedades actuales, como puede inferirse de la discusión de Arendt-Benjamin (1988). No importa si ese carácter sea, a su vez, una ruina del humanismo cristiano o renacentista o clásico o primitivo del que somos, para desgracia o fortuna, herederos directos.

Herencia familiar: el hijo

El hijo profundiza la conciencia de ser vulnerables y efímeros e, igualmente, hace humana, real y justa la resistencia. Vásquez convierte su figura en uno de los motores de la novela. Carballo es el hijo abandonado que persigue las huellas de su padre; Benavides, el hijo acosado por la culpa que protege ruinas y cuida enfermos terminales; JGV, el padre que se debate entre proteger a sus hijas y escribir la novela; los seguidores de Gaitán, herederos que asisten a la dilapidación de su legado; los asesinos y conspiradores, hijos deplorables: el huérfano Roa Sierra; Galarza, el hijo de padre asesino; Pedro León Acosta, el vástago asesino, descarriado y conspirador.

Con el hijo, Vásquez recoge uno de los relatos fundacionales de la cultura, la muerte del padre y su correlato, la expulsión y el sacrificio del hijo. En el correlato, el padre déspota, con miras a asegurar el orden, exige el sacrificio del hijo como prueba de amor. Sacrificio y holocausto garantizan el equilibrio del mundo. La tradición grecolatina nos brinda en el relato de la conspiración la prueba más fuerte de la versión arcaica, el hijo como legatario y continuador del poder, revistiéndolo de valores al uso histórico: elegido, héroe, ciudadano eminente, virtuoso o noble.

Opuesta al héroe y al noble, la noción del hijo del común es tardía y se debe al cristianismo; el evangelio de Jesús produce un giro al interior de la ley veterotestamentaria al lavar la culpa, redirigir la energía erótica primitiva –por el poder y las hijas– hacia el padre y el prójimo, y reificar al hijo como símbolo de bendición. Dios, según su versión, se hace hombre e hijo y se sacrifica para clausurar el ciclo de la venganza, el tiempo y la historia. Contra esa idea, la Modernidad erosiona la energía erótica que sostiene el relato cristiano mediante la transformación y la transfiguración. En un primer momento transforma tal energía en fuerza productiva. El bienestar social, la riqueza, el progreso, la expansión territorial, en suma, el triunfo de las naciones demanda generaciones de hijos que puedan ser enviados a sacrificio en el trabajo o la guerra. La amenaza de ruina es la amenaza del hijo.

Pero la misma Modernidad profundiza la amenaza al interrogarse sobre el significado de la herencia, la continuidad de la sangre y la culpa. ¿Qué sentido tienen en un tiempo en que el poder y el mercado determinan los activos a acumular? ¿Qué bienes trae hoy la evolución de la culpa, cuya remisión prestó ayer beneficios al alma? El capitalismo obra no conjurando la amenaza sino transfigurándola. La culpa pertenece a los activos simbólicos rescatados por él. Si ayer sirvió al alma, hoy sirve al tesoro. El consumo simbólico del cuerpo que redimía la culpa, aparece hoy redirigido al consumo de los objetos. Así, oculta el sacrificio despiadado del hijo al sistema y el sacrificio del padre al hijo bajo el consumo de los objetos que redimen la mutua culpa, en provecho del mercado general.

Vásquez construye su reflexión sobre el hijo en un marco histórico del sacrificio y la amenaza, y en uno de orden discursivo político. Para el análisis del primero, sírvanos de epígrafe la frase de Bacon que JGV fija a la entrada del mundo de los peligros: “quien se casa y tiene hijos, entrega rehenes a la fortuna”. Tales peligros son el fantasma de la violencia, la orfandad, la mala repartición de la herencia, el síndrome de Kafka, la traición y la venganza; y junto a ellos, la inseguridad, el riesgo de moldear a los hijos, la caducidad del padre, la vulnerabilidad de la madre y el descarrío.

