El género musical en la actualidad: reflexiones ante un contexto digital y globalizado

Ugo Fellone

Universidad Complutense de Madrid, Madrid, España

Universidad Internacional de Valencia, Valencia, España

ugofellone@gmail.com

Recepción: octubre 2021

Aceptación: diciembre 2021

Resumen

En este artículo se aborda el modo en el que los géneros musicales tienden a operar en el contexto actual, dominado por los procesos de globalización y digitalización del capitalismo neoliberal. Estos han provocado que los géneros se articulen por medio de dos fuerzas aparentemente antagónicas, pero que se necesitan entre sí: la generificación y la individualización. Para comprender el modo en el que ambas operan se analizará su impacto en la producción, intermediación, infomediación y consumo de la música. Con este texto se pretende reflexionar sobre el modo en el que todas las músicas (sin importar su origen o estatus) son susceptibles de convertirse en géneros musicales, siguiendo la manera en la que desde las músicas populares urbanas occidentales se ha entendido este concepto.

Palabras clave: género musical, globalización, neoliberalismo, digitalización, streaming

O gênero musical hoje: reflexões num contexto digital e globalizado

Resumo

Este artigo trata da forma como os gêneros musicais tendem a operar no contexto atual, dominado pelos processos de globalização e digitalização do capitalismo neoliberal. Isso fez com que os gêneros se articulassem por meio de duas forças aparentemente antagônicas, mas necessárias entre si: a generificação e a individualização. Para compreender a forma como ambas operam, serão analisados os seus impactos na produção, intermediação, infomediação e consumo de música. O objetivo deste texto é refletir sobre a forma como todos os tipos de música (independentemente da sua origem ou status) são susceptíveis de se tornarem géneros musicais, de acordo com a forma como este conceito é compreendido nas músicas populares urbanas ocidentais.

Palavras chave: gênero musical, globalização, neoliberalismo, digitalização, streaming

The Music Genre Today: Reflections in a Digital and Globalized Context

Abstract

This article discusses how musical genres operate in the current context, dominated by the processes of globalization and digitalization of neoliberal capitalism. These have caused music genres to be articulated by two apparently antagonistic forces, which are mutually dependent: generification and individualization. In order to understand how both of them act, their impact on the production, intermediation, infomediation and consumption of music will be analyzed. This text intends to reflect on how all kinds of music (regardless of their origin or status) can be converted into musical genres, following the way in which this concept has been understood from Western popular music.

Keywords: Music genre, globalization, neoliberalism, digitalization, streaming

Introducción

Los rumores sobre la muerte de los géneros musicales han sido enormemente exagerados. Desde diversos ámbitos se ha argumentado que ya no tiene sentido hablar sobre géneros para entender la música que nos rodea (del tipo que sea). Pero en la medida en la que nuestra apreciación y comprensión del mundo es indisociable de la imaginación clasificatoria (Beer, 2013), los hilos rizomáticos del género se extenderán por todos lados de la sociedad (Prior, 2009).

Pensar sobre música, hablar sobre música y hacer música suelen implicar la referencia a una taxonomía más o menos detallada, cuya estructura y existencia se dan con mucha frecuencia por supuesto (Fabbri, 1999). Esto es a lo que Derrida (1980) alude cuando habla de que existe una ley del género que nos obliga a confrontar las manifestaciones artísticas o discursivas con las categorías genéricas operativas en un momento dado, aunque sea para hablar de cómo estas son subvertidas.

A lo largo del siglo XX se debatió ampliamente sobre la disolución de los géneros con una ambición liberadora en la que se unen estéticas románticas y modernistas. Estas discusiones tendían a tomar las manifestaciones más “elevadas” y “académicas” como punto de partida, pasando por alto una cultura popular (cine, televisión, música, literatura, etc.) en la que los géneros seguían teniendo una clara vitalidad (Duff, 2014). Pero, en el momento en el que se agrupa una serie de obras para mostrar la obsolescencia de los géneros, se está creando una nueva categoría genérica (Drott, 2013). La mejor prueba de ello es el modo en el que el apelativo “experimental” (solo o en acompañamiento de otros términos genéricos) ha terminado deviniendo un género en el que aquello que no encaja en el actual sistema de géneros se incluye.

Por ello, cuando se afirma que los géneros ya no tienen validez lo que se está diciendo es que la forma en la que se los había entendido ha perdido (parte de) su utilidad. Así, no es tanto que los géneros desaparezcan, sino que estos se modifican o son reemplazados por otros nuevos (Todorov, 1976, p. 160). El principal propósito de este artículo no es otro que entender cómo operan los géneros musicales en el mundo actual, prestando especial atención al modo en el que estos entran en juego ante un contexto crecientemente globalizado y digitalizado. Para comprender esto necesitamos entender qué se mantiene y qué ha cambiado en el sistema de géneros que configura el mundo musical.

Los géneros, en cuanto formas de poner el mundo en discurso, no son abstracciones analíticas. Son clasificaciones reales, con validez para amplios grupos de personas y una gran fuerza organizadora en la vida real, al producir infraestructuras materiales y ayudar a diferenciar tipos de acción simbólica (Frow, 2006, p. 13). Por ello necesitamos entender los géneros en términos mundanos, como parte de procesos culturales y comerciales (Sandywell y Beer, 2005). Esto nos obliga a adoptar una posición heurística, empírica y descriptiva alejada de las posiciones apriorísticas y prescriptivas que históricamente ha adoptado la musicología, en las que se trata a los géneros como categorías inamovibles.

En este sentido conviene reflexionar más detenidamente sobre la relación entre géneros y estilos. Aunque no haya un consenso unánime, podemos considerar que, en líneas generales, los estilos remiten al modo en el que se hace la música (el cómo) y los géneros al tipo de música que se hace (el qué) (Moore, 2001). Lo que ocurre es que en el habla cotidiana se confunden muchas veces, a pesar de que el estilo opera a niveles diferentes que el género: desde lo individual a un periodo histórico o espacio geográfico (Fabbri, 1999).

Hay autores, como Fabian Holt (2003), y páginas web, como AllMusic, Discogs o Rate Your Music, que han intentado solucionar la confusión entre estilo y género estableciendo relaciones jerárquicas entre ellos. Así, los géneros serían grandes unidades como música clásica, rock o dance, mientras que los estilos aludirían a subcagtegorías del tipo minimalismo, rock progresivo o drill and bass. Pero debemos ser conscientes de que, del mismo modo que las escenas y los géneros no son conceptos equivalentes aunque se solapen, lo mismo ocurre con los estilos y los géneros. La confusión estriba en que, en muchos casos, ciertos ademanes estilísticos funcionan como marcadores de un género, como el rasgueo percutido de las guitarras en el funk o el rapeo atresillado del trap.

