Artículo original
¿Nadies? ¿Sin nadie? ¿Mapuche?
Disensos y recorridos contra el racismo desde los barrios populares al centro de Viedma

Nobodies? with nobody? Mapuche? Dissents and mobilizations against racism from the popular neighborhoods to the center of Viedma

Ninguém? Sem ninguém? Mapuche? Dissensos e mobilizações contra o racismo dos bairros populares ao centro de Viedma

¿Nadies? ¿Sin nadie? ¿Mapuche?. Disensos y recorridos contra el racismo desde los barrios populares al centro de Viedma
Runa, vol. 42 no. 2, (245- 260 pp.), Jul-Dec, 2021, doi: 10.34096/runa.v42i2.7959. ISSN: 1851-9628
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires


Introducción

“En el barrio está lleno de peñi, de hermanos, que uno sabe que son mapuche, porque lo ves, por el apellido, pero no se reconocen”, comentó alguien en uno de los primeros trawn (parlamento mapuche) en que participé en Viedma, en el año 2015. Veníamos conversando sobre un barrio que se había formado hacía poco a partir de una toma de tierras por un grupo de familias. “El barrio” no era cualquier sector de la ciudad, sino alguno de los barrios populares, conformados en muchos casos a partir de tomas de tierras y construcción de asentamientos por parte de habitantes de la ciudad, que se han ido distribuyendo hacia el sur a partir del boulevard más lejano al río Negro. La persona que hablaba y la mayoría de quienes estaban en el trawn vivía en alguno de ellos.

Me sorprendió escuchar la expresión “lo ves” -en la que parecía yuxtaponerse el apellido y el aspecto físico-, porque imaginaba que la autoadscripción solía primar sobre los diacríticos y, también, sobre las adscripciones por otros. Mi sorpresa se fue aplacando a medida que volví a escuchar esta expresión de boca de distintas personas en repetidas ocasiones, incluso como argumento para delinear actividades en distintos barrios orientadas al fortalecimiento del pueblo mapuche. Las conexiones entre el barrio y lo que se ve aparecían también en los relatos de jóvenes sobre situaciones de discriminación, que comenzaron a visibilizar y comprender a partir de involucrarse en la lucha por justicia frente al asesinato de Atahualpa Martínez Vinaya, un joven de pertenencia aymara y mapuche que vivía en uno de esos barrios. Este caso movilizó a niñes y jóvenes, a organizaciones sociales, centrales de trabajadores, organizaciones y colectivos mapuche, organismos de derechos humanos, familiares de otras víctimas de violencia institucional y de crímenes que permanecen impunes,1 y se constituyó como paradigmático de la violencia a nivel local.

La ciudad de Viedma no es una excepción en relación con cómo opera la ideología del blanqueamiento en el resto del país, que supone un ideal de nación blanca y eurodescendiente, sin razas ni racismo. Tal como sostuvo Claudia Briones (2002), entre otres, esta ideología impuso la asimilación de los pueblos indígenas y el silenciamiento de su pertenencia a partir de cambios en sus prácticas culturales. En el caso del pueblo mapuche, a estas políticas se le añadieron los efectos del discurso de la araucanización que postuló su extranjería (Lazzari y Lenton, 2000). El discurso del blanqueamiento ha llevado a invisibilizar el racismo que continuó operando con variaciones en determinadas coyunturas históricas. Retomaré lo que Stuart Hall (2019) señalara como la paradoja de lo racial: a pesar de la demostración científica de que no existen razas biológicas al interior de la especie humana, estas definiciones continúan operando en el sentido común -y, por lo tanto, existen como categorías sociales-. En el marco de esta ambigüedad, utilizaré otros términos para referir a los procesos mediante los cuales la alterización se inscribe como racial -es decir, como biológica y por tanto fija e inamovible-, tales como racialización, que pone el acento en el carácter social de estos procesos clasificatorios (Briones, 2002), o lo racial que lo caracteriza como dispositivo de saber/poder (Catelli, 2017).

Mientras los discursos hegemónicos reproducen el racismo y construyen a la población de los barrios como alteridad (ya sea peligrosa o carente de agencia), quienes reclaman justicia por Atahualpa junto con los colectivos mapuche critican la responsabilidad del Estado en estos procesos. Dichos colectivos denuncian las consecuencias del racismo -particularmente, las desigualdades e inequidades- y cuestionan tanto las racializaciones como los dispositivos que postulan procesos irreversibles de asimilación de los indígenas en la nación y descalifican a la gente de los barrios periféricos por no haberse asimilado completamente. En contraste, interpretan las marcas racializadas como signos de una historia compartida, silenciada, desde la que buscan recomponer sus vínculos como pueblo.

A partir de registros etnográficos de movilizaciones y acciones públicas en reclamo de justicia por Atahualpa Martínez Vinaya, conversaciones informales y entrevistas no estructuradas con jóvenes que comenzaron un proceso de autorreconocimiento y organización como mapuche a partir de participar en esa lucha -particularmente en la marcha organizada en 2017 por integrantes del pueblo mapuche bajo el lema “Petu mongeleiñ, fey muta trekaleiñ, fey muta zunguleiñ kompuche” [Estamos vivos, por eso caminamos, por eso hablamos todes]-,2 analizaré los conflictos en torno al racismo en términos de disenso. De acuerdo con Jacques Rancière (2012), establecer un litigio implica cuestionar la dominación por consenso -basada en una igualdad proclamada y en una lógica que distribuye cuerpos, discursos y prácticas en lugares prefijados-. A partir de hacer visibles desigualdades vividas e instaurar la posibilidad de la política, el disenso “hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar” (p. 45). En síntesis, este artículo busca contribuir a documentar las formas en que los procesos de racialización operan cotidianamente hacia les habitantes de los barrios populares, particularmente hacia personas y colectivos mapuche, analizar las consecuencias que producen y comprender los términos por medio de los cuales estos últimos plantean su disenso y orientan acciones políticas para revertirlas. Me pregunto entonces, ¿cómo se articulan los diacríticos racializados (lo que se ve) con otros que remiten a marcaciones barriales? Y ¿cómo influyó esta conjunción en las multitudinarias movilizaciones por Atahualpa, que atrajeron sobre todo a les jóvenes mapuche?