Vásquez se detiene mayormente en los primeros. Violencia, herencia y orfandad aparecen como una trinidad amenazante, cíclica, de la cual penden las vidas de los herederos. JGV vive bajo el temor de que una puerta se abra y entren por ella “los monstruos de la violencia” (1546) o que sus futuros hijos oculten sus sentimientos y reaccionen ante él “¿con bellaquería y no con afecto?” (1661). Con la obsesiva preocupación por la orfandad y la herencia –de Carballo, de Benavides, de los asesinos– Vásquez pone al descubierto que no solo son rasgos comunes, sino símbolos en torno a los cuales se levanta la construcción social del país. Es la orfandad la que permite resignificar la herencia, ya como bien preciado susceptible de ser puesto en común, ya como patrimonio único y privado que debe ser defendido a muerte.

En cuanto a la dimensión política, Vásquez constata el uso discursivo del concepto del hijo para referirse a la filiación política, la clase, la identidad o la ideología. Hallamos ejemplo de ello en la placa conmemorativa que el gobierno conservador fija en el lugar donde cae Uribe Uribe:

(…) en este luctuoso sitio, el día 15 de octubre de 1914, fue sacrificado por dos oscuros malhechores, traidoramente y a golpes de hacha, el egregio varón, doctor y General Rafael Uribe Uribe, amado hijo de Colombia y honra de la América Latina (5073).

O el giro que usa Carballo para recordar la relación de su padre con Gaitán: “Gaitán lo recibió en su oficina, le ofreció un tinto y lo trató como a un hijo, o por lo menos eso contaría César el resto de su vida” (6607). O en el rasgo retórico con que es reconocido el poeta soldado, muerto en la Legión Extranjera: “Nada se habría sabido nunca... si el muerto no hubiera sido un hijo predilecto de la burguesía capitalina” (4295).

Otra versión del relato del padre y el hijo aparece en la novela en un orden simbólico-narrativo. JGV expresa la tensión entre la representación del escritor célibe que concibe frutos de la imaginación y la del padre que asume o rechaza su progenitura. La tensión cristaliza en el conflicto entre JGV y M, su mujer. Como escritor, JGV es siempre autor haciéndose, presente; como progenitor, es autor de vida, pero aún no es padre puesto que se mantiene en ausencia –usamos el término lacaniano–, es decir, ausente del cuidado de las hijas y ausente del deseo de M (metonimia de mujer y madre). Mientras M simboliza a la mujer preparada para la maternidad, JGV representa al hombre que no ha sido preparado para ser padre. La tensión se disuelve al JGV asumir su papel de cuidador de las hijas y de escritor del informe.

Vamos a Carballo vía Freud. Freud, en La novela familiar (1992), establece el origen de la psiquis en la narrativa que el hijo construye sobre sus padres. Se trata de una novela fantástica donde los padres son elevados a una condición superior. Y luego sobreviene lo maravilloso: el hijo olvida esa narrativa y la sepulta en el inconsciente en forma de secreto. Así, podemos ver la función de la novela para Carballo. A muy temprana edad, la narrativa oculta emerge en las historias que su madre y abuelo tejen sobre César Carballo, su padre, y es alimentada hasta su adolescencia cuando le es impuesta la tarea de comprobar la verdad. ¿Termina la narrativa manifiesta, oral, superponiéndose a la oculta, simbólica? O, ante la imposible realización de la oculta, ¿adquiere en su mente la característica de un secreto general que explica la realidad del mundo? La realidad termina así suplantada por una narrativa irresuelta, fantástica. La conspiración es la forma redonda de dicha novela.

Carballo funda una religión sincrética en la que él, hijo elegido, oficia de profeta y demanda un escriba: Moreno-Durán o JGV. ¿A qué obedece su imposibilidad para escribir o crear? ¿La castración, con raíz en la ausencia del padre, que lo lleva a negarse a tener hijos por temor a perderlos? ¿La ausencia de madre o de mujer, cuya función genésica es subordinada a la narrativa o al profeta? La clave está en los atributos que Carballo da al padre: hombre, abogado, escritor y defensor de una causa. Uribe Uribe, Anzola, Gaitán, García Márquez, Moreno-Durán y JGV los cumplen. Los distingue la particular relación con la escritura –política y jurídica– de los tres primeros, y con la literaria de los tres últimos. Carballo elige a los escritores. Esto impondría una sospecha: ¿la forma de las ruinas propone veladamente un retorno a la estetización de las narrativas nacionales?; ¿plantea el fracaso de la interpretación jurídica que está en la base histórica del país?