Pero los géneros son mucho más que meras colecciones de prácticas estilísticas de tipo musical. Para el propósito de este texto entendemos que los géneros son categorías musicales de naturaleza intersubjetiva e interestilística que aluden, no solo a la música, sino al modo en el que esta se encuentra ensamblada con otros elementos líricos, visuales o coreográficos que, a su vez, se insertan en un determinado contexto sociocultural. Así, en línea con Fabian Holt (2007), podemos entenderlos como un conjunto de códigos, prácticas y valores. Esta forma de entender los géneros musicales no es exclusiva de las músicas populares y tradicionales, ya que, como veremos a lo largo del artículo, también concierne a la música clásica.

A diferencia de la folklorología y los estudios de música popular, la musicología histórica se ha mostrado escéptica a trabajar con géneros musicales y cuando lo ha hecho ha tendido a adoptar una visión eminentemente formal, en la que no se suele hablar sobre aspectos extramusicales (y mucho menos, sobre aspectos sociales) (Born y Haworth, 2017). Esto es parte de un proceso que hizo que, a partir del siglo XIX, la función social de los géneros se invisibilizara enarbolando la bandera de la autonomía estética. Bajo este prisma, los géneros se entienden como formas rígidas que limitan la agencia del compositor, razón por la cual conviene subvertirlos o directamente abandonarlos (Dahlhaus, 1983, pp. 20 y 149). En esencia, lo que pretende mostrar este artículo es que si queremos comprender cualquier tipo de música en la actualidad debemos entender los géneros desde un punto de vista sociomusical, tal y como lo han hecho la etnomusicología y los estudios de músicas populares urbanas.

El contexto actual, dominado por la globalización y la digitalización de la experiencia musical tiene consecuencias claras en el modo en el que se conceptualizan los géneros musicales. En líneas generales, como veremos, la mayoría de las transformaciones se pueden comprender a la luz de dos fuerzas aparentemente opuestas pero que se necesitan mutuamente: la generificación y la individualización.

La globalización y los procesos de generificación

Es innegable que vivimos en un mundo cada vez más interconectado. Ya sea a nivel tecnológico, económico o cultural, estamos atravesados por flujos que transitan a escala global. Aunque se use el término globalización para referir al contexto actual, no es que el mundo se haya globalizado recientemente, sino que lo ha hecho de formas diferentes (Taylor, 2016, pp. 80-82). Así, ya en la génesis del capitalismo existía una concepción global del mercado, sustentada por los recursos que desde Europa se extrajeron de América, primero, y del resto de continentes, después. Lo que diferencia al contexto global previo del actual es el modo en el que este se conecta con una nueva forma de entender el capitalismo, comúnmente denominada como capitalismo tardío, cuyo principal paradigma económico-cultural lo constituye el neoliberalismo.

El neoliberalismo no solo debe entenderse desde un prisma económico, sino también cultural. Bajo este paradigma, la sociedad se vuelca hacia el individuo único, hacia un homo œconomicus que ha generalizado el pensamiento empresarial a todos los ámbitos de su vida. En cuanto sistema cultural, el neoliberalismo viene guiado por un símbolo fundamental: la plenitud. Esta se materializa en bienes sin fin por todas partes del mundo que se unen de manera más inmediata gracias a las tecnologías digitales (Taylor, 2016). Esta plenitud tiene una clara consecuencia en los géneros musicales, que se amplían, diversifican y globalizan.

Aunque los géneros musicales suelen surgir directamente de las comunidades y no necesariamente se establecen con propósitos comerciales, es innegable que bajo el prisma de las industrias culturales estos contribuyen a organizar el mercado de la música. Frente a las estrellas consolidadas, que consiguen beneficios en base a un aura supragenérica, para la mayor parte del mercado el género condiciona el modo en el que se produce la música y las expectativas de la audiencia sobre el sonido (Toynbee, 2000, pp. 110-115). Esta red de expectativas es tejida principalmente por la industria musical, que codifica los géneros en departamentos organizativos específicos, asunciones sobre los mercados y prácticas promocionales dirigidas a un target concreto (Negus, 1999, pp. 27-28).

El modo en el que los géneros rigen el mercado discográfico se entiende mejor bajo la idea de cultura de género (Negus, 1999; Holt, 2007). Con este concepto se alude al modo en el que grandes entidades genéricas (rock, country, jazz, salsa…) articulan una cultura distintiva con sus propios códigos, prácticas y valores. Estas macrodistinciones podrían identificarse con los principales subcampos de producción cultural que encontramos en el campo de las músicas populares, dentro de los cuales los agentes e instituciones se disputan capitales culturales, económicos y sociales distintivos.

Continuando con prácticas previas al surgimiento de estas, las industrias culturales tienden a tratar a sus productos en términos genéricos. Por esto, en su proceso de expansión a escala global, la industria musical ha trabajado asiduamente para generificar nuevas músicas o conjuntos de ellas (Taylor, 2016, p. 60). Así, conforme se acelera el ingreso de las músicas locales al mercado musical se agudiza el conflicto clasificatorio, como evidencia la irrupción de la categoría de world music (Ochoa, 2003, p. 89).

La idea de world music (músicas del mundo) es un perfecto ejemplo de cómo opera la división del trabajo mundial (Ochoa, 2003). Esta surge de manera artificial de una serie de compañías independientes inglesas que se reúnen en 1987 con el propósito de dar salida comercial a la música de países de lo que, por aquel entonces, se concebía como tercer mundo. Aunque se ha debatido mucho sobre si debemos entender a la world music como un género musical, lo cierto es que, a efectos prácticos, funciona como tal. Existe, al menos para el público occidental, una cultura de género con su propia idiosincrasia, secciones en las tiendas de discos, listas de éxitos, revistas, webs, festivales y una categoría en los Grammy. Es innegable que constituye una categoría de marcadas connotaciones coloniales, ya que es impuesta desde el centro de la industria (EE.UU. y Reino Unido) hacia sus periferias. En este sentido, es una perfecta muestra de cómo para que el capitalismo neoliberal se infiltre en todos los ámbitos de la sociedad precisa de procesos de generificación que se imponen de manera universalizada (Taylor, 2016).

El modo en el que esto afecta a la música clásica es especialmente significativo, ya que desde sus orígenes esta no ha sido capaz de insertarse en el ruido y la velocidad de la modernidad. Así, aunque sea fruto de la industrialización, siempre se ha entendido a la defensiva, bajo algún tipo de ataque. Esta tendencia martirológica es síntoma de una actitud más amplia en la cultura burguesa de dividirse en dos, abrazando la modernidad política y económica y atacando la cultural (Biddle, 2011).

