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Conflictos territoriales y etnogénesis en el Chaco santiagueño. Aproximaciones al caso de la comunidad tonokoté Yaku Muchuna

Territorial conflicts and ethnogenesis in the Chaco santiagueño. Approaches to the case of the Tonokoté Yaku Muchuna community

Conflitos territoriais e etnogénese no Chaco santiagueño. Aproximações ao caso da comunidade Tonokoté Yaku Muchuna

Conflictos territoriales y etnogénesis en el Chaco santiagueño. Aproximaciones al caso de la comunidad tonokoté Yaku Muchuna.
Runa, vol. 45 no. 2, (133- 155 pp.), Jul-Dec, 2024, doi: 10.34096/runa.v45i2.12833. ISSN: 1851-9628
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires


Introducción

Los procesos de etnogénesis en Santiago del Estero, en tanto “veloz [...] formación de autoconciencia étnica” (Escolar, 2007, p. 29), tienen su auge en la primera década del siglo XXI. Los diferentes procesos de movilización indígena que promovieron la reforma de la carta magna en 1994 en pos del reconocimiento de la preexistencia indígena (Gordillo y Hirsch, 2010) impactaron tardíamente en la provincia, pues recién en el año 2006 con la Ley 26.160 de Emergencia Territorial Indígena, que impide los desalojos a comunidades autorreconocidas indígenas, es cuando comienzan a intensificarse los procesos de etnogénesis (Concha Merlo, 2021). Esto no implica que anteriormente en la provincia de Santiago del Estero no hubiera conflictos territoriales, sino que la acción colectiva de los sectores rurales estuvo vehiculizada por la figura del campesinado, que desde 1985 comenzó un proceso de politización y defensa del territorio. Ante los escasos avances en materia judicial y la intensificación de los conflictos, una gran parte del campesinado organizado apeló a una reconfiguración identitaria de acuerdo con la cual lo indio devino en eje central de lucha. Desde entonces, la provincia atraviesa un fuerte proceso de transformación del panorama étnico. Para el año 2022, vivían en ella 28.022 personas que se reconocen como indígenas o descendientes de pueblos indígenas u originarios, sobre la población provincial total de 1.057.752 (INDEC, 2024); un total de 16.514 personas más que en el censo 2010. Parte de esta población pertenece a los seis pueblos indígenas de la provincia: diaguitas, lules, sanavirones, lule-vilelas, guaycurúes y tonokotés. Este último pueblo aglutina a la mayoría de las comunidades indígenas de la provincia, las cuales habitan las zonas rurales de los departamentos Avellaneda, con 1482 personas autorreconocidas, San Martín con 1756 y Figueroa con 4482 (INDEC, 2024).

Consideramos, siguiendo a Bonetti (2021), que el abordaje de tales procesos en el contexto santiagueño debe realizarse teniendo en cuenta que estos no son solamente una reacción de las comunidades rurales ante los desalojos de tierras en un contexto coyuntural de políticas de identidad, sino que habilitan memorias muchas veces subterráneas y silenciadas que dan cuenta de lo que Escolar (2007, p. 21) denomina “experiencias de larga duración”. En las escasas investigaciones sobre estos procesos existe consenso en entender a la etnogénesis, no sólo en términos heterogéneos, sino también en tanto procesos de continuidad discontinua (Bonetti, 2016, 2021; Concha Merlo, 2021), pues la territorialización y el control de las poblaciones originarias por parte de las élites políticas en la zona del Chaco santiagueño supusieron grandes rupturas que van más allá de la formación del Estado nacional y provincial. En tal sentido, la concepción de aboriginalidad (Becket, 1988; Briones, 1998), en tanto tipo específico de etnicidad, fundado en marcaciones y automarcaciones de alteridad, nos permite dar cuenta de procesos históricos en los cuales se construyó una idea sobre lo indio ya gestada desde la época colonial. Esto nos permite eludir posturas extremistas de entender a la identidad indígena como una sustancia inalterable o bien como un mero autorreconocimiento que niega toda complejidad histórica y simbólica (Bonetti, 2021).

La comunidad que consideramos para esta investigación nos permite dar cuenta de particularidades propias de una zona del Chaco santiagueño en donde élites políticas y económicas -tanto locales como foráneas- llevaron adelante procesos de despojo y explotación desde el siglo XIX hasta la actualidad. Ubicada en San Felipe, departamento Figueroa, centro de la provincia de Santiago del Estero (Figura 1), la comunidad indígena Yaku Muchuna está constituida por más de una veintena de familias que iniciaron su proceso de autorreconocimiento en el año 2010, en el marco de violentos conflictos territoriales. En ese contexto, nuestra llegada a la comunidad fue mediante la propuesta de elaboración de un informe técnico de parte de nuestro equipo de investigación para respaldar el uso histórico del territorio. De este informe de tipo sociohistórico y antropológico deriva la metodología adoptada en esta investigación, que supuso la realización de dos visitas, en los meses de octubre y noviembre del año 2022. Específicamente, apelamos a la construcción de genealogías familiares y una cartografía social, lo cual se complementó con entrevistas a los miembros de la comunidad. Asimismo, se realizó un trabajo de archivo en el Registro Provincial de Catastro en la Ciudad Capital, necesario para la historización de la tenencia de la tierra en la zona.

Dado que partimos de entender los procesos de etnogénesis en estrecha relación con los conflictos territoriales, en el primer apartado presentamos una breve historización, tanto de la tenencia de la tierra en el departamento Figueroa, como del despojo y la resistencia en San Felipe. Esto nos permite, no solo mostrar la profundidad histórica de los actuales procesos de defensa del territorio, sino también explicitar los diferentes actores políticos y económicos que intervinieron e intervienen en el panorama jurídico, territorial y social de la zona. En el segundo apartado, advirtiendo que este escrito representa solo una primera aproximación al caso, presentamos algunas reflexiones que emergieron sobre el proceso de etnogénesis, específicamente reinterpretaciones de (auto)marcaciones de aboriginalidad y memorias, al igual que sentidos sobre lo comunal que actualmente dan sustento a su reetnización. En el tercer y último apartado, presentamos las genealogías y la cartografía social elaborados por la comunidad que habilitaron diferentes interpretaciones sobre el trabajo y experiencias laborales y de explotación pasadas, al igual que representaciones y usos actuales del territorio.

Figura 1

Ubicación de San Felipe, departamento Figueroa, Santiago del Estero, Argentina.