Primera irrupción: “Los sin nadie vamos a venir y vamos a estar acá”

Atahualpa Martínez Vinaya tenía diecinueve años cuando fue asesinado, en junio de 2008. Doce años, dos procesos judiciales, un jury y muchas movilizaciones después, no se sabe quién, cómo, dónde ni por qué lo mataron.3 Atahualpa creció en una familia con orígenes aymara por parte de su madre y mapuche por parte de su padre, en uno de los barrios más grandes por fuera de los cuatro bulevares que delimitan el centro urbano: el barrio Lavalle.4 Las anécdotas de su mamá, Julieta Vinaya,5 hablan de que con el tiempo su figura movilizó nuevas solidaridades e identificaciones en la ciudad y comenzó a representar las injusticias que cotidianamente viven los sectores populares. Una vez, al bajar de un colectivo después de retar a un grupo de chicos a quienes no conocía, pero que no paraban de hablar entre ellos como “una cloaca” -comentó Julieta-, escuchó cómo empezaron a gritar “Atahualpa presente, ahora y siempre” (Julieta Vinaya, comunicación personal, 21 de junio de 2016). En otra ocasión, en la feria municipal, una mujer que estaba allí trabajando la reconoció y le contó que su nieto de diez años había hecho que su familia lo acompañara a las marchas por Atahualpa porque sabía, según las palabras del niño, que “cuando sea adolescente voy a ser como Atahualpa, y no quiero que me pase eso”.

La lucha por el esclarecimiento y la condena a los responsables de su asesinato y del encubrimiento se erigió en bandera de justicia -entendida en un sentido más amplio-, y se sintetizó en la expresión “todos somos Atahualpa”. ¿Cómo fue que este caso ocupó un lugar de referencia a nivel local? En primer lugar, su muerte no fue olvidada gracias a la lucha de su familia para que no quedara impune. Además, se constituyó en un caso paradigmático de la impunidad y puso en evidencia el racismo que opera cotidianamente hacia quienes viven en los barrios populares.

Todos los 15 de junio, en conmemoración de la fecha del asesinato, su familia encabeza una marcha para reclamar su esclarecimiento y la condena a las personas responsables de ese hecho, así como de su encubrimiento. Las solidaridades locales que se articulan en torno a este reclamo se inscriben en la lucha que ha ido consolidando el activismo de derechos humanos en torno a la violencia policial en contextos democráticos que, tal como sostiene Sofía Tiscornia (2008), en Argentina comenzó a organizarse hacia fines de la década de 1980.6 La marcha comienza en la Escuela Secundaria de Río Negro N° 18 -colegio al que asistía Atahualpa- y desde allí se dirige hacia el centro, donde se localizan la Legislatura Provincial, el Poder Judicial y el Ministerio Público provincial. En el 2018, cuando llegamos frente a la legislatura, Julieta se explayó sobre ese recorrido -que ya es característico de la manifestación- y lo vinculó con las imágenes hegemónicas sobre la gente de los barrios refiriéndose al poema “Los nadies”, de Eduardo Galeano (1989):

Que para ellos somos los nadie, como dice Galeano, y que les vamos a mostrar al poder judicial, a los políticos, que los sin nadie estamos acá, que los sin nadie también nos empezamos a visibilizar, que los sin nadie tenemos derecho, y que vamos a venir y vamos a estar acá y vamos a gritar bien fuerte que queremos la verdad. (Julieta Vinaya, comunicación personal, 15 de junio de 2018)

En su discurso transformó la expresión “los nadies” en “los sin nadie”. Mientras en el poema de Galeano “los nadies” refiere a “los pobres”, a “los dueños de nada” -percibidos desde la hegemonía que los construye por lo que no tienen (arte, idioma, cultura, cara, nombre)-, cuando Julieta habló de “los sin nadie”, el término “nadie” invirtió la referencia y pasó a nombrar al Poder Judicial, que les invisibiliza y les niega derechos. Aunque en su expresión sea una falta (“sin”) lo que define a los sin nadie, dicha falta no les es intrínseca, sino que se explica por la acción de otros. Es decir, su agencia pasa a ser central, tal como ilustran enunciados del tipo “nos empezamos a visibilizar”, “tenemos derecho”, “vamos a venir” y “vamos a estar acá”.

Laura Vinaya, sobrina de Julieta, que ese día había acompañado con su discurso la mayor parte de la marcha, retomó las palabras de su tía y cerró el evento de esta manera:

Julieta me decía “los sin nadie” y reconocía a Galeano en sus palabras. Pero no eran las palabras de Galeano. Julieta nos dice “los sin nadie”. Esos que no tienen escuelas para aprender, esos que no tienen médicos para sanar, esos que no tienen para comer, esos que no tienen un juez para salvarles la vida cuando han sido asesinados. Los que este sistema deja sin nadie. Esos son los que debemos abrazar para que la soledad de la pobreza no mate hasta en la muerte. Atahualpa era un joven aymara; un joven estudiante que quería ser médico para ir a trabajar a la línea sur. Atahualpa era un joven solidario que traía alfajores a sus compañeras embarazadas al colegio, que traía las fotocopias de más para quien las olvidaba. Atahualpa quería una casa para su sobrino, para su hermana. Atahualpa era un joven del barrio Lavalle, un barrio de trabajadores en las afueras de Viedma. Atahualpa era un joven como cualquier otro joven, que lo intentaba, que se proyectaba en sueños que quería hacer realidad. (Laura Vinaya, comunicación personal, 15 de junio de 2018)

Laura reafirmó el sentido de hablar de “los sin nadie” en vez de “los nadies” como forma de visibilizar la responsabilidad del Estado: son “los que este sistema deja sin nadie”, sostuvo. En su descripción, lo que volvía sin nadie a Atahualpa era ser del barrio Lavalle, pertenecer a una familia trabajadora y a los pueblos aymara y mapuche. Desde la resignificación de la idea de los nadies, la familia de Atahualpa hizo visibles las desigualdades sociales que condicionan el acceso a la justicia:

Que alguna vez los jueces trabajen para nosotros; para los olvidados, para las mujeres, para los niños y niñas, para los jóvenes, para los pobres, para los trabajadores. Que alguna vez el poder judicial sea para el pueblo, también para el pueblo. (Laura Vinaya, comunicación personal, 15 de junio de 2018)

En su discurso y en sus acciones, a partir de visibilizar las desigualdades en que se funda la posibilidad de tomar una vida y no ser condenado por ello, la familia de Atahualpa planteó un conflicto en el que impugnó el orden que supone la imparcialidad del Poder Judicial. Lo que dicha impugnación produjo a nivel local excede el juicio sobre el caso de Atahualpa y remite a un disenso o desacuerdo, en los términos de Rancière (2012). Este autor analiza los procesos que transforman los límites de lo decible y lo decidible en una sociedad que proclama la igualdad pero hace vivir la desigualdad. El disenso o desacuerdo, plantea este autor, hace visible un discurso que antes permanecía ajeno a -que era inaudible en- el orden establecido y produce un conflicto en torno a lo que previamente se tomaba como dado y unívoco. En la medida en que la desigualdad visibilizada no puede ser resuelta en el marco de lo dado, el disenso instaura una lógica -a la que define como política- que hace emerger nuevos campos de disputa.

Como analiza María Pita (2010), les familiares de víctimas de violencia policial -fundamentalmente jóvenes de barrios populares, como era Atahualpa- realizan un trabajo de politización de las muertes, orientado a develar y rechazar su “condición de seres matables” por la institución policial (p. 22). En sintonía con estos procesos, Laura habló de que Atahualpa fue dejado sin nadie y, siguiendo las palabras de Julieta en muchas otras oportunidades, reforzó: “¡Siempre estarán presentes esos que dejaron morir una y otra vez guardados en expedientes que tienen en este palacio judicial! Siempre estarán presentes esos que dejaron morir una y otra vez cuando no encontraron la verdad y la justicia” (Laura Vinaya, comunicación personal, 15 de junio de 2018).

Sus palabras se vinculan directamente con el concepto de racismo tal como lo caracterizó Michel Foucault (1996). En el contexto de regímenes biopolíticos, plantea este autor, en que el poder opera para hacer vivir a la población y los individuos mediante el gobierno y modelado de sus conductas, el racismo justifica la posibilidad de dejar morir a determinadas poblaciones construidas como un peligro. El crimen fue posible porque Atahualpa era un joven pobre del barrio Lavalle, pero el racismo sobre todo se hace visible en la impunidad construida en el proceso judicial, a la que describen como dejar morir una y otra vez, o matarlo y volverlo a matar. En su relectura de Foucault, Mario Rufer (2020) sostiene que la posibilidad de dejar morir a determinados grupos se basó y se basa en haber sido pueblos vencidos en coyunturas históricas de conquista. A partir de ello, propone que el racismo reafirma la conquista al tiempo que se abstiene de nombrarla y, de esa manera, la reedita. Una lectura histórica en este sentido se expresa en obras artísticas y discursos públicos sobre Atahualpa, en los que su pertenencia indígena es señalada como un aspecto que -junto con otros- explica la impunidad con que lo dejaron y lo siguen dejando morir.7

Desde este disenso, planteado desde las calles y no sólo por medio de los canales habilitados por el Poder Judicial para hablar, la familia de Atahualpa hizo visible la injusticia devenida de las desigualdades vividas y la posibilidad de desnaturalizar y criticar ese orden. A partir de esa lucha, el caso de Atahualpa se convirtió en paradigmático de la impunidad. Tiscornia (2008) plantea que algunos casos de violencia policial -como el de Walter Bulacio- se erigen como paradigmáticos, en tanto se constituyen como muertes-acontecimiento que condensan y muestran “todo lo que las otras cientos ocultaban”, y que dan cuenta de que la violencia policial “más que hechos extraordinarios, eran parte de […] una técnica nacional para controlar y docilizar los cuerpos de los ‘otros’ a través de pequeños y continuos actos indolentes” (p. 3). Más que de la forma de violencia ejercida sobre él -como ocurre, por ejemplo, en aquellos casos que se definen como de “gatillo fácil”-, el caso de Atahualpa se erigió como paradigmático de la impunidad ejercida desde sectores del Poder Judicial en crímenes cometidos por la policía y por grupos de poder económico y político sobre los sectores populares.

Para muches niñes, adolescentes y jóvenes, esa lucha visibilizó desigualdades que explican experiencias personales de discriminación. En el año 2017, en la escuela a la que asistía Atahualpa se creó el Centro de Estudiantes con su nombre. En la marcha de 2018, una de sus integrantes me explicó las razones:

Lo vimos desde ese lado, de pensar que era un chico que caminó los mismos pasillos que caminábamos nosotros y que hoy por hoy no está. Que hoy por hoy él podría seguir caminando esos pasillos, recibido de doctor como él quería, mostrando que aún de los barrios bajos como nos tienen a nosotros pueden salir profesionales y pueden salir personas de renombre y que es lamentable que su nombre haya sido renombrado porque él esté muerto […] Charlábamos también, como le tocó a él, nos puede tocar a cualquiera. Un policía que quiere matar a un pibe, justo nos cruza. (comunicación personal, 15 de junio de 2018)

En su descripción, en las anécdotas citadas que contó Julieta o en la misma conformación de la marcha -en la que participaron estudiantes de varias escuelas secundarias que asistían individualmente, con familiares, o en grupos acompañades por docentes- se expresa la identificación con Atahualpa y la sensación de estar en una posición similar; una posición en la cual la vida puede correr riesgo de un momento para el otro o, de modo latente, todo el tiempo. El caso expone las desigualdades que hicieron posible -en primer lugar- que lo mataran y, también, que el proceso judicial se llevara a cabo violando garantías.

