Dossier - Artículo original
¿A qué nos obliga el consentimiento? Deseo, seguridad y violencia en las políticas sexuales feministas

What does consent compel us to do? Desire, safety and violence in feminist sexual politics

O que é que o consentimento nos obriga a fazer? Desejo, segurança e violência na política sexual feminista

¿A qué nos obliga el consentimiento? Deseo, seguridad y violencia en las políticas sexuales feministas.
Runa, vol. 45 no. 2, (19- 35 pp.), Jul-Dec, 2024, doi: 10.34096/runa.v45i2.14195. ISSN: 1851-9628
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires


Introducción. La consagración de un dilema como el problema

El consentimiento como problema político aparece con fuerza en la Modernidad europea con las teorías de la representación y de la obligación política contractualista, en los debates respecto de cómo se da ese artilugio por el cual, tácita o explícitamente, autorizamos a un otro a obrar en nuestro nombre. Es decir, sobre por qué y cómo se da ese proceso en el que investimos a ese otro -sea un monarca, una asamblea, un cuerpo colegiado o una clase de individuos- de las facultades para decidir “como si” poseyera aquella voluntad que hemos delegado. A partir de allí, el canon de los debates teórico-políticos se enfrasca en leer los signos del consentimiento legítimo, por lo general argumentando sobre las cuotas de fuerza y de derecho habilitadas por el pacto; en tratar de distinguir fines y medios, autores y actores en la ficción; en sopesar sus posibles excepciones, así como sus límites temporales y/o generacionales; en discernir entre sesión, autorización y delegación de algunos o de todos los derechos; en abrir líneas de fuga sobre consentimiento y propiedad de sí tendientes a discriminar entre individuos más o menos libres frente al acto de consentir. Todas estas discusiones han logrado persistir como corazón mismo de las teorías sobre el consentimiento desde el siglo XVII hasta hoy. Conforme la teoría de la representación se va haciendo más eficaz y liberal, estas disyuntivas sobre el consentimiento se expanden hacia las regulaciones políticas de la soberanía con nuevos argumentos que refuerzan y refundan las relaciones laborales, raciales, filiales, parentales, amatorias. De este modo, el consentimiento como problema se vuelve indisociable de su carnadura racial, clasista y sexo-genérica. El acto de consentir se analiza entonces bajo la lupa de su opuesto constitutivo, las formas más degradantes de violencia: la esclavitud y la violación, principalmente; las vejaciones por situaciones de desposesión, tratadas con menor asiduidad por los consensualistas. Queda claro entonces quiénes son, pese al oxímoron, obligades a consentir, quiénes deben prestar su consentimiento y quiénes están validados para tomarlo. Toda forma de consentimiento está fuertemente sexualizada, porque toda forma de contrato lo está. En este artículo, sin embargo, indagaremos específicamente sobre las estrategias discursivas que se han ensayado en distintos abordajes feministas sobre la violencia y el consentimiento.

Nuestra hipótesis de lectura es que el consentimiento se constituye a sí mismo como un problema moral y político, del que es preciso e inminente ocuparse desde todos los ángulos posibles para poder ser “verdaderamente libres”. Por ende, es una condición de posibilidad pero, a la vez, una promesa.1 No es que antes del siglo XVII no existiera una observación respecto del deseo o la intención propias del libre arbitrio con consecuencias muy palpables, pero es a partir de esta nueva obsesión sobre las capacidades de los contratos legítimos, unida al control de las conciencias (como anticipación/producción de deseos y explicitación de las posibilidades de reclamos) y confundiéndose con la categoría de voluntad, que el consentimiento logra constituirse como el problema de la libertad; uno sobre el que, se nos dice, tenemos responsabilidades individuales. Especialmente de la libertad negativa, dado que -luego del pacto sexual y social (Pateman, 1995) que estipula genéricamente a qué estoy obligade a consentir para que haya sociedad civil- soy libre de consentir o no aquello que va a ocurrir en los bordes porosos del silencio de la ley, en esa privacía que se erige como baluarte (Berlant, 2012) y que solo podemos desear que se amplifique como esfera personal protegida (Brown, 2020). Así quedan ligados la libertad negativa y el “consentimiento tácito” -invención lockeana- como marco moral obligado en la discusión sobre los derechos y sus laceraciones, un marco que gusta señalar su carácter preeminentemente individual, aunque valga recordar, como lo hace Judith Butler (2011), que “si el consentimiento es dado a otro o ante otro ¿es entonces un modo de organizar una relación social más que un acto meramente individual?” (p. 3).

Este ensayo se propone identificar distintas estrategias de discusión sobre violencia y consentimiento dentro de algunas teorías feministas norteamericanas producidas desde los años setenta del siglo pasado, para desde allí construir puentes y contrapuntos con algunas teorizaciones feministas francesas y argentinas. Desde esos setenta, los feminismos norteamericanos colocaron al consentimiento como el problema de la libertad, particular pero no exclusivamente de la sexual, mediante un ataque sostenido a los argumentos jurídicos y políticos del consentimiento tácito en casos de violación. Esto no quiere decir que en otras latitudes el problema no haya sido abordado y teorizado fuertemente; hemos elegido este punto de partida porque creemos tiene gran recepción y relaboración en los debates que el consentimiento suscitará en nuestro país y en Francia. Por supuesto que las trayectorias y los contagios de dichas discusiones no son unívocas y que hay muchas otras vertientes interesantes del problema que han quedado fuera en este escrito, como son los debates producidos en diferentes países de América Latina, cuyo desarrollo excedería ampliamente este ensayo.

Nos interesa, a su vez, señalar cuáles son aquellos otros discursos que el exitoso reposicionamiento del consentimiento como el problema de la libertad sexual oblitera y desacredita en su siempre candente urgencia. Iniciaremos el desarrollo con el pasaje entre las campañas del “No es no” de feminismos de los setenta a los devenires del consentimiento positivo iniciado en los noventa y reforzado en lo que va del siglo XXI como acto sostenido, entusiasta, plenamente consciente y siempre revocable. Aclaramos que no se trata de paradigmas que se superan progresivamente, sino de estrategias discursivas que se reciclan y superponen pero que adoptan ciertas características históricas distintivas que es preciso identificar como parte de una contestación a la pervivencia del consentimiento tácito utilizado por el orden jurídico-político (a pesar de sus importantes adaptaciones) y a los modos de construir consenso de las políticas sexuales hegemónicas, sus ideas de “buen sexo” y sus “permisos” patriarcales.