Creemos que es otra la hipótesis: se trata de abordajes distintos de la herencia de las ideas por medio de la escritura. A la cultura letrada y jurídica que está en el origen de la nación colombiana –tradicionalmente representada por los legisladores–, se añaden otras maneras de representación de la realidad: García Márquez y Moreno-Durán engendran formas imaginativas, ricas y poderosas, que beben de fuentes como la ficción tradicional, la conjetura conspirativa y la novela que coloniza nuevos territorios de la historia. Vásquez obra como el hijo que, muerto el padre, recoge una herencia y la entrega a las nuevas generaciones de lectores. En sus manos, la novela histórica (o de especulación histórica) resume las tentativas de una escritura que, tras el fracaso de formas institucionales y hegemónicas de construcción de la realidad, asume de manera creativa, plural y no pocas veces arriesgada, la tarea de narrar la compleja historia nacional.

Herencia cultural: el lenguaje

Vásquez sigue la tradición de autores como Conrad, Swift, Kafka, Sábato o Borges que emplearon el informe, esa forma de discurso decimonónico que apela a la objetividad, organización, claridad, autolimitación, corto vuelo poético, y que recoge los presupuestos de cientificidad y academicismo, con puntos de encuentro con el periodismo y la escritura historiográfica. Tiene, además, propósitos divulgativos: asume la idea de democratización de la lectura y se dirige al lector medio, universal.

En oposición al informe científico, el informe novelado alcanza su desarrollo en la novela del siglo XIX. Las características del lector de ese siglo hacen que Vásquez retome elementos de la novela decimonónica como la arquitectura narrativa organizada por una subjetividad razonante, y el influjo de moderados experimentos de la del siglo XX. No se ciñe a una estructura clásica, como tampoco a formas discontinuas, fragmentarias o experimentales. Su orden obedece a otra razón: a la intervención de la subjetividad del narrador.

La operación imaginativa del narrador hace emerger la armazón novelística en torno a los motivos de memoria y herencia. Los personajes, por caso, se distribuyen de acuerdo con funciones específicas dentro de los motivos. Un grupo que encarna la fuerza de la conservación y donación de la herencia, el de la memoria: M, JGV, Carballo, Benavides y Anzola; otro, que representa las fuerzas del rechazo y destrucción de esa herencia, el del olvido: Roa Sierra, Galarza, Carvajal, Acosta, Correal, fiscales, jesuitas y policías; y un grupo final que es el símbolo de la herencia: JFK, Uribe Uribe, Gaitán y César Carballo.

La última vez que lo vi, Carlos Carballo estaba subiendo laboriosamente a una furgoneta policial, las manos esposadas detrás de la espalda y la cabeza hundida entre los hombros, mientras una leyenda en lo bajo de la pantalla informaba de las razones de su arresto: haber intentado robar el traje de paño de un político asesinado (19).

El primer párrafo contiene todo: conflicto, estilo, tono, ritmo y la punta de la trama que el narrador lanza hasta el punto final. Allí están la fórmula temporal (“la última vez”); los personajes centrales (narrador, Gaitán y Carballo); la intriga (subir a un carro policial); el escándalo (robar el traje de Gaitán); las cualidades del lenguaje (llano, directo, sin artificio), el tono (reposado, objetivo), y el ritmo: encadenamiento de frases largas y cortas; los inicios con frases cortas y luego uso de largas: las cortas cumplen la triple función de abrir, construir intriga y sintetizar la acción; las largas, el desarrollo de acciones, atmósferas y pensamientos. Las cortas, contienen; las largas, desatan. Retener y entregar conforman la pareja verbal que hace fluir el relato, y están en relación estrecha con la acción de la herencia.

Toda esta operación no es gratuita. La forma de las ruinas, en su materialización como experiencia de, en y por el lenguaje llevan a Vásquez a una toma de posición. En su intento de dar forma a la historia, ofrece resistencia a una parte de la tradición novelesca y narrativa que lo ha precedido. La retórica ampulosa, la imprecisión, la vulgaridad, el academicismo, la superficialidad mediática, la demagogia, el retorcimiento, la superchería verbal preconizados por los adeptos de tal tradición son ruina comunicativa más cercana al desecho que a la vida, y atentan contra la claridad y profundidad de la verdad histórica. A su lenguaje ruinoso, que mantiene o conduce a la ignorancia, Vásquez opone uno claro y vivo, que comunica comprensión profunda de las cosas.