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Fuente: Gifex

Tenencia de la tierra, despojo y resistencia en San Felipe

Para comprender los procesos de territorialización en esta zona del Chaco santiagueño, más precisamente en el departamento Figueroa, Santiago del Estero, es necesario realizar una mínima caracterización histórica que tome como punto de partida el siglo XIX. Sin ánimo de desconocer la matriz colonial de la problemática, los procesos económicos y políticos en la formación de un capitalismo periférico localizados en la segunda mitad del siglo XIX -principalmente en sus últimas décadas- explican gran parte del actual panorama jurídico, económico y social de la zona (Tasso, 2007). Para ese entonces e iniciado el siglo XX, se observan dos procesos específicos: por un lado, la instalación de estancias por parte de las élites políticas de la provincia, y por otro, el desarrollo del obraje como sistema económico extractivista. Ambos procesos se basaron en la privatización de tierras por parte de políticos y empresarios, la explotación como mano de obra de una población rural dispersa y la extracción de madera.

El primer proceso tiene como protagonista a la familia Taboada, la cual gobernó la provincia en alianza con el gobierno conservador nacional durante la segunda mitad del siglo XIX. Dicha familia llevó adelante la enajenación de tierras fiscales en la zona del río Salado, siendo Antonino Taboada, hermano del gobernador de ese entonces, quien se apropió de 33 leguas de tierras fiscales en los departamentos Juan Felipe Ibarra, La Banda, Moreno y Figueroa (Ríos, 1947). Hacia principios del siglo XX, la mayor parte de las tierras de Antonino fueron heredadas por sus hijos, Felipe y Desiderio, este último asociado a Macario González en la cría de ganado y el comercio en la región del salado (Karlovich, en Tebes, 2009). Esta sociedad de los Taboada-González, a partir de históricas relaciones comerciales y de parentesco, fue denunciando tierras fiscales como en el caso de Pozo del Castaño (Bonetti, 2019).1 San Felipe se constituyó como una de las estancias de la extensa familia, que, junto con la de Pozo del Castaño, reunió a una población rural que comenzó un proceso de expansión a partir del trabajo ganadero y de la explotación del bosque nativo.

En cuanto al segundo proceso, vinculado a la instalación del obraje, en las últimas décadas del siglo XIX, el Estado provincial puso como garantía de los créditos solicitados al Banco Provincia grandes cantidades de tierras fiscales que terminaron siendo rematadas. Cerca de cuatro millones de hectáreas fueron entregadas a este banco para poder amortizar la deuda del Estado provincial (Tasso, 2007). En el marco de esta situación y con base en una especulación financiera, en 1898 se constituyó en Buenos Aires el “Sindicato de Capitalistas para la adquisición de tierras en Santiago del Estero con fines de explotación forestal” (Dargoltz, 2018). Las compras realizadas por este sindicato alcanzaron a los departamentos de Copo, Moreno, Ibarra y Figueroa. En este último, los parajes de los distritos Canteros y Amamá, como Pozo del Castaño, 9 de Julio, El Hoyo, San Felipe, entre otros, fueron cercados por estos nuevos “propietarios” que se dedicaron a la extracción de madera.

Hacia 1913, las tierras de la vieja estancia de San Felipe o “Río Muerto” (como aparece en la cartografía oficial catastral) habían sido subdivididas por la herencia de los Taboada, y algunas de ellas, vendidas. A principios del XX, Desiderio continuaba denunciando terrenos que, argumentaba, le pertenecían por herencia o bien por interés de compra. En 1909 manifiesta su interés por un terreno fiscal (también denominado San Felipe) de una legua de este a oeste que lindaba al norte con el Lote A-A, a nombre del Sindicato, y al sur con La Cañada, San Felipe y Monte Redondo; se trata de un extenso espacio que separaba sus propiedades y donde se conservaba un monte tupido por el cual atravesaba “el camino al Castaño” (Figura 2). Sin embargo, otras denuncias realizadas con anterioridad le impidieron hacerse de esas tierras. En 1913, Carlos Ruiz Mealla denuncia este terreno, en el que se mensuran 4731 hectáreas, 2220 metros cuadrados con los linderos. En este documento se señala que el terreno se encuentra compuesto casi en su totalidad por “montes muy fuertes”, principalmente con quebrachos blancos y, en menor medida, colorados, por la explotación sufrida cuando había sido arrendado por la provincia a un particular de apellido Rivero.

Figura 2

Croquis de ubicación del terreno de San Felipe donde se construye la capilla. Solicitud de prescripción adquisitiva Obispado de Añatuya, 1999.

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Fuente: Archivo de la Dirección Provincial de Catastro.

En 1999, el Obispado de Añatuya presentó una prescripción adquisitiva de un sector para la construcción de la capilla, que hasta entonces era solo una gruta. Los colindantes que figuraban son la escuela, un camino vecinal, y “Napoleón Taboada y otros” como los propietarios principales. En ese registro, el historial de titularidad da cuenta de que en junio de 1976 se había llevado a cabo el juicio sucesorio del terreno a nombre de Felipe Taboada y las ventas a empresarios locales; y hacia finales de 1990, a una inversora uruguaya.

Las tierras correspondientes a San Felipe, tanto el terreno que figura a nombre de los Taboada como el que denuncia Ruiz Mealla, son mensuradas en años posteriores producto de sucesiones, ventas y prescripciones. Como se advierte, bajo el nombre de San Felipe se consignan dos terrenos distintos. Por un lado, el de los Taboada, que figura en registros catastrales como “San Felipe o “Río Muerto” -donde se encuentra el mayor asentamiento de la actual comunidad-, y por otro, el que había denunciado Ruiz Mealla hacia 1913, de mayor extensión y que constituía un bosque tupido y donde la comunidad hizo uso histórico para sus actividades de caza y recolección; y para la década de 1970 explotado por Carlos Chedda, un obrajero de la capital santiagueña.

Este obrajero había explotado el monte de San Felipe (el terreno de mayor superficie), desde el año 1978, para lo cual había contratado como mano de obra a parte de la comunidad. A inicios de la década del 2000, después de varios años después de abandonar la posesión del territorio, intentó regresar, pero los pobladores lo impidieron ya que tras su ausencia la comunidad empezó a reclamarlo como propio, haciendo valer su derecho posesorio. Este fue el inicio de los conflictos territoriales y del empoderamiento político de la comunidad. En el año 2003, Chedda presenta en Catastro un levantamiento territorial para la prescripción adquisitiva argumentando las mejoras realizadas y la posesión del terreno de más de 4721 hectáreas, inscripto en el registro de la propiedad provincial en el año 1942 sin mencionar el propietario.

