Gustavo Geirola
Whittier College, Los Ángeles, California, Estados Unidos
gustavogeirola1@gmail.com
Fecha de recepción: 07/01/2020. Fecha de aceptación: 13/02/2020.
En este ensayo abordamos la consistencia de lo religioso y de lo sagrado secular en la propuesta de Jerzy Grotowski; lo hacemos desde las aproximaciones del último Michel Foucault y su recorrido por las prácticas monacales tal como fueron discernidas e implementadas desde el siglo II d.C. por los teólogos cristianos. Sin duda, la cuestión del deseo y del inconsciente –tal como las estudia Foucault a su modo en la teología cristiana y también Lacan, incluso con los aportes asiáticos en ambos casos– están presentes en Grotowski. Nos ha interesado revisar las pervivencias de esas prácticas, de las subjetividades cristianas que emergieron a partir de ellas y la forma en que el medievalismo las ha incorporado a instituciones de control y vigilancia. A partir de allí, revisamos el impacto de todo ello en la propuesta de Grotowski y como ésta fue dogmatizada por los teatristas en los años 60 y 70. Nos ha interesado explorar el impacto de esta dimensión de lo religioso en Grotowski desde una perspectiva histórica de larga duración del teatro occidental –en cuanto a lo aristotélico y al teatro profesional tradicional– y sus relaciones con aportes cristianos. Asimismo, debatimos hasta qué punto se puede hablar de una estética grotowskiana y en qué medida su propuesta técnica para el actor subvierte las bases políticas del Sistema de Stanislavski.
In this essay we address the consistency of the religious and the secular sacred in Jerzy Grotowski’s proposal; we do it from the approaches of the last Michel Foucault and his journey through monastic practices as they were discerned and implemented since the II century A.D. by Christian theologians. Undoubtedly, the question of desire and the unconscious –as Foucault studies them in his own way in Christian theology and also Lacan, even with Asian contributions in both cases– are present in Grotowski. We have been interested in reviewing the survivors of these practices, of the Christian subjectivities that emerge from them, and the way in which medievalism has incorporated them into institutions of control and vigilance. From there, we review the impact of all this on Grotowski’s proposal and how it was dogmatized by the teatristas in the 60s and 70s. We have been interested in exploring the impact of this dimension of religion in Grotowski from a historical perspective of long duration of the Western theater –as for the Aristotelian and traditional professional theater– and its relations with Christian contributions. We also discussed to what extent one can speak of a Grotowskian aesthetic and how his technical proposal for the actor subverts the political foundations of the Stanislavsky System.
la política y la religiosidad, si son sinceras, son meras defensas ante la falta de un discurso estético propio, refugios tan inestables como la teatralidad de un político o la política de un religioso.
Alberto Ure, Sacate la careta (2003:199)
La carne es indómita, sobre todo para nosotros mismos.
Darío Sztajnszrajber, Filosofía a martillazos (2019:29)
En su Poética, Aristóteles resume en el capítulo VI su definición de tragedia:
En tanto reservamos para una consideración posterior la poesía y la comedia en hexámetros (20), proseguiremos ahora con la discusión de la tragedia; antes de hacerlo, sin embargo, debemos resumir la definición resultante de lo que se ha dicho. Una tragedia, en consecuencia, es la imitación de una acción elevada y también, por tener magnitud, completa en sí misma; enriquecida en el lenguaje, con adornos artísticos adecuados para las diversas partes de la obra, presentada en forma dramática, no como narración, sino con incidentes que excitan piedad y temor, mediante los cuales realizan la catarsis de tales emociones. Aquí, por “lenguaje enriquecido con adornos artísticos” quiero decir con ritmo, armonía y música sobreagregados, y por “adecuados a las diversas partes” significo que algunos de ellos se producen, sólo por medio (30) del verso, y otros a su vez con ayuda de las canciones.
¿Qué relación puede haber entre Aristóteles, la tradición aristotélica y Grotowski? ¿Cercanos o lejanos? La respuesta no es simple y nos permitirá evaluar similitudes y diferencias que hoy siguen siendo relevantes para la praxis teatral. ¿Cómo piensa Grotowski la imitación y la catarsis? Sin duda, una aproximación al teatro pobre, en el sentido más estrecho o material del adjetivo (que no necesariamente es el del maestro polaco) deja claro que se trata de una propuesta en la que no cuentan algunos de los “adornos artísticos”. Grotowski –sin renunciar a los valores poéticos del lenguaje— piensa la pobreza más allá de su renuncia a los artificios y recursos del “teatro rico”; apunta al desnudamiento de la escena y del actor, al desenmascaramiento de las marcas culturales inscriptas sobre el cuerpo, a la búsqueda del sí mismo del sujeto sepultados bajo los mantos de la alienación. Por otra parte, se orienta hacia una subversión de los códigos de la teatralidad del teatro mediante una propuesta que él mismo tilda de blasfema y transgresiva. No debe escapársenos, por otra parte, el hecho de que tragedia griega y teatro/propuesta grotowskianos, cada cual, a su manera, se relacionan con lo sagrado, con el mito, con el ritual, abriéndonos así un campo de interrogaciones que superan la lectura manipulada y dogmatizada de Grotowski realizada, en parte, por sus comentadores y divulgadores.1
Como director, me he visto tentado a utilizar situaciones arcaicas que la tradición santifica, situaciones (dentro de los reinos de la tradición [¿teatral? ¿aristotélica?] y religión) que son tabú. He sentido la necesidad de enfrentarme a esos valores. Me fascinaban y me llenaban de una sensación de desasosiego interior, al tiempo que obedecía a un llamado de blasfemia. Quería atacarlos, trascenderlos o confrontarlos con mi propia experiencia, que a la vez está determinada por la experiencia colectiva de nuestro tiempo [los famosos sixties]. Este elemento de nuestras producciones ha sido intitulado de muy diversas formas: “encuentro con las raíces”, ‘’la dialéctica de la burla y la apoteosis’’ o hasta “religión expresada a través de la blasfemia; el amor que se manifiesta a través del odio. (1970: 16-17, [agregados míos entre corchetes])
Aristóteles daba como efecto de la tragedia la catarsis, capaz de purificar el alma de los espectadores por medio del miedo y la piedad. Obviamente, asumimos que ese efecto no solo calmaba las pasiones del alma popular, sino que pacificaba de ese modo la vida social. Los errores y excesos, la famosa hybris y la justicia poética final, ocurrían a los personajes sobre la escena. La famosa mímesis, como sabemos, no tenía nada que ver con lo que, desde el Renacimiento europeo, comenzó a fraguarse como representación o reflejo de la realidad a cargo de la escena teatral. El realismo, tal como lo entendemos hoy, es ajeno a la escena griega. El público griego sabía de memoria las historias que ocurrían sobre el escenario, porque correspondían al mito. Es lícito, entonces, presuponer que dicha mímesis tenía que ver con ese mito, el cual, a la manera del sueño, apelaba a un Real en sentido lacaniano y no a la realidad; la escena era un complejo montaje de máscaras, coro, canciones y recitativos (se requería mayormente del verso, lo cual era otro elemento de inverosimilitud realista) y la catarsis, siendo una especie de descarga o purga de las pasiones, operaba a nivel pulsional e inconsciente, bajo la superficie del entretenimiento consciente. Ese inconsciente, como hoy, lejos estaba de ser colectivo y tampoco era individual: Lacan lo define como transindividual, en la medida en que no es ahistórico, ni universal, ni esencialista sino, por el contrario, situado históricamente, parroquial, singular, solo vale para esa comunidad, concebida como sujeto, no como un colectivo de individuos. Así se puede postular que la recepción de la tragedia griega por el público de aquel entonces difiere mucho de la nuestra para la misma obra. De modo que la frontera entre escena y público –con ese sujeto que emerge del entre-dos— podemos imaginarla, más allá del entretenimiento que pudiera proveer, en la dimensión del inconsciente. No por nada, Freud recurrió al Edipo de Sófocles para dar cuenta de uno de los aspectos del inconsciente más ligados a la socialización (sexual) del sujeto.
Grotowski reconoce los orígenes religiosos del teatro y, en cierto modo, como lo demostrará su trayectoria posterior a la etapa del Teatro de Producción, va a intentar reavivar, aunque sea secularmente, ese aspecto.
Cuando todavía formaba parte de la religión, el teatro era ya teatro: liberaba la energía espiritual de la congregación o de la tribu, incorporando el mito y profanándolo, o más bien trascendiéndolo. El espectador recogía una nueva percepción de su verdad personal en la verdad del mito y mediante el terror y el sentimiento de lo sagrado llegaba a la catarsis. No es una casualidad que la Edad Media haya producido la idea de la “parodia sagrada”. La situación actual es muy diferente, sin embargo (1970: 17).
Durante los 60, como hemos estudiado en otros trabajos, la deflación religiosa, sobre todo de las instituciones religiosas, dejaban un vacío que los jóvenes comenzaron a colmar secularmente consumiendo otras prácticas religiosas, como las religiones orientales y, sin duda, diversos narcóticos.2 Sabemos, además, que las bases religiosas del teatro griego –como, por lo demás, ocurre para muchos otros teatros en otras tantas culturas en el mundo, están ligadas al ritual, religioso o pagano, o a fechas específicas de celebración comunitaria. También sabemos que la relación escena-público está muchas veces mediada por la contemplación del público de la escena ofrecida; se trata de una política de la mirada basada en la visión y de la pulsión invocante, tal como Lacan la conceptualiza, ambas como evocaciones del Otro, aunque probablemente menos pasivas que aquella que involucrará la relación escena/público mucho más tarde a partir de la teatralidad del teatro, estructura ésta surgida en el siglo XVI y que nos rige hasta hoy, cada vez con mayores interdicciones para el público, en lo que conocemos como sala a la italiana, que no es solo un diseño arquitectónico, sino una estructura caracterizada por la fórmula lacaniana de la perversión (a◊$). El diseño del anfiteatro griego supera el ángulo de 180° de visión sobre la escena, la cual avanza hacia el público, tal como puede apreciarse en las ruinas que nos han quedado; además, la escena no estaba cerrada por detrás, lo que permitía al público completar el círculo (figura muy típica de los rituales) con la visión de la Naturaleza, procediendo de ese modo a dar una dimensión cósmica al mito expuesto por los actores sobre el escenario. Fueron los romanos los que iniciaron un proceso de cierre de la retroescena, construyendo un muro con columnas y tres entradas para salida de actores, como todavía puede verse en los anfiteatros griegos remodelados por los romanos.
La Edad Media va a desplazar la escena a los templos cristianos, aunque progresivamente ésta irá tomando el espacio público, como calles y plazas y, además, paralelamente, se irá iniciando un proceso de secularización del teatro que culminará con los teatros de la burguesía comercial incipiente en el siglo XVI, con salas palaciegas y salas públicas, en espacios cerrados o a cielo abierto como vemos en el Globe isabelino o los corrales españoles. La tragedia pierde su prestigio –retomado a fines del XVI y sobre todo en el XVII— dando paso a la farsa, la parodia blasfema de los ceremoniales religiosos. La política de la mirada en los espectáculos religiosos y públicos corresponde mayormente a la estructura de teatralidad de la fiesta, no del teatro. Es multifocal, móvil; algunos espectáculos palaciegos –sobre todo durante el período barroco— admitían un público itinerante, pero lentamente la teatralidad del teatro se va consolidando, retomando la posición frontal del público respecto de la escena, la instalación de un espacio de representación que ya no avanza sobre el público, sino que se separa y hasta se distancia de él; promueve una jerarquización de la visión a partir de un punto crucial: el palco del rey, ubicado en un lugar central a la misma altura que el escenario, desde donde se tiene una visión total de la escena enmarcada (lo cual la relaciona con la fórmula lacaniana del fantasma) y desde donde se organiza la perspectiva visual a nivel escenográfico; a partir de ese punto, hacia arriba y hacia abajo, hacia los costados, se van generando ángulos de visión con ciertas restricciones, con visiones parciales de la escena. ‘Tanto pagas, tanto ves’ parece ser la fórmula que el capitalismo diseña para la teatralidad del teatro.
