Homenaje a Clarice Lispector
Luz Horne
Nesta densa selva de palavras que envolvem expressamente
o que sinto e penso e transforma tudo o que sou
em alguma coisa minha que no entanto fica inteiramente fora de mim.
Clarice Lispector, Água viva
É difícil pensar num efeito mais forte da escrita do
que o de poder estar em outro lugar.
Paloma Vidal, É agora
Hay una escena hacia el final de La hora de la estrella, la última novela que Clarice Lispector publicó en vida, que revela uno de los rasgos más potentes y contemporáneos de su literatura. Macabea –una mujer nordestina, inmigrante y desnutrida que vive en una pensión de Río de Janeiro y trabaja como dactilógrafa– acude a una adivina para conocer su futuro. Su primer novio la acaba de abandonar por una colega del trabajo y es esa misma mujer, Gloria, la que le recomienda a la adivina y le presta plata para que vaya a consultarla. Antes de comenzar con su tarea, Madame Carlota –una prostituta retirada que aprovecha su experiencia de vida hacia atrás para mirar con astucia hacia adelante (“más sabe el diablo por viejo…”)– le da consejos a Macabea. Se trata de un largo monólogo en el que no parece notar la presencia silenciosa de su clienta. Sin embargo, en un determinado momento se dirige a ella y le hace una pregunta: “¿a vos te dan miedo las palabras?”. Macabea responde que sí. Entonces Madame Carlota le tira las cartas y comienza a vaticinar un futuro grandioso, un futuro de película. Le dice que va a venir un hombre alto, rubio, rico y extranjero que se va a enamorar de ella y la va a sacar de la miseria. Es como un cuento de hadas, un destino de Cenicienta que cumpliría con la promesa que había hecho el narrador –“voy a contar una historia con comienzo, desarrollo y gran final”– pero que, por supuesto, termina siendo demasiado grande y demasiado feliz para la vida de Macabea. Acaso por la proximidad espacial de Macabea con la anterior clienta en la sala de espera, la adivina confunde y mezcla el destino de ambas mujeres. Cuando Macabea entraba a lo de Madame Carlota, la otra mujer salía llorando: las cartas no eran buenas, predecían que iba a morir al ser atropellada por un auto. Macabea sale de la consulta con un sentimiento desconocido de esperanza y felicidad, pero pocas cuadras después sufre el impacto de un Mercedes Benz en su cuerpo y tras una larga agonía, muere tirada en la calle, mirando el pasto que crece en el desagüe de la cloaca.
Quisiera demorarme en el momento anterior al accidente, en ese instante en el que Macabea vive –por error– una vida que no es suya. En ese intersticio de pocas cuadras en el que Macabea vive como una estrella de cine, tiene una satisfacción efímera y por pura anticipación, pero no deja de ser real y proviene del efecto de la palabra de la adivina. Macabea sale de la casa de la adivina convertida en otra persona:
Macabea se quedó un poco aturdida sin saber si cruzaría la calle porque su vida ya había cambiado. Y había cambiado por las palabras – desde Moisés se sabe que la palabra es divina. Hasta para cruzar la calle ella ya era otra persona. Una persona embarazada de futuro. (79, la traducción es mía).