Después de varios años del inicio del conflicto, los pobladores, ya organizados, buscaron asesoramiento sobre la posibilidad de autorreconocerse como comunidad originaria ante el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI). Este proceso le permitió, recién en el año 2011, relevar una parte del territorio del que tradicionalmente hacen uso donde se priorizan las parcelas más cercanas, entre ellas Río Muerto, San Felipe, Genuaria de Salto, Monte Redondo, terrenos fiscales y parte de El Porvenir. Quedando pendiente para un posterior relevamiento el territorio denominado Guanacuspa Campo y el Lote A-A del Sindicato.

Mientras aguardaban la carpeta técnica de la aplicación del relevamiento, se presentó otro conflicto. En el año 2012, un empresario de origen cordobés, por medio de manipulaciones a algunas familias de la comunidad, cercó Guanacuspa Campo, donde antiguamente había una represa, dos pozos calzados, dos parvas2 y un sitio arqueológico. Los pobladores narran este suceso con mucho pesar puesto que, ante el hecho de haber vecinos de la comunidad aliados al empresario, decidieron no ejercer su derecho posesorio para evitar enfrentamientos con los suyos. Al año siguiente se presenta un nuevo conflicto; esta vez, de la mano de una firma local, quien denunciaba el Lote A-A. En este territorio se encuentran una represa antigua, una casa comunitaria, un cartel identificatorio y una huerta. Cabe mencionar que la comunidad ya había solicitado al INAI la ampliación de este territorio, lo que se pudo concretar hace poco tiempo cuando la comunidad indígena vecina de Punitayoj realiza su relevamiento territorial y se acordó incorporar una parte del Lote A-A como espacio compartido.

Desde el momento en que la empresa local intentó tomar posesión, 15 familias de la comunidad se reunieron en el lugar para defender el territorio durante más de dos años hasta lograr frenar el desmonte. La empresa utilizó el mismo modus operandi que el cordobés al incorporar como empleados a varios integrantes de la comunidad. Mientras sucedía la resistencia, 21 pobladores -entre ellos, una niña de 12 años y un joven con discapacidad- fueron imputados falazmente por el delito de uso de armas. A través de la resistencia constante y pacífica, la intervención del Comité de Emergencia, dependiente de la Jefatura de Gabinete de Ministros de la Provincia, organismos de derechos humanos y de un abogado particular contratado por la comunidad, se logró una medida del juez de “no innovar”. Sin embargo, esta nunca se respetó y continúan los intentos de tomar posesión hasta la fecha.

A mediados del 2015, se serena el conflicto y el abogado sugiere cerrar el caso al no haber respuestas de la firma. Para ese entonces, ya se habían realizado las presentaciones correspondientes como comunidad indígena. No obstante, en 2019 se evidencian ciertas arremetidas, como el saqueo de los elementos de la casa comunitaria (tanque de agua, puerta, mercadería, colchones, frazadas y herramientas de trabajo) y la quema total de esta. Otro suceso tuvo lugar en mayo del 2022, cuando intencionalmente fueron quemados materiales que iban a utilizarse para la reconstrucción de la casa comunitaria. Luego de este suceso, la comunidad vuelve a reunir los materiales y plantar los postes del futuro rancho, que fue incendiado nuevamente en julio de 2022, juntamente con el cartel identificatorio de la comunidad. A esto último se suman ataques recientes, en el mes de abril del año 2023, como la quema de tranqueras que sitiaban la casa comunitaria.

Como se observa, desde mediados del siglo XIX, el territorio de San Felipe fue objeto de diversos procesos de despojo, apropiación y resistencia. Desde el acaparamiento por parte de las élites políticas locales hasta fraudulentas compras de capitalistas de Buenos Aires fueron agentes de violentos procesos de desterritorialización. Recién a principios del siglo XXI, los pobladores originarios fueron sujetos y no objetos de disputa. Mediante un proceso organizativo pusieron a jugar su pasado e identidad como herramientas de lucha que, mediante la Ley 26.160, pudieron frenar los desalojos, mas no los violentos ataques de los empresarios.

Aproximaciones a la etnogénesis de San Felipe: memorias, aboriginalidad y comunalización

En el marco de la defensa de su territorio, la comunidad inicia un proceso de reconfiguración de sus estrategias de lucha, en el cual lo identitario devino en una herramienta política central. Al respecto, Rolando Sosa, de 67 años, nos comenta cómo fue el inicio del autorreconocimiento como comunidad Tonokoté a partir del afianzamiento de vínculos existentes con la comunidad indígena vecina de San Roque:

Habíamos hecho una nota, preguntándole cómo podíamos hacer para entrar como indígenas. Ha pasado el tiempo y le digo a un vecino: “Che ¿qué te parece si vamos a participar en las reuniones de los indígenas?”. Y bueno, hemos comenzado a participar. Hasta que un día nos dicen: “si ustedes quieren, les vamos a reconocer”. Y así ha nacido. (Registro de campo, Santiago del Estero, octubre de 2022)

La expresión “entrar como indígenas” que utiliza Rolando nos remite a pensar lo identitario en términos espaciales, tal como Spivak (1998) entiende a lo subalterno, en tanto posición en el espacio social. Una posición subalterna específicamente indígena que para ese entonces no ocupaban, pues lo indio seguía siendo, para los sanfelipeños, una otredad mirada desde un nosotros construido como campesino. En ese sentido, ubicarse en una posición subalterna diferente implica resistir desde un lugar diferente. Esto último lo explica claramente Angélica Serrano, la actual kamacheq3 de la comunidad:

Cuando nos llega una información de que podíamos autorreconocernos, si bien veníamos de un proceso de defensa, [esa] era una herramienta para abrazar el territorio más factible que como comunidad campesina… Veníamos gastando mucha plata... Si teníamos que conservar ese monte y empezar a pagar impuestos como comunidad campesina, estábamos muertos. (Registro de campo, Santiago del Estero, octubre de 2022)

