María Laura Mazzoni (2019).
Rosario: Prohistoria, 204 pp.
Lucía Santos Lepera
Instituto Superior de Estudios Sociales (UNT-CONICET), Argentina
El libro que María Laura Mazzoni pone en manos del lector, resultado de su investigación doctoral, invita a reflexionar sobre las formas del ejercicio del poder pastoral de los obispos y su proyección en el terreno político. Mandato divino, poder terrenal analiza el gobierno de cuatro obispos de la diócesis de Córdoba del Tucumán durante el periodo tardocolonial y temprano independiente, los prelados Josep Antonio de San Alberto, Mariano Moscoso, Rodrigo de Orellana y Benito Lascano. El minucioso análisis de sus dispares trayectorias vitales, unidas por el común denominador de confluir en la administración de la diócesis de Córdoba y erigirse en testigos de cambios políticos trascendentales, se estructura sobre la base de los siguientes interrogantes: ¿Cómo llegaron a ocupar el cargo obispal? ¿Cómo gobernaron y que herramientas tenían? En definitiva, ¿cómo construyeron su autoridad los obispos en un territorio casi desconocido?
La obra ensaya múltiples respuestas a estas preguntas, al brindar indicios en torno a los factores que incidieron en su designación al mando de la diócesis, en el perfil de sus gestiones pastorales y en las diversas alianzas que tejieron para sustentar su poder. Mazzoni da cuenta de un proceso complejo y paulatino que pivoteó sobre distintos ejes, tales como las relaciones con el alto clero diocesano y con la elite política y económica del espacio tucumano, los vínculos con la Corona, los funcionarios reales y la Santa Sede, actor que gravitó con mayor fuerza al final del periodo estudiado. A partir de esas variables el relato devela, mediante un lenguaje claro y ameno, las formas de la construcción de la autoridad eclesiástica, e ilumina sus dificultades, tensiones y conflictos, así como los realineamientos en sus alianzas. Al desentrañar el modo en que los obispos construyeron su poder, Mazzoni recupera la relación conflictiva entre el origen divino del poder y la autoridad terrenal que permitía construirlo y sostenerlo. De este modo, evidencia los desafíos que esa relación enfrentó, en particular durante la difícil transición entre la monarquía borbónica y el periodo de autonomías provinciales en el ex Virreinato del Río de la Plata.
Para introducirnos en el mundo de estas figuras eclesiásticas y políticas, la obra adopta las herramientas del método biográfico. Aborda las distintas trayectorias de los obispos, destacando aspectos como la formación, el origen y la trama de relaciones dentro y fuera de la diócesis. En este punto, Mandato divino, poder terrenal se diferencia de las biografías tradicionales y se aleja de las versiones hagiográficas y reivindicatorias de los obispos que predominaron en los estudios precedentes, principalmente los provenientes del ámbito católico. Al poner al actor social en el centro de la escena y revalorizar su experiencia subjetiva, la obra analiza su universo de relaciones y presta especial atención al acontecimiento y la coyuntura. Este registro se complementa con una preocupación constante por la incidencia de la escala global en las cuatro trayectorias, ejercicio que nos ofrece respuestas sobre algunos “grandes problemas” de la historiografía sobre el tema, tales como los vínculos entre religión y política. En tal sentido, y en consonancia con el epígrafe de Iogna-Prat que abre el libro, cabe preguntarse por la política como herencia de las formas de poder pastoral y de la gobernabilidad cristianas.
Mientras que las trayectorias vitales dan carnadura a la propuesta analítica del libro, la diócesis de Córdoba de Tucumán le otorga una espacialidad determinada, cuya trayectoria y características son reconstruidas en detalle por la autora. La diócesis es tomada como la unidad más relevante de estudio, reconociéndose de qué manera sus estructuras e instituciones eclesiásticas contribuyeron a “crear una territorialización”. Gobernadas por obispos, las diócesis se definen como distritos administrativos del gobierno de la iglesia mapeados en las coordenadas de las geografías locales (en este caso, pueblos, regiones, más tarde provincias). Cabe resaltar la importancia de la diócesis para la historia de la Iglesia en esta etapa, entendida como un “conjunto de instituciones eclesiásticas sin una cabeza consolidada en el periodo, que formaba un todo con la sociedad y el estado”. Si bien estudios previos abarcaron el papel del gobierno episcopal en Buenos Aires, el análisis de Mazzoni incorpora para este tópico el marco de referencia de la diócesis, territorio clave para analizar el poder de los obispos. El acceso a un amplio arco de fuentes resultó necesario para revertir la carencia de estudios sobre las administraciones diocesanas, acervadas en el archivo de la Arquidiócesis de Córdoba, Archivo Histórico de esa provincia, Archivo General de la Nación, Archivo General de Indias y Archivo Secreto Vaticano.