Este aislamiento con respecto a otras formas de música (que se piensan como un otro silencioso) ha condicionado que sus paradigmas genéricos hayan gozado de mayor estabilidad (Holt, 2003, p. 81), al concebirse exclusivamente en términos de forma. Que las categorías de las músicas populares denoten una identidad social mientras que las de la música clásica no es una construcción discursiva que intenta invisibilizar la dimensión social y altamente ritualizada de la música clásica. Del mismo modo que los blancos “no tienen raza” o los hombres “no tienen género”, la música clásica “no tiene función” y se define por parámetros formales universales y objetivos. Pero, en la medida en la que, como afirma Blacking (2015, p. 29) “toda música es música popular”, sus categorías siempre describen una realidad sociomusical.

Al borrarse de su contexto social, se asumió que la música clásica siempre sería una división de las discográficas destinada a la generación de pérdidas que debían ser compensadas con los beneficios de otras divisiones (Negus, 1999, p. 50) o depender de ayudas estatales.1 Pero desde los años 80, coincidiendo con las ansias expansionistas de la industria, la música clásica comienza a ser trabajada igual que otros departamentos (Negus, 1999, p. 50): empiezan a surgir compilaciones de grandes éxitos, se generan estrellas (como Los Tres Tenores) y se emplean métodos de marketing para promocionar a los músicos clásicos (Taylor, 2016, pp. 57-60). En los últimos 30 años hemos podido apreciar numerosos ejemplos de este proceso, desde los millones de copias vendidas por los monjes del monasterio de Silos al modo en el que figuras como Gustavo Dudamel son tratadas como si fueran estrellas de rock.

Situar a la música clásica en tanto que género musical, al mismo nivel que las músicas del mundo u otras categorías comerciales implica que esta termina sometida a los mismos procesos de generificación que atañen al resto de la música bajo el neoliberalismo. Esto resulta problemático, ya que como resalta Brackett (2016, p. 4), en música clásica se tiende a utilizar otro tipo de agrupaciones que no suelen concebirse como géneros, como el periodo histórico, la geografía o el acercamiento compositivo (especialmente desde la música posromántica). Pero, en el contexto actual, todas estas subdivisiones son susceptibles de ser tratadas como pequeños subgéneros de una cultura de género más amplia, del mismo modo que le ha ocurrido a las diferentes músicas englobadas dentro de la world music.

Esto no significa que la música clásica, bajo el impulso del neoliberalismo, haya sufrido un proceso total de pop-rockización (Regev, 2013). Del mismo modo que en el contexto actual perviven formas previas de capitalismo (o, en general, formas previas de economía) (Taylor, 2016, p. 20), las taxonomías rígidas de la música clásica siguen presentes. Pero, poco a poco, por influjo de ciertos cambios en la producción y el consumo, vemos cómo esta entra en el juego de las músicas populares, adoptando para ello su concepción de los géneros musicales.

Estos procesos de generificación, en cuanto demostraciones de poder, siempre son susceptibles de generar resistencias. Aunque el caso de la world music es el más claro, no es menos cierto que la lucha contra las categorías genéricas es una característica bastante común dentro de todos los géneros musicales, aunque esto no significa, claro está, que sea lo mismo el principio de libertad creativa romántico que la resistencia al poder homogeneizador neocolonial. Lo que sí que es común es el modo en el que estas resistencias se incorporan dentro de las culturas de género como un elemento definitorio. Así, la idea del artista autónomo, que conecta con el individualismo del capitalismo, es un elemento tan integral de la música clásica como de géneros surgidos en el mercado como el rock o el jazz (Taylor, 2016, p. 32), revelando el modo en el que en el contexto actual los géneros dependen de un complejo juego entre distintos tipos de capital.

La sociedad del rendimiento que ha venido aparejada al neoliberalismo (Han, 2017), transformando a los sujetos en empresarios de sí mismos, presenta una relación problemática con los géneros musicales. Ya que, bajo las ansias de individualidad los músicos tienden a ser presentados como marcas antes que como representantes de un sonido o género concreto (Tayor, 2016, pp. 54 y ss.). Esto no significa que los músicos dejen de preocuparse por el sonido, aunque sí que este puede pasar a un segundo plano en el proceso de producción y consumo. Aunque este énfasis en lo individual parece contrario a la generificación a la que se somete la música en la actualidad, la realidad es que se necesitan mutuamente, como demuestra el modo en el que operan las categorías genéricas en internet.

La creación musical en un contexto digital

Los desarrollos tecnológicos surgen para ayudarnos a hacer aquello que ya veníamos haciendo y solo con el tiempo les encontramos nuevos usos (Taylor, 2016, p. 120). Por ello, frente a los debates entre determinismo y voluntarismo, debemos aceptar que la tecnología es profundamente social y la relación de los individuos con ella es múltiple y cambiante. Las tecnologías digitales han tenido un impacto fundamental en el modo en el que se entiende la música y, dentro de ella, los géneros musicales. El abaratamiento de costes de producción, la digitalización de los formatos y su inserción dentro de internet ha posibilitado la creación y acceso a una cantidad de música sin precedentes.

Pero, como con todos los desarrollos tecnológicos, siempre hay claras desigualdades en términos globales. De este modo, por mucho que se considere que la frontera digital se cerrará (Tepper y Hargittai, 2009, p. 230), por ahora existe una marcada diferencia entre los países en los que la digitalización de la música es casi total (como los nórdicos) y los países donde el acceso a internet es bastante limitado (Kjus, 2016, pp. 126-128), en los que predominan servicios piratas y sin ánimo de lucro (Razlogova, 2013). Así, en la medida en la que las tecnologías estén en manos de las élites económicas se tenderá a reforzar los aspectos más atroces del orden social actual en vez de generarse nuevas formas culturales y sociales (Uricchio, 2017, p. 126). Esto provoca una clara tensión entre el cosmopolitismo que posibilita internet y las fronteras estéticas de la música occidental (Razlogova, 2013). Y todo ello es plenamente apreciable en el modo en el que las categorías genéricas que circulan en internet tienden a proyectar una visión popularizada, mercantilizada y occidentalizada de la música.

Podría argumentarse que internet ha hecho que, a nivel creativo, los géneros se entiendan de manera más flexible y su mezcla sea más común (Sandywell y Beer, 2005). Es incuestionable que en la actualidad muchos artistas transitan de manera normal entre diferentes géneros. Algunas muestras de ello serían formatos como el mash-up, los híbridos de pop y metal de Poppy o Babymetal; la mezcla de flamenco, pop experimental y música urbana de Rosalía; o artistas como Nathy Peluso, que tienen tanto temas de rap como de salsa o soul. Pero cabría preguntarse hasta qué punto esto es tan diferente de lo que ocurría en el pasado. Ya que la capacidad de oscilar entre diferentes (culturas de) géneros ya era común en los discos de The Beatles, del mismo modo que lo siguió siendo en artistas como Frank Zappa, David Bowie, The Clash o Björk. Que se combinen diferentes géneros no significa que las fronteras entre estos desaparezcan. Así, en muchos casos, su fusión no hace más que enfatizar sus límites. Y esto es algo que ocurre tanto en propuestas abiertamente eclécticas (como las de Alfred Schnittke, John Zorn o Mr. Bungle) como en híbridos más acotados como el rock industrial, el jazz rap, el nu metal o la fusión de metal y trap de Ghostemane.