Como destaca Angélica, la defensa del territorio durante años fue llevada adelante como comunidad campesina, desde donde no se observaban avances significativos en materia judicial. La ley de emergencia indígena se presentó como un respaldo jurídico que impide el desalojo de tierra de comunidades indígenas, no sin antes ser reconocidas como tales por el INAI. Los usos políticos de la identidad (Isla, 2003) no solo implicaron ubicarse en un lugar diferente desde donde defender el territorio, sino también desde donde reflexionar sobre su pasado. Siguiendo la perspectiva de las memorias, el tiempo presente funciona como marco de enunciación que permite representar el pasado desde ciertos ejes que guían la reconstrucción de los hechos vividos por un grupo determinado (Halbwachs, 2002; Jelin, 2002; Candau, 2008). Teniendo en cuenta las investigaciones sobre memorias de comunidades indígenas realizadas en diferentes zonas del país (Gordillo, 2006, 2010; Ramos, 2016; Sabatella, 2016; Crespo, 2023), debemos percatarnos de, al menos, dos cuestiones: por un lado, que la reconstrucción de memorias en comunidades indígenas se da ineludiblemente mediante una restauración y recuperación de fragmentos, silencios y olvidos que están siempre bajo sospecha; y por otro lado, que en la producción de memorias de comunidades indígenas se hace fuertemente visible una faceta reveladora de la representación del pasado, la cual aparece como generadora de compromiso vinculante, en tanto que da sustento a la formación social de las identidades.4

En ese sentido, ante la pregunta sobre los basamentos que dan sostén a la identidad indígena de la comunidad Yaku Muchuna, la lengua quichua aparece como principal diacrítico. Al respecto, la kamacheq destaca:

[Soy] quichuahablante porque soy criada por abuelos. Mis abuelos siempre me han transmitido esta lengua ancestral. Como yo digo, defiendo esta lengua porque es la que hemos mamado y [con] la que nos hemos criado, aprendiendo de boca en boca… la defiendo porque es así como la hablamos, [como] la tenemos que expresar, transmitir y escribir. Porque esa es nuestra identidad. (Registro de campo, Santiago del Estero, octubre de 2022)

En este y otros momentos se observa una insistencia de parte de Angélica por resaltar que ella fue criada por sus abuelos, razón última de por qué es quichuahablante, destacando implícitamente que si hubiera sido criada por sus padres habría cortes en la transmisión de la lengua. En ese mismo sentido, Rolando destaca que:

El tema es que la parte del quichua se iba quedando… por la enseñanza de la escuela, porque los padres no nos dejaban hablar en quichua. Había chicos que no sabían hablar castellano y las maestras cuando venían no sabían cómo enseñarles, porque no les entendían a ellos. (Registro de campo, Santiago del Estero, octubre de 2022)

Propio de los procesos de desindianización iniciados a principio de siglo XX, la prohibición del uso de la lengua quichua tuvo a la escuela como principal dispositivo de control y castigo (Togo, Garay y Bonetti, 2009). En ese sentido, la razón por la que Angélica constantemente destaca que fueron sus abuelos y no sus progenitores los que la criaron es porque ella se autopercibe como la excepción de su generación. El hecho de que los padres no condescendieran que sus hijos hablen quichua les permitía eludir el castigo al mismo tiempo que asegurar su alfabetización. En otras palabras, podían escuchar, pero no podían hablar. Al respecto, Aurelio Ance destaca:

El primer maestro que había no les dejaba hablar a la quichua. Yo, cuando tenía 9 años, ha iniciado aquí la escuelita en una casa rancho. Ahora tengo 72 años... Así… sucesivamente hemos ido cortando la lengua quichua para poder aprender a leer y escribir (Registro de campo, Santiago del Estero, octubre de 2022).

Esta concepción de la lengua como diacrítico de la identidad indígena se suma a otras automarcaciones de aboriginalidad (Briones, 1998, 2004) que emergen en el marco del proceso de etnogénesis. Rolando Sosa destaca que lo indio se manifiesta en rasgos de la personalidad asociados a la tenacidad e intrepidez, al expresar que cuando uno dice “voy a hacer esto y hago. Me meto aquí, me meto. No ando con miedo” (Registro de campo, Santiago del Estero, octubre de 2022). A estos “rasgos del indio” se suman otros aportadas por Héctor Mansilla, de 45 años, quien reflexiona de la siguiente manera:

A veces, cuando te golpeas en el monte [decimos] “igual me va a pasar, igual soy indio”. ¡Las veces que me ha pasado a mí! A veces ando solo, me corto con el hacha, con el machete, ahí nomás te atas y sigues laburando [ríe]… No, soy duro, soy indio. (Registro de campo, Santiago del Estero, octubre de 2022)

La “dureza”, el tener el cuerpo “curtido”, aparecen como aspectos centrales que los caracterizan. Asimismo, no usar gorra y andar descalzo en el monte representan signos de indianidad que incluso para Héctor se presentan como aspectos sorprendentes, cuando afirma que “¡No te quemaba el piso!”. Al respecto, Héctor continúa reflexionando: “yo andaba descalzo, andaba por medio el sol. Ahora no lo dejamos que se hinque un chico. Ahora tiene su calzado, antes no teníamos” (Registro de campo, Santiago del Estero, octubre de 2022). Estas características se asimilan a las mencionadas por Escolar (2007) en las comunidades huarpes de Cuyo, quienes vinculan este tipo de rasgos de la personalidad con dones sobrenaturales heredados de sus ancestros. Estas automarcaciones de aboriginalidad (Briones, 1998, 2004) emergen también en otras comunidades del departamento Figueroa (Bonetti, 2020) e incluso en otros contextos del Chaco santiagueño, como en los departamentos Copo y Alberdi (Concha Merlo, 2021), donde lo indio aparece relacionado con diferentes grados de fortaleza y conocimientos, hasta incluso místicos, que para algunos resultan temporalmente más cercanos que otros.