En el momento del asesinato, un grupo de adolescentes movilizades por el caso formaron el colectivo Crece desde el pie y comenzaron a desarrollar actividades destinadas a la comunidad en general y, especialmente, a gente de su edad, con el fin de desnaturalizar esa violencia. En sus experiencias, el racismo atravesaba la vida cotidiana. Taiana fue compañera de Atahualpa en la escuela y una de las primeras integrantes de Crece desde el pie cuando se formó, en 2008. Nueve años después, conversamos sobre la discriminación vinculada a su pertenencia mapuche y recordó las siguientes experiencias:

Yo siempre me tenía que vestir de la negrita [se ríe] y las otras eran las damas, como esta cuestión en la escuela creo que se renota […] Recuerdo de poder vivirlo en la escuela y ¡que se note además! La discriminación que se hacía en cuanto “bueno, a ver si sos más bonito, si sos, ah…”, como que el nene rubio era más bonito siempre que el morocho, eso se remarcaba […] Después, desde la policía, personalmente he tenido varias situaciones con, igual de los chicos con los que yo me juntaba, más de lo que yo podía llegar a ser. Que, bueno, eran justamente, en sí, ahora puedo ver que eran la mayoría mapuches. Pero en su momento es el pibe de barrio, el negrito con visera […] Estar con amigos y que vengan a pedirnos el documento, a ver qué estábamos haciendo, de qué barrio éramos, eso […] según el barrio, la cosa crece o no […] En esa parte de mi adolescencia al menos, la policía era como el negrito primero, y después la ropa también. Pero capaz era un laburador, no sé, del norte, y ya, porque era morocho, se lo frenaba. (Taiana Quinteros, comunicación personal, 14 de junio de 2017)

Otras personas que fueron parte de Crece desde el pie refirieron experiencias similares. Inti recordó que, cuando era adolescente, la policía les señalaba como “indios de mierda” o “negros de mierda” y los perseguía: “La mayoría éramos del barrio y a todos nos habían parado en el boliche, nos había parado la policía, a un hermano, a un amigo. Todos estábamos atravesados por esa violencia, ¿no?” (Inti Aranea, comunicación personal, 25 de enero de 2017). En otra conversación, Lilén contó que en ese espacio pudo “entender por qué te perseguía la policía, por qué estaban siempre atrás de los pibes con gorrita” (Lilén Manquín, comunicación personal, 12 de julio de 2018). Cuando era pequeña, ella se mudó con su familia desde Maquinchao (provincia de Río Negro). En sus recuerdos, la discriminación remitía a su experiencia escolar, que transcurrió en instituciones educativas de la zona céntrica de Viedma. Reflexionó que en el jardín y la primaria “la pasé muy mal” y contó que una vez una maestra le permitió al resto del curso -menos a ella- rehacer un trabajo. En la adolescencia dejó la secundaria y solo pudo finalizarla cuando se incorporó a Crece. En ese espacio, explicó, “encontré que yo era igual que los otros chicos, que había otros tan raros como yo”. Encontrarse en Crece con “otros raros” no fue casual, sino que para ella se relacionaba con que “Ata era uno igual a nosotros”.

En sus relatos, los factores que explican la discriminación incluyen vivir en el barrio, ser moroches o negrites, usar visera o gorrita, proceder de un pueblo de la Línea Sur como Maquinchao -zona que en la formación de alteridad provincial ocupa el lugar del atraso (en contraste con el progreso) y a la que se identifica con mayor presencia indígena (Cañuqueo, Kropff, Rodríguez y Vivaldi, 2005) o -en una lectura posterior al momento en que esos hechos ocurrían, ya que entonces no se identificaban de ese modo- la pertenencia mapuche. En los relatos se describen prácticas de discriminación en las que se articulan criterios definidos como culturales y como biológicos, aun cuando la especificidad de la racialización radica en que inscribe la diversidad como de origen biológico.8 Diego Escolar (2007) ha analizado estas yuxtaposiciones desde el concepto de fenomito, y Marisol de la Cadena (2007b) y Peter Wade (2014) las vinculan con la articulación histórica de regímenes de conocimiento heterogéneos -como el religioso y el científico- en la conceptualización de lo racial. Estas características de los procesos de racialización permiten comprender la continuidad en las experiencias descriptas previamente entre características marcadas como biológicas y otras marcadas como culturales o sociales, en torno a las que se erigen mecanismos de control y exclusión. Stuart Hall (2019) plantea que lo racial, en tanto discurso, opera como significante resbaladizo, en alusión a que es por medio de procesos sociales que se recortan de la materialidad de los cuerpos determinadas características, se las construye como significantes y se las inscribe en cadenas de equivalencias mediante las cuales se les otorgan significados. Como señaló Frantz Fanon (2015), mediante estos procesos las diferencias se fijan, las marcas racializadas se vuelven inteligibles socialmente y las desigualdades se naturalizan. La cadena de equivalencias entre barrio-vestimenta-color de piel-lugar de procedencia-identidad étnica que Taiana, Inti y Lilén describen en sus relatos indica que todos estos términos pueden connotar significados racializados y que leer a cualquiera de ellos en el marco de estas equivalencias puede orientar prácticas racistas y discriminatorias.

El racismo aparece asociado al accionar de la policía, y se vincula con las denuncias de la familia de Atahualpa y de las organizaciones contra la violencia policial. Además, se relaciona con el análisis histórico de Pilar Pérez (2016) sobre el Territorio Nacional de Río Negro, quien sostiene que con posterioridad a la Conquista, las fuerzas de seguridad actuaron reproduciendo la violencia sobre la población indígena sometida y condicionando sus trayectorias al producirlas como excepcionalidad.

La escuela aparece como otra de las instituciones que marcaron con más intensidad estas experiencias de racialización, coherentes con una agenda de normalización de la población que promueve la alterización y subordinación de los “indios”, de los “negros” -tomando las expresiones de Inti- y, particularmente, del pueblo mapuche. En los orígenes del sistema educativo argentino, el proyecto dominante se basó en la negación de los sujetos sociales -que en el caso de la población indígena implicaba definirla como bárbara y, por tanto, ineducable (Sarmiento, 1914)- y en la construcción de un sujeto pedagógico, mediante el que producir ciudadanos de acuerdo con el modelo de nación argentina eurodescendiente, moderna y orientada por los valores del progreso (Puigróss, 1990). Estas ideas permean las prácticas y discursos escolares discriminatorios y racistas que, en el presente, conviven contradictoria y conflictivamente con aquellos que postulan a la diversidad como valor (Neufeld y Thisted, 2007). Con posterioridad a la Conquista del desierto, los proyectos educativos desarrollados por el Estado nacional y por la Congregación Salesiana en la Patagonia coincidieron en reprimir la formación previa de los sujetos indígenas como condición para su incorporación a la ciudadanía (Nicoletti, 2004).