Estrategias feministas entre el “No es No” y el ataque al consentimiento tácito

Desde Estados Unidos, a partir de la década de los setenta, se expande el llamado “giro punitivo” (Pitch, 2003; Garland, 2005; Davis, 2016, entre muches otres). Un cambio de paradigma en torno a las percepciones sobre delito y criminalidad que se transforma en un conjunto de herramientas de gobierno para la intervención violenta del Estado en poblaciones pobres, negras y chicanas. En la efervescencia de los movimientos sociales, de la consolidación de una nueva etapa del capital financiero y de la transformación de grandes ciudades al calor de la gentrificación y la especulación inmobiliaria, se transforman el aparato penal, sus dispositivos de vigilancia y captura, y la comprensión misma de cuál es la función de una prisión y una cárcel. Sociopolíticamente, estos cambios son sostenidos por la construcción de un pánico social y sexual que devolverá al ruedo la figura del criminal como predador sexual, particular pero no exclusivamente, bajo el mito del violador negro (Davis, 2005). La violación, tantas veces denunciada y desestimada por juicios altamente sexistas, será en este contexto la carta de entrada para transformar actos en sujetos delictivos. El poder de policía se concentrará en sostener el binomio de masculinidades peligrosas y mujeres, jóvenes y niñes (blancos) en peligro. En esta retórica securitista, las mujeres (cis blancas) siempre dicen no, a menos que sea hacia otros blancos de la misma clase o hacia sus maridos; mientras que las mujeres negras, las lesbianas, las trans y travestis siempre dicen sí. El mundo de las personas vulnerables se divide así entre buenas y malas víctimas, pero ante todo, víctimas. Como señalan Trebisacce y Varela (2023),

El lenguaje del consentimiento se expandió, así, arrastrando una tensión fundamental: por un lado, la necesidad de afirmar el consentimiento como índice del sujeto, de su capacidad de autodeterminación, y, por otro lado, la sospecha en torno a la capacidad de (¿algunos?) sujetos de brindar de manera lúcida aquel consentimiento. La noción de vulnerabilidad, al combinar una pretensión sociológica, una sensibilidad psicológica y la legitimidad de la lengua legal, se convierte en la (contra)figura en la que se proyectan los temores y ansiedades en torno a los límites de un legítimo consentimiento sexual. (p. 26)

Frente a esta estrategia que reificaba los cuerpos feminizados como violables, usándolos como chivos expiatorios para la represión, los distintos feminismos norteamericanos (Arbuet Osuna, 2019) acudieron a diferentes contraestrategias discursivas. Algunos, como los provenientes del feminismo radical, en sintonía con las apropiaciones de la revolución sexual, reivindicaron la sexualidad como espacio de experimentación y ensayo que debía proveerse su propia seguridad mediante la autodefensa (Dorlin, 2018). Otros, como los feminismos negros y socialistas, con una tradición de agresiones sistemáticas en manos del Estado, combinaban la apuesta a la autodefensa colectiva con la denuncia de las consecuencias nefastas que semejante inflación del poder de policía traía para ciertas poblaciones marcadas. Por último, el feminismo liberal vio en este giro la ocasión para exigir mayor protección del Estado tanto en materia de seguridad -vinculada a las modificaciones del código penal y los delitos sexuales-, como en reformas civiles y laborales en pos de la igualdad de género.

En términos generales, pese a la larga bibliografía psiquiátrica, criminalística y cientificista que argumenta a favor de la violabilidad de las mujeres y la tendencia a violar de los varones, la violación como tal no fue uno de los temas más acuciantes ni del feminismo decimonónico ni del de principio de siglo y entreguerras, con excepción de algunos importantes textos del feminismo negro (Jabardo, 2012). Es el debate en torno a los orígenes del patriarcado de fines de los sesenta y principios de los setenta el que ingresa la cultura de la violación como elemento del sometimiento de las mujeres. En el marco de esta revisión y del giro punitivista, se publica el best seller de la feminista radical Susan Brownmiller de 1975, Contra nuestra voluntad, que, plagado de todos los vicios de las tradiciones cientificistas previas explicitará que la violación “no es ni más ni menos que un proceso consciente de intimidación por el que todos los hombres mantienen a todas las mujeres en un estado de miedo permanente” (p. 15). Si bien el libro fue muy criticado por el feminismo negro y por buena parte de la academia por sus licencias interpretativas, fue un puntapié importante para la nueva centralidad de la violación en los debates feministas, entendida como daño fundante del patriarcado y como delito contra el consentimiento.2 Como señala Mithu Sanyal (2019):

en Estados Unidos la cuestión de la violación desempeñó un papel semejante al de la lucha en favor del aborto legal en Europa: aportó una experiencia unificadora y se convirtió en referencia para todo lo que estaba mal en las relaciones de género. (p. 42)

Es sugerente que aquello que en Francia logró un programa fuertemente antipunitivista como la defensa del aborto legal, seguro y gratuito, en Estados Unidos lo lograse a través de una agenda rápidamente cooptable por el punitivismo. En ese marco, se despliega la campaña del No significa No como respuesta al histórico y retorcido No es Sí3 que, para condenar una violación, exigía pruebas sangrientas de resistencia como signos -siempre insuficientes, a menos que el presunto perpetrador encajara en los perfiles deseables de criminalidad- del no consentimiento, mientras que cualquier gesto de cortesía, amabilidad o galantería sí era interpretado como sinónimo de consentimiento. El lema No es no logró atravesar distintas posturas feministas como proclama y hacerse masivo, pese a las importantes distancias que los feminismos que lo acompañan tienen entre sí, incluso en lo que respecta a cómo interpretar la violación, sus usos culturales y sus responsabilidades personales y políticas. Lo harán además continuando las intervenciones más tempranas y disímiles como las marchas del Take Back the Night desde 1972, organizadas en un primer momento en torno a la seguridad de las mujeres para caminar solas en las noches y bajo el reclamo sobre el uso del espacio público. Consigna que luego se resignificará en la denuncia contra la objetualización de las mujeres, la cosificación en la industria mediática y, específicamente, en la lucha contra la pornografía.4