Un segundo frente lo lleva a resistir la noción de novela histórica propalada por otra parte de la tradición. Sin abordar su definición, se deslinda de la novela histórica en tanto la considera un terreno propio de la novela clásica, asunto que amplía y puntualiza en el pasaje de Moreno-Durán: “RH: No creo que la novela intente colonizar nuevos espacios, sino que se confirma que todos los espacios son territorios de la novela” (1796). Entre una y otra posición –aceptarla como un género que posee rasgos de tradición o novedad o negarla de plano asumiendo que, en su lugar, ocurre una ampliación de frontera– Vásquez se decanta por una distinta al expresar que lo que le interesa de las novelas es:

(…) la exploración de esa otra realidad, no la realidad de lo que realmente ocurrió, no la reproducción novelada de los hechos verdaderos y comprobables, sino el reino de la posibilidad, de la especulación, o la intromisión que hace el novelista en lugares que le están vedados al periodista o al historiador. (2596)

El tercer frente lo conduce ante la tradición periodística e histórica. Discute los alcances de esa tradición argumentando que “ni el mejor de los historiadores, ni el mejor de los periodistas, puede contar lo que ocurre en el alma de otro” (2413). De inmediato se deslinda y sitúa el poder del escritor en “el reino de la posibilidad, de la especulación, o la intromisión que hace el novelista en lugares que le están vedados al periodista o al historiador” (2599), y lo corona con su tesis sobre la verdad histórica:

Llega el periodista de El Tiempo, llega el historiador del siglo XX, y cuentan algo por escrito… Y eso es la verdad, pero lo es sólo porque ocurrió en un lugar que se podía contar y alguien lo contó en palabras concretas. Y se lo repito: hay verdades que no ocurren en esos lugares, verdades que nadie nunca escribió porque eran invisibles. (6522)

En los tres frentes mencionados, al tiempo que se concentra en hacer visibles esas verdades invisibles, Vásquez pasa gradualmente de la posición de visitante extraño a la de inquilino perturbador y de esta a la de heredero incómodo.

Los recursos literarios como el falso relato policial, las cajas chinas, la espiral, el contrapunto y las historias alternas que incorpora el informe de Vásquez, cumplen funciones mnemónicas, imaginativas y estructurales. El informe se dirige a la razón y a la sustentación argumentativa; el policial construye la tensión del enigma irresuelto y de la expectativa; las cajas chinas, alimentadas por la conversación de los personajes, permiten ensartar e intercalar otras historias y organizar la aparente aleatoriedad del relato; la espiral concéntrica da la idea de circularidad a la construcción de los recuerdos y las imágenes que convoca; el contrapunto acentúa los elementos visuales, tonales y dinámicos de la narración y funciona como una estructura interjectiva del relato; las historias alternas brindan las pausas, los rellanos y las secretas correspondencias que hacen que la masa del texto se densifique y cuaje.

El falso relato policial hila el grueso de la investigación y, a diferencia del policial clásico, no tiene como propósito el descubrimiento del criminal. Los diálogos entre los personajes principales configuran las cajas que dejan deslizar las grandes historias y formas como la crónica (en el marco de la historia de Anzola, por ejemplo, se introducen las crónicas de su vida, del asesinato de Uribe Uribe, de la investigación y del juicio). Las dos espirales más grandes nacen, a) con el recuerdo de JGV sobre el desconocido asesinado en la calle y se extiende en círculos por los que transita de la mano de sus maestros iniciadores Pacho Herrera y Francisco Benavides; y b) con el recuerdo de Carballo sobre el epicentro de su historia, que se abre con las muertes de César y de Gaitán y se extiende a la historia de la conspiración contra Uribe Uribe y a la historia secreta de Colombia. Las dos historias alternas son las de Andrea, enferma terminal, y la del soldado poeta, suerte de doppelgänger de Anzola y de JGV. Los contrapuntos de mayor resonancia están ligados a la agonía de Uribe Uribe, Roa Sierra y Gaitán.

