Espacio Abierto - Artículo original
La alteridad etaria. (Antropología y teoría queer/cuir contra los marcos temporales de lo humano)

Age Otherness. (Anthropology and queer theory against the temporal frames of the human)

A alteridade da idade. (Antropologia e teoria queer contra as estruturas temporais do humano)

La alteridad etaria. (Antropología y teoría queer/cuir contra los marcos temporales de lo humano).
Runa, vol. 45 no. 2, (195- 212 pp.), Jul-Dec, 2024, doi: 10.34096/runa.v45i2.13628. ISSN: 1851-9628
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires


El etnólogo de nuestro mundo [moderno] debe colocarse en el punto común donde se distribuyen las funciones, las acciones, las competencias que permitirán definir tal entidad como animal o material, tal otra como sujeto de derecho, ésta como dotada de conciencia, aquella como maquinal, esa otra como inconsciente o incapaz. Bruno Latour, Nunca fuimos modernos

Introduciendo lo etario

La antropología tiene un largo camino en el estudio de las edades como categorías que designan diferenciaciones sociales y roles culturales, empezando por las publicaciones más clásicas que le dedican capítulos enteros, cuando no libros, a describir a cada grupo o clase etaria, así como las relaciones esperables y prohibidas entre sí. A partir de entonces, se configuró un campo específico con sus propias denominaciones y debates. Mientras que estudiar etnográficamente un grupo etario suele denominarse como antropología de las edades (Kropff, 2010) o, directamente, antropología de la infancia y de la vejez −o etnogerontología-, la antropología de la edad “plantea un análisis transversal sobre la edad como proceso cultural, lo que conduce a aproximaciones de naturaleza esencialmente teórica”, pero como estos planos se cruzan, “quizá sea preferible referirse a una antropología del ciclo vital y de las relaciones intergeneracionales como marco de análisis global (Feixa, 1996, p. 3).

En esta línea de investigación me encuentro haciendo trabajo de campo hace una década, mi primera como antropóloga profesional. Diez años de registrar las formas de participación política de niñxs que se organizan en contextos urbanos de modos distintos y con objetivos de lo más disímiles, siempre entre el deseo, la necesidad y la posibilidad; atravesadxs por los grandes ideales de infancia de la política pública, así como por las características que esta etapa de la vida adquiere en las prácticas cotidianas de sus comunidades (Shabel, 2018 y 2022). Más allá de las particularidades de mi campo, haciendo etnografía con esa otredad etaria y conversando con mis colegas, aprendí dos cosas. Una es que estudiar la niñez significa estudiar los vínculos entre las distintas generaciones o grupos de edad,1 en tanto cualquier categoría etaria es relacional (Szulc, Guemureman, García Palacios y Colángelo, 2023; Landeira, Frasco Zuker y Llobet, 2023) y pone en evidencia las formas en que cada grupo organiza el ciclo vital completo (Pires, 2010). La segunda es que todo fenómeno social tiene una dimensión intergeneracional, como de género, aunque en relación con esto se produzca menos conocimiento (no hay citas bibliográficas al respecto, es una verdad de Perogrullo para quienes vivimos estos temas).

Inmersa en estos debates es que escribo la presente reflexión conceptual y análisis bibliográfico que tiene como objetivo estudiar el modo en que la sociedad occidental ha construido la alteridad en su dimensión etaria. En una vuelta a las bases de la antropología, en la que me baso para hacer esta crítica, llamo la atención sobre el hecho de que no hacemos etnografía de la adultez porque ella siempre es el nosotrxs que enuncia con voz propia, lo que nos indica que la infancia-juventud y la vejez se han configurado en nuestras sociedades como otredades dignas de ser analizadas (Jenks, 1996; Arrubia, 2015). La hipótesis que sostiene este artículo es que el proceso de producción de alteridad etaria en Occidente se funda en una noción de tiempo acumulativo que normaliza y jerarquiza las etapas vitales al servicio de la productividad del capital, que le otorga el monopolio del presente a un solo grupo −el adulto- y desplaza hacia el pasado a la vejez y hacia el futuro a la infancia y juventud. Esto genera, a su vez, una desigual distribución de humanidad sobre las diferentes categorías etarias, haciendo de niñxs y ancianxs pre y ex humanos.

Para desarmar este enjambre de conceptos, primero revisaremos −lxs lectorxs conmigo- la categoría de tiempo que las sociedades occidentales han naturalizado, la cual forjó una linealidad ascendente sobre los procesos de cambio, tal como se viene criticando desde la historia (Koselleck, 1993; Foucault, 2001; Benjamin, en Löwy, 1993), la propia antropología (Fabian, 2019), la psicología (Rabello de Castro, 2020) y, especialmente, los estudios queer/cuir2 en lo que denominaron su giro temporal (Halberstam, 2005; Freeman, 2010; Dinshaw, 2012; Edelman, 2014). Luego, daremos cuenta del modo en que esta noción de tiempo acumulativo organizó también las edades del ciclo vital, produciendo una cronologización de la vida humana que ubicó a la adultez en un polo superior al de la niñez y la vejez (Fonseca y Cardarello, 1999; Ámico, 2010; Morgante y Martínez, 2014; Tonolli, Teli y D’Andrea, 2015).

