Juan Sebastián Gatti
Para Luisa
Si he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré, como un anillo,
al agua, si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra.
Blas de Otero
La Puebla de los Ángeles tiene un tráfico ligero estos días; entre la pandemia y el viento frío de finales del otoño poca gente camina por las calles adoquinadas del centro, y las casonas coloniales donde funcionan muchas facultades y centros de investigación de la universidad están cerradas y mudas. De alguna manera esta rareza vuelve un poco más difícil imaginarse a Raúl Dorra por aquí, como si rescatar su presencia y sus trabajos, sentirlos, dependiera en buena medida del bullicio académico que junto a tantas otras cosas la vuelven tan parecida a la Córdoba de su juventud y sus primeros estudios. Quizás valga la pena tener presente esto, la ciudad, como uno de los puntos de referencia para pensar en lo que Raúl Dorra ha sido y en tantos sentidos sigue siendo.
(Tengo que agarrarme de algo para ir escribiendo esto, ahora que es muy tarde para la conmoción y muy temprano para la reflexión mesurada, y el equilibrio entre inteligencia y sensibilidad parece imposible. Puebla es un buen asidero, me parece, otra ciudad que debe haberle prometido las más profundas y más amantes cosas. El centro con sus altas fachadas de piedra, ladrillo y talavera –azul sobre rojo sobre gris o negro–, el zócalo lleno de árboles y las calles peatonales, el olor del café y la lluvia atravesado por compradores y estudiantes, las librerías que proliferan extrañamente casi al mismo ritmo en que desaparecen en el resto del país. Es la ciudad a la que llegó un Raúl Dorra de cuarenta años y en la que se quedó a vivir la segunda mitad de su vida. ¿No nos dice eso algo importante? ¿No es una marca, una huella, un signo de algo importante? Cuando estaba al alcance de una llamada telefónica o un correo electrónico todo se hubiera resuelto más fácil y, con perfecta inconciencia, Raúl siempre se hacía tiempo para responder a una consulta y dejaba sus propios afanes y labores para reflexionar sobre una frase, un ritmo, un problema técnico de la escritura de otros. Así que la ciudad, entonces, y luego esa manera de entregarse que la palabra generosidad apenas describe pobremente).
Es por supuesto en las palabras, en la palabra, donde con más sencillez puede uno encontrar el punto de reunión de las muchas cosas que Raúl era, las muchas cosas que sigue siendo y dando como intelectual, como escritor, maestro, amigo, editor, tallerista, traductor, las muchas cosas que ha sido y sigue siendo para tantos. Y entre las palabras que dijo, él que era tan luminosamente la palabra, vale la pena detenerse para empezar en las de Lecturas del calígrafo, uno de los últimos libros que publicó (es de 2011, y solo lo seguiría ¿Leer está de moda?, publicado en Córdoba por Alción tres años después), y tal vez el que con más alegría integra y anuda la búsqueda intelectual y poética de Raúl Dorra.
Lecturas del calígrafo reúne cuatro relatos que abundan-regresan-divagan sobre personajes y tramas de textos de Borges, Calvino, Poe y Kafka, pero también sobre los autores mismos, sus poéticas y sus obsesiones. Es decir, sobre todas esas cosas tal como son en principio para el lector Raúl Dorra, o como un lector de estos cuentos puede entender que las ha leído Dorra antes de escribirlas.
Y quizás no se pueda hablar de este libro de Raúl sin hablar de los anteriores, ni de su trabajo de escritor sin pensar en él como lector. Me parece que hacía ya mucho tiempo que Raúl no solo leía la literatura con ojos semióticos, sino que también leía la semiótica, y los textos “académicos” en general, con ojos literarios, y estoy bastante seguro de que un fraseo torpe o un párrafo que no supiera respirar podían bastar para arruinarle el placer de la lectura, y hasta para hacerlo sospechar de la validez de una teoría.
Joseph Conrad dijo alguna vez que “el autor es responsable de la mitad del libro; de la otra mitad tiene que encargarse el lector”. Esta frase suele entenderse en el sentido de que recién al ser leído queda completo el libro porque su propósito es justamente ese, alcanzar al otro, al lector; porque el libro, digamos, ha sido escrito por uno para que otro lo lea. Esto no es poco, y puede ser suficiente si entendemos el fenómeno de la escritura meramente como un ejercicio comunicativo, pero en realidad lo que ocurre es bastante más complejo, porque la lectura es también un ejercicio de escritura, o de reescritura, si se quiere.
