John Keats, en la célebre carta dirigida a Richard Woodhouse el 27 de octubre de 1818, conocida como la “carta del camaleón”, declaraba que el poeta es lo menos poético de la existencia, porque no tiene identidad: “no es tal en sí, no tiene un yo, es todo y nada, no tiene personalidad; goza de la luz y de la sombra; vive en la delectación, ya sea de lo horrible o hermoso, noble o vil, rico o pobre, mezquino o elevado. Lo que choca al virtuoso filósofo, encanta al poeta camaleón” (la traducción es de Julio Cortázar). Para la poesía romántica, la de William Wordsworth por ejemplo, en la cual el poeta se eleva en toda su potencia yoica casi como una fuerza de la naturaleza, la carta de Keats resuena con una nota anticipadamente moderna. Por ejemplo, esa misma nota de extrañamiento acerca del yo fue en cierto modo repetida muchos años después por la gran poeta uruguaya Idea Vilariño. Durante décadas recordaba aquella escena vivida a los once años que formó parte de su mito personal. La contó de diversos modos y con los años perfeccionó el relato. Refirió esa breve escena a su amigo Mario Benedetti en un reportaje publicado en el semanario Marcha del 29 de octubre de 1971: “A los once años me quedé mirando en un espejo mis ojos serios, adultos. Fue una conmoción profunda saber que yo estaba ahí —persona, no niña—, como estoy hoy. Los ojos siguen estando. Simplemente, hubo zonas que al ser tocadas se pusieron a vivir. Pero siempre supe todo”. Más de veinte años después agregó, en otra conocida entrevista con Jorge Albistur de 1994, esta conclusión: “Me quedé mirando en un espejo mis propios ojos y supe que era una persona, perdida toda mi identidad de niña —hija, hermana, alumna—. Supe que era yo, una persona. Pero ¿quién? No eran ojos de niña”. Curiosamente la incertidumbre identitaria podía ser inversa. La niña que no se descubre niña frente al espejo puede también ser la adulta que retorna en el tiempo, como registra en su diario el 20 de marzo de 1958: “Después, mientras me lavaba los dientes, me vi tan linda. Linda y como si tuviera 13 años: una cara de niña”.
Aquel acto de la niñez de Idea Vilariño tiene la forma de un mito de origen que fuera, a la vez, un acto de reconocimiento y de negación. Por un lado, el espejo afirma el yo como una generalidad de especie: se trata de una persona de la especie humana; por otro, ese reconocimiento supone desconocer el nombre propio, familiar, la identidad misma, el yo específico. “No sé quién soy. Mi nombre ya no me dice nada”, escribió. Pero aquel testimonio no fue tomado como un episodio de autoalienación infantil, sino pasó de inmediato al crédito del sujeto del imaginario poético. Idea Vilariño repitió la identidad vacilante ante el espejo cuando se preguntó “¿Quién?” en un poema de 1950, con ese ritmo inconfundible y desgarrado:
Quién
yo
o esa estera caída
esa desalojada
yo ese fruto comido
yo esa alfombra arrumbada.
Quién
yo
aquella o esta
la entenada o la muerta
la ilesa o la acabada
la impúdica doncella
o este cascajo puro.
Yo cualquiera
yo enferma
yo nadie esta o aquella
o qué sé yo
quién
nadie
cualquiera aquí muriéndose.
El yo es puesto en duda tal como se cuestiona a una desconocida, que es cualquiera o que puede ser nadie. En toda su poesía se proyectó esta ardua ambivalencia paradójica de un yo que se afirmaba, negándose.
Y sin embargo esta poeta, que allí frente al espejo perenne del recuerdo de la niña recreaba la vacilación (poética) de su identidad; aquella que depreciaba el yo hasta vaciarlo de contenido y hasta hacerlo temblar en el poema como una rama delgada y quebradiza en la borrasca del desconocimiento; aquella misma poeta que escribía “No sé quién soy./ Mi nombre/ ya no me dice nada” y afirma a quién quiera oírla “Nunca mentí en un poema”, es una de las personalidades más contundentes e inolvidables de la poesía en lengua española. Quienes nos acercamos por primera vez a su obra —abundan los testimonios— recordamos para siempre la adhesión y el deslumbramiento que de inmediato nos produjo. Y luego, al contemplar las fotos multiplicadas a lo largo de la vida, desde aquella de la gabardina oscura y los brumosos ojos negros hasta la extenuación, a lo Michèle Morgan, sentimos que Idea es incesante, y no solo está muy lejos de disiparse en la inanidad subjetiva que sus poemas asumen, sino que cada vez se incrementa, crece y se multiplica.
Ha llegado la hora del centenario de su nacimiento y la revista Zama tiene en este número el honor de celebrarla. Lo hace con dos ensayos críticos de notables estudiosos uruguayos. Oscar Brando se ocupa de cruzar su labor en los años ochenta con otro narrador y poeta amigo e integrante de la llamada generación literaria del 45 en Uruguay, Mario Benedetti, del cual también se celebra el centenario. Ana Inés Larre Borges se refiere a ese aspecto que antes señalamos, el incremento de la obra de Idea Vilariño, en aquello que llama la “lúcida arquitectura de su obra” y el modo de situarse ante el dilema de “publicar o no publicar”. Razona esa trama entre el silencio intimista de la escritura poética y el vasto itinerario de las publicaciones. Se abre entonces otra paradoja como la señalada al principio y de la cual la propia Larre Borges —a quien la poeta confió la edición de toda su obra édita e inédita— es la más generosa artífice de que aquel destino ejemplar vea la luz para los lectores.