En ese sentido, se observa en los comentarios de Héctor una preocupación por el “debilitamiento” de estas características en las nuevas generaciones, que responden a nuevas formas de crianza, signadas en gran parte por condiciones materiales diferentes. Los dichos de Héctor, a quien consideramos de una generación intermedia en la comunidad, se asimilan a los comentarios de Miguel Horacio, uno de los mayores (72 años), cuando reflexiona sobre el vínculo con su abuela materna:

Yo siempre me iba a la casa de ella… a hacerle fuego, alcanzarle para el mate. Y [ella] era bastante… [frunce sus labios y levanta sus cejas]. Me decía: “Si no me alcanzas esto” [mueve diagonalmente su palma]. Si ella quería te hacía participar en el mate, si no, no… Así fue el manejo de los tiempos en que me crie. A un mayor no se le contestaba. Ahora son más autoridades los menores… Nosotros éramos muy educados. Si un mayor decía: “Mijito, andá alcanzame aquello”. Capaz que dejaba de hacer y alcanzaba; obedecía a esa persona mayor. Como que don Roli [Rolando Sosa] mande a mi hijo… Antes en el tiempo de nosotros éramos muy ‘familiables’, nos mezquinábamos; ahora nos separamos. (Registro de campo, Santiago del Estero, octubre de 2022)

Se observa cómo en el modelo de crianza al que se refiere Miguel Horacio predominan “valores” como el respeto, la honestidad y la familiaridad. En ese modelo, ser adulto mayor implica autoridad y ser obedecido no solo por los familiares directos sino por todos los menores de la comunidad. Incluso se observa que esa obediencia deviene incondicional, hasta cuando el respeto no es mutuo entre menores y mayores. Según Miguel Horacio, en este específico vínculo intergeneracional reside un aspecto importante de la vida en comunidad. Lo que entiende por ser “familiables”, en tanto extensión de lazos que solo se piensan al interior de un núcleo familiar, encierra no solo las ideas de respeto y unión, sino también la de protección mutua de los miembros. Así, lo familiar no solo excede a la idea clásica de parentesco, sino que también plantea una relacionalidad (Carsten, 2000) territorialmente propia.

No solo Miguel Horacio y Héctor muestran su preocupación por valores y características que abonan a la cohesión del grupo. Algunos destacan que antes y durante todo este proceso de defensa del territorio fue necesario construir un sentimiento “comunitario” que no fue fácil de concretar, como es el caso de Angélica, quien desde una perspectiva más politizada, como líder de la comunidad, afirma que:

Antes, mis familiares en particular se consideraban como “pobladores” que salían a emigrar como hacheros. Mi abuela iba con mi abuelo a trabajar en el Chaco, en el algodón, en los campamentos. Aquí con Chedda hacían lo mismo… No existía una organización, solo lo institucional que era la escuela en su momento. Esto de organizarnos comenzó cuando vinieron los misioneros de la iglesia católica. [A partir de allí] la gente de la comunidad tenía un motivo para reunirse en los rezabailes y después se ha ido creando este ambiente comunitario. (Registro de campo, Santiago del Estero, octubre de 2022)

Observamos cómo Angélica percibe desde su experiencia familiar un contexto previo que podemos caracterizar como atomizado, en tanto que describe a los pobladores únicamente como sujetos proletarizados sin algún tipo de organización comunitaria que los convocara. Aunque no hace referencia a momentos previos a la llegada del obraje, Angélica asume que esta característica existía desde antes y quizá fue profundizada por este sistema, pues recién con la llegada de los primeros agentes eclesiales se comenzó a construir un sentimiento de pertenencia conjunta (Brow, 1990). Esto se refleja en los comentarios de Rolando, quien destaca que “si venía un obrajero y arrendaba el patio de mi casa y hacía trabajar, nosotros lo respetábamos, no le decíamos nada; era bienvenido”.

El respeto, la obediencia, el silencio y la pasividad eran formas naturalizadas de vincularse con los obrajeros, ahora vistas como sometimiento propio del sistema de patronazgo. Estas características no pueden ser entendidas sin tener en cuenta todo el proceso de privatización y despojo de tierras iniciado a mediados del siglo XIX. Esta conciencia de asumirse como dueños y poseedores del territorio sigue aún en proceso de construcción, pues los discursos hegemónicos que los ubicaban en un lugar de “ocupas y vividores”, o en el mejor de los casos, como empleados de “los verdaderos dueños”, aún permean las conciencias de algunos pobladores. Ello se refleja en los dos últimos conflictos, en los cuales la comunidad tuvo que poner en jaque los vínculos familiares en pos de la defensa del territorio, como comentamos en el anterior apartado.5 No obstante, aun en aquellos sujetos que defienden actualmente el territorio se observan vestigios de ese discurso deslegitimante.6 En ese sentido, consideramos que el proceso de evangelización, primero, y el de autorreconocimiento, después, promovieron lo que Brow (1990, p. 1) denomina proceso de comunalización, en tanto “patrón de acción que promueve un sentimiento de pertenencia conjunta”. Dicho proceso siempre está en construcción, y en él, el pasado juega un rol crucial como basamento de un origen común.

En un momento del encuentro tomamos una canasta con restos de cerámicas que había sido presentada al inicio por uno de los integrantes, y le preguntamos qué significaba “eso” para ellos. Las respuestas más significativas fueron: nuestros antepasados, nuestros orígenes, nuestra identidad, nuestra cultura. Esto último lo comenta Lucía Mansilla, de 25 años, una de las pocas jóvenes de la comunidad, argumentando que:

Nosotros siempre vivimos en la cultura, hemos utilizado la lengua quichua, las plantas, cómo curarnos, qué hacer… Nunca hicimos esto de interpelarnos, [preguntarnos] de dónde sale esto, por qué, por qué nos transmitían de esa forma. Después que se autorreconoce la comunidad [nos contestamos], “¡Ah! por esto pasaba, por eso aparecía”. (Registro de campo, comunidad tonokoté, Santiago del Estero, octubre de 2022)

Ese click, esa interpelación, ese cuestionamiento aparece como el paso de una protomemoria a una memoria (Candau, 2008). La primera, referida a una memoria prerreflexiva, hecha cuerpo, vivida y practicada; y la segunda, como ya planteamos, a una reconstrucción del pasado desde el presente. Ello es muestra del innegable, estrecho y dialéctico vínculo entre las memorias y las identidades, concebidas no en tanto “cosas sobre las que pensamos sino [como] cosas con las que pensamos” (Gillis, 1994, p. 5, citado en Jelin, 2002, p. 25). Asimismo, en otros relatos, el actual proceso de etnogénesis es interpretado como una oportunidad de pensarse como indígenas que antes estaba negada. Para Miguel Horacio, esto representa un proceso mediante el cual se asume a la indianidad como un derecho anteriormente no reconocido, pues “ahora tenemos el valor de ser fundadores de esto… y conocer el derecho que uno tiene de ser indígena” (Registro de campo, comunidad tonokoté, Santiago del Estero, octubre de 2022). En ese sentido, el conflicto como evento crítico (Das, 1995) habilitó un momento de reflexión que puede ser leído como un evento creativo (Stewart y Strathern, 2001).