Por último, los relatos dan cuenta de que las experiencias de discriminación cambian según las zonas de la ciudad en las que se producen, y son más recurrentes en las áreas céntricas de la ciudad que en la periferia. Esta división -tal como reconstruye Julián Arribas (2020)- se origina en que, hasta la década de 1970, el ejido estaba delimitado por cuatro bulevares que posteriormente demarcaron el centro respecto del que los barrios por fuera se constituyeron como periferia, lo que generó una “lógica binaria” (p. 51) entre norte/centro y sur/periferia. Los barrios de la zona sur se han ido construyendo en el marco de conflictos en torno a la tierra y el hábitat, y muchos de ellos han sido autoproducidos por sus habitantes. En ellos se concentra la mayor proporción de población con necesidades básicas insatisfechas (Dirección General de Estadística y Censos de Río Negro, 2004).

Las situaciones relatadas dan cuenta de que la presencia de les jóvenes no es vista como rara y sospechosa en los barrios periféricos, pero sí en el centro. La configuración racializada del espacio urbano a la que estas descripciones remiten se inscribe en procesos históricos de racialización asociados a les habitantes de los barrios populares de las ciudades en Argentina (Auyero, 1997; Margulis y Urresti, 1999). Esta racialización se expresó mediante categorías como “cabecitas negras” primero (Ratier, 1971) y “negros villeros” más adelante (Aguiló, 2018). Sus experiencias también coinciden con el planteo de María Paula Díaz (2018), quien a partir del análisis de prácticas y relaciones en la costanera (el centro) de Viedma sostiene que las representaciones de ciudadanía legítima son siempre blancas. El enunciado “vamos a estar acá” con el que Julieta se refirió al desplazamiento que en cada marcha se pone en acto desde los barrios hacia el centro -donde se concentran las instituciones de gobierno- da cuenta de la incomodidad que genera que los “sin nadie” estén en el centro y, a su vez, reafirma la intencionalidad de ese desplazamiento con el fin de visibilizar, no solo la desigualdad del orden social, sino también el conflicto y el disenso.

Las experiencias relatadas aportan información y sentidos que enriquecen los datos volcados en el informe del Mapa de la Discriminación en Río Negro elaborado por el Instituto Nacional contra la Discriminación la Xenofobia y el Racismo (INADI), realizado en el 2014. El informe señala que “el 81% de las/os encuestadas/os de este grupo [personas pertenecientes a pueblos originarios] han experimentado (sufrido y/o presenciado) situaciones de discriminación alguna vez, principalmente aquellas motivadas por su situación socioeconómica, el aspecto físico y el color de piel” (pp. 10-11). En base a estos y otros datos, concluye que la discriminación experimentada por ese grupo “se presenta como el mayor desafío provincial de política pública en materia [de] derechos humanos y lucha contra la discriminación” (p. 20). Los datos muestran con contundencia que el racismo constituye una dimensión central de la vida cotidiana. Esto se condice con las conclusiones de Rita Segato (2015), quien, al analizar otros documentos del INADI, señala que en los datos producidos por este organismo, las variables referidas a la racialización son obviadas en las encuestas, pero aparecen en las respuestas espontáneas de las personas entrevistadas. Sugiere que también se las asocia de forma tácita a otras variables, entre las que se encuentran el aspecto físico, la clase social o el lugar de residencia.

Si experiencias como las que vivió en extremo Atahualpa son tan cotidianas -tal como relatan Inti, Lilén, Taiana, la integrante del centro de estudiantes y les niñes con quienes habló Julieta- surge la pregunta: ¿en qué sentido son raros? Los relatos cuestionan los procesos de alterización y subalternización, debido a que estos les excluyen de la ideología nacional que establece la blancura de su ciudadanía como norma (Briones, 2002); una norma frente a la cual son ubicades en el lugar de “raros”. Los reclamos de justicia por Atahualpa visibilizaron el racismo que se manifiesta en el accionar del Estado de dejarlo morir una y otra vez; no como individuo, sino como integrante de un sector social específico: joven, varón, pobre, perteneciente a pueblos originarios. Esta lucha estableció un disenso en las calles del centro que Julieta señaló claramente al definir que la gente de los barrios no es nadie, ni vulnerable, ni carenciada, sino en todo caso “sin nadie”. Al llamar la atención sobre las desigualdades cotidianas y estructurales, este disenso implicó -parafraseando a Rancière- la irrupción de la política en el espacio supuestamente aséptico del Poder Judicial -el cual asume y proclama la igualdad de les ciudadanes- y, de modo más amplio, en el orden local en el que se naturalizan el racismo y la lógica binaria que divide la ciudad.

En el Mapa de la Discriminación del INADI, les integrantes de pueblos originarios son el grupo que más visibilizó el racismo y denunció la discriminación que subyace a estas prácticas. En el caso de Lilén, Taiana e Inti, participar en un espacio colectivo como Crece desde el pie les permitió resignificar las experiencias personales de sujeción y alterización. Junto con otras experiencias y conocimientos, esto les llevó a indagar en sus historias familiares y releer esas experiencias desde las prácticas de memoria del pueblo mapuche (Cecchi, 2020). Desde ese posicionamiento y desde sus recorridos, la vinculación de los signos racializados con la pertenencia étnica y la idea de que en los barrios periféricos la mayoría de la gente tiene orígenes mapuche adquieren otros sentidos. En el próximo apartado analizaré cómo personas y grupos mapuche desafían las fijaciones que lo racial produce y desarrollan acciones públicas para interpelar a la población de los barrios populares, desde una positividad que confronta con la negatividad que desde el sentido común se le atribuye.