La transformación que sufre Macabea es tal que que –siguiendo el planteo que hace el filósofo italiano Emanuele Coccia en su libro Metamorfosis– no se puede pensar como una mera conversión –en la cual cambia el sujeto pero el mundo permanece idéntico–, ni tampoco como una revolución –en la que cambia el mundo pero el sujeto se mantiene intacto y opera como causa del cambio–; sino más bien como una metamorfosis, en donde “la potencia que nos atraviesa y nos transforma no es en absoluto un acto de voluntad consciente y personal” (55). Alrededor de estas transformaciones, de estos cambios de vida o metamorfosis que implican ponerse en una piel ajena y mirar el mundo entero bajo una nueva luz, gira la obra entera de Clarice Lispector. Macabea cree en la palabra de la adivina y –a su modo– tiene una sabiduría que no es otra que la que la propia Clarice Lispector vuelca en su escritura (como dice Vilma Arêas, Clarice podría perfectamente parafrasear a Flaubert y decir “Macabea c’est moi”). Tenerle miedo a las palabras implica saber que las palabras pueden producir un cambio tan radical que nos modifique para siempre y que ya no podamos ver, oír, sentir o incluso vivir de la misma manera. La palabra, en la literatura de Lispector, tiene el poder de arrojar a sus personajes –y con suerte a sus lectores– hacia el exterior de sí mismos y de otorgarles en ese acto un segundo nacimiento, una nueva infancia. Lo que sucede en La hora de la estrella con la palabra de la adivina y cambia para siempre –aunque ese “siempre” sea solo un instante– la vida de Macabea, en obras anteriores es el resultado de diferentes experiencias que pueden ser banales y cotidianas, pero que tienen la capacidad de mostrar lo familiar desde su revés y revelar su faz ajena, rara, singular e inesperada. La palabra permite un acceso directo –una zambullida (um mergulho)– en esa materia viscosa que es el principio de toda vida –y por lo tanto de toda metamorfosis.
Como sucede en el cuento “Amor”, incluido en Lazos de familia, en donde Ana, una mujer de mediana edad, casada y con hijos va en un tranvía por las calles de Río de Janeiro con la bolsa de las compras en la falda y la visión de un ciego mascando chicle le produce tal impacto, que el paquete con las compras cae al suelo y los huevos se rompen. Un líquido viscoso se cuela por entre los hilos del bolso de red que Ana lleva en su falda y que ella misma había tejido. Con los huevos rotos, el bolso ya no brinda el sostén que debía tener y el tejido –junto al resto de las tareas del hogar con las que Ana había encauzado un deseo artístico de juventud– se desarma y se deshilacha, poniendo también en cuestión la vida estable, matrimonial y familiar de Ana: “La red había perdido el sentido y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en la falda”. Pero en los hilos de la red del bolso hay también un lenguaje, un sentido que se rompe y que excede al objeto mismo: todo el mundo de Ana comienza a tambalear y lo que le ocurre no se puede nombrar más que como “una extraña música”. El incidente con el ciego y la caída le recuerdan a Ana una época distante y ella vuelve a sentir ese deseo antiguo, joven y libre que había encauzado en una domesticidad matrimonial y familiar pero que, después de lo sucedido, ya no tiene soporte: el huevo derramado fuera de la cáscara y de la red que lo contenía la lleva a mirar su vida desde otro sitio; a mirarse desde el afuera que le brinda su antigua juventud.
Este rasgo también estaba presente en la primera novela de Lispector, Cerca del corazón salvaje, que –como dice Florencia Garramuño– es una aproximación a lo salvaje “de la vida”. O incluso un poco más tarde en La pasión según G. H., en esa escena que dura toda la novela y en la que una señora de clase alta entra al cuarto de la mucama a la que despidió el día antes y, al encontrarse con una cucaracha, se come las entrañas blancas que salen de su cuerpo en un transe epifánico, algo que –como dice Gonzalo Aguilar– permite que la palabra acceda “a aquello a lo que la conciencia no puede acceder”. En todas estas obras, la escritura busca una y otra vez el modo de nombrar eso que es exterior e íntimo al mismo tiempo, que escapa a un sostén simbólico y que es sin embargo lenguaje; eso que no tiene un sitio preciso y se escurre como un huevo sin cáscara y que volverá a través de imágenes como la placenta y las ostras en Agua viva; eso que desestabiliza la ley social, familiar y moral pero que también hace tambalear –kafkianamente– una ley sintáctica. Se trata de un trozo que podríamos llamar –con Roland Barthes– neutro, en la medida en que el propio Barthes define lo neutro como aquello que desbarata el paradigma: “¿Qué es el paradigma? –se pregunta Barthes– Según la perspectiva saussureana, que sigo en este punto, el paradigma es el motor del sentido; allí donde hay sentido hay paradigma, y allí donde hay paradigma (oposición) hay sentido” (51).