Como todo lector familiarizado con la historia teatral occidental sabe, no hemos hecho más que dar un panorama apretadísimo –además de incompleto y esquemático— de dicha historia a los efectos de brindar un cierto marco a este ensayo, que se quiere completamente especulativo y que no responde a los protocolos de la investigación histórica. Me propongo partir de una hipótesis y proseguir su potencialidad: ¿cómo imaginar el proceso de secularización del teatro a partir de los trabajos sobre la formación de subjetividades monásticas en el cristianismo europeo a partir del siglo II d.C., tal como Michel Foucault lo detalla en el último tomo de su Historia de la sexualidad, titulado Las confesiones de la carne? ¿Cómo situar la praxis teatral grotowskiana, con todas sus etapas –Teatro de Producción, Teatro de Fuentes, Drama Objetivo, Arte como Vehículo— con su búsqueda del origen (arché) de una “secular holiness” (Grotowski 2002: 34) En cierto modo, este ensayo ensaya la posibilidad de desmitologizar a Grotowski, siguiendo esa vía de revisión a la que nos invita el libro de Paul Allain y Grzegorz Ziólkowski titulado Voices from Within: Grotowski’s Polish Collaborators,3 orientado precisamente a desmitologizar en lo posible la figura y aportes de Grotowski: “While we cannot prevent ongoing mythologising of Grotowski, we might help reduce it” (2015: 12). Y esta desmitologización se presenta necesaria si, como cita Elka Fediuk, al anunciarse el fallecimiento del maestro polaco, “El suplemento Culture de Le Monde (17/18 de enero 1999), comentó ampliamente la noticia de su desaparición subrayando que “D’Europe en Amerique et en Asia, il est accueilli comme un dieu (Godard 1999,22)” (2011: 21). Y cuando se trata de un dios, siempre uno termina en los dogmatismos o la sumisión acrítica a su palabra. En esta línea de pensamiento, la desmitologización nos lleva a una desdivinización del maestro que permita, sin embargo, leerlo a la letra4 y aprovechar aquello que todavía resulta epistemológica y artísticamente eficiente para la praxis teatral.
Como lo he planteado en muchos trabajos, la praxis teatral se ocupa de cuestiones ligadas al ensayo y al saber-hacer del teatrista; indudablemente, también esto involucra la puesta en escena, sea a partir o no de un texto, como en el caso de Grotowski después de su etapa inicial en el Teatro de Producción y sus puestas en escena. Esperamos que esta especulación ensayística nos permita aproximarnos al resurgimiento de ciertas cuestiones, como el actor-santo grotowskiano, en las que todavía se pueden observar residuos o recuperación de esas prácticas monásticas a nivel de la técnica de formación actoral, aunque las mismas no se realicen en el marco de instituciones religiosas; en todo caso, convendrá en su momento retomar el debate sobre qué supone la religiosidad, en el encuadre de religiones o instituciones religiosas instituidas o fuera de él. Hasta qué punto, nos preguntamos, ciertas instituciones (artísticas, educativas, partidistas) se estructuran vertical y piramidalmente a manera de iglesias. “What we are talking about –expresa el maestro polaco— is the possibility of creating a secular sacrum in the theatre” (2002: 49) [“De lo que estamos hablando es de la posibilidad de crear un sacrum secular en el teatro” (Grotowski 1970: 44).] Elka Fediuk afirma que, en la tradición de Osterva, en la que el teatro aparece como “un medio para la unión espiritual de una hermandad cristiana” y habida cuenta de que Grotowski no suele manifestar expresamente sentimientos religiosos, cabe la posibilidad de imaginarlo, en términos de Gianni Vattimo, como “‘medio creyente’, una nueva categoría de la fe en el borde de la religión y el humanismo” (2011: 36-37).
Grotowski da una vuelta de tuerca, no sólo al Sistema de Stanislavski (más orientado por el taylorismo y fordismo del capitalismo de principios de XX, con obreros sustituibles, con destrezas uniformes e internacionalizadas, con cuerpos automatizados y capaces de producir plusvalía y repetición en cualquier contexto sin alterar el sistema de producción capitalista), sino que lentamente va a reinsertar en lo secular protocolos que otrora definieran la dimensión religiosa de lo sagrado en la formación actoral; y no solo eso, también va a poner en emergencia la teatralidad del teatro como tal al atentar contra la contemplación perversa favorecida por dicha teatralidad mediante la distribución espacial del público acorde a los requerimientos de la puesta en cada obra, respetando la singularidad de la obra, caso por caso, como en el psicoanálisis. Grotowski retoma, así, la dispersión festiva del público, aunque ahora en forma controlada (estructurada sería el término que Grotowski utilizaría aquí), como puede verse en los diseños espaciales de sus puestas en escena incluidos en Hacia un teatro pobre. Al privilegio de una mirada totalizante que organiza la perspectiva visual del teatro a la italiana, Grotowski disemina los puntos de visión, viola “los estereotipos de visión” (1970: 16) y por esa vía parcializa la captación de la escena, en cierto modo particularizándola para cada miembro del público. Hay una fragmentación espacial y visual que desafía la oposición entre mirada privilegiada y miradas marginales o marginadas de la teatralidad del teatro moderno, ese ‘tanto pagas, tanto ves’ de cualquier sala a la italiana. En Grotowski, la diseminación visual desconoce un foco privilegiado, pues apunta a una falta capaz de disparar el deseo y no a una precariedad socio-económica del público. Podemos leer este gesto inicial de sus famosas puestas en escena como un verdadero acto político de su praxis teatral.
Asimismo y una vez realizada esa subversión, su investigación lo lleva a alejarse del rol de director de puestas en escena en su etapa de Teatro de Producción, para llevar su interrogación mucho más lejos, hacia la redefinición de muchos conceptos teatrales: por ejemplo, el rol directorial pasa a ser el de un maestro que guía ya no en cuanto a la representación teatral, tampoco en cuanto a la formación actoral como instrumento técnico para promover profesionales del teatro capaces de competir en el mercado laboral, sino hacia una verdadera purificación del actor en su gesta hacia la verdad de sí mismo. Roza, de este modo, el rol del psicoanalista, aunque con ciertas restricciones. (cfr. Geirola, 2019b). Es en este sentido que puede debatirse hasta qué punto podríamos hablar de una estética grotowskiana; parece más adecuado referirse a su contribución como una técnica, si no de profesionalización del actor según las demandas del mercado,5 al menos como un trabajo del actor consigo mismo, ya no tanto en el sentido stanislavskiano; la técnica grotowskiana está dirigida al sujeto, más que al actor; se instala como un procedimiento similar a la meditación y apunta, como el síntoma y la pulsión en el psicoanálisis, a una satisfacción que no es exhibicionista ni financiera:
la satisfacción que tal trabajo ofrece es muy grande. El actor que, en este proceso especial de disciplina, autosacrificio, autopenetración y moldeo no tiene miedo de ir más allá de los límites normalmente aceptables, obtiene una especie de armonía interior y una paz mental. Se convierte en una persona mucho más sana de mente y de cuerpo y su forma de vida es más normal que la de cualquier actor de teatro rico. (1970: 40)
En esto se diferencia de Stanislavski, cuya técnica está específicamente orientada a la profesionalidad del actor y al sostenimiento de un discurso estético específico: el realismo. No podemos decir lo mismo de Grotowski: no hay en él una búsqueda específica a nivel estético, con lo cual, según el epígrafe suscripto por Alberto Ure, podemos entender que la búsqueda grotowskiana se oriente hacia otros rumbos, si no políticos en la intención, sin duda religiosos (seculares o no) en la trayectoria del maestro. Ciertamente, lo político es ineludible siempre: Seth Baumrin ha investigado en detalle cómo, en su aparente apoliticidad –tal como pretende mostrarlo Hacia un teatro pobre—, la fundación del Laboratorio teatral y las puestas en escena que surgieron de allí fueron la respuesta política de Grotowski al establishment soviético: “From March 1964 to February 1965, Jerzy Grotowski was a skilled political player who turned local disfavor into national clout. This period, and what led up to it, demonstrate the extent to which Communist Party officials, secret police, journalists, and professors all played roles that strengthened Grotowski’s position in the face of adversity” (2009: 49). “In Soviet-controlled Communist-occupied Poland –agrega Baumrin—, Grotowski’s theatre work required diplomacy, trickery, and courage” (2009: 61). Resulta innegable apreciar hasta qué punto Grotowski es “a skilled political player” (Baumrin 2009: 51) incluso en sus etapas posteriores, aparentemente evadidas de los avatares del mundo que lo rodeaba. Su búsqueda, con grupos masivos o con minorías selectas, reproduce las estrategias cristianas frente al imperio romano, lo cual explica la organización monacal de sus institutos o seminarios y el cuidado y control obsesivo con las palabras (sobre todo orales, y luego en sus versiones escritas y traducidas), como si se tratara de un discurso evangélico. Si desde los años 60 y 70 categorizamos ciertas propuestas escénicas como grotowskianas porque se nos presentan despojadas, pobres, con actores semidesnudos gesticulando y balbuceando, es porque se encorsetó la experimentación escénica del maestro polaco a partir de sus puestas del período inicial, pero que, como lo deja claro su trayectoria posterior, él rechazó para dar lugar a otras indagaciones. Esas puestas, al menos para Grotowski, no significaron conformar un discurso estético específico, como ocurre con Stanislavski y el realismo para las puestas de Chéjov.
De ahí que, en Grotowski, la relación actor/público se redefine en sus etapas posteriores al Teatro de Producción: se focaliza primero en el actor y, en cierto modo, su doble, ese otro biográfico que ya no es otro actor ni el personaje. La técnica se centra ahora no tanto en proporcionar medios para mejorar el trabajo escénico del actor, sino que, alejada de la representación teatral, apunta al “trabajo sobre sí mismo” del actor.
Cuando el actor empieza a trabajar mediante el contacto, cuando empieza a relacionarse con alguien -no con su camarada de escenario sino con su camarada biográfico, cuando empieza a penetrar en el estudio de sus impulsos corporales, en la relación de este contacto, en este proceso de intercambio, se produce invariablemente un renacimiento en él. Luego, utiliza a los demás actores como pantallas para su compañero vital, empieza a proyectar cosas en los personajes y en la obra y éste es su segundo renacimiento. (1970: 204, énfasis mío)
El público pasa, además, de ser espectador en actitud contemplativa, a ser participante y testigo, lo cual nos replantea el estatus no sólo de la mímesis sino también de la catarsis, si quisiéramos insistir sobre esas nociones aristotélicas. El objetivo de investigación grotowskiana, aun manteniendo la disciplina de la primera etapa, va a ir redefiniéndose posteriormente en las fases posteriores: en general, se trate de un trabajo con grupos selectos y limitados, o con admisión de grupos más numerosos, se propende a un itinerario personal del actor en su búsqueda de una ‘identidad’ auténtica y personal por medio de una exploración de su inconsciente con el correspondiente sacrificio del yo y la caída de sus máscaras, lo que Grotowski llama ‘desnudamiento’. Con la mirada en propuestas orientales (no tanto como lo contrario de lo occidental, sino como lo Otro de lo occidental) a las que se suma Stanislavski y otros maestros polacos,6 la brújula grotowskiana se dirige retrospectivamente hacia una recuperación del rito, de su potencial energético, de una dimensión originaria (y hasta esencialista y universal) de un “antes de las diferencias” multiculturales, una especie de antes de las representaciones, como Arthur Schopenhauer lo plantea denominándola voluntad.7
En fin, este breve encuadre nos invita a reconsiderar la propuesta grotowskiana y su eventual eficacia en la praxis teatral como la hemos venido conceptualizando últimamente a partir del psicoanálisis freudo-lacaniano. (cfr. Geirola 2019a y 2019b) ¿Qué permanece todavía hoy de aprovechable en Grotowski para la praxis teatral contemporánea? ¿Qué hay de cuestionable que pudiera hoy operar como obstáculo para la emergencia de capaz de separarnos de los determinantes impuestos por el neoliberalismo globalizado el cual arrasa hoy con el sujeto (siempre sujeto del inconsciente), sujeto del deseo, para incitar a un goce irrefrenable comandado por un superyó atroz y obsceno que remata en una necropolítica devastadora?