Segunda irrupción: “Mapuche escucha, únete a la lucha”

Marici wew9 gritó un nene del otro lado de la reja. La respuesta de este lado tapó los gritos del recreo. Marici wew, kultrunes y ñorquines.10 Permanecimos unos minutos frente al patio de la escuela 276 del barrio Mi Bandera, tocando música y cantando “la mapu [tierra] no se vende, la mapu se defiende”. Muchas niñas y niños se quedaron contra las rejas mirando a quienes marchábamos, las banderas, los instrumentos. Otros y otras siguieron jugando como en cualquier recreo. Una chica al lado mío empezó a llorar, y recordé mi experiencia escolar; el manual de cuarto grado sobre la historia de Río Negro y las clases sobre el pueblo mapuche en tiempo pasado. Me pregunté con qué preguntas y experiencias se iban esos niños a sus casas ese día. La reja que separa la escuela de la calle no se movió de su lugar, y sin embargo por un momento pareció no estar. Como si la marcha en sí fuera el recreo; recreo del espacio escolar neutro, de los guardapolvos blancos, de una bandera y una lengua, las argentinas. La marcha se despidió de las niñas y los niños gritando el afafán.11 Desde adentro, hubo quienes se dieron vuelta a seguir jugando y quienes se quedaron mirándonos hasta que doblamos en la esquina. En las calles, desde el barrio a la gobernación provincial en el centro de la ciudad, el volumen de los cantos ya no bajó.

Esta escena registrada en mis notas de campo sobre la movilización Petu Mongeleiñ el 24 de abril de 2018 ilustra la lucha por la libredeterminación y autonomía del pueblo mapuche y sus cuestionamientos a la idea de la nación blanca, expresados a través de la reja que separaba la calle de la escuela y del hecho de que la marcha se originara en un barrio periférico.12 La calle o el barrio constituyen habitualmente una exterioridad en relación con la escuela; institución que genera exclusiones debido a que -como describí en el apartado previo- es uno de los espacios por excelencia que establece cuáles son los cuerpos, las prácticas y los discursos que quedan por fuera y cuáles por dentro del modelo de ciudadanía. La marcha no solo visibilizó la exterioridad de la calle, sino también la del pueblo mapuche en relación con la nación argentina; una exterioridad que muchas personas mapuche que han transitado los espacios escolares vivieron y que el relato de Lilén testimonia.

Por otra parte, que la marcha empezara en el barrio Mi Bandera -vecino al barrio Lavalle y también uno de los más antiguos de la periferia-13 era importante, no tanto para exigir que no se aprobara el nuevo Régimen de Tierras Fiscales, sino para interpelar a sus habitantes desde la reafirmación de los proyectos políticos del pueblo mapuche, en contraste con los enunciados que les estigmatizan y definen por aquello de lo que carecen. El día previo y también durante la marcha, varias personas señalaron que esta contrastaba con la cotidianeidad, en la que las únicas manifestaciones que pasan por esos barrios son para pedir justicia. Nos concentramos en una sede de la junta vecinal llamada Atahualpa Martínez Vinaya, en cuyas paredes hay un mural que lo recuerda.

La movilización rompió esa frontera que parecía tan estática entre el adentro escolar y el afuera de la calle. Para muchas personas, ese momento en el que les niñes dentro de la escuela se paraban contra la reja a mirarnos, e incluso a cantar y responder a los cantos de la manifestación, fue más significativo que la parte que se desarrolló en el centro, que era el destino de la marcha. La acción organizada a partir de un acto de resistencia a una política pública trascendió ese objetivo al poner en tensión la lógica binaria que divide la ciudad y al apostar al fortalecimiento de los vínculos como pueblo. Al conversar sobre cómo fue el recorrido por los barrios populares y el pasaje por la escuela, el lonko Hugo Aranea -uno de los impulsores-14 concluyó que “todo el proceso de organización y realización de la marcha era en sí lo importante; recomponer otra vez la fuerza del pueblo mapuche” (comunicación personal, 17 de abril de 2019). Desde esta perspectiva, el barrio se reconfiguró como un espacio público central, y su población, como un sector con una historia propia, que no se reduce a su carencia o vulnerabilidad. En este sentido, se estableció un disenso con la mirada hegemónica que define al barrio en oposición al centro (el espacio público por excelencia) y a sus habitantes por la negativa.

El paso de la marcha por el barrio Mi Bandera no fue casual. Es -dicen a menudo las personas mapuche que viven en Viedma- uno de los barrios donde más gente de su pueblo vive. Esta generalización remite a una heterogeneidad que incluye a personas que se identifican como mapuche, a quienes se reconocen como descendientes, a quienes desarrollan prácticas y comparten conocimientos de este pueblo -sin que esto necesariamente las lleve a autoadscribirse de alguna forma específica- y, finalmente, a quienes les imponen esa pertenencia. La expresión de que la mayoría de las personas de los barrios populares es mapuche habilita reflexiones sobre los procesos históricos de desplazamiento forzado y desafía las clasificaciones identitarias basadas en marcas racializadas, como las que analicé en el apartado anterior.

A partir del relato de Taiana sobre cómo la policía perseguía a sus amigos -que ahora ve como mapuche y antes veía como “pibes con gorrita”-, le pregunté si consideraba que había relación entre sufrir violencia institucional y ser mapuche. Dijo que sí, y me explicó que “en la Patagonia no se puede negar la existencia de los pueblos originarios, porque la mayoría de la población pertenece a pueblos indígenas, es algo que se ve” (Taiana Quinteros, comunicación personal, 27 de abril de 2016). Como en la cita inicial de este artículo, ella no definió la pertenencia mapuche desde la autoadscripción, sino principalmente desde la adscripción externa, tal como sucede en el enunciado “se ve”. Inti, en la conversación antes citada, también hizo referencia a la identificación externa basada en marcas racializadas que “se ven” al referirse a quienes son policías:

Un policía que, nada, [es] un peñi, una lamnguen,15 y esa, esa violencia de pensar, decir “indio de mierda”, pensar “negros de mierda”, pensar eso. Incluso criándose en el mismo barrio […] Porque, no sé, los ves, ¡son morochos, son negros! (Inti Aranea, comunicación personal, 25 de enero de 2017)

Identifica a las y los agentes policiales como mapuche por su aspecto físico y señala como una contradicción que puedan ejercer prácticas discriminatorias por las que también ellos o ellas han sido discriminados o podrían serlo. Esta contradicción fue explicitada con fuerza en la movilización, donde la expresión “mapuche, escucha, únete a la lucha” se cantó en dos momentos y tuvo dos destinatarios. Al recorrer el barrio Mi Bandera, buscó interpelar a sus habitantes, y al pasar frente a la sede del Poder Judicial de Río Negro, en el centro, se dirigió a la policía que vigilaba las vallas que rodeaban el edificio.