La violación no es sexo, afirmará Brownmiller, en su afán de liberar a las víctimas de cualquier responsabilidad; la violación es violencia y debe ser castigada por ser una agresión, no por su carácter sexual, sostendrá Michel Foucault (2002) pocos años después, en su intento de sacar el control de la sexualidad del foco de todas las violencias; la violación es, por lo general, la regla del sexo, dirá Catherine MacKinnon en lo que será el inicio de su cruzada abolicionista y antipornográfica. Así, a comienzos de los ochenta, la tríada sexo/violencia/no consentimiento empezaba a quedar suturada con la violación como su exponente máximo, y con el acoso y el abuso como sus laderos. Para MacKinnon, la violación es la norma porque el consentimiento, en la situación de desigualdad radical en que se encuentran las mujeres respecto de los hombres, es imposible. Por ello escribió: “Si el sexo es normalmente algo que los hombres hacen con las mujeres, la cuestión no es tanto si hubo fuerza como si el consentimiento es un concepto significativo” (MacKinnon, 1995, p. 318). Así la jurista denuncia que el consentimiento es más una coartada que una solución al problema de las violencias que sufren las mujeres al momento de decidir y, por ello, sostiene que el concepto mismo de violación debe expandirse “Políticamente, llamo violación a cuando una mujer tiene sexo y se siente violada” (MacKinnon, 1983, p. 642).

¿Podemos las mujeres consentir? será una de las preguntas de los feminismos radicales y liberales de los ochenta; y en el caso de que podamos, ¿qué mujeres, qué cosas y cuándo podemos consentir? En medio de las guerras del sexo en Estados Unidos con sus distintos ecos en Francia y en Argentina, pero también de un revival sobre las beldades del contractualismo para las democracias vapuleadas por las crisis sociales y políticas, las dictaduras y el derrumbe del socialismo, una buena parte del feminismo blanco se vio impelido a conquistar la categoría de individuo de pleno derecho para disminuir sus márgenes de exposición y daño. El par consentimiento/violación se enfocó hegemónicamente en, por un lado, la transformación de las condiciones de posibilidad de la igualdad civil, particularmente en la lucha por volver jurídicamente inteligible la violación en el matrimonio, y, por el otro, en la persecución de la pornografía y el trabajo sexual como incitaciones a la violación. Esto supuso un nuevo momento de recrudecimiento del giro punitivo, en el que el delincuente sexual se completó con la figura del pervertidx -particularmente amenazante para jóvenes y niñes- y en el que las líderes políticas de la derecha (como Phyllis Schlafly, Nancy Reagan o Margaret Thatcher) se dieron a la tarea de defender la moral amenazada de la nación, uniendo una vez más la cruzada por el libre consentimiento con los poderes del consenso político.

También hubo quienes tempranamente denunciaron como farsa el intento de refundación del contrato social/sexual (antes y durante la crisis del SIDA), se ocuparon de remarcar la inherencia del peligro en el disfrute de la sexualidad y el carácter situado de la autodeterminación. La violación fue analizada desde esta otra óptica como un problema cultural y político que no se iniciaba ni se agotaba en su encuadre jurídico, y el consentimiento fue abordado como una parada necesaria -pero no la primera ni la única- en el sexo deseable bajo una mejor justicia erótica (Rubin, 1989; Fischel, 2019a). Porque, por sobre todas las cosas, este no podía resolver problemas culturales, sociales y políticos que impedían -y lo siguen haciendo- el libre desarrollo de una sexualidad satisfactoria, especialmente para ciertas sexualidades e identidades, muchas de las cuales no entraban en la pregunta vectora de si querían/podían consentir. Joseph Fischel (2016) escribe:

el consentimiento no puede hacer el tipo de cosas que queremos que haga, no puede dividir el buen sexo del malo, el daño de la libertad, o responder a los tipos de desigualdades e injusticias sexuales/sexualizadas que impregnan la vida moderna tardía en los Estados Unidos. (p. 7)

Así, inició su trabajoso periplo en el campo de la sexualidad la apuesta por distinguir lo que hace la lengua del Estado con el consentimiento y los debates éticos sobre él.

En Argentina, Catalina Trebisacce Marchand (2020) señala la particular construcción de la gramática jurídico-biopolítica de los ochenta cuando los movimientos de derechos humanos y los colectivos feministas porteños fueron capaces de disputar y ampliar la lengua del derecho. Bajo la revisión y reutilización del concepto de violencia, este “devino el marcador por excelencia de situaciones que reclamaban una reparación, un derecho, o alguna condición que garantice su destierro” (p. 122). La autora expone que la categoría violencia no aparece en las indagaciones tempranas de las feministas de los setenta que, más bien, enunciaban los términos del debate bajo la opresión específica de las mujeres. Pero, con el paso del tiempo, este concepto comenzó a aglutinar nociones tan disímiles como “sexismo, cosificación, subordinación, machismo, patriarcado, marginación, discriminación, opresión, incluso, odio, para explicar la realidad de las mujeres” (p. 122). Estas transformaciones dieron lugar a lo que Pitch (2003) enuncia como el paradigma de la violencia de género, que se convirtió en una condición que podía ser reconocida transversalmente por todas las mujeres. Una matriz interpretativa que produjo una nueva sensibilidad política, creando derechos allí donde no existían, y permitiendo diferentes acciones jurídico-legales importantísimas para analizar las violencias sexo-genéricas. Sin embargo, también ha sentado las bases para uno de los debates más álgidos de los últimos años: por un lado, el dilema que vincula la violencia de género, las agresiones, los abusos sexuales y los debates sobre la sexualidad con la necesidad de fortalecer las intervenciones del poder estatal, policial y judicial en las formas de regulación de los conflictos. Por otro, la expansión generalizante y performativa de todas estas desigualdades bajo la rúbrica de una violencia unidimensional que solo reconoce víctimas y victimarios.