Es muy cierto y hasta curioso que Foucault no haya investigado la institución teatral, es decir, la teatralidad del teatro con sus protocolos panópticos y represivos, como lo vio para las cárceles, los hospitales para enfermos mentales, las instituciones educativas. Si uno coteja lo que Foucault plantea para esos espacios (distinguimos el espacio, formación discursiva, de los lugares físicos) puede comprender mejor que la burguesía haya construido salas teatrales adecuadas a la política de la mirada de la teatralidad el teatro y haya favorecido el realismo, como un ilusorio reflejo concebido además como el velo de una falta, el famoso objeto a lacaniano, que queda siempre detrás en la retroescena, sea como causa del deseo o como lo Real, ese malestar no significantizado por la cultura.8 No sorprende, entonces, que interpretemos aquí los montajes de Grotowski en su etapa del Laboratorio como profundamente políticos en su ataque a la concepción representativa del teatro, en su arremetida al espacio, el desbaratamiento de la mirada en la teatralidad del teatro y la redistribución de los ejes de visión, en el despojamiento ascético de la escena frente los exhibicionismos efectistas y tecnológicos de la industria teatral.
Michel Foucault va a explorar en su libro póstumo (en adelante, todas citas corresponden a Las confesiones de la carne, 2019) la construcción de subjetividades en el occidente cristiano. Me animo a decir que casi todo su proyecto de hacer una historia de la sexualidad desde el siglo V a.C. hasta el V d.C. es un intento de investigar aquello que, siguiendo su propia terminología, podríamos denominar una arqueología del psicoanálisis. Pareciera, en principio, por lo menos controversial que un intelectual de su talla de pronto dé un giro hacia la antigüedad, cuando venía planteando temas tan de actualidad como la genealogía del poder, el biopoder y las formas de control, vigilancia y castigo en las sociedades modernas. Como plantea Francisco de la Peña M., “la obra tardía de Foucault es objeto de un interés cada vez mayor en los últimos años, y las inquietudes éticas que la caracterizan, aunque parece que son opacadas por las cuestiones epistemológicas y políticas que dominan los trabajos más célebres del filósofo francés, sólo en apariencia son secundarias en el sistema foucaultiano” (2008; el subrayado es mío). Para este autor, quien ha revisado a puntualidad las etapas y transformaciones del pensamiento foucaultiano, hay un hilo profundo que unifica la obra de Foucault, a saber, “el surgimiento y la constitución del sujeto moderno en su relación con la verdad”. Y en cuanto a las relaciones de Foucault con el psicoanálisis, de la Peña (2008) nos dice:
En este contexto, una clave de lectura del corpus foucaultiano poco discutida, y que acompaña y aclara el desplazamiento de los intereses de Foucault del ámbito epistemológico al político, y de ahí al ético, tiene que ver con la relación entre su pensamiento y el psicoanálisis. Como es sabido, dicha relación está presente a lo largo de toda su obra, pero se trata de una relación, como lo ha puesto de relieve Jaçques Derrida, marcada por muchos altibajos y una fuerte ambivalencia, por un extraño vaivén a favor y en contra del psicoanálisis, una suerte de ir y venir que Derrida ha comparado con el célebre “Fort-Da” freudiano (Derrida, Resistencias del psicoanálisis 1997).
Al leer Las confesiones de la carne y sus últimos cursos en el Collège de France, no pude dejar de hacer anotaciones marginales punteando o cotejando algunas de sus afirmaciones con los seminarios de Lacan. Pareciera como si—a pesar de diferencias considerables— hubiera un diálogo velado o privado entre ambos. No es éste el lugar para confrontar ambas discursividades, pero vale la pena imaginar esta dimensión de convergencia entre ambos. Sabemos, por ejemplo, que la confesión cristiana no es equiparable al discurso del analizante en la sesión analítica, pero no obstante dicha confesión es un antecedente que no corresponde desestimar en la medida en que pone en juego la cuestión del deseo, del cuidado de sí, de la apelación a otro/Otro. Foucault va pautando paso a paso la forma en que se incrementa la represión sobre la sexualidad en los textos de los teólogos cristianos y el modo en que cada vez se exige hablar más y más sobre el sexo y sus ramificaciones como un inconfesable al que hay que transparentar, poner a plena luz, para proceder a sanciones y control del sujeto por medio de protocolos o instituciones cada vez más pertrechados para realizar dicha tarea. Obviamente, su inicial aproximación al psicoanálisis como un dispositivo ligado a una modernidad que, en vez de reprimir la sexualidad, incentiva hablar sobre ella para favorecer el control sobre la misma, ha sido muy debatida. Tengo para mis fueros que Foucault ha intentado poner al psicoanálisis en una secuencia con esa arqueología en la que el judeo-cristianismo ha jugado un rol relevante. Coincido con de la Peña M., quien también sostiene que “la historia del dispositivo de la sexualidad puede ser considerada también como una arqueología del psicoanálisis, en la medida en que este último no sólo no escapa al discurso de la sexualidad, sino que puede ser considerado como un heredero del dispositivo confesional y de la tecnología de la carne y de la pastoral cristiana” (2008). Hoy sabemos que el discurso del analizante no encuadra bien en el aparato de la confesión cristiana, pero también podemos elucubrar gracias a las investigaciones de Foucault los puentes entre ambos, desde aquella “estética de la existencia y un arte de vivir [del mundo greco-romano] que se perdió con el arribo del cristianismo y su ansiedad por la salvación, momento a partir del cual el hombre confesional sustituyó la estética del placer por la analítica del deseo” (de la Peña M.). Para decirlo con los términos de un Foucault más temprano, las últimas investigaciones que enfocan la teología cristiana y cómo se instala esa analítica del deseo que compulsa a hablar del sexo, parecen configurar esa genealogía (de sangre), en la línea de Nietzsche, en la que algunos conceptos psicoanalíticos –tal como algunas escuelas los han instrumentado— parecieran ser parte de la larga historia del pensamiento, con sus prácticas represivas, de control y disciplina, que convergen modernamente en formas de gubernamentalidad orientada a consolidar tecnologías del sujeto, el ejercicio del biopoder que invade la vida y la constitución de disciplinas encaminadas a dominar el cuerpo, el sujeto y las poblaciones.
No es sorprendente que Lacan, crítico feroz de la Ego Psychology, diera un giro hacia el cuerpo, lo real y el goce en sus últimos seminarios, mientras Foucault, por su parte, pautara las sutilezas teológicas que van a ir acorralando y encausando el deseo del sujeto, capturándolo en subjetividades pre-formadas, insertándolo en una dimensión de goce y de regulación de los placeres. En ambos, también, hay una reconsideración de la tejné o arte, como un horizonte de tecnologías precisas con sustento –cuando no complicidad— con las ciencias. Es que pareciera como si en ambos intelectuales sobrevolara la interrogación sobre el estatus de la ley y el deseo en un momento de reacomodación del capitalismo hacia la etapa neoliberal y su despliegue del goce generalizado, con lo que ésta tiene de letal y compulsivo.
Procreación, bautismo, penitencia, virginidad, el pecado, matrimonio y deberes de los cónyuges, regulaciones de las relaciones de sexo en el marco de la no existencia de la relación sexual (tal como Lacan la teorizó) y los procesos de libidinación del sexo, son los temas que explora Foucault en este libro póstumo a partir de la monumentalidad de los escritores cristianos. Como nos informa Baumrin, estas cuestiones no fueron ajenas a las exigencias de Grotowski frente a sus actores; Bielska, ligada al gobierno y, en cierto modo, protectora de Grotowski, declara:
Bielska describes Grotowski as an enemy of marriage, who provoked arguments, turning wives against husbands, friends against friends, and married women against single girls. “Right before a premiere or an important spectacle he gathered the whole team and said, ‘You are a national cadre. I do not allow any physical contact. Enough!’” (Bielska in Wojtowicz 2004:232; trans. Daniela Lewinska) (Baumrin 2009: 70).