El impulso mnemónico no se detiene allí. Vásquez compulsa fotografías de Sady González, reportero de “El Bogotazo”; recortes de prensa de El Tiempo; fotogramas de la película de Zapruder sobre el asesinato de JFK; un fragmento de la película de los hermanos Di Domenico sobre el entierro de Uribe Uribe; varios artículos de La Patria y un facsímil del libro de Anzola; un borrador de novela y pruebas grafológicas de la firma de R.H. Moreno-Durán; un número de la revista Piedepágina, varias radiografías, una entrada bibliográfica de la Biblioteca del Congreso de Washington, y un registro inmigratorio de la Isla de Ellis. Junto a ellos aparece una serie amplia, por momentos abrumadora, de datos que corresponden a medicina, literatura, cine, música, arquitectura, diversas teorías –conspirativas, históricas, psicológicas, literarias–, historia americana e historia colombiana pasada y reciente, concentrada en el período del narcotráfico y en la vida, obra y asesinato de los hombres ilustres.

Sin duda, el recurso más sobresaliente tiene que ver con las secuencias verbales a las que –siguiendo a Jitrik (2014) llamamos frases propulsoras. Las de mayor espectro se encuentran en el epígrafe, “Eres las ruinas del hombre más noble”, en la recurrente “Aquel hombre había logrado que mataran a un falso asesino para proteger la identidad del verdadero”, incorporada con variaciones de leitmotiv que conduce directamente al dato oculto de la historia. La tercera es la fórmula de apertura de la novela, “La última vez que vi a Carlos Carballo...”, que impone el rastreo de las veces que tuvo lugar el encuentro, para conectarlas lógicamente con la última vez que cierra la novela de forma circular, cuando el informe ha sido escrito y la historia llega a su fin.

La primera y la segunda frases son canibalizadas por JGV de Shakespeare y de García Márquez, y solo es estrictamente suya la tercera. El epígrafe nos instala de lleno en el problema central la herencia y la memoria, pero permanece velando a la entrada, “por encima” de la totalidad del texto: como los ojos de Antonio ante el cadáver de Julio César. La segunda frase pasa del texto del maestro a la novela de JGV, plantea la intriga y conduce la trama hasta el punto final. La tercera abre y propulsa la diégesis a fuerza de narración y pulso desvelador hasta configurar el informe total. Las tres frases están conectadas con los verbos centrales que conjugan la herencia: el epígrafe, con “recibir”; la frase de García Márquez, con “conservar” y mantener la intriga; y la fórmula narrativa con “dar” y entregar lo recibido.

La segunda frase propulsora conduce al dato oculto que revela al probable asesino. Pasa de la obra de García Márquez a la historia de Carballo, luego a la de Anzola que incluye la de varios testigos, de aquí a la narración de César Carballo, regresa a Carlos Carballo, quien la sintetiza, para terminar en la novela de JGV. Su trayecto puede resumirse en cinco frases: “Un hombre de traje gris de tres piezas y modales de duque británico” (García Márquez, 706). “… ¿su tío no le habló nunca del hombre elegante?” (Carballo, 696). “Aquel hombre que se vestía de ruana y sombrero elegante y salía a revisar a caballo el estado de sus propiedades” (Anzola: 3761). “El otro no disparó… Era más alto, tenía un vestido elegante y una gabardina en el brazo. Fue el que avisó” (César Carballo: 6944).

Y remata:

(…) ese hombre de traje de tres piezas y modales de duque británico, tal como lo describió García Márquez, no es distinto del hombre de botines de charol y pantalón de listas... y no es distinto tampoco del hombre del cubilete que Anzola no quiso nombrar en el juicio. Que ese hombre elegante, el que azuzó a la multitud enardecida hasta lograr que lincharan a Juan Roa Sierra, no es distinto del que le preguntó a uno de los asesinos de Uribe: “Qué hubo, ¿lo mataste?”. (Carlos Carballo: 7217)

Con lo que se construye, si no la identidad exacta del asesino, sí la filiación contundente de la estirpe criminal que en Colombia ha perpetrado y perpetuado el asesinato político como método de exterminio para dirimir la oposición ideológica.

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1 El artículo forma parte de la tesis doctoral “La duración de la muerte. Ensayos sobre metáfora, imaginación y memoria en la novela colombiana del siglo XXI”. Universidad UTP y Universidad Icesi de Colombia.

2 Para el presente trabajo empleamos la versión electrónica de la novela y hacemos referencia siguiendo el número de posición en el libro digital y no el de la página.

3 CAESAR: ¿Et tu, Brute? Then fall, Caesar. Julius Caesar, III, 1.