En síntesis, desde los años ochenta, particularmente, los debates sobre consentimiento oscilaron entre el repudio absoluto a la intervención estatal en materia de sexualidad y la cada vez más regulada forma de la sexualidad, lo cual cimentó un nuevo régimen jurídico-sexual para las décadas venideras. Sus dilemas no han pasado desapercibidos. Las disputas que dieron lugar al traspaso de un régimen reproductivo como la única e incuestionable forma de la legitimidad sexual a otra del consentimiento voluntario -que implica sexo no reproductivo y placer- (Vance, 2014) es todavía un programa inacabado.

¿Sí es sí? Autodeterminación y consentimiento afirmativo

Durante los noventa, el vínculo entre consentimiento y violación volverá a dar un giro, cimentado en los ataques sostenidos durante las dos décadas previas al consentimiento negativo o -como lo llama Pateman- “voluntarismo hipotético”, que da por sentado el “sí” de las mujeres y pone la carga de la prueba en el “no”. Este cambio vendrá de la mano del consentimiento afirmativo como programa, destinado a reivindicar el goce y el deseo en la participación de las relaciones sexuales en vez de colocar las expectativas de seguridad en la vulneración de la autodeterminación. El intento es más que encomiable dado que trata de sacar a las mujeres de su posición de víctimas perpetuas; ataca especialmente antiguos atenuantes como la actitud, la vestimenta, el pasado sexual; presupone que, en definitiva, no es tan difícil distinguir si alguien quiere o no tener sexo y que este deseo puede cambiar y debe ser respetado en el momento en que ese cambio se comunique verbalmente o por otros medios.

Sin embargo, el consentimiento afirmativo tiene un conjunto de presupuestos que son problemáticos porque -una vez más- es posible que le pidamos demasiado a una herramienta interpretativa y jurídica. El consentimiento afirmativo y su expansión en lo que Angel (2021) llama una “cultura del consentimiento” (p. 20), suponen a alguien que pueda decir qué quiere, cómo lo quiere y qué no, de manera asertiva, clara y reflexiva, impidiendo y condenando la ambivalencia, la duda o el no saber. Por ende, el debate original sobre la conciencia, la propiedad y el saber de sí vuelven al ruedo como condiciones necesarias para un consentimiento seguro y exitoso. No tardaron en llegar viejos argumentos sobre la opacidad del inconsciente y los deseos reprimidos para atacar este programa. El psicoanálisis venía siendo usado desde sus inicios como herramienta justificatoria de las contraindicaciones del consentimiento que abonaban el “no es sí”, pero esta vez los feminismos estaban en una posición distinta ante él5 y también frente al Estado y sus estrategias de retroalimentación a través de las políticas de identidad y discriminación positiva (Brown, 1995).

El consentimiento afirmativo trajo consigo el “sí es sí”, en un momento en el que la voluntad de explicitación se promovía como una puerta a mejores entendimientos y también, en algunos textos, al “empoderamiento femenino” basado en “la confianza en sí misma”.6 Esto, además, sucede en un contexto en el que la transparencia y la exhibición en la política parecen confundirse reiteradamente mientras el escándalo sexual está a la orden del día como parte de la farandulización de la política. Afirmar puede ser mostrar, no tener vergüenza e incluso reivindicar con desparpajo todo el consentimiento que el dinero puede comprar,7 ya sea mediante escándalos por coimas o a través de escenificaciones del poder como relatos de abuso y/o violación.

Claro que los costos de ese enorme Sí caen diferencialmente sobre las responsabilidades de aquelles que deben estar segures de lo que quieren y sus consecuencias. En esta nueva efervescencia, el consentimiento es un escudo moral que, al convertirse en marco interpretativo privilegiado de la libertad neoliberal, tiende a hacer aguas sobre las desigualdades que son constitutivas de cualquier interacción humana; y a hacer un conjunto de problemáticas presuposiciones sobre la voluntad, el placer, la intención y el control de sí y de los otres. Además, tienden a convertir la moral en la política en moralismo político -como analiza Brown (1995)-, destinado a perseguir personas, discursos, y formas presentadas como perniciosas, en este caso para la promesa del “buen sexo”.

Es que junto con el “sí es sí”, también el consentimiento se transformó paulatinamente en la barrera capaz de discriminar entre el buen y el mal sexo, no solo -como lo venían haciendo en décadas pasadas (Rubin, 1989)- respecto de los niveles de violencia involucrados en el acto sino también, y particularmente, ahondando en el disfrute y la (in)satisfacción obtenida. Una línea argumental que se reforzaría en las décadas siguientes con las campañas del consentimiento dialogado y “entusiasta” como reaseguro no solo contra la violación sino también contra los malos encuentros sexuales. Esto pone a rodar una utopía del sexo pleno que encastra armónicamente con la promesa de vínculos sin conflictos, malentendidos, ni momentos tensos, que viabiliza la cultura del consentimiento como apuesta central para regular la interacción entre las personas.

¿Qué separa, en tanto utopías, la irónica afirmación foucaultina de “el buen sexo mañana”, que termina por ser la apuesta de les principales promotores del consentimiento afirmativo, de la búsqueda de una justicia erótica? En esa distancia entre ambas promesas posiblemente encontraremos una relación muy distinta con el riesgo como vector de la experimentación y los ensayos sexuales y eróticos, así como una confianza muy diferente sobre lo que la ficción del diálogo entre iguales puede darnos -previo y durante el encuentro-.8 La caricaturización de estas apuestas del consentimiento entusiasta, donde primero hay que pasar por una conversación incómoda -presentada por algunas campañas como “el nuevo sexy”-9 para luego disfrutar mejor y donde las relaciones de poder solo son una performance más dentro de una cartilla que se abre y se cierra conforme empieza y termina el acto sexual, ha estado a la orden del día desde sus primeras apariciones.