Genealogías y territorialidades: hacheros, teleras, cazadores y parteras

Cuando indagamos en la historicidad de las familias mediante la construcción de árboles genealógicos pudimos observar diferentes dimensiones de origen o procedencia, oficios y percepción identitaria de los antepasados de la comunidad. A continuación, presentaremos las genealogías de Miguel Horacio Mansilla, Victoria Jiménez y Aurelio Ance (Figura 3), las cuales fueron construidas de forma colaborativa entre los miembros de la comunidad. Al final, presentaremos una cartografía social (Figura 4) en la que se plasmaron no solo los sitios significativos de la comunidad, sino también los actuales usos, prácticas y apropiaciones del territorio que en parte dan cuenta de las transformaciones sufridas por los procesos de explotación y despojo comentados anteriormente.

Figura 3:

Árboles genealógicos de tres miembros de la comunidad.

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Fuente: elaborado con la comunidad.

En el armado de su árbol, después de reflexionar sobre el vínculo que tenía con su abuela materna, Miguel Horacio nos comenta sobre los oficios de su ascendencia. Más allá de que Clara Taboada, la madre de Pabla Mansilla, es reconocida por él como indígena y ama de casa, pudimos observar que la figura de la mujer indígena trabajadora es puesta a través de dos imágenes fuertes: la telera y la partera, la primera de las cuales funciona incluso como diacrítico. Cuando le preguntamos a Miguel Horacio sobre su madre, contesta que, al igual que su abuela, era ama de casa y que la consideraba indígena, a lo que interviene Silvia Ance, otra integrante de la comunidad, diciendo: “Y sí, era indígena, porque ella sabía tejer”. Silvia es una de las últimas teleras de la comunidad. A sus 63 años confiesa que, por cuestiones de salud, ya no puede dedicarse totalmente al telar, pero reivindica este arte como muestra de su identidad indígena. Cuando, orgullosa, nos muestra sus tejidos, destaca que esto no es artesanía, que ella no es artesana, sino artista, artista indígena.7

Es Silvia, en tanto mujer y telera, la que resalta la vinculación hasta determinante entre el oficio y la indianidad de Pabla Mansilla. Algo que en Miguel Horacio no aparece tan claro, pues, más allá de identificar a su madre y su abuela como indígenas, para él la ocupación de ambas es ama de casa. Sin embargo, destaca la figura de la partera, matrona o madama, para representar a la mujer indígena. No solo su abuela paterna, Gerónima Almaráz, sino también su tía paterna (no referenciada en el árbol) son identificadas por él y por la comunidad como respetadas parteras de San Felipe.

Por otro lado, la figura del hachero aparece como la principal cuando indagamos en los trabajos masculinos. En algunos casos, asociados al rol de contratista, como aquel capataz o “jefe de cuadrilla” que convocaba a los hacheros, y quien funcionaba como intermediario con el obrajero. Por otro lado, resalta en las genealogías el oficio de criador, tanto en hombres como en mujeres, uno de los pocos roles que es desempeñado por ambos géneros. Aunque también se observa la concepción de los abuelos de Aurelio Ance y Miguel Horacio como artesanos. El primero, Ramón Díaz, carpintero; y el segundo, José Guerrero, aparte de ser hachero, manipulaba el cuero de animales para la fabricación de pellones o cojinillos, utilizados para la montura y también como abrigo.

Resulta interesante cómo en los tres casos se evidencia la herencia del apellido a partir de la mujer de la línea paterna. En tal sentido, las formas de organización familiar a partir de las condiciones de vida (migración de los varones) o la figura del criado/a, tan común en los sectores rurales, son algunos de los motivos de la portación de apellido materno. En los tres árboles genealógicos que se reconstruyeron, la mayoría de los descendientes eran originarios de San Felipe, es decir, nacidos y criados allí. El resto provenía de algún paraje o departamento cercano, de una provincia vecina, y solo en dos casos se reconocía un origen español. Se observa, como es de esperar, que las adscripciones indígenas en las generaciones pasadas son producto de representaciones mediadas por el proceso actual de etnogénesis, al igual que los discursos domésticos y las sospechas identitarias que se mantenían (Segato, 2007). Las referencias a campesino/a, como en el caso de Victoria Jiménez, responden a criterios fenotípicos y culturales que marcarían fronteras (siempre imprecisas) entre ambas identidades. Asimismo, las referencias al reconocimiento de ascendencia española tienen como base los mismos criterios, que podemos asociar a lo que Escolar (2007) denominó “fenomitos”, en tanto representación cultural racializada de ciertas prácticas, contextos y actividades en las cuales parece asociarse lo español a todo aquello que no es nativo del sector rural.

Cuando indagamos en los actuales usos y apropiaciones del espacio, pudimos observar que el obraje y la caza se presentan como las principales actividades de subsistencia por sobre otras como la recolección de miel, hierbas y frutos, e incluso la cría. La extracción de madera para la producción de postes y carbón les permite a los sanfelipeños insertarse en el mercado local. Por ello, oficios tales como el de hachero o cazador, más que el de melero, criador o agricultor, son los que representan a la mayoría de los hombres de la comunidad; pues, como afirma Silvia, “no hay otro trabajo para los hombres que el hacha”. Destacando que la mayoría de “la gente trabaja haciendo postes, una o dos familias se dedican a hacer carbón”, los cuales son acopiados por un miembro de la comunidad y vendidos en el mercado local o a compradores de Buenos Aires, Córdoba o La Pampa.

Así, la caza significó y significa actualmente una actividad de subsistencia, pues, como destacaba Silvia Ance, “algunos viven solo de eso” (Registro de campo, comunidad tonokoté, Santiago del Estero, octubre de 2022). Al respecto, Miguel Horacio nos comenta sus experiencias en la cacería:

Íbamos en burro a quedarnos, cuando venían las crisis aquí… Dormir en esos pastos para sostener la familia, cuando no había obraje, cuando se han parado los obrajes. Nosotros íbamos a hacer cazar para el pan de los chicos. (Registro de campo, comunidad tonokoté, Santiago del Estero, octubre de 2022)

Según Miguel Horacio, la caza representó la principal actividad antes de la llegada del obraje a la zona, a fines de 1970, y esta cobraba mayor importancia en los momentos en que no eran contratados como mano de obra. Inferimos que cuando comenzaron a extraer madera por sus propios medios, “sin pedirles permiso” a los obrajeros, comercializando directamente y generando sus propios ingresos, la caza comenzó a reducirse, y son pocos los que la realizan como principal actividad.