La adscripción externa de pertenencia a partir de la lectura de marcas racializadas conlleva el riesgo de reproducir las clasificaciones hegemónicas sobre quién puede y quién no ser mapuche. En una conversación sobre este tema, Hermelinda Tripailafken, quien se dedica al aprendizaje y enseñanza del mapuzungun (lengua mapuche), planteó que las familias nunca están conformadas solo por personas mapuche y reflexionó sobre los riesgos de orientarse por criterios racializados para adscribir identidad: “¡Así nos describió el dominador! Tenés que ser petiso, de cara ancha, tener estos pelos, tener… Entonces si no sos así, no entrás en la categoría de mapuche” (Hermelinda Tripailafken, comunicación personal, 5 de marzo de 2020). Su reflexión se vuelve concreta en las experiencias de otras personas, cuya pertenencia mapuche es cuestionada cotidianamente por tener “la piel blanca”. Hermelinda va al grano de las contradicciones que atraviesan a las clasificaciones racializadas, instauradas y reproducidas a partir de procesos de sometimiento y alterización de su pueblo por parte del Estado nacional. Como señala Hall (2019), aun cuando la misma biología haya demostrado que no existen las razas humanas, lo racial continúa operando como sistema clasificatorio social.

En los relatos y las reflexiones de Taiana, Inti y Lilén sobre sus trayectorias, las marcas racializadas se inscriben por medio de discursos y miradas hegemónicas, en experiencias de discriminación como las que analicé en el apartado anterior. Sin embargo, al vincularlas con sus procesos de identificación como mapuche, adquieren otros sentidos: se configuran como signos de una historia compartida como pueblo. En otra conversación, Taiana explicó desde una interpretación histórica la relación entre el pueblo mapuche y la población de los barrios periféricos: “En los barrios están la mayoría de mapuches que han sido corridos de los pueblos, corridos de todos lados” (Taiana Quinteros, comunicación personal, 14 de junio de 2017). Su reflexión surge de interpretar la historia de su familia y vincularla con la de muchas otras personas mapuche con trayectorias personales y familiares similares. También Julieta Vinaya, al reflexionar sobre la relación entre ser indígena y sufrir violencia por parte de la policía, la vinculó con los procesos históricos de despojo y desplazamiento forzado:

Esos a los que les quitan el territorio son los jóvenes que después están en las capitales, que no tienen trabajo y empiezan a tomar o se meten en la droga y terminan peleándose entre ellos o atacados por la policía. (Julieta Vinaya, comunicación personal, 21 de junio de 2016)

Cuando explicaron las experiencias de discriminación como consecuencia de su pertenencia mapuche, Taiana, Lilén e Inti las relacionaron con los procesos de subalternización y alterización y transformaron positivamente los signos en el cuerpo: desde determinismos biológicos a marcas que condensan historias mapuche, de objeto de experiencias individuales a colectivas. Además, conectaron entre sí las experiencias mediante las cuales los habitantes de los barrios periféricos y el pueblo mapuche son alterizados y excluidos del centro de la ciudad. Las prácticas racializantes -que actúan naturalizando experiencias históricas- pueden, como en este caso, rearticular dichas experiencias mediante un trabajo colectivo de memoria. Estas lecturas, que connotan las marcas racializadas, no como características biológicas, sino como signos en el cuerpo de una historia de sometimiento, difieren de los determinismos y esencialismos hegemónicos que anclan a las personas mapuche en posiciones fijas y estereotipadas. Como argumenta Hall (2019) al analizar los cambios en la definición de raza en la producción de W. E. Du Bois, esos signos pueden dejar de aludir a algo definido como biológico y constituirse como insignia de procesos históricos compartidos, que como tales no pueden ser fijados y continúan abiertos a su continua reelaboración. En una sociedad en la cual la racialización opera cotidianamente y en la que las desigualdades de poder configuran las posibilidades de orientar sus reacentuaciones, estas prácticas dan cuenta de que sus sentidos están en disputa y de que lo racial no es un concepto unívoco o monolítico.

Reflexiones finales

Las dos movilizaciones descriptas y las intervenciones que en ellas realizaron sus participantes dejan entrever que sus objetivos no apuntaban solo a obtener respuestas en torno a las reivindicaciones que hacían públicas, sino que a partir de ellas hicieron visible y cuestionaron el orden social que produce a la población de los barrios periféricos como negatividad respecto del centro. Esto se manifestó en las formas de redefinir a esta población (como los “sin nadie” o como mapuche), así como también en los recorridos que comenzaron en estos barrios y se dirigieron hacia el centro, poniendo en acto la decisión política de cuestionar esa espacialidad hegemónica.

A partir de visibilizar el racismo y la impunidad con la que actúa el Estado frente al asesinato de Atahualpa, la lucha por su esclarecimiento y condena a los responsables movilizó a muchas otras personas -especialmente a niñes y adolescentes- a hacer visibles experiencias de discriminación. En la descripción de esas experiencias por parte de jóvenes que integraron Crece desde el pie, las desigualdades de clase social se vinculan con otras producidas a partir de características físicas como el color de la piel o el aspecto físico, y de modo asociado, la vestimenta, el barrio de procedencia y el lugar de origen. Los relatos dan cuenta de que en las prácticas de racialización operan y se imbrican criterios definidos como biológicos y culturales. Señalan que estas prácticas no operan de modo aislado, sino que son sistemáticas y cotidianas, y se materializan en instituciones como la policía y la escuela, así como también en la distribución y segregación en el espacio urbano. Caracterizarlas como racialización alude a que no involucran solo marcaciones étnicas, sino que lo que comparten -en principio- es producir clasificaciones de negritud, o de no blancura, desde el prisma del ciudadano argentino ideal.