En niveles de lectura elementales, pero también muy poderosos, esto produce niños que saltan desde la azotea creyéndose Superman, y en niveles bastante más sofisticados, un libro como Lecturas del calígrafo. Decimos que un buen lector se apropia del libro que lee, pero no estoy seguro de que entendamos realmente en qué medida ocurre esa apropiación, esa colonización, hasta que aparece un Don Quijote, o un Oliveira, o un Javier Marías homónimo del autor de Negra espalda del tiempo, o un Calígrafo y pone sus cartas sobre la mesa, y el resto de los jugadores tenemos que esconder púdicamente nuestro par de cuatros.
Creo que esto, el papel del lector como escritor y del escritor como lector, es uno de los temas vertebrales de estos cuentos, o al menos lo es para mí, que a esta altura de la disquisición me siento de lo más justificado para pegotearle a los libros de otros mis propias obsesiones literarias: de dónde vienen los relatos, dónde están los autores y los lectores, dónde empieza y termina cada uno de ellos –el relato, el autor, el lector–... Y no porque las del propio Raúl no se encuentren aquí con toda claridad. Borges, la poesía medieval, la tradición oral... Quizás no esté de más recordar que algunos monolingües conocimos la “Filosofía de la composición” de Poe –sobre lo que también versa uno de estos cuentos– gracias a su publicación en El poeta y su trabajo, una serie de libros coordinados por Dorra en las últimas décadas del siglo XX (así que entre paréntesis, como verán, el lector Dorra ha tenido que ver en la formación de lectores capaces de leer su escritura sobre Poe y El cuervo).
Si Raúl ha sido por largo tiempo esta suerte de lector total que, en sus propias palabras, “rinde... un continuo y silencioso homenaje a lo que las letras contienen”, su ejercicio de escritura ha discurrido por dos caminos que parecían paralelos, aunque cercanos, en la creación literaria y en la escritura académica. Esta cercanía se dibujaba sobre todo en la segunda, en el afán, más claro en cada nuevo libro, de que las consideraciones teóricas no fueran excusa para lo ilegible, de que la búsqueda científica no rechazara la poesía, de que el libro de ciencia fuera –como quería Ortega y Gasset– de ciencia, pero sin dejar de ser un libro.
En retrospectiva, desde Hablar de literatura, de 1989, hasta La casa y el caracol, en 2005, ese afán demostraba de a poco que estos caminos no eran paralelos sino convergentes. Quizás el punto de inflexión se produjo con Profeta sin honra, un libro donde Dorra reconstruye la historia relatada en los evangelios desde un trabajo muy erudito y un conocimiento extenso de las maneras de producción y reproducción de los relatos orales, pero también desde el conocimiento íntimo del fenómeno literario, y con una escritura en la que ya se difuminan las diferencias entre el discurso académico y el poético. En una página brillante de ese libro, atestiguamos a la Magdalena en el momento de la resurrección:
Que el desconsuelo de María Magdalena fue exitoso es muy poco decir; o más bien: es decir torpemente. La lectura de este pasaje nos insinúa que, por la fuerza de su desesperación, y sin que ella misma lo notara, la realidad fue cediendo ante ella poco a poco (...) Ahora el milagro ya podía producirse. Entre ese llamado y la respuesta –estremecida, súbita–- tenemos que imaginar una fulguración tan vasta que atravesó la intimidad de aquella mujer, una abismal emoción que, una vez liberada, abriría su cauce en la historia del mundo.
En esa página de un libro "académico" –que aquí he reducido a las primeras y las últimas líneas, pero que hay que leer entera–, notarán que Dorra no solo da una lección de estilo literario sino que además insinúa, o dice con todas sus letras, que la resurrección de Cristo es una respuesta abierta por la desesperación, una maniobra de la sensibilidad. Y uno debe preguntarse con cierto regocijo cómo leerá un semiólogo esa página, o cómo la leería un cristiano, o cómo la leería el Papa. Empujado por la poesía, el estudio de la tradición oral se ha vuelto belleza, y con esa belleza uno puede llegar incluso a la risa.
Un afán inconcluso, sin embargo. Y allí está como prueba La tierra del profeta, una novela publicada unos años después pero probablemente escrita al mismo tiempo, como si Raúl hubiera sentido que aún había mucho que variar sobre el mismo tema, que la literatura no había tenido la oportunidad de expresar con plenitud lo que tenía que expresar.