Por debajo de este largo debate Foucault insiste en la relación del hombre con la naturaleza y con su naturaleza,9 y el modo en que el lenguaje va interviniendo en la constitución de esos procedimientos de vigilancia y castigo a la vez que va requiriendo del fortalecimiento de instituciones ad hoc para realizar esa tarea mediante dispositivos de obediencia, de sacrificio, de penitencia –y esto es lo que nos interesa en este ensayo— concebidos en su intrínseca teatralidad. Foucault siempre establece para cada uno de los temas tratados en su investigación este puente entre el individuo, el discurso que los captura y las instituciones. Y al final de cada capítulo de su libro, remata en enfatizar cómo todos estos procedimientos constituyen un arte, esto es, una técnica o tecnología de probada eficacia. Así, por ejemplo, para todo aquello que rodea el debate sobre el bautismo, nos dice:
La institución de catecumenado, la voluntad de someter a los candidatos a reglas de vida rigurosas, la puesta en juego de procedimientos de verificación y autentificación, no pueden separarse de los nuevos desarrollos de la teología del bautismo tal como puede observarse a partir del siglo III. En estos, hay un conjunto de elementos donde la liturgia, las instituciones, la práctica pastoral y los elementos teóricos se atraen y se refuerzan mutuamente. Sin embargo, no se trata de una nueva teología bautismal, sino antes bien de un nuevo énfasis. Esto resulta notorio en dos cuestiones en particular: el tema de la muerte y el del combate espiritual. (2019: 93, el subrayado es nuestro)
En Hacia un teatro pobre, Grotowski plantea cómo su trabajo con el actor le permite no solo revelar un saber que reside en el actor mismo, sino que esta liturgia los afecta a los dos, al maestro y al discípulo, provocando en ambos un nuevo “nacimiento”, equivalente al bautismo:
Esta no es la instrucción que se le ofrece a un alumno, sino una apertura total hacia otra persona en la que el fenómeno de “nacimiento doble o compartido” se vuelve posible. El actor vuelve a nacer, no sólo como actor sino como hombre y con él yo vuelvo a nacer. Es una manera muy torpe de expresarlo, pero lo que se logra es la total aceptación de un ser humano por otro. (1970: 20)
Nos interesa aquí enfocarnos en la confesión (confessio peccatorum) como una forma de extraer de la profundidad del alma aquella falta, mancha o pecado, y la exomologesis concebida, en principio, como un “acto global mediante el cual uno se reconocía pecador” (2019: 91). No solo se trata, nos aclara Foucault, de que el individuo reconozca sus faltas, de extraerle a toda costa su verdad, sino que, a continuación, o a la vez, ejecute un acto o varios por el cual dicho individuo se reconoce pecador frente a la mirada del Otro (Dios, la Iglesia, su confesor, la comunidad, etc.). Si hay aquí implicada una mirada, es porque está en juego una teatralidad, una liturgia, un ritual y un acto teatral que visibiliza la falta y la intención o, mejor, la voluntad de redimirse o regenerarse, renacer. Grotowski también atribuye al arte en general y al teatro en particular esta potencia de revelación de la verdad oculta en el actor, en el texto y en el público:
¿Por qué nos interesa el arte? Para cruzar nuestras fronteras, sobrepasar nuestras limitaciones, colmar nuestro vacío, colmarnos a nosotros mismos. No es una condición, es un proceso en el que lo oscuro dentro de nosotros se vuelve de pronto transparente. En esta lucha con la verdad íntima de cada uno, en este esfuerzo por desenmascarar el disfraz vital, el teatro con su perceptividad carnal, siempre me ha parecido un lugar de provocación. (1970:16)
El espectador se alegra quizá, porque le gustan las verdades banales, pero no estamos allí para complacer o halagar al espectador, estamos para decir la verdad. (1970 195)
Busquen siempre la verdad real y no la concepción popular de la verdad. (1970: 196)
Luchamos por descubrir, para experimentar la verdad acerca de nosotros mismos; de arrancar las máscaras detrás de las que nos ocultamos diariamente. Vemos al teatro, especialmente en su aspecto carnal y palpable, como un lugar de provocación, como un desafío que el actor se propone a sí mismo e, indirectamente, a otra gente. (1970: 215)
Y Foucault nos recuerda también, habida cuenta del binario adentro/afuera, o invisible/visible (para pensar la dicotomía alma/cuerpo), que hay, si se quiere, recursos de tipo policial, basados en interrogatorios, indagaciones para conseguir testimonios que den cuenta del decir veraz del individuo, de su arrepentimiento y buena disposición para regenerarse (2019:107). Por ejemplo, el bautismo supone una serie de actos, como la inmersión en el agua y otros protocolos, que despojan al individuo de la vida pasada en el pecado o fuera de la religión y por ese rito de pasaje lo tornan a su nueva vida, lo cual deja entender una cierta dialéctica con la muerte: para pasar a una vida de luz, el individuo debe matar su vida anterior, por eso “es necesario concebir el bautismo como muerte de la muerte” (2019: 94). Procedimientos parecidos van a tramitarse teológicamente también para la virginidad y para el matrimonio, con sus correspondientes premios y sanciones. En realidad, el hombre no hace sino desplegar esa muerte producto de la caída y la transgresión: “Es preciso, en consecuencia, concebir que el hombre, al salir de las manos del Creador, llevaba en sí mismo la posibilidad de la muerte” (2019: 417). De modo que, en la escena del mundo, en cierto modo el hombre (el actor en la escena) recrea (el verbo en inglés to reenact parece aquí más apropiado, como un ‘re-actuar’) la muerte original: es, pues, el gran acontecimiento escénico y teatral. No hay que confundir esta muerte con la mortalidad de los seres humanos: la mortalidad, digamos rápido, podemos pensarla como natural, biológica; la muerte, en cambio, como un acontecimiento que supone un ars moriendi. Foucault, en este caso, convoca ciertos matices heideggerianos al escribir que:
Hay que distinguir pues la muerte y la muerte o, mejor, definir la mortalidad anterior al pecado como condición ontológica del hombre tal cual fue creado. Lejos de señalar un defecto, sería capaz de señalar su virtud y su sabiduría, habida cuenta de que quedaría en suspenso en carácter de condición general mientras el hombre siguiera fielmente la ley de Dios. Y es preciso definir la mortalidad posterior al pecado como el derrotero efectivo de la muerte a lo largo de toda una vida de la que la falta original ha hecho, para todos los hombres, una especie de prolongada enfermedad. La mortalidad de la condición humana no es el efecto de una corrupción, aun cuando llegue un día en que todos los hombres, fatalmente, estarán muertos por la corrupción de su cuerpo. (2019: 418).
Se nota aquí esa exigencia cristiana de sometimiento frente a la ley divina como salida a la angustia del pecado original y la muerte corporal inevitable. La referencia a la enfermedad nos lleva al tema de la cura, por medio de la purificación penitencial, de ahí la exigencia de hacer un puente con los filósofos de la antigüedad greco-romana en cuanto al cuidado de sí, que en el cristianismo queda sometido a la esperanza de salvación y a la ley de Dios. Si ahora retomamos el giro de los teólogos cristianos en su lectura de la Biblia, fundamentalmente del Génesis, con todas las elucubraciones y prescripciones relativas a la virginidad y al matrimonio –que Foucault detalla en sendos capítulos de su libro póstumo—, nos vemos llevados a la cuestión de género, ya que la creación y caída del hombre, la vida de Adán en el Paraíso, su insatisfacción frente a los otros animales que Dios le crea para su compañía y para que ejercite el lenguaje por medio de la nominación, se complica con la creación de Eva como compañía y parte extraída de su propio cuerpo de varón: la famosa costilla. Reside en ella, sobre todo, la problemática de la corrupción: “Y por corrupción hay que entender –escribe Foucault— a la vez el atentado contra la integridad corporal de la mujer y la violencia de un movimiento que arrastra involuntariamente el cuerpo del hombre” (2019: 419). Sea como fuere, esto impacta el discurso grotowskiano, como antes lo hizo en de Stanislavski: el paradigma es siempre un actor varón. El legado de Grotowski, además, fue para Thomas Richards y Mario Biagini. ¿Habrá modificaciones técnicas cuando se trate de una actriz? En el caso particular de Grotowski, hay que tener en cuenta que “cztowiek, [is] conventionally rendered as ‘man’ in English versions of his texts, referenced a human fullness of becoming without reifying a masculine universal” (Salata y Wolford Wylam 2008: 16).
Por ahora nos interesa el hecho que, en todos los casos, “[e]l ‘decir veraz sobre uno mismo’ es esencial en ese juego de la purificación y la salvación” (2019: 92). Tendremos que ver si la propuesta de Grotowski, su concepción del actor santo, su voluntad de establecer un laboratorio que, progresivamente, se va convirtiendo o bien recuperando la modalidad monástica (luego emulada y exagerada por grupos teatrales en todas partes, como una especie de medievalización10 insertada en la modernidad, tal vez como estrategia para evadir la mercantilización del cuerpo y la fuerza de trabajo; una especie de resistencia al taylorismo y fordismo inherente al Sistema de Stanislavski). Son numerosos los testimonios de quienes han trabajado con Grotowski sobre las exigencias diarias en el comportamiento y las expectativas creadas para mostrar al maestro el resultado de los ejercicios. Richards, en su libro At Work with Grotowski on Physical Actions, da múltiples ejemplos de las estrategias implementadas en los talleres y la forma en que el actor va detectando cambios en sí mismo, incluso en el sueño; en muchos casos, estas experiencias suponen un esfuerzo enorme y una dedicación completa, las frustraciones son frecuentes y las transformaciones íntimas, a veces muy sutiles, muchas veces ni siquiera se pueden verbalizar (1995: 22, 58). Nos cuenta Richards:
The Objective Drama Program had no funding to pay us. So, upon arriving in California with almost no money, I found a job as a cashier at a local mall to pay my apartment and expenses. That job I worked about five hours a day; then I would go home for a quick nap before the car from Grotowski’s Program would drive by to take me down to Irvine, where we would work into the night, normally from six in the evening until about two in the morning. The schedule was tough and I was almost continually exhausted. This did not discourage me, however. I found it invigorating after the last year I had spent in New York where work was inconsistent. Because of this full schedule, some interesting changes also manifested themselves in my sleeping: whenever I would arrive home, the instant my head hit the pillow I would be fast asleep. (1995: 51)
“En el desarrollo de la penitencia canónica—escribe Foucault—son numerosos los procedimientos destinados a manifestar la verdad” (2019: 106). En efecto, el penitente va realizando una serie de acciones desde el momento en que solicita la penitencia, acciones que han sido pautadas por varios autores cristianos. Estas acciones consisten en una teatralidad ya ritualizada –“dramaturgia penitencial”, la denomina Foucault (2019: 383),11 que no deja nada a la espontaneidad, desde acercarse al “umbral [de la iglesia], golpeando a la puerta y solicitando entrar” (2019: 112) hasta formas más espectaculares de auto-humillación, martirio y aplastamiento del yo en el espacio público. Es sabido cómo la propuesta grotowskiana también se orienta hacia la cancelación del yo (moi en Lacan), como en el caso de los místicos, a fin de permitir la emergencia de lo que, en términos psicoanalíticos, denominaríamos hoy el sujeto del deseo. Foucault, como lo vemos también en el maestro polaco, nos recuerda cómo en la penitencia no se trata solo de una solicitud verbal, sino que involucra al cuerpo, en una teatralidad que alcanza a veces niveles espectaculares frente a la mirada no solo de los sacerdotes sino también de la comunidad entera: el penitente “a quien se conduce a la iglesia a recibir la reconciliación: lleva el cilicio y la ceniza; está pobremente vestido; lo toman de la mano y lo hacen entrar en la iglesia: se prosterna públicamente ante las viudas y los sacerdotes, cuya ropa aferra por los faldones; besa la huella de sus zapatos y les abraza las rodillas” (2019: 112). Es el caso de Fabiola, una mujer divorciada que volvió a casarse antes de la muerte de su primer marido, según relata San Jerónimo, y ante “la mirada de la ciudad de Roma”, vemos cómo
durante los días que precedían a las Pascuas, ella formaba parte de las filas de penitentes; el obispo, los sacerdotes y el pueblo la acompañaban en su llanto, y ella, desgreñada, pálido el rostro, descuidadas las manos, la cabeza sucia de cenizas y humildemente inclinada, hería su pecho abatido y el rostro con que había seducido a su segundo marido. Mostró a todas sus heridas y, sobre su cuerpo palidecido, Roma contempló llorosa sus cicatrices. (San Jerónimo, Epistolario, carta 77, 4-5, citado por Foucault 2019:113)
Richards relata sus experiencias subrayando la importancia del silencio para Grotowski y la teatralidad del cuerpo del actor frente a los otros integrantes del grupo, pero sobre todo frente a la mirada del maestro, dando muestras de su trabajo solitario y de su progreso diario, con las sucesivas frustraciones: “After he had told me all this I was completely devastated. He spoke with such authority. I think I went upstairs to cry. It was as if a death sentence had been pronounced. I sensed the truth in everything he said. My ego was crushed, my illusions shattered” (1995: 51). La dramaticidad de la penitencia, como se puede notar, ya no tiene las características de la tragedia clásica; aquí no hay máscaras que marquen una diferencia entre actor y personaje, no hay mito ni prototipos que generen cierta distancia con una verosimilitud realista. Por el contrario, esta estrategia cristiana de la exomologesis muestra la pasión misma del monje/actor centrada en su propio cuerpo, en su propio dolor y sufrimiento y, sobre todo, en su propia tarea consciente de hacer lo posible por anular su yo. La penitencia es un ejercicio continuo y a la vez un estado, ambos dirigidos a la contemplación de la divinidad: esa contemplación posiciona al monje/actor como público en relación a Dios. Frente a la muerte de Dios, Grotowski, aunque reconoce la necesidad del actor de ‘ser mirado’, desplaza el eje hacia el “mirarse a sí mismo’:
El hombre siempre necesita a otro ser humano para que pueda realizarse completamente y entenderlo, pero esto es como amar el Absoluto o el Ideal, amar a alguien que nos entiende pero que nunca veremos. Alguien a quien se busca. No existe una respuesta única y simple, pero algo resulta claro: el actor debe ofrendarse y no actuar ni para él ni para el espectador. Su búsqueda debe orientarse de su interior al exterior, pero no para el exterior. (1970: 204)
Por los testimonios de Richards y otros discípulos de Grotowski, sabemos que esa temprana afirmación del maestro no se cumplía al pie de la letra, ya que la gran expectativa de los actores era mostrarse frente a él y obtener su aprobación. Sea como fuere, en la exomologesis como en los talleres, el sujeto deviene, así, actor y público en sí mismo, su penitencia no deja de ser –como el actor grotowskiano— su propio espectáculo lo cual, paradojalmente, nos retorna a la cuestión del yo, al exhibicionismo del cual quería apartarse. Por esta vía, haciendo un bucle, aunque forzado, volvemos al principio de este ensayo: la penitencia, por un lado, como una exploración de los excesos, como una hybris, aunque en este caso cristiano, signados por el pecado (la hamartía (ἁμαρτία), tal como aparece en la tragedia griega, consiste en un error de juicio; el pecado, en cambio, es impureza, mancha original); por el otro, la penitencia como una purificación de las pasiones del alma, esto es, como una catarsis. Así se procede a aplastar las tentaciones de la vida, tal como Aristóteles intentaba con la tragedia pacificar las pasiones sociales. La contemplación, sin duda pasiva, se nutre a su vez del olvido y el silencio (2019: 388), como un pacto del sujeto consigo mismo para renunciar a sus pulsiones y someterse a las exigencias del contrato social.