La vinculación de experiencias personales como estas con las historias familiares y las trayectorias de su pueblo lleva a muchas personas mapuche a caracterizar a la mayor parte de la población que vive en los barrios populares como indígenas. Esta identificación se basa, por un lado, en lecturas a contrapelo de las marcas racializadas producidas por los discursos hegemónicos; lecturas que apuntan a reconectar historias silenciadas en las cuales lo racial puede operar como signo y, al hacerlo, señalan su carácter disputado y heteroglósico. Por otro lado, se funda en explicaciones sobre los procesos históricos que presionaron a la mayoría de las personas mapuche a dejar sus territorios y migrar a los barrios más empobrecidos de las ciudades; historias que cuentan que no son nadies.


Agradecimientos

A la familia de Atahualpa, por enseñarnos a ver y no conformarnos. A Inti, Tati, Lilén, Hermelinda y Hugo por compartir conocimientos, conversas, preguntas. A Mariela Rodríguez por su acompañamiento en mi formación y en la escritura de este artículo.

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Notas

[1] En las marchas han participado familiares de otras víctimas de crímenes que comparten la denuncia de la impunidad y de la asociación entre sectores de la policía provincial, del Poder Judicial y grupos de poder asociados a actividades clandestinas, tales como la trata de mujeres, la trata laboral o el narcotráfico. Julieta Vinaya, madre de Atahualpa, señaló en reiteradas oportunidades la centralidad del acompañamiento entre familiares de víctimas de violencia para sostener su lucha.

[2] En adelante utilizaré la forma abreviada Petu Mongeleiñ.

[3] En ambos juicios -el segundo de ellos, logrado después de años de lucha y realizado cuando ya Julieta Vinaya había fallecido-, las personas imputadas fueron absueltas por falta de pruebas. La familia de Atahualpa ha denunciado las numerosas irregularidades que se aplicaron en la etapa de instrucción de la causa, e iniciado, por este motivo, un juicio contra los fiscales Ricardo Falca y Daniela Zágari, que actuaron entonces bajo la procuración de Liliana Piccinini y del juez Carlos Reussi. De todos ellos, se logró la realización del jury a Daniela Zágari, quien fue hallada culpable por mal desempeño de sus funciones. La condena consistió en la suspensión de su cargo por cincuenta días, algo que la familia definió como “casi nada”.

[4] El Barrio Lavalle se creó a principios de la década de 1970 y fue uno de los primeros de la zona sur.

[5] Las personas citadas han decidido ser mencionadas con su nombre completo.

[6] En un principio, este activismo estuvo vinculado al movimiento de derechos humanos orientado a la búsqueda de verdad y justicia sobre los crímenes cometidos durante la última dictadura militar (1976-1983), pero con el tiempo adquirió autonomía y se fue diversificando política y regionalmente.

[7] Para un análisis más detallado de esta relación, ver Cecchi (2020).

[8] Como analizan Julio Arias y Eduardo Restrepo (2010), esta inscripción implica operaciones metadiscursivas mediante las que se construye y delimita el campo de lo biológico, en oposición al de lo cultural.

[9] Marici wew se traduce al español como la expresión “diez veces venceremos”, y constituye una forma de reafirmación y fortalecimiento del pueblo mapuche.

[10] El kultrun y el ñorquín son objetos que se utilizan para producir sonidos, por lo que suelen ser nombrados como instrumentos musicales, aunque sus usos y significados se vinculan con la cosmovisión y espiritualidad mapuche.

[11] El afafán es un canto mapuche que se realiza para dar fuerza y buenas energías.

[12] Esta disputa se inscribe en procesos de largo plazo de organización y reestructuración del pueblo mapuche con posterioridad a la llamada Conquista del desierto. En pos de enmarcar históricamente la escena descripta, pero sin ánimos de agotar la complejidad y heterogeneidad de estos recorridos, señalo algunas de sus características durante las últimas décadas. A fines de la década de 1960, les militantes y colectivos indígenas crearon nuevas instancias y modalidades de organización colectiva supracomunitaria, que fueron objeto de persecución y represión durante la última dictadura militar (1976-1983) (Lenton, 2015). Durante la década de 1980 se crearon en Río Negro el Consejo Asesor Indígena (CAI), los Centros Mapuche en las ciudades, y más adelante la Coordinadora del Parlamento del Pueblo Mapuche (Kropff, 2005). Desde fines de esa década, varias de las organizaciones que articulaban demandas con grupos definidos desde otros clivajes sociales reorientaron las disputas políticas desde la producción y discusión cultural y metacultural, hacia lo que Briones (1999) caracterizó como organizaciones con “filosofía y liderazgo mapuche”. A comienzos de la década del 2000 comenzarían a visibilizarse colectivos que plantearían la necesidad, tanto hacia la política indigenista como hacia el movimiento mapuche, de cuestionar los requisitos hegemónicos de supuesta pureza y habilitar formas heterogéneas de ser mapuche y organizarse colectivamente (Kropff 2007; Cañuqueo, 2015).

[13] El barrio Mi Bandera se creó en 1976, durante la última dictadura militar, a partir de la relocalización del barrio Villa Cartón, creado años antes en una zona más cercana al centro, de manera autoproducida e informal. La relocalización -proyectada por las políticas del momento como erradicación- desplazó aún más a sus habitantes a la periferia (Arribas, 2020).

[14] Aranea es lonko (autoridad política) de la comunidad Waiwen Kürruf y referente histórico del Consejo Asesor Indígena (CAI) en Viedma.

[15] Peñi y lamnguen son términos que designan hermano (entre dos varones) o hermana/o (entre varón y mujer o mujeres) respectivamente, no necesariamente de sangre.

Notas

[16] Financial disclosure Financiamiento: Este documento es resultado del financiamiento otorgado por el Estado Nacional, por lo tanto, queda sujeto al cumplimiento de la Ley Nº 26.899. UBACYT 20020170200258BA 2018 “Conflictos ideológicos, epistemológicos y ontológicos. Reflexiones desde el diálogo de saberes entre pueblos indígenas, investigadores académicos y gestión pública”. PICT 1117-2014. “Procesos de recordar y olvidar en contextos de subordinación. Memoria como producción de conocimiento y de políticas de re-categorización”. Directora: Ana Margarita Ramos.