Con un viso de verdad, algunos de los ataques a este protocolo de las relaciones sanas han señalado los daños al erotismo y la imaginación sexo-política provocados por la yuxtaposición entre consentimiento y buen sexo. Sin embargo, estas necesarias problematizaciones no nos deben hacer olvidar que el consentimiento positivo es, como escribe Fischel (2019a), el estándar “menos malo disponible para la legislación sobre agresión sexual, en comparación con los estándares de ‘fuerza’, ‘resistencia’ o falta de consentimiento” (p. 3), en contextos donde las violaciones, lejos de ser un problema en retroceso, se multiplican como lenguaje, intercambio y marcación.

En Estados Unidos, la discusión sobre los alcances y las consecuencias de reglamentar bajo la perspectiva del consentimiento positivo tuvo un nuevo hito entre los debates feministas al calor de la regulación ampliada del Title IX10 en las universidades, durante la presidencia de Obama. El asunto ya había tenido un round previo en 1993, cuando estudiantes del Antioch College y de la Ivy League habían promovido acciones para prevenir violaciones; las primeras escribiendo un protocolo basado en el consentimiento positivo verbalizado, las segundas llevando adelante campañas de concientización. Ambas intervenciones habían sido ridiculizadas por los medios e interpeladas por el libro de Katherinne Roiphe (1993) The Morning After: Sex, Fear, and Feminism -donde apuntaba especialmente contra la reificación de roles estancos entre víctimas y victimarios que se había consolidado, para la autora, como el único discurso feminista aceptable al menos desde el movimiento Take Back the Night-.11

El libro de Roiphe habilitó una controversial línea de la crítica feminista que se amplificó durante los años noventa, que no pertenecía ni al feminismo radical clásico de los sesenta y setenta ni al feminismo prosexo de los ochenta pero que tomaba con beneficio de inventario distintos argumentos de ambos -como la apertura a la ambigüedad erótica, la denuncia del punitivismo y la defensa del deseo femenino-. Una línea que a su vez encajaba problemáticamente con los discursos sexistas que buscaban desestimar la violación sobre la base de la exageración, la victimización y el supuesto odio a los hombres. A pesar de esto, si queremos dar realmente un debate político, es necesario no tirar al niño con el agua sucia por temor a enchastrarnos. Roiphe (1993) escribe que:

La idea de que sólo un sí explícito significa sí propone que las mujeres, al igual que los niños, tienen problemas para comunicar lo que quieren. Propone que es probable que se nos escapen las palabras, que es probable que nos encontremos enredadas en situaciones en las que no podemos hacer valer nuestros deseos. Más allá de sus dudosas premisas sobre los límites de la comunicación femenina, la idea del consentimiento activo refuerza los estereotipos de hombres que simplemente buscan ‘conseguir algo’ y mujeres que realmente no quieren nada. El folleto de la American College Health Association dice a los hombres: ‘Tus deseos pueden estar más allá de tu control, pero tus acciones están bajo tu control’. Y advierte a la alumna ‘comunica claramente tus límites’. Según esta imagen de las relaciones sexuales, sus deseos nunca están fuera de su control. (pp. 62-63)

Es evidente que Roiphe tiene un dilema entre manos. La minorización sistemática, el encasillamiento en roles estancos y la funcionalidad al fervor punitivista son peligros reales en los usos del consentimiento positivo, tan reales como lo eran bajo la égida del consentimiento negativo que -como hemos señalado- no deja de reciclarse y pervivir. En las discusiones respecto de cómo reglamentar el consentimiento en las universidades bajo el Title IX, en 2011, el debate se reaviva. Los protocolos contra la violencia sexista ensayados primero en Estados Unidos y poco después en Francia y Argentina, entre otras latitudes, discutirán nuevamente cuáles son los signos del consentimiento y qué hacer ante las denuncias recibidas por agravios sexuales dentro de las universidades. Estos dispositivos permitirán un tipo de regulación, con sus propios métodos de investigación, enjuiciamiento y sanción, que no está dentro de la jurisprudencia ni civil ni penal para la resolución de conflictos sexuales internos al campus -aunque finalmente pueda acarrear acciones en ambas direcciones-. Por este motivo, por los grises que se habilitan en ese no-juicio que juzga y que muchas veces expone a las víctimas a procesos burocráticos desgastantes y, en muchos casos, violentos, será fuertemente atacado principalmente por sus detractores pero también por algunas personas que se comprometieron con su funcionamiento (Ahmed, 2022).

La discusión al calor de este tipo de regulaciones llevará a la pregunta acerca de qué es lo que consentimos cuando consentimos y qué sucede con todas las derivas indeseables que pueden ocurrir durante el acto sexual. ¿Son todas necesariamente violentas? ¿Qué sucede con el engaño, la mentira o el ocultamiento en el marco de una relación sexual entre adultos consentida afirmativamente en su inicio? ¿Violencia es mentir? ¿Ocultar y no decir es mentir? ¿Hay niveles para la violencia?, y si los hay, ¿tienen que ver con el peligro de las consecuencias reales y/o potenciales? Nuevamente se impone en este punto la distinción entre una acción que puede ser moralmente reprochable, un delito civil -susceptible de ser castigado con una pena pecuniaria u otro tipo de cargas- y un delito penal; así como la revisión sobre las consecuencias personales y políticas que las pretensiones de verdad de sí y de les otres (Gutiérrez, 2022) pueden traer si se judicializa todo el espectro del consentimiento. Por otra parte, es preciso poder distinguir entre daño y una fantasía o expectativa no cumplida, sin que lo que percibimos como fracasos necesariamente sean denunciados como estafas. Es decir,

podría ser que lo que hacemos los adultos cuando consentimos un encuentro sexual o relación sea intentar y comprender qué significa consentimiento o, más bien, explorar algunas regiones del “decir que sí” […] Podría también significar, precisa y paradójicamente, acordar en dejarse llevar, pero acordar en dejarse llevar bajo ciertas condiciones en las que el acuerdo implícito o explícito entre dos personas no es dejado de lado. A pesar de que se supone que el consentimiento es activo y lúcido, el consentimiento sexual puede involucrar términos mucho menos activos: ser movido, sentirse curioso, encontrarse a uno mismo abriéndose a lo que es desconocido, ser impresionable, vulnerable, sorprendido, intrigado o incluso desplazado y a la deriva, preguntándose qué acontecerá, renunciando, cediendo. Tenemos que distinguir entre el consentir al sexo que uno tiene de consentir al sexo que le otro tiene. (Butler, 2011, p. 15)