Que estos híbridos den lugar a nuevas categorías genéricas o modifiquen el sentido de categorías preexistentes habla de la enorme persistencia del género y el modo en el que la convergencia de diferentes tipos de música ha hecho necesaria una mayor granularidad. Esta es especialmente apreciable en los diversos microgéneros que han surgido en las últimas tres décadas. Es cierto que en un primer momento dichos microgéneros (microsound, glitch, IDM, etc.) se asentaban en posturas modernistas y vanguardistas (que problematizan la propia idea de género musical) (Sandywell y Beer, 2005), alimentados por el carácter horizontal o colaborativo que permite la producción en un contexto digital. Pero conforme se consolidan las redes sociales y las plataformas tal y como las conocemos, estos empiezan a actuar como pequeñas culturas con sus propias comunidades virtuales y convenciones musicales y extramusicales. Así, no es extraño que en muchos de estos microgéneros se mire al pasado, como ocurre en la hauntology, el pop hipnagógico, el vaporwave (Born y Haworth, 2017) o, ya en fecha más reciente, el bardcore.

Aunque la fusión de géneros ya existía en el contexto pre-internet, se puede considerar que el proceso se ha visto acelerado y ha adquirido un componente más transmedia. A esto han contribuido numerosos factores, como la enorme cantidad de música accesible a golpe de clic, el desdibujamiento de los límites entre producción y consumo o el modo en el que se favorece la creación de nichos de mercado/producción (lo que coloquialmente se conoce como la larga cola). Y, de nuevo, en este contexto encontramos una clara tensión entre la individualización y personalización que trae internet y el modo en el que esta tiende a (y en muchos casos debe) ser generificada de cara a ser consumida.

Esto se ve de un modo muy claro en las plataformas de música, tanto en las orientadas al usuario, como Spotify, como en las orientadas al productor, como Soundcloud y Bandcamp (Hesmondhalgh, Jones y Rauh, 2019). Así, para que la música de un artista pueda formar parte de las primeras es necesario que sea subida por agregadoras como CD Baby, DistroKid o The Orchard. Y en ellas lo más común es que se pida asignar a la música una etiqueta genérica primaria y una secundaria, no siendo posible dejar la música sin género (Eriksson et al., 2019).

En las plataformas orientadas al productor ocurre algo parecido, con la diferencia de que en ellas se pide directamente a los músicos (o discográficas independientes) que le asignen etiquetas genéricas a la música. Aunque el origen de estas viene de MySpace, en la actualidad destacan fundamentalmente dos plataformas, Soundcloud y Bandcamp, que constituyen los últimos reductos de las esperanzas que a principios de siglo se depositaron en la democratización del consumo y la producción musical que traería internet (Hesmondhalgh, Jones y Rauh, 2019).

Cada una está articulada alrededor de modelos de negocio alternativos que se vinculan muy profundamente con ciertas culturas de género. Así, Soundcloud está muy ligada a la EDM (electronic dance music) y ciertos subgéneros del hip-hop, en los que lo efímero domina frente a los cánones históricos estables de otros géneros, como el jazz o el country. Esto se puede apreciar de manera muy clara en su diseño, ya que al poner el énfasis en la forma de onda de la música busca desenfatizar la identidad del ejecutante. Por su parte, Bandcamp se asienta en los discursos de autenticidad del rock, con su énfasis en el álbum; del indie, con su énfasis en la materialidad; y del DIY, con su énfasis en la insularidad. Así, frente a Soundcloud, donde se pasa libremente de artista a artista, en Bandcamp se evita la cultura de la conectividad: las recomendaciones son editoriales y las páginas de los artistas se convierten en entidades aisladas, casi próximas a la identidad física (Hesmondhalgh, Jones y Rauh, 2019).

Independientemente de la cultura de género desde la que se asientan, en todas ellas se tiende a recomendar que el músico determine el género de su música (Tabla 1). Así, aunque en Soundcloud se permite no seleccionar el género o personalizarlo, se proporciona una lista de etiquetas genéricas entre las que elegir. Dado el énfasis de la plataforma en la electrónica, la mayor parte de ellas tienden a referir a subdivisiones de la música dance y el hip-hop (house, techno, trap, reggaeton, etc.). Esto contrasta con lo que ocurre en Bandcamp, donde los grupos obligatoriamente deben elegir entre un género (en sentido amplio) en el que encajar su propuesta de cara a aparecer en la sección de Bandcamp Discover. Ambas plataformas permiten, a su vez, establecer libremente un número determinado de etiquetas genéricas con la granularidad que los artistas quieran. Esta coexistencia de macrocategorías con términos más acotados y libres refleja el modo en el que la generificación tiende a operar en la actualidad, haciendo que los artistas se encajen en grandes categorías al tiempo que proclaman su individualismo genérico (su naturaleza sui generis).

Soundcloud: alternative rock, ambient, classical, country, dance & EDM, dancehall, disco, drum & bass, dubstep, electronica, folk & singer-songwriter, hip hop & rap, house, indie, jazz & blues, latin, metal, piano, pop, R&B & soul, reggae, reggaeton, rock, soundtrack, techno, trance, trap, triphop, world music
Bandcamp: acoustic, alternative, ambient, blues, classical, comedy, country, devotional, electronic, experimental, folk, funk, hip-hop/rap, jazz, kids, latin, metal, pop, punk, R&B/soul, reggae, rock, soundtrack, world

Tabla 1. Principales géneros musicales manejados por Soundcloud y Bandcamp.

El género entre la intermediación cultural y la infomediación de los algoritmos

La aparición de las tecnologías digitales ha traído consigo la reformulación del papel de los intermediarios culturales (críticos, DJs, programadores, vendedores de discos, etc.), dando lugar al surgimiento de infomediarios que se basan en el procesamiento de grandes cantidades de datos (Morris, 2015). Estos se asemejan a los intermediarios en que contribuyen a dar forma a los gustos de los consumidores, pero se diferencian de ellos en que su credibilidad no descansa en el capital cultural que acumulan, sino en la impresión de que funcionan de manera independiente y desinteresada (Kjus, 2016, p. 135).

La infomediación y la intermediación han cambiado a lo largo del tiempo. Así, en los primeros años del siglo, las radios independientes, los blogs de descargas y las redes P2P blindaron a los oyentes de la mercantilización y la cuantificación, permitiendo democratizar las recomendaciones musicales, previamente reservadas a los críticos musicales profesionales. Pero conforme se consolida el streaming en la pasada década empieza un proceso de reintermediación de las prácticas de consumo musical (Razlogova, 2013, p. 71; Bonini y Gandini, 2019), que lleva a que se impongan de manera muy clara compañías como Spotify, Apple Music y Tencent (Hesmondhalgh, Jones y Rauh, 2019).