Varias complicidades se fraguan en toda esta perspectiva aristotélico-cristiana, si las pensamos, como sugerimos aquí, desde la perspectiva de la praxis teatral. Grotowski, no obstante y a pesar de suscribir muchas de las propuestas cristianas y medievales en su proyecto de teatro pobre, parece haber sentido la incomodidad de la contemplación propia de la teatralidad del teatro, ya que, como sabemos, le dio al público un lugar no convencional en sus puestas en escena, sea para acercarlo al actor y su pasión, a la exomologesis pública de éste, sea para involucrar al público, en su propio cuerpo y por medio de esa reducción de la distancia con la escena, a un malestar o un éxtasis no contemplado por el teatro comercial. En el mejor de los casos, proveer al público –como hizo Cristo— con la posibilidad de que éste acceda (ascesis) a su propia verdad por medio de la cercanía al actor, con su sacrifico y su éxtasis en la escena. Se trata de un sufrimiento en la búsqueda de sí mismo, de la purificación y sobre todo de la salvación que, como lo interpreta Baumrin, no dejan de estar presentes en Grotowski desde el inicio, aunadas a la cuestión de la identidad e historia nacional polaca;12 según declara Ludwik Flaszen, colaborador de Grotowski:
There was this idea of the suffering nation? Poland: Christ of nations, a country divided, like Christ on the cross. The Constant Prince is connected with it. The great master of mysticism, [Andrzej] Towiafiski, who thought he was a prophet, and some considered a messiah, came from Lithuania to Paris on a small cart [in 1841]. He enchanted Mickiewicz and Slowacki. His disciples had a strict moral code. They believed in suffering, and that Polish salvation and independence depended on individual salvation and independence. There was an aura of despair to it because Polish liberation was hopeless. (Citado por Baumrin 2009: 58-59)
Obsérvese en la cita el vocabulario crístico unido al nacionalismo polaco, lo cual permite comprender el contexto sobre el que se construye la propuesta grotowskiana. Lo irónico y hasta paradójico es que Grotowski haya instrumentado este teatro secular con apariencia cristiana –incluso como gesto blasfemo— capaz de burlar la censura estatal, lo cual nos deja entrever cómo la resistencia y crítica al sistema convergía con sus más caras creencias religiosas de la infancia.
Y ya en las fases posteriores a la del Teatro de Producción, Grotowski apunta a cancelar la distinción entre actor y público; tendremos así al participante-testigo de su propio itinerario personal en busca de sí mismo, en la destrucción de las máscaras socio-culturales que el Otro le ha impuesto. Como lo señala Foucault, estas aleturgias no dejan de ser formas de vigilancia y control, esto es, de poder frente al otro/Otro: “Poder que tiene entre sus funciones más importantes la de conducir la vida de los fieles [público] como vida de penitencia, y exigir sin cesar, como precio del mal, el despliegue de los procedimientos de verdad: exomologesis o exagoreusis” (394). Muchos críticos han subrayado el impacto de las puestas iniciales de Grotowski y cómo éstas exigían reacomodamientos del público a todo nivel, saliendo de lo contemplativo tradicional y sumergiéndolo en la pasión y el sacrificio del actor en la escena, involucrando al público en su deseo y su goce. Ese exigir sin cesar parece tomar dimensiones superyoicas, tanto en lo moral como en lo obsceno de esa figura freudiana. Como ya hemos visto, Thomas Richards, en su libro At Work with Grotowski on Physical Actions, al relatar sus primeros acercamientos a Grotowski nos informa sobre sus reacciones y frustraciones frente a esas demandas del maestro, percibidas como demandas superyoicas. Es conocida la forma en que, durante su estadía en el sur de California y luego en Pontedera, Grotowski incorpora procedimientos exhaustivos de selección de los participantes, de protocolos disciplinarios, que no están alejados del concepto de penitencia y que, a su manera, buscan la verdad del sujeto como extracción del mal causado por el capitalismo y, sobre todo, por el occidente cristiano. Se trataría, si podemos designarlo así, de una penitencia secular.
El público en la perspectiva cristiana deviene, así como un rebaño que el pastor [actor] debe –con palabras y gestos— reunir y dirigir al corral, cancelando la singularidad de cada una de sus ovejas, uniformizándolo (2019: 398). Los verbos que Foucault analiza puntualmente para definir esa figura del pastor son elocuentes de por sí: congregar, guiar, alimentar, velar, salvar, rendir cuentas (2019: 398-403); cada uno de ellos podría servirnos en la praxis teatral para revisar los ideales del teatro de los sixties y del teatro político como tal. Además, la muerte del individuo como actor en escena, en tanto pastor y en tanto santo, en ese despojamiento de su yo para dar lugar a ese otro, a la epifanía de su ser más secreto y recóndito frente al otro/Otro, remite a la pasión de Cristo: “Sobre la base del modelo crístico, la muerte del pastor, o al menos su muerte en este mundo, es la condición de la salvación del rebaño. Relación sacrificial en la que el pastor se ofrece por todos y cada uno y gana así su propio mérito por el gesto que salva a los otros” (2019: 404). Ese actor-pastor asume en sí mismo, experimenta en sí mismo, “‘el desvalimiento de las almas débiles’, y se regocija con ‘el adelanto de sus hermanos como si fuera propio’” (2019: 404-405, el subrayado es mío). Como puede apreciarse aquí, hay un goce del actor, goce sacrificial que no obstante asume una posición de liderazgo a partir de la suposición –típica de la izquierda revolucionaria del siglo XX— del desvalimiento del otro/Otro, del otro-público, del otro-pueblo. Y eso tiene su genealogía: Foucault va más lejos al elaborar cómo el cristianismo fue capaz de convertirse en una iglesia y, en tanto institución, aprovechar todos los aparatos del estado del imperio romano, lo cual facilitó su tarea de inserción política y social (2019: 403); se trata así de una secreta complicidad entre lo imperial y lo cristiano, sobre la que queda siempre mucho por decir.
A la religiosidad que obtura el discurso estético, tal como la plantea Ure y que en cierto modo explica la renuncia de Grotowski a continuar dirigiendo teatro, se suma ahora la política como obstáculo para que una estética teatral preceda a toda búsqueda artística. Baumrin detalla la inserción de la figura y la propuesta de Grotowski en la serie de un teatro político polaco, particularmente en su primera etapa:
How fundamentally Polish Grotowski and his Opole work was can best be understood in the context of Poland’s cultural and geopolitical history from 1795 through 1956, especially the November Uprising (1830-1831), which inspired the Romantic poets Adam Mickiewicz (1798-1855), Juliusz Slowacki (1809-1849), and Zygmunt Krasinski (1812-1859); the works of Stanislaw Wyspiahski (1869-1907) during Mloda Polska (the Young Poland literary movement) prior to WWI; Nazi and Soviet occupation during and after WWII; and Gomulka’s regime (1956-1970). Each war and postwar period impacted the Polish national character. Though Grotowski is important internationally as a theatre reformer, the relationship between Poland’s literary culture and the Poles’ struggle for national identity serve as the context for his local identity. (2009: 56)
Conscientemente o no, Grotowski va explorando la consistencia política de su propuesta frente al mundo que le es contemporáneo; y en ese proceso va recuperando prácticas medievales y cristianas, a las que torna seculares: se convierte en ese pastor al que concurren las almas/actores descarriados o insatisfechos de la industria teatral profesional; no olvidemos, como lo plantea, Halina Filipowicz, que “Grotowski is a man of the margins who has turned his marginal position to his advantage. Born in a country along the edges of European culture, he has always situated himself on borders of artistic centers in every possible way. He did his theatre work in Opole and Wroclaw rather than Warsaw or Cracow” (1991: 183). Y es también un hombre de exilios, no solo de Polonia, sino de cada etapa de su trayectoria, dejándola siempre abierta, por eso, como planteamos en otro ensayo,13 se ha dado mucha importancia al adjetivo pobre en el título de su libro Hacia un teatro pobre, cuando lo significativo está más del lado de la preposición hacia, como indicando una tendencia siempre abierta al futuro. Desde sus inicios, tanto su Laboratorio de la fase Teatro de Producción hasta más tarde con su trabajo en las etapas posteriores, Grotowski no ha optado por los centros capitalinos; hay una especie de rechazo de la vida mundana14 capaz de favorecer el ascetismo del artista y por eso no sorprende que haya recurrido a procedimientos monacales, a la formación de una iglesia secular no orientada a la formación actoral, sino a un auto-disciplinamiento para lograr el develamiento de la verdad del sujeto en una ascesis, que rematará en prácticas ritualísticas orientadas a la comunión cósmica, de tipo esencialista, con la Naturaleza pre-lingüística, con un Real no significantizado.
No debe escapársenos, una vez más, cómo el rol de Grotowski en los talleres, su relación con sus elegidos, se establece en un punto entre la sesión analítica y la confesión; como lo plantea Richard Schechner:
Grotowski’s effects on the theatre will not be through the establishment of a method of actor training, an approach to mise-en-scène, or an insistence on a dramaturgy of political purpose. Grotowski will affect theatre through the effect he had on the people with whom he interacted on a personal, even intimate, level. Such an encounter might extend over years or it might last only a scintillation of time (1999: 7)
We are all blind men giving opinions about the elephant. Grotowski shaped himself to suit his encounters with unique individuals. In his work one-on-one he had the unparalleled gift to enter into what Martin Buber called the “Ich-du,” the I-you, relationship. (1999: 8)
No debemos pasar por alto, además, el hecho de que todos esos procedimientos monacales “pasa[n] por el lenguaje” (382), que no es solamente verbal. Foucault nos refiere que muchos penitentes hacían de la exomologesis un proceso continuo, duradero, cotidiano, orientado a lograr no solo el perdón de sus pecados sino la gracia de Dios (2019: 114). Esta espectacularidad de la confesión y del arrepentimiento –como hemos visto— exige los rituales de demostración y testimonio, los cuales tienen un “valor demostrativo” que pasa por el alma y el cuerpo del penitente frente a la comunidad posicionada como público. Foucault distribuye estos procedimientos en forma de binarismos, tales como lo privado y lo público, lo verbal y lo no verbal, lo jurídico y lo dramático, y lo objetivo y lo subjetivo (2019:116-118), para constatar los diversos parámetros que entran en juego en estas prácticas. Dichos binarismos se encuentran a cada paso en los textos suscriptos por Grotowski, aunque las prácticas seculares que el maestro favorece no estén ni marcadas ni orientadas hacia el perdón o el arrepentimiento.