Con notable constancia, la problematización del consentimiento logra imponer sus términos, por eso vemos que tanto la salida de la autodeterminación del consentimiento positivo como la apertura al deseo femenino y su posibilidad de “perder el control” son salidas individuales a un problema que es eminentemente social y político, al que debiera atenderse situada y relacionalmente. Si la imaginación colectiva se reduce a la defensa de un marco legal común que actúa siempre individualmente, todos esos grises que expone Butler como partícipes necesarios del proceso de encuentro con otre son encasillados en lícito/ilícito, bueno/malo. Ni el Sí ni el No son, fenomenológicamente y por sí mismos, actos de apertura o clausura a la experiencia, como han mostrado Ahmed (2018) y Friedman y Valenti (2008); su necesaria preeminencia como indicio primero de una relación sexual consensuada no debiera privarnos de mirar todo lo que sucede cuando parece que no decimos nada respecto del sexo, nuestros deseos y nuestros modos de registrar a les otres.

Entre las espumas de la nueva ola

En los feminismos en general, y en los debates sobre el consentimiento y la violencia sexual en particular, hay un antes y un después del #MeToo. El 2017 es un parteaguas que radicaliza todas las posiciones que venimos analizando, dado que inicia una rápida escalada en la cual los discursos contra las violencias sexistas en general -y el femicidio y la violación en particular- ocupan el centro de la escena mediática, callejera, universitaria y legislativa. Las encrucijadas en torno al (anti)punitivismo se imponen dentro de los feminismos, minando y complejizando sus procesos de hegemonización, a la vez que se dan intervenciones políticas, declaraciones públicas y reformas legislativas que es posible que aún hoy, siete años después, cueste dimensionar en su magnitud y alcances actuales. 2017 es el año en que se exponen los abusos de Harvey Weinstein como punta de un iceberg que inicia una catarata de denuncias de acoso, abuso y violación por distintas redes sociales -aunque especialmente Twitter- que terminan por dar un nuevo tinte a las acciones internacionales feministas que se venían sosteniendo, con sus distintos enclaves nacionales y pliegos diferenciales de demandas. 2017 es también el año en que la secretaria de educación de Donald Trump, Betsy DeVos, deroga la normativa del Title IX. Es el mismo año en que Laura Kipnis (2017), siguiendo algunos de los argumentos de Roiphe y escalando en muchos otros, publica su controversial Unwanted Advances. Sexual Paranoia Comes to Campus, con una frase en gigantografía sobre la tapa roja que exclama como grito de guerra “Si esto es feminismo, es feminismo secuestrado por el melodrama”. El libro, repleto de guiños patologizantes, recurre a la histeria institucionalizada y a la paranoia sexual -como si pudieran ser la actualización del “pánico sexual”- para dar un cuadro del momento en el que el feminismo, para la autora, ha sido capturado por la burocracia y la victimización.

La virulencia y facilidad con la que los argumentos son arrojados dicotomizando entre amigues y enemigues, esclaves y esclarecides es todo un archivo de época. La tónica desacreditante -de una rapidez inusitada- replica el timing de la política a través de las redes, así como la retórica incendiaria de las nuevas derechas. Todo parece suceder tan velozmente que cada día aguarda una nueva sorpresa, sin saber si asistimos a las crónicas de una caída o de un ascenso… posiblemente a ambas. La respuesta reactiva norteamericana también tiene su versión francesa; se desempolva para tales fines la teoría de la seducción esbozada a fines de los años ochenta. Así, el incendiario texto Las mujeres toman la palabra (2018), reproducido viralmente como el Manifiesto contra el MeToo#, de Catherine Millet y un conjunto de actrices francesas -al que no tardan en caerle críticas por sexista, clasista y racista (Arbuet Osuna, 2020)- daban un giro radical a los argumentos planteados en los noventa por Mona Ozouf (1995) o Claude Halib (1998), que miraban melancólicamente la deserotización de la feminidad y los juegos sexuales -que entendían como símbolos de un extraño igualitarismo aristocrático- en manos de las feministas. Joan Scott (2023) recoge el guante y describe así el mito francés del consentimiento natural que supuestamente estaba siendo ahogado por las trabas políticas y legales del feminismo contemporáneo:

El mito, entonces, es el siguiente: en un tiempo ya pasado, hubo un momento en donde los modales y la naturaleza coincidían […] [en el que] hombres y mujeres podían perseguir y satisfacer sus deseos eróticos, libres de otras consideraciones […] La ausencia de conflicto es una de las afirmaciones centrales del mito. Felices eran los días cuando a las mujeres les gustaba ser mujeres y a los hombres les gustaba ser hombres, y cuando la atracción mutua tomaba la forma de encuentros amables y civilizados. (p. 238)

El debate es interesantísimo y podríamos revisar cómo ambos bandos fueron cargando sus plumas conforme aparecían compatriotas a defender el modelo francés de la seducción -como los de Irène Théry y Philippe Raynaud- y cómo Scott iba sumando también intervenciones a favor de sus argumentos -como las de Didier Éribon12-. Sin embargo, lo que nos interesa aquí son dos cosas. Una, cómo en ese debate transatlántico el centro de la disputa unió consenso y consentimiento o, en otras palabras, políticas sexuales y políticas democráticas dentro de las interpretaciones feministas, pero también dentro de las respectivas naciones. Dos, cómo una oposición semejante adquiere otros tintes y rebasa con creces al ámbito de la academia y los diarios. Respecto de esto último, Éric Fassin (2012), que siguió de cerca los intercambios entre los feminismos estadounidenses y franceses, señala como quiebre fundamental el escándalo de 2011, tras la violación cometida por el secretario del FMI, Dominique Strauss-Kahn. Allí, la discusión sobre la violencia sexual se abocó a atacar los privilegios patriarcales y clasistas de los que gozaba el establishment, que buscaba renovar su voto de confianza en la impunidad en medio de terribles declaraciones de funcionarios, empresarios y periodistas. Según Fassin, la defensa de una política sexual democrática por el feminismo francés que llamó a tomar partido públicamente13 y a movilizar dio lugar a un debate sobre condiciones (des)iguales de goce y de protección legal. Algo sucedió allí respecto del cómo se aborda una de las paradojas constitutivas de este vínculo entre consentimiento y violencia sexual, sobre la que venimos dando vueltas, a saber: cómo desconfiar y apostar a algo más que eso que las garantías jurídicas y estatales tienen para ofrecernos en términos políticos como horizonte para nuestra sexualidad, sin por ello dejar de reivindicar la necesidad de cierto tipo de consenso y confianza en los pactos. Podríamos arriesgar que lo que sucedió fue que incluso quienes no se resignan a dejar de pensar esas otras experiencias que potencian la sexualidad y para las que el lenguaje del consentimiento no alcanza -llamémoslas erotismo, fantasía, descubrimiento e, incluso, seducción14- leyeron también contextualmente la necesidad de volver a explicitar su defensa -como piso de la discusión- de lo que al parecer ya no era tan evidente: la ficción política contractualista inaugural. Como escribió Butler, tenemos que poder pensar más allá de procesos que