La irrupción de la infomediación no significa que los intermediarios culturales tradicionales desaparezcan. Es más, en algunos de ellos, como la crítica musical, los géneros siguen demostrando su vitalidad (Holt, 2007, pp. 28-29). Internet ha favorecido la aparición de ciertos portales web, como Pitchfork, que mantienen formatos tradicionales (críticas, noticias o entrevistas) al tiempo que se fomentan nuevos contenidos multimedia. Así, por ejemplo, si nos acercamos a su sección de críticas vemos cómo, al igual que en gran parte de la prensa escrita, junto al nombre del artista y el álbum aparece un descriptor con su género.

Aunque esto parece una mera continuación de lo que sucedía en las revistas antes de internet, la web posibilita y condiciona ciertas formas de operar con estas categorías. Así, si en un medio impreso, por lo general, solo se adjudica una etiqueta genérica al principio de la crítica, en un medio digital se pueden colocar varias en función del artista. Pero, mientras en un medio tradicional cada crítico (o la redacción) asigna libremente la etiqueta que considera oportuna, en los medios digitales se tienden a limitar a un número reducido de términos para facilitar la navegación de los usuarios.

Esto se ve muy claramente en la propia Pitchfork (https://pitchfork.com/), que organiza sus críticas de acuerdo a una serie de (culturas de) géneros concretos: electronic, experimental, folk/country, global, jazz, metal, pop/R&B, rap/hip-hop y rock. Estas etiquetas reducidas permiten ver sólo las críticas de cierto(s) género(s) y usar varias de ellas para hablar de artistas con propuestas híbridas. Pero, al mismo tiempo, condicionan que la música tenga que encajar en estos términos. Y aunque algunos, como la unión de pop y R&B, se establecen para sortear la frontera racial que separa estas categorías en EE.UU. (Brackett, 2016), otros son tremendamente problemáticos por su visión anglocéntrica (como la constatación de una música folk diferenciada de las músicas globales).

Más allá de esto, las reseñas siguen desplegando numerosos términos genéricos más acotados para hablar de música. Y la aparición de nuevos formatos para la crítica musical no ha hecho que esto cambie. Así, en los vídeos del youtuber Anthony Fantano (https://www.youtube.com/c/theneedledrop), las etiquetas genéricas se despliegan del mismo modo que en la prensa escrita tradicional. Esto se ve de un modo muy claro en las listas de reproducción que ha realizado para agrupar sus reseñas por género, en las que establece las siguientes categorías: rock, hip hop, pop, electrónica, loud rock (hardcore punk, metal, etc.), otras reseñas (incluyendo cantautores, folk, música experimental, jazz, etc.) y discos clásicos.

Aunque la intermediación cultural sigue teniendo cierta relevancia en el contexto actual, si queremos comprender realmente el modo en el que los géneros musicales moldean y son moldeados debemos mirar con mayor detenimiento al funcionamiento de los algoritmos y, en especial, a la recuperación de información musical (conocida comúnmente como MIR, siglas de Music Information Retrieval). Esta constituye un campo interdisciplinar que cubre todos los aspectos que tienen que ver con la extracción de información de la música por medio de procesos informáticos. Estos van desde aplicaciones sociológicas y musicológicas a sistemas de recomendación, generadores de música o anotadores (Ramírez y Flores, 2020, p. 469). Dentro de ella, la clasificación del género musical (MGC) es uno de los principales campos de estudio, habiendo publicados para 2012 más de 500 artículos sobre el tema (Knees y Schedl, 2016, p. 86).

La comunidad generada alrededor de la MIR no discute cómo los géneros musicales deben ser definidos sino que toma las reflexiones producidas en otras disciplinas para permitir a los ordenadores distinguir entre géneros musicales (Guaus, 2009, p. 14). En este sentido, resulta bastante significativo que los artículos más autorreflexivos tomen las propuestas realizadas por Franco Fabbri a principios de los 80 como punto de partida, repitiendo sus definiciones y los cinco tipos de reglas que ayudan a definir los géneros: musicales, performativas, semióticas, sociales-ideológicas y económico-jurídicas (McKay y Fujinaga, 2006; Guaus, 2009; Knees y Schedl, 2016; Ramírez y Flores, 2020).

Aunque el propio Fabbri (2016) se ha mostrado crítico con algunas de sus ideas iniciales (incluyendo su pentapartición), estas han sido tremendamente influyentes para aquellos autores que buscan acercarse a los géneros musicales sin teorizar mucho sobre ellos. En esta posición pragmática debemos situar la concepción de la MIR de los géneros musicales, la cual, al apelar a Fabbri, contribuye a consolidar, aunque sea de manera involuntaria, una generificación musical derivada del modo en el que los géneros se emplean en las músicas populares urbanas de Occidente.

Esto no significa que estos investigadores no sean conscientes de que los géneros no son universales, cambian con el tiempo y sus límites son borrosos (McKay y Fujinaga, 2006; Celma, 2010). Pero como es el único sistema de etiquetado en el que convergen elementos acústicos (nivel bajo) y culturales (nivel alto), mantiene una posición destacada dentro de la MIR, ya que cualquier búsqueda se puede cubrir recurriendo a una combinación de este con otros tipos de descriptores (como el estado de ánimo o la geografía) (Guaus, 2009, p. 11).

Uno de los grandes problemas que impide a la MIR replicar la experiencia humana se encuentra en el hecho de que se deposita en modelos basados en la similitud (Guaus, 2009, pp. 19-22; Ross y Spalding, 1994). Estos se tienden a dividir en tres tipologías que suelen combinarse:

  • Teoría clásica: las categorías se definen en base a un conjunto de atributos necesarios y contingentes. En base a esto, para decir que cierta música pertenece a un género deberá cumplir con una serie de rasgos musicales y extramusicales (e.g. el acid house se define por el four-on-the-floor o el juego con la resonancia y la frecuencia del Roland TB-303, entre otros).
  • Teoría probabilística o prototípica: la pertenencia de un elemento a una categoría depende de su parecido con un prototipo o prototipos que se entienden como más representativos. En base a esto, una música pertenecerá a un género en la medida en la que se asemeje a los principales prototipos del mismo. Esto posibilita distintos grados de pertenencia (e.g. Kiss es menos representativo del heavy metal que Black Sabbath).
  • Teoría del ejemplar: para incorporar un elemento dentro de una categoría lo confrontamos con todos los ejemplares almacenados dentro de esta. En base a esto, cuando incorporamos cierta música dentro de un género estamos haciendo una abstracción sobre todos los ejemplares que constituyen diferentes categorías y determinando a cuáles se asemeja más (e.g. Rocío Márquez se asemeja más a los ejemplares del flamenco que a los de otros géneros).
  • El problema es que, a la hora de la verdad, las categorías que establecen las personas se basan en las teorías que estos tienen sobre cómo funciona el mundo (metáforas, schemata, marcos conceptuales, etc.) y no solo en los rasgos en común entre ejemplares (Ross y Spalding, 1994). Esto condiciona que, aunque cada plataforma o gestor de audio recurra a una serie de categorías fijas, siempre habrá discrepancias. Y un buen ejemplo de ello es que distintos investigadores han establecido taxonomías diferentes condicionadas por bases de datos disímiles (para una revisión de algunas bases de datos véase Ramírez y Flores, 2020).