Respecto de la meleada, más allá de no presentarse como una actividad central de subsistencia, se observan vastos conocimientos sobre los diferentes tipos de miel y formas de producción y recolección. Entre las más conocidas se encuentran la miel de ashpa mishki (miel de la tierra), miel de tiyu simi o qella (boca de la arena; y qella: perezoso/a, nombrado así por la poca miel que produce), miel de yana (denominada de ese modo por el color de la abeja yana: negro/a), miel de mestizo o moro-moro (relacionado con el color de la abeja claro-oscura que la produce), miel de lechiguana, también conocida como bala-yana (producida en una colmena aérea), entre otras. Cada una de ellas varía en su cantidad y lugar de producción (árboles, troncos o tierra). Algunas son curativas, como por ejemplo, la miel de tiyu simi o qella es utilizada para curar los golpes en la vista; y la de yana para el dolor de garganta, entre otros usos.

Además de los usos del monte, la comunidad reconoce en el territorio diferentes sitios históricos y arqueológicos, como aquel denominado Tinajerayoj, en quichua, “lugar donde hay tinajas”. Este sitio coincide con los llamados indius pozon o “pozos de los indios” (excavaciones tipo barrancos) que refieren los miembros más longevos de la comunidad, y que a su vez son mencionados por Basualdo (1981) como “represas de los indios”, que contenían restos arqueológicos en San Felipe. Cada una de estas prácticas, sitios, concepciones y usos del territorio pudieron ser plasmadas en una cartografía social (Figura 4), incluyendo aquellos que no eran considerados y contemplados por los mapas catastrales e incluso en aquellos elaborados por el INAI. En ella podemos observar el territorio relevado, los parajes vecinos basados en los registros catastrales, los sitios históricos y arqueológicos, las zonas de conflicto, las picadas o deslindes surgentes de la Ruta 100 y las zonas en la que la comunidad practica la caza, la meleada y la extracción de madera.

Figura 4:

Usos del territorio y sitios significativos.

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Fuente: elaborado con la comunidad y digitalizado con QGIS.

Observamos que la gestión del monte adoptó una lógica propia de la comunidad, pero mediante una disposición del espacio implantada por el último obrajero de la zona. Esto se refleja en las diferentes picadas o deslindes que permitían la circulación en el territorio mantenidas actualmente por las familias. Asimismo, es visible cómo los usos del monte exceden totalmente a aquel relevado por el INAI. Pues la caza, la recolección y la extracción de madera son practicados tanto en el Lote AA (Zavaleta) como en Guanacuspa Campo, destacando que este último se encuentra cercado y con grandes limitaciones de ingreso. Esto se suma a que allí se encuentran una represa y varios sitios arqueológicos, entre ellos, el mencionado Tinajerayoj.

Es claro cómo el proceso de etnogénesis de la comunidad de San Felipe implicó un ejercicio reflexivo en el cual los trabajos de la memoria (Jelin, 2002) fueron cruciales para dar sentido a prácticas y concepciones de la comunidad y del territorio. El autorreconocimiento fundó un nuevo patrón de sentimiento de pertenencia que ahora giraba en torno a la defensa del territorio y estaba fundado en la construcción de una nueva identidad. Las históricas marcaciones y automarcaciones de aboriginalidad que circulaban en esta zona del Chaco santiagueño fueron reinterpretadas y permitieron resignificar experiencias familiares de explotación, oficios, prácticas, territorialidades y conocimientos que ahora son vistas como basamentos de su indianidad y como herramientas de lucha.

Reflexiones finales

El objetivo de este escrito fue aproximarnos a la etnogénesis de la comunidad Yaku Muchuna de San Felipe, Santiago del Estero. Partimos de entender que no podemos indagar estos procesos identitarios sin considerar que representan una respuesta a los históricos procesos de despojo de tierras de diferentes agentes estatales y empresariales. Sin embargo, esto no significa en ninguna circunstancia que nos encontramos ante un uso estratégico de la identidad sin ningún tipo de sustento histórico y cultural de las comunidades. Por el contrario, lo turbulento y violento que implica una situación de conflicto territorial, en tanto evento crítico, propició de marco para la construcción de memorias sobre su pasado vivido al igual que resignificaciones de prácticas sociales y usos del territorio que antes estaban naturalizadas, pero ahora devienen problematizadas y resignificadas.

Por ello, mostrar el profundo proceso de despojo y acaparamiento de tierras en San Felipe nos permitió darle historicidad al actual proceso de resistencia. Desde el siglo XIX, esta zona del Chaco santiagueño estuvo signada por la agencia de políticos, obrajeros y especuladores que en diferentes momentos participaron de violentos procesos de desterritorialización. En primer lugar, la familia Taboada, mediante la apropiación de tierras para la construcción de estancias. Para ese entonces, ya se observa una absorción de los pobladores como mano de obra y servidumbre, que con el tiempo fueron transformándose en vínculos más horizontales. Durante décadas se observó el acaparamiento de lotes vecinos a San Felipe que fueron vendidos y heredados por los descendientes de la familia Taboada. En segundo lugar, ya para fines del siglo XIX, con el decaimiento del taboadismo y el ascenso de la oposición de la mano de Absalón Rojas, se observa la punta de lanza de lo que sería un fraudulento y escandaloso proceso de especulación y compra-venta de tierras. La conformación del sindicato es muestra de la grandilocuencia de la situación, en la cual, empresarios principalmente porteños comenzaron a acaparar lotes destinados a la explotación forestal, lo que dio origen a lo que sería una de las más importantes instituciones económicas de la historia de la provincia. El obraje funcionó bajo un régimen extractivo y de explotación de mano de obra semiesclava que rigió hasta ya avanzado el siglo XX, y en San Felipe incluso hasta las últimas décadas de ese siglo.

La estancia y el obraje configuraron una percepción del territorio, de la comunidad, del sujeto y del trabajo que aún siguen operando. No obstante, a inicios del siglo XXI, se observa un proceso de resistencia que puso a los sanfelipeños en una posición diferente, primero como campesinos y después como indígenas que defienden su territorio. Dejar de ser vividores y ocupas significó un fuerte y necesario proceso de reflexión en el cual entraron en juego sus memorias enmarcadas familiarmente y sus propias concepciones y valoraciones del monte. Tres fueron los intentos de desalojo en los que la comunidad resistió bajo diferentes estrategias, como la alianza con otras organizaciones, con instituciones estatales y educativas, asesoramiento jurídico y con el propio autorreconocimiento ante el INAI. En los dos últimos conflictos, destacan que los empresarios apuntaron a romper los lazos comunitarios mediante la contratación de miembros de la comunidad, lo que obligaba a tomar decisiones que ponían en jaque sus vínculos con familiares directos. Esto suponía tensiones en el proceso de comunalización iniciado por la agencia de la Iglesia que llegó precariamente a evangelizar en la zona y posteriormente continuado con el proceso de etnogénesis.