En las escasas entrevistas que concedió, Vilariño también repetía otra voluntariosa negación, toda vez que consideraba escribir poesía como un acto propio, íntimo, solitario, realizado para nadie y para nada: “Hay poemas que nunca publiqué ni mostré a nadie. Eso debería haber hecho con todos. O casi”, le dijo a Benedetti en 1971. Treinta años después, en 2001, lo seguía diciendo a Elena Poniatowska: “Mi poesía soy yo. Por eso no me interesaba publicar; es más, deseé no haber publicado nunca (hay poemas que jamás mostré)”. ¿Cuándo finaliza una obra literaria? Así como la negación del yo se equilibra con una figura de poeta inolvidable, la reticencia en la publicación se amonesta con la continua aparición de textos fascinantes y riquísimos que nos permiten acceder a esa intimidad como una figura de extraordinaria poeticidad.
El centenario nos trae una Idea Vilariño continuamente renacida, principalmente al cuidado de la crítica e investigadora uruguaya con una tarea tan rigurosa como empática. A la edición anotada de la Poesía completa (2019), que se agrega a las hermosas ediciones documentales y profusamente ilustradas de Idea Vilariño: la vida escrita (2007) y del Diario de Juventud (2013), se suma también para el centenario de la poeta la dirección de un proyecto extraordinario que la Biblioteca Nacional de Uruguay puso libremente a disposición de los lectores. Se trata del rescate digital de lo que previamente fue un rescate del Estado uruguayo del Archivo Idea Vilariño (que había sido vendido sin autorización a la Universidad de Princeton) al nombrar esos documentos Monumento Histórico Nacional. Se trata de los poemas recobrados e inéditos en todos aquellos manuscritos de los que hablaba la poeta y que no daba a conocer y que superan en número los incluidos en la Poesía completa: Poemas recobrados I: 1931-1944 y Poemas recobrados II: 1947-2003: http://poemasrecobradosidea.bibna.gub.uy/omeka/. “El acceso a su archivo –se lee en la presentación– es otra forma de acceso a su intimidad”.
Además de producir un acto de soberanía y compartir desde la esfera pública sin mezquindad alguna este verdadero monumento de la cultura latinoamericana, estos textos desdicen aquel silencio de la poeta y multiplican su voz incesante. El valor social de esta tarea de los investigadores literarios para forjar la vida cultural de nuestras naciones es invalorable y una vez más justifica los esfuerzos del Estado para sostener y proteger la educación y la cultura públicas, porque se trata de un hecho comunitario, no privatizado ni reservado exclusivamente a las elites. La obligación de nuestros Estados nacionales no es menor: deben garantizar la preservación y circulación de la ingente producción cultural de Latinoamérica y no abandonarla a su suerte o transformarla en mercancía suntuaria. Los cuadernos de Idea Vilariño habían estado desaparecidos por una década. Se trata también de un acto de justicia, ya que el creciente interés en la poesía de Idea Vilariño la afianza en el centro del canon literario latinoamericano como una de sus mayores poetas.
En este mismo número de Zama el lector podrá indagar en el dossier preparado por Carla Fumagalli y Mariana Rosetti dedicado también a la edición como instrumento forjador de cultura: “Del texto al libro: escenas de edición en México (siglos XVII-XX)”. Las investigadoras subrayan otro aspecto de la circulación cultural cuando el texto se vuelve libro bajo cualquiera de sus formas y que Roger Chartier ha estudiado largamente no solo en los intercambios con el mundo social sino también con el valor simbólico-social de las materialidades. Las “escenas de edición” –como la que describimos antes respecto de una poeta uruguaya– son un espacio a veces oculto o desestimado para producir una profunda historia cultural. Los trabajos aquí ofrecidos, relacionados con la cultura mexicana en particular, demuestran en profundidad en cambio aquello que las editoras del dossier afirman:
Las escenas de edición aquí reunidas asumen a las editoriales (y a los editores) como agentes históricos, culturales y, en muchos de los casos, políticos. Desde allí, profundizan en las distintas ediciones de un mismo texto y en los problemas editoriales que suponen que la obra de un autor no solo es un asunto de forma y materialidad (o de sujetos y agentes), sino un problema de política nacional, evidente en estrategias editoriales que desembocan en interpretaciones identitarias, estéticas, culturales. Todos los artículos que forman parte de este dossier analizan el proceso de edición como instancia dadora de un sentido ulterior y alejada del deseo o siquiera conocimiento del autor.
A estos valiosos aportes se agregan en este número los habituales artículos y notas especializados. Y más espacio a poetas, que retornan: una conversación con la poeta uruguaya Tatiana Oroño y un ensayo autobiográfico, especie de “credo poético”, del poeta argentino Darío Canton.
En estos tiempos aciagos estos ejercicios de la memoria cultural y la belleza apenas nos consuelan de las pérdidas. Recordamos la de Raúl Dorra ocurrida en Puebla en 2019 y, a mediados de 2021, la de alguien muy cercano, alguien que formaba parte de nuestra inmediata familia intelectual, de nuestra interlocución en el Instituto de Literatura Hispanoamericana, de nuestra amistad y de nuestro tiempo común: Horacio González. Extrañaremos sus iluminaciones, que eran generosas, constantes, extensivas. Como había predicado él mismo acerca de Macedonio Fernández, su pensamiento “no se apartaba de la mención dolorosa de lo irresuelto y del tiempo luchador del país argentino” y siempre estaba atento al modo solidario, a un pensar activo e imaginativo acerca de lo que el drama social y el destino colectivo de nuestros pueblos siempre le acercaban. Esa lección y ese legado nos compromete a su continuidad.
Jorge Monteleone