    Por ello, incluso si se crease un hipotético sistema universal de categorización musical (como si de un estándar ISO se tratara) esto no impediría que cada usuario pudiera entender los géneros de maneras diferentes. Así, desde hace casi una década, la precisión de los diferentes estudios sigue estancada en un porcentaje de entre el 70-80% (Ramírez y Flores, 2020, p. 478) y es posible que, a pesar de los desarrollos del machine learning y la inteligencia artificial, no se consiga superar esta barrera; ya que algunos trabajos de psicología cognitiva apuntan a que los consumidores solo llegan a un 70-80% de acuerdo cuando se les pide asignar piezas musicales a géneros (McKay y Fujinaga, 2006; Knees y Schedl, 2016, p. 20). Por ello, de cara al futuro se plantea que los acercamientos se centren más en el contexto del usuario (incluyendo su estado de ánimo, sus experiencias pasadas o su demografía) para mejorar así las clasificaciones de audio (Ramírez y Flores, 2020, p. 479).

    Los géneros musicales se incorporan dentro de los metadatos de la música, que son fundamentales para la organización de la información (de las plataformas o las colecciones personales) y los sistemas de recomendación. La principal tarea de un sistema de recomendación es proponer al usuario música interesante, la cual se compone de una proporción variable de artistas conocidos y desconocidos en función del perfil del usuario, que cambia con el tiempo. Así, aunque la mayoría no precisan recomendaciones complicadas y el mainstream probablemente satisfaga sus necesidades, siempre habrá consumidores más exigentes que requieran recomendaciones poco comunes que les resulten interesantes (Celma, 2010).

    Cada plataforma tiene sus propios algoritmos para orientar al consumidor, los cuales se suelen establecer en base a diferentes tipos de filtrado (colaborativo, basado en el contenido, demográfico o geográfico) (Celma, 2010, pp. 23-29). Que los algoritmos se basen en lo que hacen los usuarios no es necesariamente democratizante, especialmente si pensamos que el procesamiento de datos es un asunto privado, exclusivo y rentable (Striphas, 2015). Así, como formulaba Dallas Smythe, conviene pensar que el principal producto que venden estas grandes compañías no son sus contenidos, sino las audiencias que, atraídas a estos contenidos, son empaquetadas y vendidas a los anunciantes (Drott, 2018). Además de estos algoritmos, conviene tener en cuenta que todas las compañías de streaming musical tienen sus propios curadores, que actúan como una élite global de especialistas musicales que, aunque se ven condicionados por la industria y la crítica, tienen un rol determinante en la formación de gustos (Bonini y Gandino, 2019).

    El caso de The Echo Nest

    Con el propósito de acotar este estudio, resulta especialmente relevante mirar al modo en el que entiende los géneros musicales The Echo Nest, la empresa que desde 2014 se encarga del procesamiento de datos en Spotify. Esta fue fundada en 2005 por dos estudiantes del MIT y hasta su adquisición por parte de Spotify había colaborado con compañías como BBC, VEVO o MTV (Krogh, 2019).

    A principios de 2014, en su blog, escriben un texto sobre el futuro de los géneros musicales (The Echo Nest, 16/1/2014). En él expresan que siempre se han sentido ambivalentes con respecto a la palabra género. Por un lado, consideran que es el mejor atajo para clasificar la música, porque todo el mundo tiene un conocimiento básico de los “big, old music genres: Rock, Jazz, Classical, and so on”. Pero estos géneros básicos son de poca utilidad para que los consumidores puedan navegar por los millones de canciones que hay disponibles. Esto les lleva a trabajar con géneros más granulares, estableciendo una lista de casi 800 tipos diferentes de música a la que se asignan una serie de artistas esenciales, géneros similares o palabras claves.

    Esta lista de géneros, que terminará formando parte del algoritmo de Spotify, ha ido ampliándose con el paso de los años (para el 12 de febrero de 2021 había registrados 5761 géneros diferentes), con el propósito de crear géneros dinámicos. Estos géneros se establecen por medio de un doble proceso de análisis en el que el sistema extrae los atributos acústicos de millones de pistas y lo coteja con lo que hay escrito sobre dicha música en internet. Para navegar de manera dinámica por esta lista de géneros han establecido la app y perfil de Twitter Genre A Day y la página web Every Noise at Once (http://everynoise.com/), que funcionan como mecanismos de promoción de los poderes analíticos de la compañía (Krogh, 2019, p. 97).

    Los géneros que aparecen en el mapa de Every Noise at Once se organizan en base a un eje bidimensional en el que abajo se sitúan las músicas más orgánicas, arriba las más eléctricas y mecánicas, en la izquierda las más atmosféricas y densas y a las derecha las más vitales y punzantes. Así, en la parte inferior-izquierda del mapa se incluyen determinadas músicas clásicas (chinese opera, polish classical piano, impressionism, jewish cantorial, etc.) y en la parte superior-derecha encontramos diversos tipos de música dance (latin tech house, dark techno, goa psytrance, etc.).

    Si introducimos en el buscador a un artista, por lo general nos dirá el género o géneros a los que es más comúnmente asociado. Así, por ejemplo, Alberto Ginastera se incluye como parte de tres géneros (neoclassicism, latin classical y early modern classical), Umm Kulthum en cuatro (classic arab pop, arab folk, belly dance y rai) y Blackpink de dos (k-pop girl group y k-pop).

    La forma en la que The Echo Nest opera con los géneros fonográficos lleva a establecer términos genéricos para categorías tan disímiles como el gamelán, las canciones de ballenas, el piano clásico italiano, el serialismo, el reiki, los coros de Oxford, el indie folk argentino, el backing track, el dinner jazz o el cuento infantile [sic]. Esto es una perfecta muestra de cómo, para que las grabaciones puedan entrar en el algoritmo de las plataformas online se hace necesario el establecimiento de categorías estandarizadas a un nivel de granularidad bastante preciso. Pero cabe preguntarse hasta qué punto esto afecta al consumidor.

