Luis Ángel Castello
Hablar del amigo partido es evocar sus gestos, su gracia discreta, la atmósfera de afecto que impregnaba sus clases. El tono de su voz pausada daba lugar a la reflexión del alumno, y las sentencias latinas en unos, como la sapiencia medieval en otros, será un eco inolvidable que no los abandonará jamás.
A través del tiempo y los lugares sembró de enseñanzas y de recuerdos su paso docente, la Universidad de Lanús, la de San Martín, la de Filosofía y Letras de la UBA, su casa natal.
Sus publicaciones, de estilo elegante y conciso, llevan también la marca de su ser, de manera que entre esos signos para los ojos que llegan al alma, y entre las imágenes y los sonidos que pueblan la memoria de quienes lo hemos conocido, es lícito preguntarse por el por qué de estas líneas, y si no fuese el caso de que solo se ha ausentado, y pronto retornará junto a nosotros.
De hecho, a mí, que me ha tocado en suerte gozar de su amistad por decenios, no es infrecuente que se me asocie a su figura, y que incluso después de su partida se me haya dicho, “Profesor, mándele saludos a Antonio”.
Claro que se los daré.