o bien asumen de modo libertario que el sujeto tiene una relación completamente lúcida y transparente con el deseo y la decisión, o bien sostienen que el sujeto es incapaz de hablar y que la ley debe hablar en su lugar. ¿Existe una manera de resistir tanto a los exacerbados presupuestos libertarios como al paternalismo regulatorio? ¿Cuál sería esa otra manera? (2011, p. 14)

Las condiciones políticas en las que se dio el #MeToo ayudaron a distanciar las dos puntas de esta paradoja, a exponerlas como si fuesen incompatibles, dos facciones distintas. Las derechas se apoderaron de ambos extremos. Los feminismos abolicionistas tuvieron su nuevo cuarto de hora, esta vez con mucho más dinero de las distintas iglesias, y quienes defendían el sensualismo sin conciencia ni de género, ni de clase, ni de raza se apartaron finalmente de sus trabas feministas contemporáneas para seguir hablando de paraísos perdidos. En el medio, muches teóriques y activistas feministas y queer siguieron con el problema, a riesgo de represalias, cancelaciones y expulsiones. Hubo quienes se concentraron en registrar, recordar y analizar experiencias de resistencia contra la pedagogía de la violación, pero en defensa del peligro y la experimentación sexo-política -que bajo ensayos poliamorosos y/o con el posporno ingresaban por otros lugares a la interpretación de los consentimientos y las violencias-. Hubo quienes encontraron el modo de mantener la paradoja en esa conversión de la díada placer y peligro en consentimiento y vulnerabilidad, y hallaron allí nuevos programas para abrir nuestras incertidumbres. Hubo quienes persistieron en defender los corrimientos que habían conseguido romper con la forma en la que se enunciaba la violación, conmover las presunciones de culpabilidad de las víctimas, horadando su carácter de estigma vitalicio, pero también advirtiendo los problemas que podía traer la revictimización y el peso de la construcción subjetiva a través de la categoría de víctima.

En Argentina, el año 2017 también es un parteaguas, que enrarece el proceso de masificación que se estaba dando desde el 2015 a partir de los movimientos catalizados por Ni Una Menos en sus denuncias sobre los femicidios y las violencias sexistas. Banderas que convivieron con la exitosa lucha por el aborto legal, seguro y gratuito pero que -como vimos en el primer apartado- lograron que el significante de la violencia encabezara la agenda feminista nacional. Hemos abordado la peculiaridad de este momento en otro trabajo (Arbuet Osuna y Gutiérrez, 2022); baste aquí decir que la paradoja que venimos señalando se impone tanto en las posiciones que los feminismos deciden tomar ante la codificación estatal y jurídica de sus demandas -y las estrategias para pensar una vida buena por fuera del pedido de castigo- como hacia el interior de los propios movimientos y la preocupación por la seguridad de los vínculos, los espacios y el sexo. El consentimiento se queda corto, pero también logra imponer sus encuadres, su lenguaje, sus preguntas y ansiedades, lo cual abre la explosiva caja de Pandora. Los costos de las formas vigilantes, controladoras, tutelares y estigmatizantes de la resolución de algunos de esos debates ensombrecieron los enormes aprendizajes que esa apertura posibilitó, mientras que la reacción política inmediatamente posterior se ocupó de señalar los peligros de la curiosidad y la necesidad del repliegue en las viejas estructuras. Durante todo el proceso, aquí, como a fines de los setenta en Estados Unidos y Francia, o en las discusiones en Barnard College en los ochenta, o en los debates trasatlánticos de los noventas o en las disputas sobre los protocolos en la primera década de este siglo, las universidades estuvieron en el centro de la escena.

Hoy que ya es ayer pero que nunca es mañana

El hito de 2017 como estallido radical, con sus secuelas en los años inmediatos y sus cristalizaciones pandémicas, nos dejó un conjunto muy variopinto y contradictorio de logros, retroceso y amenazas dentro y para los feminismos. Asistimos a un escenario completamente novedoso que, en términos del debate que nos importa, logra combinar fantasías orwellianas como una app de citas que chequea permanentemente el nivel de consentimiento en las relaciones de pareja; la generalización de la práctica de gostheo; el imperativo de la decisión ante la deflación de la voluntad, el deseo o el interés; la interpretación del consentimiento tácito15 en cualquier experiencia social como carta en blanco16 para líderes de derecha que hipersexualizan sus perfos; el repliegue de los protocolos y las asambleas feministas que funcionan en universidades, barrios y ciudades que están afrontando empobrecimiento y represiones inusitadas.