    El usuario ante las prestaciones de la interfaz

    Aunque Spotify maneja más de cinco mil categorías genéricas para su algoritmo de recomendación, los consumidores no se encuentran con ellas cuando navegan por la plataforma. Así, salvo las playlists generadas por The Sounds of Spotify o los resúmenes anuales, el usuario no tiene conocimiento sobre estos géneros. Lo que este se encuentra cuando navega por esta u otras plataformas son grandes categorías genéricas (próximas a las culturas de género), cuyo contenido exacto y posición varía con el tiempo y entre lugares geográficos (Eriksson et al., 2019, pp. 142-144).2

    Se ha sugerido que la industria debería abandonar el orden tradicional de la música en base al género y el estilo y, en su lugar, centrarse en explotar la relación entre elecciones musicales y rasgos personales, apelando tanto al usuario en su individualidad como a los posibles usos de la música en sentido general. Daniel Ek, CEO de Spotify, expresó en 2015 que la música se estaba alejando de los géneros. Esto, en el caso de su plataforma, se traduce en un trabajo mucho más enfocado hacia el gusto, tanto en lo que concierne al algoritmo como a los curadores que ayudan a dar forma a muchas de las playlists.

    Así, en la propia Spotify, junto a las grandes clasificaciones genéricas también aparecen listas de reproducción personalizadas y categorías que despliegan otros modos de organización del contenido, como los estados de ánimo o las actividades. Con ellas se insta a una prescripción crononormativa de lo que constituye “la buena vida”: levantarse de la cama, ir al trabajo, hacer ejercicio y socializar. Así, la música se presenta como una forma de mejorar la productividad y el resultado de estas actividades. Este modo de escucha parece correlacionarse con un giro más amplio hacia un acercamiento utilitario de la música donde esta se entiende de un modo situacional y funcional (más que como algo identitario o estético) (Eriksson et al., 2019).

    Este giro hacia lo funcional y lo individual puede hacernos cuestionar hasta qué punto los géneros musicales son importantes para los usuarios. En este sentido es especialmente revelador el estudio realizado por Massimo Airoldi, Davide Beraldo y Alessandro Gandini (2016) en el que, siguiendo los vídeos relacionados de YouTube, establecen la existencia de 50 categorías de música generadas por la masa. Estas emergen del juego entre los ofrecimientos de la propia web y los patrones de recepción de las comunidades musicales. La mayoría equivalen a géneros musicales convencionales (como la polca), escenas musicales locales (como el hip-hop/grime británico) o preferencias de música generacionales (como el rock de los 90). Pero unas pocas agrupaciones se apartan de los géneros musicales en favor de categorías transgenéricas (cross-genre) como música para bebés o sonidos de la naturaleza. En base a estos resultados los autores concluyen que los géneros musicales convencionales siguen siendo uno de los principales factores estructurales que guían a los oyentes. Pero estos coexisten con un tipo de consumo funcional o situacional en el que el oyente “se aleja de las concepciones estilísticas y estéticas de los géneros para elegir su banda sonora basada en el efecto que tendrá en sus actividades diarias”3 (Airoldi, Beraldo y Gandini, 2016).

    Cabe preguntarse hasta qué punto esta situación difiere del contexto pre-digital, donde ya existían numerosas categorías funcionales, desde la música de baile o litúrgica a categorías más acotadas como la música para planchar o de ascensores. Todas ellas tienen unas connotaciones musicales y paramusicales que podrían llevarnos a pensarlas como géneros musicales. Estos no serían exactamente géneros históricos (como el rock, pop o jazz), sino géneros sociales, que a su vez convendría diferenciar de géneros analíticos como la música orquestal o la música para piano (Todorov, 1976; Holt, 2007). Los géneros históricos, analíticos y sociales están tremendamente relacionados y no es extraño que en la actualidad se apele a estos tres tipos de clasificaciones al mismo tiempo. Un caso claro de esto es el de los vídeos del género (histórico) lo-fi hip hop, en los que se tiende a aludir al hecho de que se trata de un streaming de beats (género analítico) que sirve para relajarse o estudiar (género social).

    En este sentido, podemos afirmar que no es que los géneros hayan perdido importancia en el consumo musical, sino que los géneros sociales han adquirido un lugar más prominente fruto de un consumo cada vez más funcional, en el que los propios usos y funciones de la música se generifican. Este tipo de consumo vino prefigurado en los comienzos de internet con la proliferación del tagging o etiquetado colectivo, en el que cada persona podía proyectar sus propias categorizaciones. Este hizo que el género emergiera desde abajo con mayor facilidad (Beer, 2013), provocando múltiples tensiones entre diferentes culturas de categorización que se ven desplazadas y borradas de su base social (Holt, 2007, p. 29).

    Los usuarios online se han convertido en curadores que dan su perspectiva editorial sobre la música en webs y servicios que les permiten categorizar y organizar colecciones de contenidos creadas por otros (Hagen, 2015). Este tipo de actividades incluyen, entre otras, la asignación de metadatos a pistas individuales, las listas de reproducción de las plataformas de streaming, las compilaciones de música que se suben para su descarga ilegal o los mixes que podemos encontrar en Soundcloud o YouTube. En este tipo de prácticas las clasificaciones estándar (artista, álbum, género) siguen siendo, en muchos casos, el punto de partida, pero en base a estas se pueden (y suelen) establecer categorizaciones suprartísticas o supragenéricas en las que estos criterios de clasificación se subordinan a otros elementos, como lo emocional o lo funcional. Lo que las grandes plataformas han hecho es institucionalizar este tipo de prácticas y ofrecer a los consumidores aquello que venían haciendo de manera alegal y extraoficial, conectando con ese ímpetu del capitalismo actual de extender las relaciones económicas a todos los aspectos de la vida.

    Que el etiquetado colectivo, las comunidades que articulan la música o los infomediarios estén cada vez más orientados hacia un consumo centrado en el estado de ánimo y la actividad puede significar una vuelta a la idea del género como adecuación de la música a la función social. Como argumenta Matthew Gelbart (2007), el surgimiento de las categorías de música folclórica y música de arte viene del paso, a lo largo del siglo XVIII, desde clasificaciones musicales basadas en la función a clasificaciones basadas en el origen de la música (individual o colectivo) y el alejamiento del mimetismo en pro de una reformulación de la idea de naturaleza (como facultad creadora).

    Pero aunque aceptemos que en la actualidad el género vuelve hacia el elemento funcional, debemos tener siempre presente que lo hace alejándose de su naturaleza colectiva. Así, las funciones que la música potencia son privadas, individuales e intransferibles: relajarse, meditar, estudiar, trabajar, jugar a videojuegos, etc. En cierta medida, esta nueva forma de entender el género musical es una respuesta colectiva a las demandas de un neoliberalismo a la vez homogeneizante e individualizador.

    En un contexto en el que lo público se debilita frente a lo privado, en el que la reproducción portátil se infiltra, gracias a los auriculares, en la experiencia del espacio público de las personas (Taylor, 2016), es comprensible que el uso de la música se vuelva cada vez más personalizado. Este paradigma de hiperatención, que sustituye a la atención profunda o contemplativa y hace desaparecer a la comunidad que escucha (Han, 2017, p. 23), provoca que el omnivorismo cultural (Peterson, 2005) deje de ser un privilegio de clase para volverse un atributo común a todos los oyentes.

