Alicia M. Barabas[1]
Retomo la propuesta de Javier Serrano acerca de reflexionar sobre la comunidad en y desde Latinoamérica, y desde la etnografía como forma de aproximación idónea para comprender la especificidad de las comunidades de los pueblos originarios. Ya Javier nos encamina a reflexionar sobre la comunidad como problema de estudio de la antropología, como proceso dinámico y como sistema de relaciones sociales. Trataré entonces de acercarme al tema de nuestro dossier a partir de: el papel de la historia, de la cultura, de la identidad y de la autogestión para la construcción y reproducción de la comunidad del pueblo originario, que llega desde el pasado tiene existencia en el presente y se proyecta hacia el futuro.
La historia es una aproximación clave porque, a diferencia de otras comunidades de composición étnica heterogénea y formadas en la actualidad o en el pasado reciente, las comunidades de los pueblos originarios son anteriores a la formación de los estados nacionales latinoamericanos y por esa ancestralidad tienen (o deberían tener) derecho sobre sus territorios y a reproducir sus culturas e idiomas; derechos que están establecidos en instrumentos jurídicos internacionales y nacionales de los países latinoamericanos desde el siglo XX. Las comunidades de los pueblos originarios no son ahistóricas, tienen su propia historia profunda y una historia dentro de los estados nacionales que las han incluido.
Para comprender a la comunidad que forman los pueblos originarios también debe tomarse en cuenta el papel central que juega la cultura en su conformación y persistencia transformada a lo largo de la historia. En muchos casos a la cultura propia se le llama la o el “costumbre” e integra todas las manifestaciones culturales materiales y simbólicas que son consideradas como herencia de los antepasados. Es la tradición recibida que la gente considera verdadera e indiscutible y que, por lo tanto, debe ser practicada y conservada a través de las generaciones por su gran valor regulador y emotivo. No obstante que la reproducción de la tradición juega un papel clave en la persistencia de esta comunidad, tampoco puede pensarse que están aferradas a ella y se niegan a aceptar los bienes culturales del presente. Todo etnógrafo de campo ha sido testigo de los innumerables y a veces profundos cambios que registran las culturas comunitarias como consecuencia de la migración intensiva, la conversión a nuevas alternativas religiosas, el turismo, entre muchos otros factores.
Paso de largo por las antiguas y ya descartadas caracterizaciones de la comunidad indígena como aislada y cerrada. Nunca ha estado aislada de las sociedades envolventes y es cerrada solo en el sentido de que no admite nuevas membrecías foráneas, sino a través de la alianza parental. Tampoco son inmóviles, aunque algunas de las manifestaciones culturales fundamentales de raíz mesoamericana, como el concepto de quincunce o el de altépetl expresado en la Montaña Sagrada, que forman parte de una suerte de núcleo duro (López Austin, 1984; López Austin y López Luján, 2009), se transforman a un ritmo mucho menos intenso que otras manifestaciones culturales de menor densidad significativa. También son persistentes algunas manifestaciones culturales provenientes de la época colonial, como los sistemas de cargos político-religiosos heredados del municipio castellano, pero reconfigurados por las comunidades indígenas como su propio sistema de gobierno y organización comunitaria, que existen hasta la actualidad. En Oaxaca esa forma de gobierno, llamada en principio Usos y Costumbres y desde 2001 Sistemas Normativos Internos (SNI), fue legitimada en la Constitución del Estado en 1995 y permite el ejercicio de una autonomía comunitaria (municipal) relativa, pero de derecho. En otros estados de México (Guerrero, Michoacán, Chiapas) también existen gobiernos comunitarios que ejercen cierta autonomía de hecho.
El autogobierno comunitario está integrado, por una parte, por la Asamblea de comuneros o ejidatarios a la que pertenece gran parte de la población y, por la otra, por un escalafón de cargos políticos, religiosos y agrarios, que va desde los topiles, en el rango inferior hasta el presidente municipal en el superior y, muchas veces, por encima, se encuentran los Ancianos, considerados sabios de respeto, que asesoran a las autoridades porque han cumplido satisfactoriamente todos los cargos del sistema. Los cargueros principales son los encargados, junto con los especialistas religiosos, de la reproducción de la antigua cosmología y dirigen los rituales relacionados con los ofrendas y pedimentos en los cerros y manantiales, pero también toman parte en las celebraciones vinculadas con la iglesia, como las fiestas para el Santo Patrono y las mayordomías de los santos.