A fin de explicar cómo este proceso ha fundado los términos en los que las sociedades occidentales −y allí la antropología- compusieron su entendimiento sobre la alteridad etaria, retomamos el trabajo de Johannes Fabian sobre El tiempo y el otro (2019), en el que estudia el desplazamiento de la otredad hacia el pasado como una negación de coetaneidad y su consecuente subsunción al nosotrxs, que tiene el poder de hablar en presente. Esta operatoria teórica -que el autor estudió para la alteridad étnica y que aquí traemos a lo etario- reserva la categoría de lo humano −completo y desarrollado- para el nosotrxs blanco −y adulto-, y le otorga al resto valores infra/subhumanos, enlazados a temporalidades otras, pretéritas o futuras, algo que podemos abordar, también, gracias a las investigaciones que la teoría queer/cuir ha publicado sobre la producción de normalidad humana desde ciertas figuras rítmicas (Britzman, 2000; Halbertsam, 2005; Freeman, 2010).

Para combatir estas desigualdades etarias, que solemos estudiar como adultocentrismo, edadismo y viejismo (Salvarezza, 1998; James, 2005; Magistris y Morales, 2021) y que están íntimamente enlazadas al colonialismo, al patriarcado y al capacitismo, recuperamos del propio Fabian la apuesta por una contemporaneidad radical de la humanidad y, agregamos, un reconocimiento de las alteridades etarias como partícipes y productoras del presente de sus comunidades, algo sobre lo que venimos insistiendo desde la antropología de la infancia en toda la región (Cohn, 2000; García Palacios, 2018; Torres Velázquez, 2019). Finalmente, y ya para concluir, nos apoyaremos en Dahbar (2021) para formular una discusión sobre la propia noción de humanidad, anclada en marcos temporales −entre otros-, que miden lo que los cuerpos pueden y establecen lo que deben en cada momento, antes de reconocerlos en pie de igualdad.

En tiempos del capital

Fue el geógrafo marxista David Harvey (1992) uno de los primeros en apuntar la artificialidad de las conceptualizaciones modernas de tiempo y espacio, al argumentar que el modo de producción del capital necesitó transformar la experiencia temporal para ordenar el mundo a su servicio, lo que sucedió entre los siglos XVI y XVIII mediante los mecanismos de desanclaje y aceleración que escindieron aquellas dos dimensiones. Esto quiere decir que el capital designó espacios siempre específicos, pero un solo tiempo universal y objetivo, inteligible en su pasado y predecible en su futuro, puesto que solo es posible de ser leído en una dirección, siempre apurada por la nueva tecnología o decisión que pueda aumentar la productividad y resolver la inminente crisis de ganancias. En sus publicaciones, el autor explicó que el capital se desarrolla o se muere, de modo que cada cuerpo humano debía asumir tal compromiso de acumulación como propio, algo que también analizó Elias (1997) en términos de proceso civilizatorio como introyección de este modelo temporal del cálculo y la producción en los ritmos de la vida cotidiana de cada sujeto.

Por su parte, Foucault estudió la organización del tiempo como mecanismo de obtención de cuerpos productivos, disciplinados de tal modo que pudiera extraerse de ellos el máximo de beneficio en cada movimiento, en cada ejercicio seriado que “sirve para economizar el tiempo de la vida, para acumularlo en una forma útil, y para ejercer el poder sobre los hombres por medio del tiempo así dispuesto” (2001, p. 166). El despliegue de las fuerzas productivas y la acumulación de riquezas vuelven a estar en el centro de la composición temporal alrededor de lo cual se organiza todo lo demás compulsivamente, lo que Thompson (1995) estudió a partir de la implantación del reloj como medida de tiempo en los espacios de trabajo. En estas nuevas sociedades disciplinarias, “el tiempo social se impone externamente regulando gestos y movimientos, asignando ritmos, controlando velocidades y sancionando demoras y derroches” (Benítez Larghi, 2011, p. 966), moldeando cuerpos al servicio del capital y jerarquías sobre las que expandirse. Esto quiere decir que quienes no cumplieran con dichos modelos temporales serían severamente castigadxs por lentos, retrasados y perezosos.

Este mismo esquema temporal puede estudiarse en la relación de Occidente con los otros pueblos, desde la teoría social evolucionista que sostuvo en términos científicos al imperialismo. A partir de la colonización, Occidente se erigió a sí mismo como el estrato más desarrollado de la humanidad, el más productivo y con mayor riqueza acumulada, y así ubicó al resto en una posición minoritaria, que fue también anterior. En su crítica antropológica, Fabian (2019) explica cómo esta disciplina construyó una otredad que fue siempre una alteridad temporal previa en su existencia al etnógrafo europeo y blanco, que en su viaje hacia tierras exóticas también emulaba un viaje al pasado, interseccionando nuevamente las dimensiones de tiempo y espacio, ahora al servicio de la desigualdad étnica: “lo que hace al salvaje importante para el tiempo del evolucionista es que vive en otro tiempo” (p. 38).

La violenta ilusión que se produjo en este punto fue la de no coetaneidad, definida como “una tendencia persistente y sistemática a colocar los referentes de la antropología en un tiempo distinto al presente del productor del discurso antropológico” (p. 56). Esta operatoria colocó a esxs otrxs en el lugar de primitivos, que estuvieron antes, en un tiempo pretérito, al que el autor llama alocrónico y que significa lo diferente como inferior porque, como dice Dahbar: “el otro, la otra, es otro temporal, y en una dinámica de acumulación indefinida, el otro es aquel que pierde el tiempo” (2021, p. 78), que es menos eficiente y, por lo tanto, menos valioso.