Foucault va a detallar la progresiva codificación que va desde la exomologesis hasta las formas más sutiles y sofisticadas de construcción del ascetismo, hasta convertirlo en un ars artium, arte de las artes en la exploración y extracción de los secretos del corazón del individuo. San Jerónimo, según Foucault –y como ocurrirá luego con Jerzy Grotowski—trasladará muchos de estos procedimientos de Oriente a Occidente (2019:137).15 A su manera, San Jerónimo parte de un laboratorio centrado en su propia experiencia de cómo alcanzar “la corrección de las costumbres y la manera de llevar la vida perfecta” (2019:137). Sin embargo, esa experiencia propia no se desentiende del principio de dirección el cual, siguiendo el Proverbio que menta “Quienes no son dirigidos caen como hojas muertas”, va a ser el disparador de la construcción de instituciones monásticas, con sus reglas y mandatos, sobre todo de obediencia ciega a un superior, desde la base hasta la cima de la jerarquía de una pirámide en cuya cúspide está Jesucristo o el mismísimo Dios. Lo que nos interesa en la praxis teatral –porque no nos proponemos detallar el largo proceso de constitución de estas instituciones y sus reglamentos, tal como los detalla Foucault— es que la tarea ascética no es sin un otro/Otro, tal como lo apreciamos en la propuesta grotowskiana donde todo pasa por la supervisión de Grotowski, incluso cuando sus discípulos más avanzados y autorizados han trabajado con los participantes. La relación que media entre el director y el dirigido se da a través de la regla de la obediencia; se busca la obediencia perfecta: aquella que –como lo planteará más tarde Ignacio de Loyola— jamás cuestiona al inmediatamente superior en cada uno de los niveles de la pirámide y menos aún al director en la cúspide (Cristo/Grotowski). El participante trabaja bajo la fe depositada en el director y actúa en consecuencia ciegamente, sin mayor atisbo de cuestionar el mandato, ni siquiera en su corazón, de ahí la necesidad de unir la obediencia a la humildad –concebida como “estado permanente de obediencia, que supone renunciar a la voluntad propia para aceptar ciegamente la voluntad del otro/Otro como principio de toda acción (2019:146)—, como formas de aplastamiento del yo y su posible instancia personal y crítica.
Por esta vía vemos una diferencia notable de la confesión con el análisis: si bien hay una regla, un pacto dado como encuadre en el que el analizante acepta responder a la asociación libre y el analista a la atención flotante, si bien hay un cuestionamiento de las ilusiones promovidas por el yo en procura de un saber capaz de captar el deseo inconsciente –del que nada se quiere saber—, no se opera en psicoanálisis con la obediencia ciega ni con la humildad. Muy por el contrario, se incita a la transferencia con todas sus exaltaciones y peligros; se favorece incluso ese acting out del analizante, cuya teatralidad supone al analista en posición de soporte como semblante del otro/Otro y del (desconocido) objeto a del analizante, al que éste tiene que arribar como fin del análisis y enfrentamiento a su sinthome, como verdad/modo de goce incurable con el que tiene que aprender a arreglárselas. Desde el mismo inicio de su libro, Richards describe el encuadre pedagógico grotowskiano y que, no solo requiere de paciencia para enfrentar largos procesos, casi interminables (como lo planteó Freud para el análisis), sino el devenir del proceso analítico a partir de las fallas:
Grotowski would often give me a specific task; for example, to resolve with our group some technical problem which had appeared in the work. If I asked Grotowski how to resolve this problem, there would normally come no reply or just a knowing smile. At that moment, I knew I had to figure it out for myself. Only when I had accomplished the task to the best of my ability, would he step in and analyze my mistakes. Then the process would begin again. This method of teaching takes an enormous amount of time and patience. The person learning will inevitably arrive at moments of failure. Such “failures” are absolutely essential; for here, the apprentice begins to see clearly how to proceed along the right climb. (1995: 3-4, énfasis mío)
Según nos explica Foucault, la regla de obediencia en estos encuadres monásticos se orienta a cultivar “el principio de la patientia, que lleva a aceptar todo lo que el director quiera y soportar todo lo que provenga de él” (2019:145). Dicha paciencia, a su vez, cancela toda temporalidad para promover una instancia crítica, por medio de varias técnicas de apoyo: asumir el carácter absurdo del mandato (no debe cuestionarse la significación del mismo); la prueba de inmediatez (debe ejecutarse el mandato enseguida, sin demora); la prueba de la no rebelión (incluso cuando el mandato es injusto) (2019:143-144). La paciencia asegura la eliminación de todo tipo de resistencia, “hace del monje una suerte de materia inerme en manos de quien lo dirige” (2019:144). ¿Acaso esta paciencia, como sustrato para adquirir una técnica actoral determinada, de tipo ascético, no subyace a un ideal de actor que todo director teatral, de antes y de ahora (sobre todo con esas puestas en escena internacionalizadas, como los musicales de Broadway, que se reproducen con cualquier actor y en cualquier región del planeta) necesita para realizar su trabajo en un tiempo pautado por la producción? Foucault transcribe una cita de San Nilo que nos resulta elocuente y vale la pena transcribir aquí: “En nada diferir de un cuerpo inanimado [hoy diríamos automatizado, como en Stanislavski] o de la materia utilizada por un artista, […] como el artista da pruebas de su destreza sin que la materia le impida en absoluto perseguir su meta” (2019: 144). A todo esto, Foucault enfatiza cómo, para esta forma de vida cristiana, “la obediencia monástica no tiene otro fin que ella misma” (2019: 144). Se trata, pues, de un arte por el arte mismo, un ars vivendi que no se realiza a los fines de lograr un perdón por una falta en un momento dado y en forma esporádica, sino como un modo de vida permanente, puesto que “la obediencia constituye un ejercicio de la voluntad sobre y contra de sí misma” (2019: 145). Dicho arte exige, además, complementarse con “los ayunos, las vigilias, las oraciones, el trabajo y las obras de caridad” (2019: 146). ¿Acaso no reconocemos de inmediato, aunque en forma parcial, esta dieta, estas prácticas en algunos de los grupos teatrales de los años 70 y hasta en la antropología teatral?
Foucault anota, de paso, un aspecto que, en cierto modo, es paradójico: este ascetismo, mediado por la sumisión al maestro, “jamás lleva al punto en que pueda establecerse una soberanía sobre sí mismo, sino al punto en que, desasido de todo dominio, el asceta solo puede querer lo que Dios quiere” (2019: 147). Paradojal, en el sentido de que allí donde se quisiera una praxis (teatral, ascética o ascéticamente teatral) de purificación como impugnación de una vida mundanal pecaminosa, la de ese Otro cultural alejado de dios, se termina finalmente sometido a la voluntad de un superior, dios o cualquier otro tipo de autoridad. Una vez más, Baumrin, entrevistando al hermano de Grotowski, nos brinda esta faceta del maestro polaco:
Kazimierz Grotowski described his brother’s search for God as his most ardent modus vivendi (2008), and Croyden likened Grotowski’s work to the Armenian-Russian mystic Georgij Ivanovitsj Gurdjieff’s work with his followers on self-realization during Russia’s revolutionary period and while in exile in France (Croyden 2007). Yet Grotowski was also something more than an international theatre reformer, master of “poor theatre,” and quasi-mystic. (2009:57)
Se disuelve, pues, el yo como árbitro posible del dominio del individuo, como último residuo de su identidad convertida ahora en una otredad íntima del sujeto, completamente arrasado por la voluntad de goce del Otro, tal como Lacan la describió para la estructura perversa. No resulta sorprendente que este ascetismo, al instalarse en lo teatral, particularmente como resistencia al capitalismo y sus males mundanales, haya terminado absorbido por dicho sistema de producción, que no solo ha aislado o marginado a esos grupos, sino que los ha neutralizado en su dimensión crítica y hasta estética. En todo caso, la anulación del yo y su dominio, al menos desde la perspectiva psicoanalítica y sin un trabajo con el sujeto del deseo, solo abre a un goce ilimitado, tal como lo describen los investigadores actuales para caracterizar el neoliberalismo, como etapa actual del capitalismo. Y eso significa estar a merced de un superyó obsceno y atroz que delata una caída o bien la ineficacia de la ley, una invalidación del contrato social producto de la renuncia a la satisfacción de las pulsiones y la restricción del narcisismo, por ende, una imposibilidad de transgresión y cuestionamiento socio-político y cultural. Es interesante que esta posibilidad ya se le hubiera ocurrido a San Antonio, cuando se vio en necesidad de alertar “contra el ascetismo inmoderado” (Foucault 2019: 149).
Mucho antes de que Foucault se ocupara de estas cuestiones, Grotowski recupera estas liturgias monacales cristianas, de esplendor medieval, durante la post-guerra y la Guerra Fría, como una resistencia a la Modernidad de un capitalismo asentado en la ciencia, la tecnología y el consumismo, por medio de una técnica actoral orientada a cancelar el individualismo del yo y por medio de un trabajo con la puesta en escena capaz de desbaratar los códigos de la teatralidad del teatro. Aunque Grotowski afirma que su técnica no es deudora de una religión, los componentes de religiosidad, incluso de religiosidad medieval y monacal, son evidentes y se irán enfatizando todavía más a lo largo de su trayectoria en búsqueda de lo sagrado.
La cuestión del deseo siempre está abierta y debe ser controlada, vigilada con cautela. En los pensadores cristianos aparece como la cogitatio, esto es, un examen del pensamiento, pero no como una contabilización de lo realizado durante el día antes de dormir, sino como una especie de paranoia que apunta al pensamiento como tal, incluyendo lo que se ha hecho, lo que no se hizo y lo que podría llegar a hacerse. Otra vez nos topamos con el tema de la temporalidad, lo cual es esperable en cuanto a que el deseo se desplaza metonímicamente. Se trata de captar lo bueno y lo malo no tanto en lo realizado, sino en el fluir mismo (imaginario, diríamos hoy) del pensamiento como tal, más allá de la efectividad misma del acto. Esto instala un campo de batalla al interior del sujeto, lo que Foucault denomina “el combate interior”, una alerta permanente hacia la inestabilidad y movilidad acelerada del pensamiento que no siempre da tregua para la decisión acertada en el desorden aprovechado por el demonio. Una vez más pareciera haber ya desde los principios de la era cristiana una premonición del inconsciente como tal: Casiano, nos dice Foucault, se pregunta “¿quién piensa en mi pensamiento? ¿No soy en cierta forma engañado?” (2019: 159), esto es, se percibe que el sujeto más que hablar es hablado por Otro. Y ésta es la dimensión a la cual el actor-santo grotowskiano parece apuntar; Stanislavski también ya había puesto la creatividad del lado del subconsciente. De la relación del pensamiento con el objeto, de su certeza y ajuste mutuo, pasamos a la instancia de dudar del pensamiento mismo: es como si ya se estuviera rumiando lo cartesiano: dudo, pienso, ergo existo. Y eso supone, como es fácil adivinarlo, ya no cotejar por observación lo que se conoce en cuanto relación pensamiento/objeto, sino en asumir la ilusión o máscara, incluso el hábito, que es el yo y que a su vez promueve el engaño. A partir de esta inflexión, el sujeto, en vez de orientar su mirada al objeto, al mundo, la torna sobre sí mismo: se autovigila, se examina, duda de sí, presta atención a su modo de verbalizar su estado. Ver y decir convergen en un acto único (2019: 159), con dimensiones dramáticas, en la medida en que dichas operaciones requieren a su vez de otro/Otro, un confesor, un director de conciencia como alguien que fundamentalmente escucha. Y es por este procedimiento que el sujeto se purifica: “Articular palabras, pronunciarlas, dirigirlas a otro –y hasta cierto punto a otro cualquiera, con tal que sea otro—, estas acciones tienen el poder de disipar las ilusiones y conjurar los engaños del seductor interior” (2019: 160). No debería escapársenos la similitud con el psicoanálisis, en esta cura por la palabra y en este preanuncio del superyó. La diferencia, obviamente, residiría en que el analista, a diferencia del director o confesor, se abstiene de sancionar; uso el condicional porque es sabido que no siempre ocurre esto en el psicoanálisis. Hay escuelas en que el analista se propone como Ideal del yo a imitar por el analizante o que aconseja a partir de un Bien que no es el del sujeto sino el del propio analista.