Los sistemas normativos internos son parte fundamental de la estructura social y de la cultura comunitaria y no se limitan al ejercicio de lo político, sino que constituyen un cuerpo de principios que establece los derechos y las obligaciones entre las personas. Idealmente esas normas son conocidas por todos y operan como instrumento de control social, ya sea por auto-convencimiento acerca de su legitimidad o mediante coacción física (castigos, multas, cárcel) o simbólica (rechazo de los vecinos, burla pública). Incluyen también la gestión agraria, el ejercicio de la justicia en el nivel comunal, las formas de intercambio recíproco interfamiliares (para los trabajos de la milpa, la construcción de la vivienda, las fiestas familiares) e intracomunitarias (las fiestas del pueblo, los tequios o donaciones de trabajos para la comunidad), las prácticas religiosas relacionadas con la religión católica y los rituales vinculados con la montaña sagrada. En el campo de la cosmovisión, la narrativa muestra que el escalafón de cargos de la comunidad se reproduce entre las entidades extrahumanas que habitan en los cerros, entre los antepasados difuntos que viven el último piso inframundo y entre los nahuales de los especialistas rituales que cuidan el pueblo durante la noche; todos ellos también cumplen servicios comunitarios. Por ello, para comprender en profundidad los SNI resulta muy importante, como ya mencioné, el concepto de costumbre, porque no cumplir con lo establecido puede acarrear desgracias individuales y colectivas.
Por otra parte, los sistemas normativos indígenas se nutren de la práctica de la reciprocidad en el intercambio de bienes y servicios. Es preciso ir más allá del concepto elaborado por Mauss (1925) y comprender la reciprocidad como una ética del don (Barabas, 2003); como el código moral que prima en los pueblos y los orienta a relacionarse a partir de intercambios o dones recíprocos equilibrados en todos los ámbitos de la vida social y en la relación con las deidades. Para los pueblos indígenas la reciprocidad juega un papel clave en los procesos de desarrollo de los grupos domésticos, en la vida colectiva material y simbólica y en las formas de participación y acción social. En esta ética se ponen en juego valores y principios fundamentales de los pueblos originarios: el honor, el respeto, la palabra empeñada, el compromiso, la vocación de servicio, el nombre de la familia, el prestigio, la buena vecindad, el afecto y el gusto por dar a los que se estima. Siendo así, la obligación de dar y devolver encontraría una determinación fuerte y profunda en los principios básicos de esa ética sociocultural que traza las conductas deseables y prohibidas.
El rol de la identidad étnica en la comunidad de los pueblos originarios es también clave porque la diferencia de la comunidad campesina no indígena o de cualquier otra forma de comunidad. Los indicadores que otorgan las bases culturales a la identidad son la lengua, las diversas prácticas y saberes culturales materiales y simbólicos, el parentesco, el territorio y la historia compartidos o cualquier otro emblema que la comunidad asuma como mostración de su contraste con otras comunidades. Las identidades étnicas se anclan en la historia, aunque son muy dinámicas, y tienen gran densidad o espesor, más que cualquier otra adscripción identitaria adquirida (religiosa, laboral). Un factor relevante que entreteje la cosmovisión con la identidad de esta comunidad es que su territorio le ha sido entregado en el tiempo inicial por las entidades extrahumanas creadoras y fundadoras para ese preciso pueblo (Barabas, 2006).
Finalmente, un motivo fundamental de su persistencia que caracteriza a la comunidad del pueblo originario, ha sido la autogestión que se ejerce mediante las formas organizativas y de trabajo colectivas y solidarias y se lleva a cabo en diferentes niveles y esferas de la vida interna y en muchas de las relaciones interétnicas locales y nacionales. Desde la década de los 70 tardíos la autogestión para la defensa de sus bienes e intereses ha encarnado en los movimientos etnopolíticos, que promueven un estilo diferente de acción política, con mayor participación de jóvenes y mujeres, que recurre a estrategias y recursos culturales para la movilización. Sus líderes o representantes suelen ser nuevos intelectuales comunitarios que buscan revalorar y revitalizar sus idiomas y culturas. Se arraigan en la memoria histórica, ya que recuperan la biografía de los líderes de antiguas rebeliones, y algunos de sus objetivos, como la autonomía.