Es sobre esta operatoria temporal que se construyeron las imágenes de los pueblos indígenas como vagos, ociosos, lentos, flojos y perezosos, siempre improductivos y atrasados. También es la quimera conceptual que permite hablar de dichas comunidades en tiempo pasado, estudiarlas en la escuela como si ya no existieran porque, de hecho, no deberían existir en la era de la modernidad y el progreso (Cohn, 2000), algo sobre lo que también se insiste desde los discursos públicos neoconservadores (Szulc, Guemureman, García Palacios y Colángelo, 2023). Esta matriz evolucionista de la alteridad impuso como natural y verdadero un solo camino para los cambios en el tiempo de las comunidades conquistadas, que es el desarrollo lineal hacia la mismidad de Occidente, hacia la verdadera civilización del presente. Esta es, también, una de las bases de la crítica decolonial que expone la trampa de pensar el desarrollo como una cuestión de las regiones del planeta cuando en realidad lo único que se desarrolla es el sistema capitalista a costa de cada uno de los lugares que conquista para sí (Rabello de Castro, 2020).

Esto es lo que se ha construido en Occidente como progreso, una idea que pasó a ocupar el sentido del tiempo histórico a partir del siglo XVIII, según explican Koselleck (1993) y la crítica poshistórica producida en los últimos años (Solana, 2018). La noción de progreso, entendida como una acumulación de triunfos a lo largo del tiempo, ha reducido a la historia humana a una teleología civilizatoria en la que toda violencia es justificable para terminar con la barbarie de la diferencia y, como expuso Le Guin (2022), ha destruido la versatilidad de los géneros narrativos haciendo de todas las historias una copia del camino del héroe -siempre masculino e individual- que domina lo que toca porque mide el tiempo en esfuerzos y éxitos. Cuando Benjamin (en Löwy, 2003) propuso un freno al tren de la historia, ya estaba lanzando una feroz crítica al continuismo jerarquizado de la disciplina histórica en su versión hegemónica de “un tiempo homogéneo y vacío” (p. 92), en el que solo se reproduce lo que ya existe pero acumulado.

Retomando estas lecturas, la teoría queer/cuir ha elaborado sus propias críticas temporales y ha creado el concepto de crononormatividad (Freeman, 2010), que refiere a la naturalización de ciertos esquemas de ritmos del hacer, a la vez que a la obliteración de la artificialidad de dicha operatoria cronológica, generando así un esencialismo de paso natural del tiempo bajo el imperativo de la reproducción del capital. Tal como explica Solana: “El punto es que la manipulación social y política del tiempo genera rutinas y tiempos corporales plurales que le otorgan valor y significado a cómo vivimos y nos imaginamos en el tiempo” (2016, p. 48), y así produce cuerpos que desean ciertas cosas y se emocionan con ciertas otras en determinados momentos.

Estas normas, implícitas pero muy efectivas, organizan el ciclo vital en etapas sucesivas y jerarquizadas, que designan características específicas a cada edad vigilando que cada decisión lleve a la acumulación de capital: “Así pues, la crononormatividad constituye, una organización temporal de la vida en favor de la máxima productividad y es, por tanto, equivalente al tiempo heteronormativo” (Arroyo, 2022, p. 66) en el que se exigen y prohíben ciertas prácticas en ciertas edades. Esto quiere decir que se establecen mandatos etarios que configuran lo que cada edad puede y no puede hacer o desear −jugar, estudiar, explorar la sexualidad, tener hijxs, y recluirse en el espacio privado-, todos al servicio de la repetición del capitalismo como sistema regulador de la vida humana (Love, 2007), algo que ya se ha estudiado cabalmente para los mandatos de género.

Estos aportes de la teoría queer/cuir exponen que los tiempos del progreso también necesitan producir heterosexualidad para garantizar su propia reproducción y quienes no se identifican o comportan según los parámetros de la normalidad sexo-genérica son acusadxs de tener un mal desarrollo, uno atrofiado, rezagado, queer/cuir. En este sentido, Muñoz (2020) habla de heterolinealidad para referirse a un presente social donde solo la heterosexualidad y la reproducción se vislumbran como horizontes posibles del desarrollo humano, organizado en etapas preconfiguradas de gestación-niñez-adolescencia-adultez gestante-vejez, una crítica que también viene haciéndose desde la antropología de la infancia (Remorini, 2021; García Palacios, 2018).

Así, llegamos en el siglo XIX a una noción de desarrollo individual -físico y psicológico- basada en la matriz moderna del progreso, para el cual el paso del tiempo es el avance, el perfeccionamiento y el aumento (Jenks, 1996; Rabello de Castro, 2020), una repetición de la mismidad incrementada en un solo sentido de identidad. Una conceptualización proveniente de la biología que impregnó tanto la psicología como la medicina (y todas las ciencias humanas) y dejó a los sujetos a merced de las mediciones y cuantificaciones experimentales, así como de las cronoexpectativas sociales. La cognición y la capacidad adoptaron un modelo occidentalocentrado, blanco, masculino y adulto, frente a lo cual todo lo demás quedó desvalorizado y subsumido (Butler y Taylor, 2009), considerado incapaz, atrasado o retrasado.