    En este contexto, la acumulación de capital (sub)cultural ya no se encontraría en el tipo de música (diferente) que se consume, sino en el grado de profundidad con el que la escuchamos. En términos de género musical esto se suele traducir en la necesidad de una mayor granularidad, que en muchos casos actúa como un claro elemento de distinción (McLeod, 2001). Esta granularidad es plenamente apreciable en enciclopedias como AllMusic o Wikipedia o en páginas que permiten a los usuarios crear sus propias categorías, como Last.fm o Rate Your Music. Las etiquetas que estas páginas reflejan responden a la necesidad de determinadas entidades socioculturales de dividir distintos tipos de acción simbólica. Esta necesidad no tiene por qué ser compartida por otras, que a lo mejor no precisan de términos tan acotados para hablar de dicha música. Así, para alguien que no escucha habitualmente música dance la diferencia entre big beat, hardcore, gabber o kuduro no es relevante y tenderá a emplear términos más englobadores para hablar de esa música (como house o techno).

    En la medida en la que las fronteras que una persona dibuja reflejan sus propias experiencias, prácticas, necesidades o preocupaciones (Golder y Huberman, 2005), las etiquetas genéricas acotadas no van a dejar de proliferar, pero estas solo serán relevantes para determinadas comunidades. Por ello las plataformas solo operan con estas microdistinciones a nivel algorítmico y, en su lugar, apelan a géneros muy amplios o directamente ignoran los géneros históricos para centrarse en el estado anímico o las actividades del día a día.

    Cabe preguntarse hasta qué punto esto es diferente de lo que ocurría en el pasado. Cuando una persona solo escuchaba la música que sonaba en la radio o compraba compilaciones de grandes éxitos no tenía por qué preocuparse por los géneros de dicha música. Es más, probablemente tuviera una taxonomía con muchas menos clases que las que manejaba un crítico musical o un vendedor de discos. Para esta persona, posiblemente, los géneros sociales tendrían mucho más sentido que otro tipo de distinciones. En este sentido, puede que internet haya generado nuevos hábitos, pero estos hunden sus raíces en prácticas bien arraigadas en el consumo musical del siglo pasado.

    Conclusiones

    Los procesos de generificación e individualización atraviesan a la música de múltiples formas. Aunque parecen antagónicos, se necesitan mutuamente, ya que la individualidad que promete el neoliberalismo está siempre mediada por el consumo y para que este pueda ser desarrollado precisamos de categorías estandarizadas. Como hemos visto, en el contexto actual el género (histórico) sigue siendo una de las principales categorías empleadas en el proceso de globalización y digitalización de la música, aunque no es la única a tener en cuenta (como evidencia el giro hacia los estados de ánimo o las actividades que se aprecia tanto en el etiquetado colectivo como en las plataformas digitales).

    La generificación en la actualidad opera a dos niveles. Por un lado, precisa de grandes culturas de género en las que se compartimenta el mundo de la música. Estas, por el momento, se han mantenido inalteradas desde la consolidación de la categoría de world music, pero es inevitable que en las próximas décadas emerjan nuevas (sub)divisiones. Aun así, frente a las etiquetas más acotadas, que están en constante transformación, el uso que de estas grandes categorías genéricas hacen los intermediarios culturales y plataformas fomenta que se entiendan de un modo más rígido y constringente.

    Esto provoca una constante fricción entre la necesidad de generificar que ha traído la mercantilización, globalización y digitalización de la música y la búsqueda de un acercamiento personalizado que demandan los consumidores y creadores. Es, ante esta necesidad, que se implementan categorías con una mayor granularidad o se abandonan los géneros históricos en pos de géneros sociales. Todo ello revela la resiliencia del género musical ante un contexto cambiante en el que, una vez más, se revela como un elemento fundamental que media en nuestra comprensión de la música.

    Es comprensible que las comunidades que sustentan los diversos tipos de música intentarán, si tienen el poder cultural para ello, replegarse a espacios exclusivos donde el proceso de generificación no les afecte tanto, como los departamentos de (etno)musicología o los grandes auditorios. Pero internet (y el capitalismo que lo sustenta) es el mismo para todos. El algoritmo no distingue (ni se plantea distinguir) entre lo elevado y lo banal, entre la escucha atenta y la no atenta o entre las diferentes concepciones que se tiene de la música en función de la cultura, ya que nos obliga a pensar la música de manera uniforme. A esto no escapa ninguna música grabada que entre en el mercado. Es más, es bastante probable que puedan extenderse muchas de las apreciaciones de este texto a cualquier género fonográfico online (podcasts, ASMR, etc.). Y, dada la cada vez mayor convergencia audiovisual que han traído portales como YouTube, convendría preguntarse qué nuevos límites se redibujarán en los próximos años y de qué manera se generificará su individualidad. Ante esto conviene adoptar la posición, inspirada en Max Stirner (1976), de considerar que, cuando se asienten estos cambios, ya tendremos tiempo de hablar de ellos.

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    Biografía

    Ugo Fellone

    Graduado en Musicología por la Universidad de Granada y en el Máster en Música Española e Hispanoamericana por la Universidad Complutense de Madrid, institución en la que realiza su tesis doctoral sobre el post-rock en España con ayuda del Ministerio de Universidades. Sus principales líneas de investigación se centran en las músicas populares urbanas, habiendo publicado diversos artículos relacionados con la crítica musical, la intertextualidad y los géneros musicales. En el ámbito de la docencia, ha participado en asignaturas relacionadas con las músicas populares, la sociología de la música y los medios audiovisuales.


    1 Conviene ser cautos a la hora de pensar que el hecho de que una música se deposite en el estado es contrario al espíritu del capitalismo. Es altamente improbable que el capitalismo neoliberal acabe por descomponer al estado nación. Estado, nación y capital fueron casados con la revolución burguesa del siglo XVIII, volviéndose inseparables y necesitándose mutuamente, especialmente en momentos de crisis (Karatani, 2005, pp. 13-15).

    2 Un estudio sobre 18 países (Alemania, Australia, Brasil, Canadá, Dinamarca, España, Estados Unidos, Francia, Holanda, Hong Kong, Irlanda, Italia, Japón, México, Noruega, Reino Unido, Singapur, Suecia y Suiza), revela que hay una serie de géneros que aparecen en todos ellos, aunque en distintas posiciones: Pop, Electronic/Dance, Hip Hop, Rock, R&B, Jazz, Indie, Metal, Country, Folk & Americana, Soul, Classical, Blues, Reggae, Latino, Punk y Funk (Eriksson et al., 2019, p. 163).

    3 En el original: “[…] sets apart purely stylistic or aesthetic conceptions of music genres to choose their soundtrack based on the effect it has on daily activities”.