Interesa también aquí la articulación que los pensadores cristianos hacen de la vergüenza: es esta barrera la que el monje tiene que superar, sobrepasar, para dar cuenta de los fantasmas malignos que lo habitan en su interior. En la terminología stanislavskiana, podemos pensar esta vergüenza como inhibición. Justamente el fantasma, tal como lo plantea Lacan, no es solo inconsciente, sino lo más duro para el analizante de verbalizar, justamente porque lo avergüenza. Vemos en las descripciones que Foucault toma de los teólogos cristianos una especie de atravesamiento del fantasma como una instancia para promover una deposición subjetiva del monje: “La confesión, que lo saca a la luz [a Satanás], lo arranca de su reino y lo hunde en la impotencia […] Por el mero hecho de decirla, pronunciarla en voz alta y sacarla, de tal modo, de la interioridad secreta de la conciencia [del inconsciente, diríamos hoy], la idea mala [la incitaciones del superyó obsceno] pierde su fuerza de seducción y su poder de engaño” (2019: 161). La posición del director o confesor es efectiva en este caso, incluso si no habla, o mejor justamente porque guarda silencio, aun cuando tenga el poder de sancionar y dar penitencia: “Tu liberación está consumada sin que yo haya dicho una palabra, la confesión que acabas de hacer ha bastado para ello” (2019: 162). Muchos participantes a los talleres de Grotowski señalan esta actitud del maestro que guía, pero deja al actor solo para que haga su propio trabajo de acuerdo a su propia personalidad o carácter. Esta exagoreusis no funciona a la manera de un tribunal en el que el individuo confiesa para hacerse responsable de sus faltas por haber infringido la ley (procedimiento que hoy algunos psicoanalistas promueven con aquellos que han cometido delitos y para los cuales la cárcel no necesariamente les permite subjetivar su crimen); la exagoreusis apunta a la verdad del sujeto por medio de la verbalización de su pensamiento más secreto frente a otro que lo escucha (2019: 164-165). Esta exagoreusis se establece, entonces, como “cierta manera de morir a uno mismo” (2019: 165), es decir, un cambio de posición subjetiva respecto del que se era antes. Foucault parece especificar bien lo que entiende por uno mismo, y luego por el cuidado de sí mismo, cuando escribe que el poder de la confesión reside en “algo distinto del reconocimiento de las faltas cometidas. […] Es un trabajo para descubrir no sólo al otro, sino además a uno mismo, lo que sucede en los misterios del corazón y sus sombras oscuras” (2019: 164). Se ve bien que ese otro es el yo, en su propio desconocimiento de sí, y que el “uno mismo” casi equivale al sujeto del inconsciente. A la vez reconoce que ese trabajo de ver y decir no es sin mortificación (2019: 165). Grotowski lo denomina el “camarada biográfico” (1970: 204).
En estos desarrollos teológicos cristianos se retoma la famosa metáfora del mundo como un teatro. Lacan mismo en su Seminario 10 La angustia la evoca cuando dice que
Todas las cosas del mundo entran en escena de acuerdo con las leyes del significante, leyes que no podemos de ningún modo considerar en principio homogéneas a las del mundo” […] primer tiempo, el mundo. Segundo tiempo, la escena a la que hacemos que suba este mundo. La escena es la dimensión de la historia. La historia tiene siempre un carácter de puesta en escena. (43-44)
El mundo como lo Real que solo sube a escena por medio del lenguaje y que nosotros no podemos captar más que por medio de él, lo cual siempre deja afuera un resto, un imposible de significantizar. Desde los estoicos hasta Platón y luego hasta Calderón de la Barca, la metáfora que pone en juego la vida y el teatro ha subrayado ese carácter de comedia en que, al no hablar sino ser hablados, todos los individuos de alguna manera representan un guion que los precede (ese gran Otro); somos todos actores, máscaras, personas que repetimos, con decorados y vestuarios diferentes, las mismas acciones, los mismos crímenes (2019: 188-189). En cierto modo, estas cuestiones regresan en el cuestionamiento del sujeto a partir del psicoanálisis, con Louis Althusser, Lacan y Foucault, con las diferencias de cada uno, pero en la convergencia de negar la centralidad del yo y del individuo. Recordemos que para Althusser los verdaderos sujetos no son los hombres, sino las relaciones de producción a nivel de estructura, que distribuye roles y lugares, que anteceden al nacimiento del individuo (1969: 194). El sujeto, en este sentido, es un sujeto desde siempre sujetado, un individuo al que la estructura (económica, edípica o religiosa) ya le tiene asignado un rol y un lugar en el mundo. Es un individuo vestido con los hábitos provistos por el discurso del Amo, al que –como procura Grotowski con sus actores y con el teatro mismo— hay desvestir, desnudar:
¿Por qué nos interesa el arte? Para cruzar nuestras fronteras, sobrepasar nuestras limitaciones, colmar nuestro vacío, colmarnos a nosotros mismos. No es una condición, es un proceso en el que lo oscuro dentro de nosotros se vuelve de pronto transparente. En esta lucha con la verdad íntima de cada uno, en este esfuerzo por desenmascarar el disfraz vital, el teatro, con su perceptividad carnal, siempre me ha parecido un lugar de provocación. Es capaz de desafiarse a sí mismo y a su público, violando estereotipos de visión, juicio y sentimiento; sacando más porque es el reflejo del hálito, cuerpo e impulsos internos del organismo humano. Este desafío al tabú, esta transgresión, proporciona el choque que arranca la máscara y que nos permite ofrecernos desnudos a algo imposible de definir pero que contiene a la vez a Eros y a Carites” (1970: 16).
La vuelta de tuerca de los teólogos cristianos, nos dice Foucault, consistió en retomar esta metáfora trivial del gran teatro del mundo y darle una orientación religiosa: no solo representamos un papel, la escena no es solamente el lugar de la historia, sino el drama de la verdad, entendiendo por tal una representación ascética, esto es, que tiende a provocar el ascenso hacia la realidad incorruptible donde residen los verdaderos placeres, ya no carnales, sino celestiales (Foucault 2019:189). Demás está decir –y no vamos a transcribir aquí los desarrollos a los que se aboca Foucault— que este camino ascético conlleva múltiples consecuencias relativas al cuerpo y al alma: por eso Foucault investiga la construcción de subjetividad que todo este marco teológico supone: virginidad, matrimonio y sexualidad, celibato y reproducción, cuestiones de género, restricciones y permisos, con sutiles debates a partir de lecturas y relecturas de los textos canónicos. La pregunta para nuestra praxis teatral, en esta reconsideración de la técnica grotowskiana, podría enunciarse así: ¿es el actor-santo, en su ascesis, también un actor-célibe? No tanto por el hecho de que tenga o no relaciones de sexo, sino por la interrogación sobre el rol o estatus de la sexualidad, el deseo y el goce en una técnica actoral. El tema del santo aparece en Grotowski y en Lacan. No es este el lugar para detenerse en esta cuestión; sin embargo, vale la pena anotar, como nos lo propone Eric Laurent (2015), que ambos recurren al pensamiento cristiano y sobre todo a la tradición china. “Lacan se apoyó –nos dice Laurent— no solamente en la lengua sino también en la tradición chinas para calificar de manera sorprendente el lugar del psicoanalista como siendo el del santo. Al comienzo de su enseñanza (Seminario 1), se refirió al modelo de la interpretación fuera de lugar que hace el maestro Zen en respuesta a las demandas que le son dirigidas. En el Seminario 18, Lacan da un paso diferente al calificar al analista de “santo”. […] Lacan no hizo siempre del analista un santo”. Primero, nos dice Laurent, siguiendo la tradición jesuítica de Baltazar Gracián, lo hace un moralista. Luego, a partir de la tradición china, lo hace un santo. “La aproximación entre la realización, la santidad del hombre, según Gracián y según el santo chino evidentemente es sorprendente ‒ sobre todo si se lo aproxima al santo taoísta y su éxtasis”, nos dice Laurent. Este éxtasis, como vacío o como goce junto a la certeza de que ‘no hay relación sexual’, es lo que nos permitirá, en otro ensayo, aproximar estos autores al actor santo grotowskiano.
En estas consideraciones, Basilio –nos dice Foucault— propone justamente que esta ascesis, basada en la vida como un teatro, implique un despojamiento, una especie de teatro pobre, puesto que la forma de complacer a Dios (a ese Gran Otro), consiste en renunciar a “todos los ornamentos y las formas de coquetería” por cuanto “todos los cuidados del cuerpo inducen en el alma tanto de los espectadores cuanto de la que se presta a ellos, sensaciones, imágenes, deseos” (2019: 227). Se va diseñando así tanto una economía de la mirada como una economía del oído, pues este teatro pobre, despojado, es el que hace posible no distraerse con placeres, sensaciones y deseos que no conducen a lo incorruptible, sino a lo esencial divino, celestial (2019: 228).
Por esta vía, Basilio va a plantear aquello que Freud no pudo tampoco evitar: la cuestión de la memoria, como ese “block mágico o maravilloso”, esa “tabla” según Basilio en la cual se inscriben los pensamientos como en una pizarra (Foucault 2019: 231). Memoria, trazo, escritura: tanto a Freud como a Derrida en su lectura del famoso ensayo de Freud les ha preocupado esta dimensión. Laurent también da como causa del cambio de reflexión lacaniana en la consideración de la escritura china. La tesis que hay que explorar detenidamente en el futuro es la siguiente: hasta qué punto lo monacal y las subjetividades cristianas constituyen la escritura grotowskiana sobre la que, secular o no, se construye su búsqueda y trayectoria, en la medida en que escritura y goce están ligadas a la repetición. Por ahora, digamos que Basilio comprueba que en esa pizarra los trazos son imborrables. Un pensamiento es un acto, una percepción pasa velozmente por la conciencia y va a registrarse en la pizarra; uno puede no haber notado esa inscripción, puede incluso olvidar, pero no puede borrar ese trazo. Basilio, a diferencia de Freud, propone precisamente el camino de la ascesis como una posibilidad de borrar y volver a escribir. Es necesario imaginar que se puede borrar, para tener una superficie libre a fin de volver a escribir lo bueno. Puede quedar, no obstante, un resto, el cual saldrá a la luz después de la muerte, cuando el alma se libere y los secretos no puedan ocultarse a la mirada de Dios. Se instaura de ese modo una dimensión de visibilidad del alma, ofrecida a la mirada del yo, a la del director o confesor, a la de la comunidad, y sin duda a la de dios. Sin embargo, esa mirada “o, mejor, esas miradas infinitamente numerosas, no son las suyas [del alma misma]” (2019: 233). Es siempre el otro/Otro el que objetiva la subjetividad del individuo.
En Grotowski, en las etapas posteriores al Teatro de Producción, se va abordando la cuestión de la memoria ligada al ritual, como una vía retrospectiva como en el psicoanálisis, pero basada en la reminiscencia y no, como en Freud y Lacan, en la rememoración. Al tomar un camino más junguiano que freudiano, Grotowski puede imaginar un remontarse de la ascesis del actor hasta los arquetipos y todo tipo de esencialidades: Richards cita a Grotowski:
One access to the creative way consists of discovering in yourself an ancient corporality to which you are bound by a strong ancestral relation. So you are neither in the character nor in the non-character. Starting from details, you can discover in you somebody other—your grandfather, your mother. A photo, a memory of wrinkles, the distant echo of a color of the voice enable you to reconstruct a corporality. First, the corporality of somebody known, and then more and more distant, the corporality of the unknown one, the ancestor. Is this corporality literally as it was? Maybe not literally—but yet as it might have been. You can arrive very far back, as if your memory awakens. This is a phenomenon of reminiscence, as if you recall the Performer of primal ritual. Each time I discover something, I have the feeling that it is what I recall. Discoveries are behind us and we must journey back to reach them. (1995: 77-78)
Al referirse al Arte como vehículo, Grotowski aclara:
We can say “Art as vehicle,” but also “objectivity of ritual” or “Ritual arts.” When I speak of ritual, I am referring neither to a ceremony nor a celebration, and even less to an improvisation with the participation of people from the outside. Nor do I speak of a synthesis of different ritual forms coming from different places. When I refer to ritual, I speak of its objectivity; this means that the elements of the Action are the instruments to work on the body, the heart and the head of the doers. “From the theater company to Art as Vehicle”, en Richards 1995: 122)
El arte como vehículo, como puede verse, al proceder con canciones, ritmos, movimientos, apunta a una estructura que concierne al actor, no tanto a la manera del fantasma en Lacan, sino a supuestos patterns (modelos o arquetipos) esenciales y universales de la naturaleza humana.