Todos estos supuestos se engloban en lo que damos en llamar una noción desarrollista del tiempo en alusión al modelo económico que lleva ese nombre y se rige por los principios del progreso capitalista de incremento de la producción industrial en una aspiración de hacer de los países atrasados y en desarrollo más iguales a los países evolucionados y ya desarrollados. Desde esta concepción, la vida se entiende como un proceso lineal de ritmo prefijado, donde una etapa sucede a la otra con libretos estancos de las prácticas correctas a cada hora y un anhelo profundo de acumulación de riquezas, títulos, prestigio, etc. Se plantea, a la vez, un único pasado -de la Mesopotamia a Grecia y Roma hasta las guerras mundiales (Solana, 2018)- y una claridad de futuro donde siempre seremos una evolución del presente en un solo sentido.

Tal como estudió Butler en sus análisis del género, la norma es el reino del presente porque se reedita a sí misma en cada práctica humana y por ello produce la ilusión de ser eterna e inmodificable, y por ello, también, condena a un tiempo diferido a aquello que de la norma se escapa (Foucault, 1996; Dahbar, 2021). Pasaremos ahora a estudiar los efectos de este entramado temporal en la construcción de los ciclos vitales y el ordenamiento etario, para dar cuenta de las lógicas implícitas que rigen dichas clasificaciones y los vínculos intergeneracionales que ellas permiten y coartan.

El tiempo desarrollista en las edades

Estudios clásicos en antropología, como los de Mead (2011), se han fijado en las distinciones etarias como marcas sociales existentes en los grupos étnicos más variados para demostrar que, en cada comunidad, el trayecto vital se divide arbitrariamente en períodos modelizados y que dichos “modelos sirven para definir etapas y transiciones, asociar a cada una de ellas atributos y roles, delimitar comportamientos socialmente aceptados y consecuentemente sancionar aquellos inadecuados” (Morgante y Martínez, 2014, p. 83). Así, ciertas transformaciones de los cuerpos en el tiempo se estandarizan y significan de modos específicos -en relación con los sistemas simbólicos, políticos y económicos de cada comunidad-, y generan estructuras etarias diferenciadas que además crean performativamente esas marcas sobre los cuerpos que pretenden describir.

Como ya dijimos, para el caso de nuestras sociedades occidentales, la acumulación -como medida del tiempo (y de todo lo demás)- organizó el ciclo vital de modo que se encauzara hacia la reproducción del capital haciendo de las diferencias generacionales una desigualdad etaria, a la que nos referimos como edadismo (James, 2005). Mientras que las clases de edad se transformaron en marcadores poblacionales de distinción y clasificación necesarios para el Estado moderno y sus modos de administración a través de la política pública (Filardo, 2009), se creó una estratificación por edad (Kropff, 2010) en la que la adultez productiva se ubicó por encima de aquello que viene antes -niñez y juventud- y después -vejez-. O sea, que aquellas personas que más valor pueden producir en los términos del capital son las que portan una jerarquía sobre las demás y controlan al resto para que cumpla su rol subordinado.

Estudios más recientes en antropología de la infancia y de la vejez (Cohn, 2000; Morgante y Martínez, 2014; Tonolli, Teli y D’Andrea, 2015; Landeira, Frasco Zuker y Llobet, 2023) han puesto de manifiesto que el artificio de esta división vital genera un profundo daño, tanto en las vidas de quienes tienen más o menos años del ideal adulto, como de las propias personas que participan de dicha clasificación pero no cumplen con los estándares normados de la adultez. Por su parte, la niñez-juventud se ha establecido como un período de preparación para la adultez, un momento de la vida incompleto, incapaz, irracional, más cerca de la naturaleza que de la cultura porque se encuentra todavía crudo para participar del mundo y es por ello confinado al mundo privado (Padawer, 2010). La desigualdad existente entre esta clase de edad y la adulta se conoce como adultocentrismo o adultismo (Magistris y Morales, 2021; Szulc, Guemureman, García Palacios y Colángelo, 2023) y engloba tanto a lxs niñxs pequeñxs como a todas las adolescencias y juventudes, caracterizadas siempre como etapas que darán luego lugar a una forma definitiva del ser -la adultez-, como si el cambio fuese una cualidad pasajera y no parte de la ontología humana.

Diversas publicaciones en el campo de las infancias vienen marcando la histórica subsunción de este grupo etario, al que se le negó todo tipo de agencia y subjetividad y se lo apartó de los procesos de participación en la vida pública, silenciando sus voces y desoyendo sus necesidades (Fonseca y Cardarello, 1999; Liebel, 2020). Estas categorizaciones están cimentadas en estándares de desarrollo que modelizan una sola forma correcta de ser niñx (Rabello de Castro, 2020; Remorini, 2021) y vienen acompañadas de afectos específicos atados a cada grupo etario. Tanto Edelman (2014) como Berlant (1997) analizaron la compasión como emoción instalada hacia la infancia, lo que ubica a lxs niñxs generalmente en una posición sufriente, de necesidad y vulnerabilidad frente a una adultez que es llamada a ofrecerse en su ayuda como ser superior, algo que ya había notado Ariès (1987) en su caracterización del sentimiento de infancia.