¿Qué significa la comunidad del pueblo originario para la sociedad actual? Hacia fines de los ochentas del siglo XX, Boaventura de Sousa Santos (2018) señalaba que las epistemologías del sur surgían de las experiencias de resistencia a los paradigmas de la colonialidad, ancladas en saberes plurales, más experienciales que abstractos, y tomaba como referencia empírica principal al Buen Vivir de las comunidades andinas, que propone una vida en equilibrio con relaciones armoniosas entre las personas, la comunidad, la sociedad y la tierra. Para este autor, quienes han producido cambios progresistas en los tiempos recientes han sido los pueblos subvalorados, como los indígenas, que revalorizan el pluralismo y hacen resurgir identidades y lealtades locales. Igualmente, relacionado con el Buen Vivir, hacia 1980 se construyó el concepto descolonización del poder (Quijano 2020), inspirado en las tradiciones indígenas del Perú, pero también en el neo-zapatismo de la década de 1990, momento, según Quijano, de la expansión de los movimientos indígenas. Este autor reconocía en la comunidad indígena las formas de identificación, de democracia directa, de autogobierno y de autonomía que tenían la fuerza social capaz de construir un mundo más igualitario y de contribuir a la descolonización a través de la puesta en práctica del Buen Vivir, Sumak Kawsay, en quechua; principio de la comunidad andina, ayllu, que se describe como “la plenitud de vida en comunidad junto con otras personas y la naturaleza” (Tirzo González, 2014). También se ha buscado el concepto en guaraní, en mapuche, en maya tzeltal, en ikoot y en tojolabal. Abundan las publicaciones que describen la puesta en práctica del Buen Vivir en cooperativas, asociaciones y organizaciones en Perú y en México, cuyos proyectos frecuentemente son apoyados por ONGs, muchas de ellas dedicadas al medioambiente y la sustentabilidad económica, y se elaboran tomando en cuenta la cosmovisión indígena, la identidad cultural, la comunidad, la autodeterminación y las autonomías territoriales.
Son frecuentes las reflexiones que entrecruzan el Buen Vivir del ayllu andino con la Comunalidad de los pueblos mixe y zapoteco de la Sierra Norte de Oaxaca, también surgida hacia 1980, y ambos con la descolonialidad del poder (Mignolo, 2010) y con las epistemologías del sur (Aquino, 2010). En la actualidad esta teoría, en buena medida indígena, sobre la comunidad indígena señala cuatro ejes centrales: el territorio comunal, el trabajo comunal, el poder y gobierno comunales y la fiesta comunal. Estas categorías existen, por igual, en las comunidades mixes y zapotecas que se identifican con la Comunalidad y en los municipios que se rigen por SNI y en todos ellos se practica la costumbre y la ética del don. No obstante, es preciso no idealizar a las comunidades de los pueblos originarios y dar por sentado que son internamente homogéneas e igualitarias, que las relaciones interpersonales son idílicas, que siempre se respeta a la naturaleza y que están ausentes los conflictos agrarios, políticos o sociales. Ni la vida comunitaria del ayllu ni la de la Comunalidad son la solución a todos los males de la sociedad capitalista, como en ocasiones parecen proponer las teorías sociopolíticas contemporáneas. Las comunidades indígenas, al igual que cualquier otra sociedad, no están exentas de problemas y conflictos internos y con el exterior, pero esto no impide la existencia de múltiples lazos culturales comunitarios que les permiten accionar colectivamente para su beneficio.
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Con las comunidades sucede algo similar a lo que ocurre con otros grandes temas antropológicos como la reciprocidad y el parentesco: han quedado injustamente relegados en el debate disciplinar (Segalén, 2007; Robichaux y Serrano, 2024). Los diez artículos que conforman este volumen buscan animar los estudios de comunidad en Latinoamérica y reactivar el diálogo interdisciplinar e intrarregional en la materia.
Con clara huella empírica y partiendo de diferentes enfoques, los trabajos se centran en la comunidad abarcando una amplia variedad temática. En breve sumario, prestan atención a procesos de comunalización y recomunalización vinculados a adscripciones indígenas y pos-indígenas; abordan lo comunitario en contextos de frontera, su papel en la fragmentación intraétnica y sus orientaciones de futuro. Se ocupan además de la evolución histórica del significante comunidad, de lo comunitario a la luz de las políticas de reconocimiento y como formación social “abigarrada”, así como de cuestiones de territorialidad y contextos de conversión religiosa.
Todo ello no hace más que expresar la ductilidad y el vasto potencial heurístico de la comunidad como objeto de investigación y reflexión antropológica, así como la complejidad, el dinamismo y la vitalidad distintivos del momento actual de nuestra disciplina. A su vez, las contribuciones remiten a ámbitos geográficos específicos principalmente en tres países: Argentina, México y Chile. Si en virtud de esta limitación no es posible hacer consideraciones de alcance regional, ciertamente se abona el camino en esa dirección.
En conjunto los artículos en este dossier revelan la prístina vigencia de la comunidad como fenómeno empírico, lo que permite recalcar su pertinencia como objeto de estudio relevante en nuestra región. Actualmente las grandes discusiones sobre comunidad se establecen pensando en otras sociedades y en otras regiones. Latinoamérica debe encontrar su voz y reflexionar sobre lo comunitario con su propia impronta y en sus propios términos. Invitamos a hacerlo.
Robichaux, David y Javier Serrano (2024). Estudios de familia y parentesco en América Latina: asignaturas pendientes. Introducción, en Javier Serrano, David Robichaux y Juan Pablo Ferreiro, eds., Parentesco y Reciprocidad en América Latina: lógicas y prácticas culturales. Volumen 1 Asociación Latinoamericana de Antropología, inédito.