La desintegración del sentido de los conceptos de madre, mujer, familia e incluso de humanidad ocurre de un modo preciso y precioso en el cuento “La mujer más pequeña del mundo”. A modo de parodia de un relato antropológico, cuenta la historia de un explorador que descubre en el corazón de África la tribu de seres humanos más pequeños del mundo y, dentro de ella, a la mujer más pequeña de la tribu, la cual –a su vez– está embarazada; es decir, que abriga en su interior el germen de ser humano más pequeño del mundo: “un hijo mínimo”. Con una estructura de cajas chinas, este cuento nos lleva a un extremo de lo que Barthes llama el desbaratamiento del paradigma porque con un cambio de escala, la imagen de la madre se vuelve en sí misma monstruosa para salirse de los límites de la figura parental y provocar –estirando el concepto de familia que el libro problematiza (el cuento está incluido en Lazos de familia)– una vacilación en los bordes mismos de lo humano. Con la madre de este cuento, las taxonomías explotan y la literatura de Lispector se desplaza de ese territorio en el que la intimidad parece remitir únicamente a la psicología de un sujeto individual y a la novela familiar –y desde el cual muchas veces se la lee–, para sumergirse en el corazón de lo político; o, más bien, para revelar la politicidad que alberga la vida misma y, por lo tanto, los lazos íntimos que nos unen a ella. Con la madre de este cuento ya no solo se ponen en cuestión los lazos familiares –entendiendo el concepto de familia como núcleo de la sociedad burguesa–, sino que se resquebrajan los bordes de esa otra familia más amplia; los bordes de aquello que solemos llamar humanidad y que nos definen como especie.
En un ensayo reciente, Nora Catelli propone una lectura sobre La Hora de la estrella en la que le da al personaje de Macabea un poder y una curiosidad que la sacan del lugar pasivo y sin agencia en el que la voz autoral la quiere poner: “Macabea hace de sus propios despojos una resistencia”, dice Catelli. Tomando esta idea y yendo incluso un poco más allá, podríamos decir que todo el ser de Macabea, así como el de la mujer más pequeña del mundo, es en sí mismo un despojo y en sí mismo una resistencia, y que ambos seres operan en los relatos tal como opera la palabra en la escritura de Clarice. Con el placer que siente por las palabras difíciles solo por cómo suenan (“efemérides”), Macabea aplica un especie de filtro en el lenguaje y se queda solo con los despojos, con ese trozo material y neutro que vale por su puro sonido, que desestabiliza el sentido y que –como dice Mario Cámara sobre Agua viva– al mismo tiempo que “desafía los límites de la literatura, sólo la literatura puede contenerla”. ¿Acaso ese trabajo ascético que hace Rodrigo S. M. –el narrador personaje– para llegar a una pobreza primaria, pegarse a su personaje y convertirse “por fin en objeto” (20), no es también un filtro –un ascetismo del lenguaje– por el que pasa la palabra para transformarse en una especie de meditación musical a la que se alude en la dedicatoria de la novela? Es justamente esa música la que desafía los límites de la literatura y del sentido y la que, sin embargo, no puede ser acogida más que por la literatura, en este caso por Macabea. Es en ella donde esa resistencia al sentido se cristaliza (explosión) y se vuelve política.
Para terminar, quisiera retomar la escena que cité al comienzo y vincularla con una historia que cuenta Emanuele Coccia en Metamorfosis; una historia sobre un descubrimiento científico reciente que transformó el modo de pensar los ciclos de la vida dentro de la disciplina biológica. La medusa –nos dice– es capaz de realizar con su propio cuerpo algo que pensábamos como dentro del orden de lo mágico, es capaz de invertir el ciclo de desarrollo y volver a fases más jóvenes una vez alcanzada la madurez sexual: “frente a las adversidades o a los estrés ambientales, estas medusas pueden regresar al estado de pólipos. Exactamente como la larva en el capullo, el animal destruye una parte de su cuerpo para desarrollar otra forma” (77). Coccia propone radicalizar esta capacidad metamórfica de la medusa para “segregar infancia” –lo que la vuelve una especie de Dorian Gray marítimo–, para pasar a entenderla como una fuerza estructural de la vida: todo ser vivo puede transformar su propio cuerpo para sustraer una juventud futura. La reproducción, entonces, ya no puede ser entendida solo como una multiplicación de la vida sino como una extensión, una metamorfosis hacia una infancia renovada. Esta continuidad entre una vida y la otra apela a un núcleo neutro de lo viviente que nos permite pensar la tierra –las bacterias, los virus, los animales y las plantas– como una forma de vida en continuidad con nuestro ser; y la humanidad –y cada yo individual– como “un vehículo para la Tierra, un navío que permite que el planeta viaje sin desplazarse” (13).