La vejez o ancianidad, por su parte, se ha entendido también como una categoría social homogénea, negativa e inferior en relación con la adultez: “en nuestra sociedad la vejez aparece bajo un claro prejuicio, está devaluada, es una condición que provoca temor, debe evitarse, e incluso revertirse en la medida de lo posible” (Covadonga Torre, 2017, p. 12). Quienes se dedican a la sociología y antropología de la vejez (Debert, 1999; Ámico, 2010; Morgante y Martínez, 2014) han dado cuenta del estereotipo de degradación humana que se ha impreso sobre esta etapa de la vida, vinculado profundamente a la transformación en sus características físicas menos eficientes y productivas para los parámetros del capital. También en este caso, la incapacidad se vuelve una marca totalizadora del período, que habilita violencias y opresiones sobre los cuerpos envejecidos y subsumidos a las decisiones de quienes quedan a su cargo.

Así, a quienes participan de la llamada vejez o tercera edad se lxs ubica en un tiempo de decadencia porque ya no entienden y ya no pueden como antes y por eso están también más cerca de la naturaleza (muerta) que de la cultura: podridxs, acalladxs y privatizadxs, pertenecientes a un tiempo pasado que ya se acabó. A esta forma de opresión se la llama viejismo, término acuñado por el gerontólogo Robert Butler (1969), que en el sajón original se denomina ageism y que Salvarezza (1998) castellanizó en Argentina como viejismo para dejar el término edadismo referido a una generalidad de opresiones por edad, hacia un lado y otro de la línea temporal.3 Dicho lo anterior, no es de extrañar que la vejez también esté acompañada de afectos negativos, que condensamos en la figura de repulsión como impulso de alejamiento y rechazo, como si la presencia de alguien viejx le quitara tiempo de vida a lxs demás a partir de cierto contagio de decrepitud (Henning, 2016).

Desde la sociología de la vejez y el envejecimiento, Sande Muletaber explica que “En las sociedades modernas, en ciertos sectores de la población, dependiendo del género, [la adultez] es la etapa en que se está al mando -en términos de poder e influencia-, tomando decisiones sobre la juventud y sobre la vejez” (Sande Muletaber, 2019, p. 217). Esto quiere decir que la jerarquía temporal que se esconde en la normalización de las clases de edad establece formatos vinculares intergeneracionales de obediencia que, como dice Owen (2020) desde su estudio queer/cuir de la adolescencia, hacen imposible una aproximación placentera entre alteridades etarias. Las estructuras de desigualdad que organizan estas relaciones establecen libretos estrictos y formatos estancos en los que niñxs, adultxs y viejxs se encuentran para dialogar, siempre en pos de una tarea como educar, cuidar o entretener. Esto circunscribe los encuentros amistosos a los grupos intrageneracionales, algo que ya se discutió para las divisiones sociales de género, desmontando preguntas absurdas sobre la posibilidad de la amistad entre grupos distintos. Lo que sucede con la misma pregunta para el caso de las edades es todavía una incógnita.

Los vínculos intergeneracionales están marcados por una matriz productiva que condiciona las posibilidades de proximidad y establece opresiones difíciles de burlar en nuestras prácticas cotidianas. En los términos del mercado, si la niñez es una inversión hacia la productividad futura, la vejez resulta un costo que se intenta suprimir, el otro polo binario de la adultez que forja una alteridad inferior: “Aquí pesa nuevamente la idea de que la diferencia importante está entre pre-adultos (adultos en potencia) y post-adultos (adultos en decadencia)” (Kropff, 2010, p.13), lo que les imprime un tono paternalista a todas las proximidades intergeneracionales, que se cierran en opciones de cuidado y educación, nunca de placer por la mutua compañía.

Así, la cronologización del ciclo vital −que no existió hasta la Edad Moderna (Ariès, 1987)- deja en el lugar de sujetos a una sola clase de edad y ubica a las otras como objetos apolíticos, asexuales, irracionales, incapaces e ignorantes, que son profundamente vigilados para que así permanezcan, lo que modeliza a su vez los vínculos intergeneracionales siempre desde la desigualdad. A continuación, nos proponemos analizar el modo en que las lógicas del tiempo desarrollista, encarnado en las clasificaciones etarias, transforman a la adultez en la norma de lo humano desde donde se enuncia el nosotrxs del presente de la especie, relegando a la niñez y a la vejez a una otredad alocrónica, anterior o posterior, pero siempre menos que humana.

Del tiempo de la deshumanización a la democratización del presente

Cuando Fabian analizó “los usos opresivos del tiempo” (Fabian, 2019, p.18) que la antropología realizaba para ubicar a lxs otrxs culturales en un tiempo anterior, dejó expuesto el mecanismo conceptual que la disciplina necesitó realizar para conformar a la alteridad étnica en un objeto de estudio. Como dijimos antes con Harvey, mientras que el capitalismo separó los ejes tiempo (universal) y espacio (particular), el evolucionismo volvió a interseccionarlos para hacer de la distancia geográfica una distancia temporal, traducida en atraso y retraso de lxs otrxs no occidentales, a partir de lo cual estar lejos pasó a significar estar antes. Siguiendo a Fabian, esto produjo una alteridad étnica desde la no coetaneidad, o sea que ubicó al resto de los pueblos en un tiempo pasado y minorizado, en tanto ser parte del pretérito es la negación de su existencia actual. Su libro El tiempo y el otro es una crítica a los efectos deshumanizantes de esta y otras operatorias temporales que han hecho de la antropología “una ciencia de otros hombres en otro tiempo […] un discurso cuyo referente ha sido eliminado del presente del sujeto que habla/escribe. Esta ‘relación petrificada’ es un escándalo” (p. 193).