En ese marco, los diacríticos de indianidad que operan en la comunidad son principalmente la lengua quichua, las prácticas como la caza, la meleada, el telar y una variedad de automarcaciones de aboriginalidad antes naturalizados. En sus memorias se observa cómo el uso de la lengua quichua fue objeto de violentos castigos, que abonaban al temor de los padres de enseñarles a sus hijos esta lengua. Esta agencia intrafamiliar de desindianización es común teniendo en cuenta que, para el Estado, este rasgo cultural era racializado, pues en los registros censales del siglo XIX y XX se utiliza la categoría “raza quechua” para marcar a las poblaciones rurales (Bonetti, 2016). No obstante, la lengua pervivió y tiene una fuerte vitalidad, pues gran parte de la comunidad la utiliza cotidianamente. Asimismo, la tenacidad, intrepidez y resistencia, a los cuales se suman la obediencia, la honestidad y la familiaridad, son destacados como aspectos diferenciadores de lo indio en tanto resignificaciones de la aboriginalidad que circulaban en esta zona del Chaco santiagueño. Estos son construidos en modelos específicos de crianza y de relacionalidad en los que se valorizan estos rasgos, pero que, como comentan, fueron y están siendo fuertemente transformados.

Cuando nos abocamos a la construcción de genealogías, advertimos que diferentes oficios eran representados como propios de trabajadores indígenas, específicamente las prácticas del telar, la caza y la meleada. Sin embargo, son actividades hoy en decaimiento, dado por, en el primer caso, la falta de transmisión, y las segundas, por la depredación del monte. Aunque en el caso de la caza, sigue siendo una actividad de subsistencia de algunas familias, de la cual dependen totalmente. No así la meleada, practicada de forma más irregular, a partir de la cual emergen vastos conocimientos de tipos de miel, abejas, producción y usos curativos. Así la meleada no representa una actividad de subsistencia, sino que es vista como una actividad que los inserta en el mercado local, ya que la miel orgánica es un producto actualmente valorado por ciertos sectores de la sociedad. Por sobre todas estas actividades, el obraje es la que aparece como la principal. La extracción de madera para producción de postes y, en menor medida, carbón es la actividad que los inserta en el mercado local e interprovincial, lo cual muestra cómo la estructura del obraje como institución sigue operando en la comunidad, pero ahora bajo lógicas diferentes.

Finalmente, consideramos que estas primeras aproximaciones generales a nuestro caso permiten develar aspectos cruciales sobre cómo se desarrollan los procesos de etnogénesis en el Chaco santiagueño. No obstante, aún queda pendiente insertar nuestras reflexiones en debates teóricos más complejos que permitirían, en una primera instancia, prestar atención a la pertinencia y elasticidad de algunos conceptos, y en un segundo momento, reflexionar sobre categorías nativas que impliquen algún tipo de teorización. Nos referimos específicamente a los debates sobre la construcción de memorias y la comunalización de grupos indígenas en el contexto del Chaco santiagueño, el cual cuenta con una historicidad particular, diferente a la de otras zonas del Chaco mismo, y más aún de zonas como la Patagonia, desde donde se produjo gran parte de la producción teórica sobre estas temáticas, en especial sobre memorias indígenas. Dichos propósitos quedan pendientes para futuras investigaciones, que serían inviables sin un primer acercamiento al panorama sociohistórico de estas comunidades, como el que se pretendió hacer en este trabajo.


Agradecimientos

A la comunidad Yaku Muchuna, por su recibimiento e incansable lucha. A la UNSE, CICyT y sus dependencias por financiar investigaciones comprometidas con las comunidades indígenas de Santiago del Estero.

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Notas:

[1] La sociedad comercial Desiderio Taboada y Macario González tuvo una fuerte influencia; se trataba de familias emparentadas por relaciones precedentes de subordinación que se habían erosionado con el tiempo a partir de la decadencia del poder político provincial de la familia caudilla. Aquellas familias que a mediados del siglo XIX le servían como mano de obra campesina, como los Sosa, González, Tevez o Salto, habían conseguido en las generaciones posteriores estrechar lazos más horizontales facilitados por las mismas relaciones matrimoniales que se fueron consolidando.

[2] Lugares donde antiguamente existían hornos de carbón. El elemento identificador es la presencia de arenilla del carbón, también conocida como carbonilla.

[3] Líder y representante de la comunidad.

[4] Para un recorrido teórico sobre el concepto de memoria en la antropología, consultar Ramos (2011), y sobre la memoria en contextos de lucha en comunidades indígenas de la Patagonia, véase Ramos, Crespo y Tozzini (2016) y Ramos y Rodríguez (2020).

[5] Angélica nos comenta que en el marco del último conflicto la firma contrató estratégicamente a tres miembros de la comunidad, entre ellos, a su hermano, utilizándolos como porteros de la comunidad. Destaca penosamente: “nos hemos tenido que enfrentar con nuestros propios hermanos, nuestra propia gente… y le hemos dicho ‘Vamos a luchar hasta las últimas consecuencias. Aquí no hay nadie más que nosotros’. Y los hemos sacado” (Angélica Serrano, dirigente tonokoté, comunidad tonokoté, Santiago del Estero, octubre 2022).

[6] Como, por ejemplo, ante la pregunta de si Miguel Horacio y sus padres habían sido peones de los Taboada, aquel contestó tranquilamente: “no, no, éramos vividores” (Registro de campo, comunidad tonokoté, Santiago del Estero, octubre de 2022).

[7] En otro momento, Rolando Sosa, esposo de Silvia Ance, nos comenta, a modo de corrección, que ahora ya no se denomina a las tejedoras o teleras como artesanas, sino, como menciona Silvia, como artistas.

Notas

[8] Supported by Esta investigación se enmarca en el Proyecto Tipo A “Territorialidad, identidades y memorias en el Chaco santiagueño”, financiado por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Secretaría de Ciencia y Técnica de la Universidad Nacional de Santiago del Estero. Este documento es resultado del financiamiento otorgado por el Estado Nacional, por lo tanto queda sujeto al cumplimiento de la Ley Nº 26.899.