Nos permitimos finalizar con una cita extensa de Fischel, porque consideramos que condensa esta situación dilemática sobre la que estamos dando vueltas:

Finalmente, puede que el consentimiento sea con más frecuencia el problema que la solución al mal sexo. ¿Por qué la gente, demasiado a menudo chicas y mujeres, consienten tener un sexo que es empobrecedor, doloroso, no deseado y desagradable? ¿Qué fuerzas sociales, culturales y económicas hacen que consentir un sexo horrible sea menos costoso que decir no? Lejos de ser resuelto por el consentimiento, ese problema está constituido por el consentimiento. El consentimiento no resuelve todos nuestros problemas sociales o injusticias íntimas. Del mismo modo que consentimos trabajos que nos atontan, frecuentemente consentimos tener sexo perjudicial. Los presentadores de tertulias de derechas reprochan que algunos en el #MeToo hayan confundido la violación con el mal sexo, pero resulta crucial que hagamos del mal sexo, y no solo de la violación, el principal objetivo de nuestras ideas político-sexuales. No me refiero al mal sexo en el sentido de mediocre […]. Me refiero al sexo que es continuamente indeseado, o doloroso o aceptado a regañadientes […]. Colaboremos para crear oportunidades a las relaciones íntimas y la satisfacción sexual, particularmente para las personas a las que históricamente se les ha asignado la satisfacción de otros en lugar de la satisfacción propia. Imaginemos una política sexual progresista en la que el sexo al que muchos de nosotros consentimos sea el problema en lugar del antídoto. (2019b)

Quizás sea un buen momento para volver a discutir el problema del consentimiento en tanto marco, prestando atención a todas las miserias que se sobreviven a través de él, en momentos en los que la derecha replica que hay que sufrir para luego estar mejor, casi como acompañando el latiguillo de “el buen sexo mañana”.


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Notas:

[1] Carole Pateman (2018) expone cómo esta es una paradoja fundamental: “El consentimiento es primordial para la democracia progresista ya que es esencial mantener la libertad individual y la igualdad, pero constituye un problema para la democracia progresista porque la libertad y la igualdad individual son también una condición previa para la práctica de consentimiento” (p. 124).

[2] En Estados Unidos, antes incluso de 1885, en la ley penal se distinguen los delitos “contra la voluntad” de una mujer de aquellos actos que se realizan “sin su consentimiento”. Esta distinción permitió a la jurisprudencia desestimar de plano como violaciones todas aquellas situaciones que no implicasen la resistencia física demostrable. Más allá de este subterfugio jurídico, la distinción entre dar voluntad y consentir es políticamente muy importante; así como no siempre deseamos aquello que consentimos, tampoco, necesariamente, comprometemos nuestra voluntad en algo que simplemente permitimos.

[3] Que hunde sus raíces en la Antigüedad clásica, pero del que posiblemente Jean-Jacques Rousseau sea el máximo exponente, con su argumento respecto de las formas honorables del consentimiento negativo del que toda mujer debe disponer para encender la fogosidad natural de los hombres, que no deben desistir ante este “consentimiento silencioso”.

[4] En 1980 se publica Take Back the Night. Women on Pornography, compilado por Laura Leder, donde hay escritos de autoras tan disímiles como Audre Lorde, Adrianne Rich, Andrea Dworkin, Alice Walker, Gloria Steinem o la propia Brownmiller, donde se solapan reclamos y discursos de seguridad, autodefensa y pornografía.

[5] Desde los años sesenta los feminismos venían reinterpretando y reescribiendo las teorías del psicoanálisis para explicar la dominación, denunciar la patologización y ampliar el espectro de los corrimientos sexo-políticos que habilitaba el principio de incertidumbre y no coincidencia entre sexo/género/sexualidad.

[6] Sara Ahmed (2016) ha analizado cómo esta afirmación en torno a la (falta) de confianza carga las tintas sobre la responsabilidad individual que cada una tiene sobre su proceso de sexualidad plena, que silencia todo el resto de condicionantes y reproductores de la desigualdad y opaca las enormes posibilidades de la ambivalencia como situación política y erótica.

[7] Mientras la privacía extendía su esfera protegida y televisaba sus prerrogativas como show contínuo, los espacios de encuentro y sexo público (que funcionaban bajo formas muy distintas a las del consentimiento positivo) eran “limpiados”.

[8] Por ejemplo, la fantasía en el control de la escena al delimitar todas sus posibilidades y modos.

[9] Fischel (2019a) revisa varias campañas y Angel (2021) hace mención a otras, como la icónica de la policía de Thames Valley que lanza el slogan “Consent Is Sexy”, con intervenciones que sentencian “El sexo con consentimiento es sexy”.

[10] Title IX of the Education Amendments Act fue una enmienda constitucional sancionada en 1972 que promovía la igualdad y la no discriminación por sexo en los establecimientos educativos que reciben financiamiento estatal. Se transformó en una herramienta que regula normas, conductas y formas de acción en materia de discriminación, acoso y violencia.

[11] Marchas a las que Roiphe (1993) despectivamente nombra como “marchas de terapia” o “rapsodias de la autoafirmación”.

[12] El debate público se desató, a lo largo del 2011, mediante columnas de opinión que fueron publicadas en distintos diarios internacionales como New York Time, Le Monde Diplomatique y Libération. Para una reposición detallada de los argumentos ver Fassin (2012).

[13] Se puede consultar el libro que editó Christine Delphy, Un troussage de domestique (2011), que toma la ridiculización de un periodista francés sobre el caso.

[14] Fassin propone imaginar una teoría feminista de la seducción -entendida esta como “provocar el deseo del otro”- que permita mover el eje del consentimiento y la violencia al deseo, como centro de la preocupación política de los feminismos. En su artículo escribe “si debemos entrar en el campo de la seducción, es para demostrar contra el ‘feminismo francés’ que ya no puede ser seductor a menos que sea verdaderamente feminista. Es también, a cambio, la oportunidad de hacer el feminismo, no menos combativo, sino más deseable, por su naturaleza política” (2012, p. 35).

[15] Un ejemplo cotidiano es el extendido argumento por el cual se justifica que “si la gente no sale en masa a la calle a quejarse es porque seguramente acompaña las políticas del gobierno que fue elegido por la mayoría”.

[16] En el mes de febrero, en medio de una crisis colosal en todos los frentes, el presidente Javier Milei afirmó en una entrevista que “el consenso es extorsivo”. Entrevista realizada por Luis Majul, Esteban Trebucq y Pablo Rossi el día 14 de febrero de 2024. puede verse en https://youtu.be/o1XfwgVT84I?si=qBXq3p7Q1ZhcdTsq