La tesis principal del artículo teórico que aquí presentamos es que dicho esquema de desarrollo evolutivo cultural y filogenético también se aplicó a la dimensión ontogenética de los sujetos, eliminando del presente a quienes no son parte de la adultez, o sea, a niñxs y viejxs. En este caso, no es la distancia geográfica la que se intersecciona con el eje temporal para generar marcos desiguales de alteridad, sino que son distintas dimensiones dentro del eje temporal −el histórico y el etario- las que se acomodan para forjar la ilusión de no coetaneidad de lxs otrxs etarios, llevando al pasado y al futuro cuerpos que, de hecho, son contemporáneos. Esto quiere decir que el presente les pertenece a quienes llevan con vida una determinada cantidad de años −los que definan la edad adulta en cada época-, bajo y sobre los cuales los cuerpos se trasladan hacia un tiempo otro, adelante o atrás, pero siempre menos importante y no protagónico.

Así, tanto la infancia como la vejez se configuran desde el binarismo moderno como no-ser, una negación de existencia fundada en la temporalidad lineal que define quiénes entran en la categoría de lo humano y quienes ya o todavía no. Como dijimos en otro lado (Shabel, 2023), esto constituye una forma de infrahumanidad, que aún no posee la capacidad física ni cognitiva para ser y por ello resulta una versión inacabada y desmejorada del hoy adulto:

Tal como los primeros antropólogos evolucionistas, en tanto modelo de persona civilizada, simplemente ‘sabían’ que el salvaje era diferente a él en una escala de desarrollo, y por eso valioso para su estudio, nosotros en tanto adultos racionales reconocemos a la niñez como diferente, menos desarrollada y con necesidad de ser explicada. (Jenks, 1996, p. 4)

Si bien estas comparaciones entre la infancia y lo salvaje ya se han criticado desde la antropología innumerables veces (Szulc, Guemureman, García Palacios y Colángelo, 2023), el aporte que aquí hacemos desde los estudios del tiempo es marcar que esta formación de alteridad se configura sobre la monopolización del tiempo presente por parte de la adultez, y la consecuente traslación de lxs niñxs y jóvenes al futuro (Chaves, 2005) y de lxs viejxs al pasado, transformando en no coetáneas a las distintas generaciones de una misma época.

Desde su trabajo en temporalidades queer/cuir, Edelman explica algo de esto en su libro No al futuro (2014), al indicar que la figura del Niño, con mayúscula y en masculino, condensa el ideario futurista de producción y reproducción heterosexual como una promesa de mismidad aumentada, como el “télos del orden social” (p. 30) y, por lo tanto, ideal regulatorio de la adultez y vejez, que deben garantizar el camino recto hacia el futuro prefijado de quienes aún no han in-corporado las reglas sociales. O sea que la infancia se ha convertido en la sociedad moderna en un holograma de lo que será, sin ninguna consistencia presente más que una carcasa vacía donde depositar la narrativa del progreso y la acumulación heterosexual, algo que también expresa Berlant (1997) al ubicar al Niño como el ciudadano neoliberal definitivo. Y esto no resulta de ninguna ventaja para las infancias de carne y hueso, sobre lxs que se descargan cantidades de mandatos y una estricta curricularización de sus prácticas (Gaitán y Mongui, 2021), que procuran garantizar un desarrollo recto de la infancia a la adultez, sin desvíos, atrasos ni suspensiones (Owen, 2020; Ternavasio, 2022).

En este futurismo reproductivo, como le llama Edelman, el Niño es siempre la representación de una promesa ajena y por ello vale por lo que será, anulando por completo lo que de hecho es. Cuando Fonseca y Cardarello escribieron “Los derechos de los más y menos humanos” (1999) llamaron la atención sobre esta misma disputa ontológica que se juega en los discursos de los derechos, en los que la infancia es designada una vulnerabilidad suficiente o demasiada, según distintos actores, lo que luego obstaculiza su reconocimiento como un actor realmente humano que pueda tomar decisiones y participar de los procesos sociales. Por su parte, Arrubia (2015) juega también con esta categoría en su texto “Viejos, humanos y sexuales”, en el que, desde la antropología jurídica, reivindica los derechos sexuales en la tercera edad alegando que estos suelen ser coartados, porque quienes participan de dicho grupo etario están recortadxs de la imagen de ser humano pleno con derechos. Esto quiere decir que esta operatoria temporal establece grupos a los que podríamos denominar como otrxs pre y ex humanos, a la vez que se compone una imagen de adultez hiperreal, parafraseando un clásico de nuestra disciplina, con las cualidades exactas de lo que un ser humano es en tiempo presente.