En la escena en la que la Macabea sale de la casa de Madame Carlota transformada y con una visión renovada del mundo por el efecto que le produjo la palabra de la adivina, se produce una cierta magia, un cambio de forma –Macabea era otra– y una continuidad casi física entre la palabra y su ser. Se trata de una suerte de materialidad que cobra vida; o –al revés– de una vida que cobra densidad material. Macabea es ella misma un despojo de lenguaje pero también un despojo social o más bien –como dice Gabriel Giorgi– un nudo residual que se articula en una nueva figura, la de la precariedad como fuerza transversal que “desborda y excede lo social-humano” (70). Macabea entonces, ocupa el sitio de un umbral, un límite difuso entre lo objetivo y lo subjetivo, el adentro y el afuera, lo íntimo y lo público, lo familiar y lo extraño, lo placentero y lo doloroso y lo bello y lo repugnante. Ella misma encarna ese fondo neutro de lo viviente que se materializa en la palabra, ella es la palabra. La palabra en la escritura de Lispector se vuelve entonces una medusa: produce dentro de sí misma un capullo, vuelve a ser un pólipo para engendrar una vida completamente nueva, un nuevo orden: una juventud. La palabra en la escritura de Lispector nos enfrenta a la vida como flujo y continuidad: un hilo del cual seguir tirando para desbaratar el paradigma de sentido fijo, evolutivo y binario que hasta ahora nos unía y nos separaba del mundo y de eso que solíamos llamar naturaleza. Es en este punto que la obra de Lispector, leída hoy, se embaraza de futuro y nos pregunta, en el momento en el que Macabea muere, por el peso de la luz. Una obra que segrega infancia y nos dice que es tiempo de frutillas.
» Aguilar. G. (2020). La pasión según G. H.: el riesgo de ser humano. Prólogo a La pasión según G.H. Buenos Aires: Corregidor.
» Vilma Arêas, V. (2005). Clarice Lispector com a ponta dos dedos. San Pablo: Companhia das Letras.
» Barthes, R. (2004). Lo neutro. Buenos Aires: Siglo XXI.
» Cámara, M. (2020). Prólogo a Agua viva. Buenos Aires: Corregidor.
» Catelli, N. (2020). La hora de la estrella o Macabea la resistente. Revista Transas. https://www.revistatransas.com/2020/12/10/la-hora-de-la-estrella-o-macabea-la-resistente/
» Coccia, E. (2021). Metamorfosis. Buenos Aires: Cactus.
» Garramuño, F. (2020). Cerca del corazón salvaje de la vida, lejos de toda regla. Prólogo a Cerca del corazón salvaje. Buenos Aires: Corregidor.
» Giorgi, G. (2019). La incompetente. Precariedad, trabajo, literatura. A Contracorriente. Una revista de estudios latinoamericanos, Vol. 16, Nº 3: 61-78.
» Lispector, C. (1996). A paixão segundo G.H. Nunes, B. (ed. Crítica). Madrid: Archivos/ Allca XX.
» Lispector, C. (1998). A hora da estrela. Río de Janeiro: Rocco.
» Lispector, C. (2009). Laços de família. Río de Janeiro: Rocco.
» Vidal, P. (2017). É agora. Uma crônica do encontro com os manuscritos de A hora da estrela. En Lispector, C. A hora da estrela. Edição com manuscritos e ensaios. Río de Janeiro, Rocco Digital; 1ª ed. 02/05/2017.