Foucault nos recuerda, además, que el examen de sí mismo en la teología cristiana se desarrolla siempre en un terreno agonístico. No hay aquí convivios pacificantes ni celebraciones cómplices. Casiano, nos cuenta Foucault, habla de este combate del sujeto consigo mismo y con los otros apelando a vocablos como “colluctatio, agon, certamen, pugna, bellum”, es decir, metáforas deportivas y guerreras, lo atlético y lo militar. Es una lucha espiritual constante con la tentación, como un Otro dentro del individuo, para la que no hay tregua. El objetivo consiste en liberar al cuerpo de la carne; esta última agobiada, asediada siempre por la tentación. Hay que hacer morir la carne, la inclinación a la que está en cierto modo condenada, pero no el cuerpo (2019: 252). Imaginamos que, en la cita que sigue relativa a ese combate espiritual, Foucault llama ‘sujeto’ al yo, a lo que Lacan denominaría el moi. Ese yo, como sede de la voluntad (consciente), tiene que ser de alguna manera cancelado –tal como luego sucede para los místicos— a fin de dejar fluir el pensamiento inconsciente:
Se trata de una labor perpetua sobre el movimiento del pensamiento (sea que prolongue y trasmita los del cuerpo, sea que los induzca), sobre sus formas más rudimentarias y sobre los elementos que pueden desencadenarlo, de manera que el sujeto jamás esté implicado en él, ni siquiera por la forma más oscura y aparentemente más ‘involuntaria’ de la voluntad. (2019: 257)
Ese combate, con todo lo que implica respecto del sexo y la sexualidad –concebido, además, como un “análisis permanente” (2019: 261) del “hombre del deseo” (2019: 359), que ya, tal como lo plantea San Agustín, nace como “sujeto de la concupiscencia” (2019: 362)— se dirige no solo a deshacer la “implicación sensible”, sino incluso la onírica, que Foucault llama “representativa” (2019: 258), esto es, eliminar no solo los objetos como incitación posible del deseo –pensado como concupiscencia, como libido (fálica [2019: 352])16 y hasta como lo pulsional—, sino el deseo mismo que todavía puede yacer en las imágenes involuntarias del sueño. Se trata de un trabajo con la represión orientado –mediante la relación con otros a cargo de la escucha— a “desalojar de uno el poder del Otro, el Enemigo [imagino que podemos asimilarlo al superyó obsceno, no el moral]” (2019: 263). Por la vía de hacer del sujeto de deseo un sujeto jurídico, tal como lo indica la empresa agustiniana, se pasa de la concepción antigua del acto sexual, como “bloque paroxístico, unidad convulsiva en que el individuo se abismaba en el placer de la relación con el otro, al extremo de remedar la muerte” a la concepción cristiana, plagada de “reglas de vida, artes de conducirse y conducir a los otros, técnicas de examen o procedimientos de confesión, una doctrina general del deseo, la caída, la falta, etc.” (2019: 375). El énfasis del cristianismo, su creación teológico-conceptual, supone el deseo y el sujeto, una “analítica del sujeto de la concupiscencia [capaz de vincular] el sexo, la verdad y el derecho, mediante lazos que nuestra cultura tensó, en lugar de desanudar” (2019: 375). Hemos hecho antes referencias a un aspecto que requiere de desarrollos más extensos de lo que podemos abordar aquí: me refiero a cómo se inscribe la sexualidad en la propuesta grotowskiana, no solo por lo poco que sus críticos y comentadores dicen de la vida sexual del maestro, relevante desde la perspectiva de una posible contradicción con su propuesta de anular la diferencia entre el sujeto y el otro, sino por cómo se instrumenta el trabajo del taller, mayormente en solitario, con ejercicios con características de un marcado solipsismo.
A los efectos de nuestra praxis teatral, lo que nos ha importado subrayar en este ensayo es el hecho de ese medievalismo monacal o monástico, la modalidad en que los tempranos textos cristianos, los cuales llegan hasta los 60, particularmente la concepción ascética, alcanzan la técnica grotowskiana y su propuesta de un teatro pobre y un actor-santo, aunque se la proponga icono secular. Esa religiosidad, como puede verse, llega también a los grupos teatrales de los años 70 en América Latina, deslizándose e infiltrándose en los resquicios que la ciencia y sobre todo el marxismo no pueden o no logran responder. Ese imperio cristiano, que ha arrasado con las culturas nativas alrededor del mundo, conforma una impronta de dominación colonial de la que no nos hemos desalienado. A su manera, se ha infiltrado en cualquier intento de separación o liberación, en la medida en que, tanto para lo religioso como para lo revolucionario, se necesita de una fe y una utopía. Muchos de los grupos que adhirieron a la propuesta de Grotowski, con diverso grado de aceptación dogmática o parcial, en distinto grado practicaban un ascetismo centrado en el conocimiento de sí y de los otros miembros del grupo, también en la idolatría de un maestro, en las dietas y protocolos disciplinarios adheridos a la conciencia grupal y a la técnica, en el control y vigilancia de posibles restos antirrevolucionarios de sus propuestas, en el mesianismo y ortodoxia de sus puestas en escenas, apoyadas en la verdad, la verdad revolucionaria, como mensaje de redención frente al avance del capitalismo. Se trataba de una ascesis, si se quiere, planteada como una forma de purificación, salvación y hasta liberación de todos los mandatos de ese discurso patriarcal que comienza a agrietarse a partir de las Segunda Guerra Mundial. El surgimiento del discurso feminista no está exento de recibir influencias de este movimiento de transformación global. Solo cabe interrogarse cómo prescindir de la impronta cristiana, con sus subjetividades opresoras y cómo elucubrar de ese modo una praxis teatral emancipadora.
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1 Ver mi ensayo “Jerzy Grotowski y la peligrosidad de los prólogos”.
2 Ver mi ensayo “Praxis teatral: Jerzy Grotowski y el psicoanálisis”. Para una perspectiva más amplia sobre la cultura de los 60, ver mi Teatralidad y experiencia política en América Latina (1957-1977).
3 Se trata de un volumen publicado en la colección Polish Theatre Perspectives, que rescata mucha documentación e información de los archivos polacos, los cuales quedaron desconocidos durante años en traducciones al inglés y otras lenguas.
4 Tengo en preparación un ensayo titulado, precisamente, “Jerzy Grotowski y la peligrosidad de los prólogos”, de inminente publicación; en ese texto analizo todos los prólogos y notas que anteceden al texto grotowskiano en Hacia un teatro pobre y que, en cierto modo, condicionan o manipulan una cierta lectura de su propuesta.
5 Recordemos las reservas de Peter Brook tal como las plantea en el “Prólogo” al libro de Grotowski, Hacia un teatro pobre, respecto a la ‘utilidad’ o eficacia del aporte grotowskiano al teatro profesional, sea éste comercial o alternativo.
6 Elka Fediuk se enfoca en la compañía Reduta (2011: 32 y ss) como “la vertiente que tiene resonancia en el proyecto teatral de Grotowski”. Véase también Valerie Wasilewski, (2009: 43,)
7 En otro ensayo me propongo ver la relación de la filosofía de Schopenhauer, tal como la plantea en El mundo como voluntad y representación (1844) con Freud y Lacan y, sin duda, con Grotowski.
8 Ver en mi libro Sueño. Improvisación. Teatro. Ensayos sobre la praxis teatral el desarrollo de estas ideas; particularmente en la Adenda, donde he esquematizado en un gráfico estas cuestiones teatrales desde el psicoanálisis lacaniano.
9 Para una discusión sobre la redefinición de la naturaleza humana y sus implicaciones bioéticas actuales, ver el ensayo de Hub Zwart titulado “Human Nature” (2014).
10 En mi Teatralidad y experiencia política en América Latina (1957-1977) he explorado con más profundidad la apelación a y la permanencia de estas modalidades cristianas en la conformación de los grupos teatrales de los 70 en América Latina, así como también en la concepción del artista y del guerrillero de la época. He estudiado la forma en que el Che Guevara recupera un perfil del militante y de la militancia bajo procedimientos monásticos. Aunque Foucault, al trabajar los modos en que el discurso cristiano va diseñando, cada vez con mayor énfasis y hasta crueldad, los protocolos de obediencia, no llegue a Ignacio de Loyola, me resultó fascinante cotejar los textos del Che con los del fundador de la Compañía de Jesús. Ese “jesuitismo”, avalado por la famosa Carta sobre la Obediencia de Loyola (evocada por la obediencia debida solicitada por los militares de la dictadura en Argentina) parece basarse en ese documento atroz y resumir o culminar todo el proceso de estricto aplastamiento del deseo en la cristiandad temprana. Mi propuesta en aquel entonces (1999), al escribir mi tesis doctoral, fue ver hasta qué punto ese jesuitismo obstaculizó el discurso y la práctica revolucionaria de los grupos de izquierda en la región.
11 Amén de la mirada y escucha del director de conciencia o del confesor, la penitencia es una dramaturgia porque tiene un público: “La dramaturgia penitencial encuentra su lugar en una comunidad de fieles en la que se trata de tender a quien ha caído una segunda tabla de salvación, pero de manera tal que a la flaqueza pueda responder una esperanza de perdón, al mismo tiempo que el resplandor manifiesto de la satisfacción se convierta en un eco del escándalo de la falta” (2019: 383).
12 Para un panorama en castellano del contexto socio-político de Grotowski, sus ideas y sus prácticas, ver el ensayo de Elka Fediuk.
13 Ver mi ensayo “Grotowski y la peligrosidad de los prólogos”, de próxima publicación.
14 ¿Hay que recordar la “Oda a la vida retirada” de Fray Luis? Dichoso “el que huye del mundanal ruïdo, / y sigue la escondida / senda por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido”. Me atrevo a imaginar el ‘hacia’ grotowskiano equivalente al encabalgamiento de la estrofa de Fray Luis.
15 La educación de Grotowski fue inspirada y controlada por Emilia, su madre, una creyente quien además consideraba que la “self-education was a necessary patriotic act” (Baumrin 2009: 59). Emilia también era una hinduista y por eso Grotowski siempre recuerda sus tempranas lecturas de A Search of Secret India (1934), de Paul Brunton (Baunrim 2009: 60).
16 La libido, originariamente fálica, involuntaria (2019: 354), caracterizada por el sexo masculino, conlleva o surge de “la visibilidad del órgano masculino [que] está en el centro del juego” (2019: 352-353). Para San Agustín, según Foucault, es la “forma sexual del deseo”, que viene desde la caída y por eso supone un “lazo transhistórico que liga la falta original que la tiene por consecuencia a la actualidad de ese pecado en todos los hombres” (2019: 363). Se sugiere aquí ese carácter transindividual y hasta filogenético del inconsciente. La vida sexual y amorosa de los seres humanos, desde esta perspectiva, constituye una degradación (2019: 364) –pecaminosa para Agustín, de otra índole para Freud. Y es desde estos orígenes que lo fálico llega a la teatralidad del teatro. En mi libro Sueño. Improvisación. Teatro. Ensayos sobre la praxis teatral me he extendido sobre este tema relativo a la teatralidad y la política de la mirada.
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