Esta mirada desarrollista del ciclo vital ha sido ya profundamente criticada por las ontologías feministas, que no solamente revelan el carácter androcéntrico de este modelo de adultez, sino que, desde la condición humana de la interdependencia, han puesto de manifiesto la matriz capacitista que a él subyace. Esto quiere decir, en los términos de Butler y Taylor (2009), que todas las personas necesitan apoyos de otrxs para sobrevivir -solo que algunos de ellos se familiarizan, otros se estatizan, otros se valorizan en el mercado y otros se invisibilizan por completo- y que, en definitiva, la autonomía total que debería portar el sujeto adulto no solo no existe sino que tampoco es deseable. Además, estas y otras autoras denuncian que aquello que pueden los cuerpos adultos estandarizados (blancos, burgueses, sin discapacidad), medido según su fuerza, su velocidad y su tamaño promedio, así como según su funcionamiento cognitivo estipulado, se ha establecido como el parámetro de lo humano, un punto donde edadismo y capacitismo se tocan.

Sin embargo, es la teoría queer/cuir la que ha cruzado la pregunta ontológica con el análisis temporal, desde que Foucault escribió La historia de los hombres infames (1996) y estudió a los anormales como aquellos que, por no cumplir ciertos mandatos que imponía la nueva formación social disciplinaria o por participar de alguna diferencia/disidencia, eran considerados retrasados, o sea, en un estadio de desarrollo anterior. Esta definición de lo humano en tiempo presente y de su desviación en términos alocrónicos, recuperando a Fabian, es lo que hizo de toda alteridad una desigualdad temporal. No es casualidad que las palabras infamia e infancia compartan una etimología referente a aquellxs que no tienen discurso, voz o habla, en tanto característica distintiva de nuestra especie.

Ya en el siglo XXI, el campo queer/cuir ha producido su giro temporal (Dinshaw, 2012), trayendo al análisis figuras rítmicas que designan estados deficitarios de humanidad: “Históricamente, la indicación de ‘atrasado’ ha funcionado hacia aquello que debía permanecer por fuera: desviadxs sexuales, mujeres, personas racializadas, discapacitadxs, pobres, criminales” (Love, 2007, p. 5), niñxs y viejxs. Podemos decir, con Mattio (2023), que la igualdad se juega en el plano temporal, en tanto se disputa el nosotrxs que enuncia desde el presente y arrastra a lxs otrxs hacia adelante o atrás, haciendo de la diferencia una desigualdad crónica.

Los estudios queer/cuir sobre inmadurez y precocidad nos ayudan a entender estos procesos de normalización, que son también de deshumanización, tanto para quienes son excluidos de la categoría de adultez como para quienes, siendo adultxs, presentan desviaciones sobre su figura hiperreal. La inmadurez, por su parte, fragmenta el tiempo vivido, llevando al pasado prácticas que están sucediendo en el presente, y así desvaloriza a quienes las encarnan, acusándolxs de infantiles (atrasaxs, subdesarrolladxs, etc.), como explica Halberstam (2005) para las comunidades queer/cuir, que en lugar de casarse, cuando llegan a la adultez se van de fiesta. Por otra parte, la precocidad aparece como figura del adelantamiento, que también deforma el ciclo vital norma-l a partir de la rapidez y genera pánico moral (Britzman, 2000), sobre todo cuando hablamos de niñxs haciendo cosas que son supuestamente de adultxs. Temas como la muerte y la sexualidad o acciones como el trabajo y la política se encuentran vedadas para la infrahumanidad de la infancia, a partir de lo cual se gestan las nociones de “niñxs sin niñez” e “infancias perdidas” (Liebel, 2020), crononormando lo que esta etapa de la vida debería ser -aerótica, apolítica, improductiva, feliz, ingenua- y criminalizando otros modos de vivirla bajo la denuncia de anticipación.

Entonces, la alteridad etaria no solamente se produce en el desplazamiento de los cuerpos más jóvenes y más viejos a otros tiempos no presentes, en una negación de la coetaneidad, sino que también se crea en la fragmentación de ese presente, sobre el que se imprime un solo ritmo posible de crecimiento y cambio. Quienes cumplen con él, en su edad adulta, serán parte del nosotrxs que tiene el poder de señalar a lxs otrxs alocrónicos, sellando la noción de alteridad etaria en términos de desigualdad.

Sin embargo, tal como explica Fabian, ninguna operatoria temporal es destino para Occidente ni para la antropología. En su propuesta de “una contemporaneidad radical de la humanidad” (2009, p. 11), el autor apela a una democratización del presente para los pueblos del mundo, un reconocimiento de coetaneidad como condición de la comunicación con la otredad y de encuentro sin violencia, sobre el cual reformular la noción de alteridad, dentro y fuera de la disciplina: “Se requiere imaginación y coraje para imaginar qué pasaría con Occidente (y con la antropología) si su fortaleza temporal se viera repentinamente invadida por el tiempo de su Otro” (2009, p. 61).

Desde este análisis etario, podríamos hablar de un llamado a asumir que todas las generaciones hacen al presente, por lo tanto, todas están haciendo historia y componiendo el futuro, un punto sobre el que insisten todas las investigaciones en antropología de la infancia y de la vejez que hemos citado hasta aquí. No se trata de negar las diferencias entre las generaciones ni las marcas que deja el paso del tiempo sobre los cuerpos. Tampoco se trata de romantizar los encuentros entre los grupos etarios, que tienen deseos y necesidades diferentes, sino de producir una política de la proximidad desde las investigaciones etnográficas existentes, que nos ayude a precisar el marco conceptual desde el que analizar las categorías etarias y los vínculos intergeneracionales en la disciplina antropológica, pero también en la política pública y en nuestras prácticas cotidianas con esxs otrxs generacionales con quienes componemos el mundo. Tal como dice Fabian, asumir una coetaneidad con otros −étnicos o etarios- “requiere imaginación y coraje”, elementos que no le faltan a nuestra disciplina y que son posibles de poner al servicio de la reflexión temporal para volver a preguntarnos qué es ser humano dentro y fuera del campo científico.