Así nos trajo Raúl durante algunos años, frente a discursos que eran o bien estrictamente literarios o bien académico-literarios. En Lecturas del calígrafo, el acercamiento entre las varias escrituras –y lecturas– posibles venía presentado como “desde el lado de la literatura”, pero a mí me parece que ya las categorías estaban muy difuminadas, que en estos textos –y ya no digo cuentos, ni relatos, ni novelas, ni estudios– el Calígrafo pone su escritura al mismo nivel de su lectura, y el estudioso le dedica juegos de palabras al poeta, que a su vez le responde con lecciones de lúcida racionalidad. Aun para sus lectores habituales, los que habían visto este proceso desarrollarse casi en vivo, “en tiempo real” debería decir hoy, la dicotomía texto académico-texto poético seguía siendo tan poderosa que hay algo de extraordinario en ver a Raúl ponerse la capa y saltar de la azotea, pero aun más en percibir la síntesis que realizaba entre esos dos aparentes extremos opuestos del lenguaje.
Y eso además en un paisaje literario entonces bastante plano (digo entonces, sospecho que podría decir ahora) de novelitas históricas de efemérides, de cuentos que incurrían en la audacia de parodiar a Corín Tellado o a Juan Orol, y de historias de narcotráfico que ya casi superaban en número a los sicarios que pretendían retratar. Raúl Dorra abrió la boca y empezó a cantar, y construyó un anzuelo hecho de ciento treinta páginas de impecable... iba a decir “literatura” o “poesía”, pero ya ni eso sería exacto. ¿De música verbal, de canto discursivo?
Como ya no está al alcance de una llamada telefónica o un correo electrónico, nos queda quizás recordar las varias ocasiones en que sus amigos más melómanos lo pusimos en el entredicho de explicar que para él la música, la primera música, era la palabra. En una entrevista hecha por Dalia Patiño para el Conacyt en 2017, Raúl respondió a una pregunta sobre sus pasiones:
A mi edad, los placeres son tranquilos pero no dejan de ser variados. Disfruto de pensar y comprender, de una lectura compartida, del sabor del mango, el fruto del paraíso. Disfruto de ciertos ritmos, de la caricia, de la conversación, de los ruidos del agua de la fuente, del silencio, de la luz del atardecer, de los masajes en mi pobre columna, de los olores que vienen de la cocina. Pero sobre todo disfruto de sentirme querido. En cuanto a enumerar tres pasiones, se entiende que es difícil porque uno tiene también varias. Para paliar un poco esta dificultad, empecemos por no poner en esa lista al amor, pues es una pasión de todos y de cada uno, una pasión universal que reúne lo grande y lo pequeño (L’amor che move il sole e l’altre stelle, Dante). Con dicha salvedad, podría nombrar estas tres: la vida, la amistad y la palabra.
De esa mezcla de pasiones, que Raul separa por afán analítico pero que –todo en él lo ha demostrado– es en realidad una sola cosa, me detengo entre perplejo y conmovido por esa frase: “sobre todo disfruto de sentirme querido”. Él, que quiso tanto y dio tanto en todas las cosas. Como Córdoba, Puebla es una ciudad universitaria, y la universidad es parte fundamental de su vida y sus hábitos. En esa universidad Raúl trabajó sin descanso impulsando y a menudo creando iniciativas editoriales, académicas, artísticas, de amistad. Todas estas cosas que siguen vivas y activas, creciendo. Su entrega era tan absoluta y tan desprendida, tan respetuosa que ni siquiera ha dejado discípulos –ya no digamos imitadores–, porque estaba más ocupado en ayudar a que cada uno encontrara su propia voz y su propia melodía, la palabra que a cada quien le tocara decir.
Las ciudades, las pasiones, los trabajos, las obras, esta especie de mesa tan llena que uno no sabe bien a bien por dónde empezar. Redacto estas notas pobres y desordenadas demasiado tarde y demasiado pronto, ya lo he dicho; vuelvo a las palabras de Raúl buscando claridad, y buscando auxilio para esquivar cualquier ánimo fúnebre. Fiesta o consuelo –escribió el calígrafo–. Palabras que reverdecen en un mundo que no deja de armarse contra todo verdor. Aquí están. Fiesta o consuelo.