Discusiones sobre otro tiempo para no ser más esta humanidad

En este trabajo nos hemos dedicado a reflexionar sobre la producción de una forma de alteridad específica, vinculada con la edad, procurando ensanchar el campo de la antropología de las edades, del ciclo vital y de las relaciones intergeneracionales, así como la comprensión de las desigualdades etarias más allá de la disciplina. Para ello, hemos expuesto las operatorias conceptuales que componen la noción de tiempo desarrollista, subyacente a la cronologización de la vida −como su división en etapas discretas y sucesivas, cada una con características prefijadas-. En este modelo impuesto por Occidente hacia el mundo, y tal como lo marcan los estudios queer/cuir, el tiempo es una línea recta de un pasado uniforme a un futuro prefijado y una acumulación de mismidad en términos de progreso y evolución, que cataloga y separa cuerpos de una sola forma, siempre al servicio de la (re)productividad del capital. En este esquema, el tiempo pasado y todo lo caracterizado como anterior se desvaloriza y subsume al presente, al igual que el tiempo futuro y lo posterior, que debe responder a las pretensiones del presente y no mostrar desvíos de forma ni de ritmo.

Es en esta tiranía del presente que la alteridad etaria se configura como una otredad temporal, alocrónica en los términos de Fabian, infra/subhumana en los términos del desarrollo, y así la diferencia se convierte en desigualdad. Es también allí donde se configura un paralelismo entre los ejes temporales pasado/presente/futuro y vejez/adultez/niñez componiendo pares dicotómicos entre el nosotrxs-presente-humanos y sus versiones deterioradas ellxs-pasado-vejez y ellxs-futuro-niñez. Contra esta temporalidad deshumanizante, tomamos la propuesta del autor de una radical contemporaneidad de la humanidad para asumir a todas las generaciones en tiempo presente, algo en lo que vienen insistiendo tanto la antropología de la infancia como de la vejez, y que consideramos necesario ponderar con más atención dentro de la disciplina para poder llevarlo más allá de ella.

El resabio de pregunta ontológica que deja este ejercicio conceptual sobre las edades y sus relaciones es por la propia condición de humanidad que se compone en un marco temporal determinado, tal como afirma Dahbar (2021). Así, un ser humano es aquel que ha pasado un tiempo determinado con su cuerpo vivo sobre esta tierra, los suficientes años como para adquirir cierta masa muscular, altura, peso, motricidad, conocimientos y fuerza para producir capital, pero no demasiados como para que esas cualidades se transformen en otra cosa -o sea, comience a deteriorarse-. Esta crítica queer/cuir brinda un particular −temporal- punto de vista a los debates que, desde finales del siglo pasado, se vienen dando en los marcos del poshumanismo y de los nuevos materialismos (González, 2019), que apuestan a terminar con las jerarquías de lo existente desde diversas alquimias conceptuales para desarticular definitivamente al sujeto moderno.

Porque, como dice Susy Shock (2017, p. 8), “no queremos ser más esta humanidad”, en tanto esta categoría genera exclusiones al estar delimitada por los intereses del patriarcado, el capacitismo y el colonialismo. La apuesta política que encierra aquella frase, que resuena en las corrientes filosóficas poshumanistas y que retomamos en clave intergeneracional, no es por la inclusión de más personas a la noción de humanidad, sino por la desadscripción de dicha especie, que siempre necesita dejar a alguien afuera para constituir el adentro como el polo superior y dominante. En este sentido, dejamos abierta la pregunta de cómo concebimos un tiempo vital otro en el cual el ser humano no tenga que ver con la edad o, mejor, en el que no necesitemos medir el tiempo vivo de un cuerpo o lo que este puede para reconocerlo como otro con el que es posible y placentero hacer lazo.


Agradecimientos

Agradecemos al Ministerio de Ciencia y Técnica por financiar este proyecto de investigación, y a la universidad pública por albergarlo.

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Notas:

[1] En el análisis que aquí presentamos nos referimos a estas clasificaciones temporales como generaciones o grupos y clases de edad en tanto sinónimos, aunque en otras escalas de estudio cada denominación apunte cierta particularidad (Kropff, 2010).

[2] Utilizamos el par queer/cuir para dar cuenta de los orígenes anglófonos de esta teoría a la vez que los desarrollos que se han hecho al respecto en español, especialmente en América Latina, donde se yuxtapone con la crítica decolonial (Saxe, 2021).

[3] Aunque en otras publicaciones edadismo y viejismo se utilicen como sinónimos, elegimos esta denominación que expone las particularidades de la opresión hacia la tercera edad, a la vez que establece una relación clara con el adultocentrismo como el otro polo del problema (James, 2005).

Notas

[4] Financiamiento: Este documento es resultado del financiamiento otorgado por el Estado Nacional, por lo tanto queda sujeto al cumplimiento de la Ley Nº 26.899. Esta investigación se realizó en el marco del PICT-2021-I-INVI-00501 “Infancias que ocupan. Conocimientos y afectos sobre el espacio urbano de niñxs que viven en casas tomadas de la Ciudad de Buenos Aires”