El libro contiene siete capítulos. Los tres primeros analizan la naturaleza y características del obispado, el marco legal que rigió el acceso y desempeño de los obispos, así como sus obligaciones (visitas canónicas) y atribuciones (ejercicio de la justicia eclesiástica). La autora nos introduce al mundo de la legislación a la manera de un tablero de ajedrez, donde las piezas, en este caso los actores eclesiásticos, se mueven según reglas de juego pautadas y reguladas, que el relato va desentrañando de manera progresiva. En ese sentido, el capítulo I analiza las instancias ineludibles para la postulación y el nombramiento de los obispos y los factores de peso al momento de la designación, entre los que se destacaban la formación y la experiencia de gobierno. Los vacíos en la legislación daban lugar a conflictos y disputas en el juego de acceso al poder. Desde un registro que recupera lo explícito e implícito en la legislación, lo “dicho” y lo “no dicho”, Mazzoni muestra cómo un análisis de las normativas no puede desconocer el peso de las relaciones y alianzas que tejieron los candidatos a la mitra cordobesa, sus redes personales, la cercanía a los grupos de poder locales, y, por supuesto, la lealtad al rey. Así, el relato oscila entre el mundo de lo legal y sus desavenencias con la esfera de las prácticas y pone en evidencia la capacidad de los actores para moverse en un universo de reglas que conocían y, a la vez, manipulaban.
La conflictiva dinámica entre las normas y las prácticas queda expuesta en el abordaje de las visitas canónicas, tema del segundo capítulo. Las visitas formaban parte de las tareas obligadas de la administración diocesana y son definidas por la autora como un instrumento de control social, una forma de vigilar las prácticas de las feligresías y las tareas de los sacerdotes. Sin embargo, a medida que avanzamos en la lectura, las visitas demuestran ser una herramienta que engloba múltiples sentidos. Constituían un insumo de información clave para el gobierno de la diócesis, sobre todo si se tiene en cuenta que se trataba de un territorio desconocido para los flamantes obispos y que la información era un pilar indispensable para el ejercicio del poder. En ese sentido, la visita diocesana se despliega como una herramienta central en la construcción de la autoridad obispal. La figura del “visitador” estaba asociada al conocimiento del territorio, lo cual era capitalizado al momento de aspirar a ese puesto.
Otro pilar central del ejercicio de gobierno fue la impartición de justicia, una función inherente a los obispos. El tercer capítulo nos introduce en las formas de impartir justicia y el rol clave de ciertos actores en ese proceso, tales como obispos, jueces eclesiásticos, provisores. En línea con el capítulo anterior, el problema de las desavenencias entre lo normado y las experiencias de los actores subyace al análisis. El relato desanda de forma minuciosa el accionar de la audiencia episcopal, así como los conflictos de jurisdicción que surgieron con las autoridades civiles, cuya resolución podía tramitarse por fuera de los canales formales de los tribunales eclesiásticos y civiles.
Los últimos cuatro capítulos corresponden a la administración diocesana de cada uno de los obispos analizados. El capítulo IV recorre la biografía de San Alberto, un obispo regalista de origen peninsular y perteneciente al clero regular en la Orden de los Carmelitas Descalzos. Tales antecedentes modelaron las dificultades que experimentó el flamante obispo para construir su autoridad y ganarse la obediencia del clero secular, sector que ofreció marcadas resistencias. En ese sentido, para que San Alberto lograse posicionarse en el escenario local era necesario que tomara en cuenta las disputas y enfrentamientos que atravesaban a los sacerdotes (en especial las tensiones entre el clero secular y regular). Si bien su figura respondía al modelo de prelado del siglo XVIII, consustanciado con la administración regalista, debió enfrentarse con un clero con rasgos pretridentinos, e intervenir y mediar frente a la Corona.
El contrapunto con el obispo Mariano Moscoso es analizado en el capítulo V. Contrariamente a su antecesor, Moscoso provenía del clero secular, era arequipeño y pertenecía a un linaje de clérigos locales, es decir, demostraba un conocimiento de la región y un arraigo que su predecesor carecía. Su carrera eclesiástica y los mecanismos de ascenso a la mitra tucumana se asentaron sobre pilares muy distintos, tales como un conjunto de redes familiares que coadyuvaron a su ascenso. El análisis pondera las implicancias de su procedencia de Arequipa y la posición que ese espacio tenía en la región americana como un reducto realista y un fuerte enclave religioso. Incluso, el nuevo prelado pertenecía a una elite arequipeña con vinculaciones en el ámbito eclesiástico del espacio altoperuano. Tal arraigo tuvo su proyección en los modos en que Moscoso construyó su posición en la diócesis del Tucumán. Con gran acierto, la autora vincula su origen con el derrotero de su administración como obispo: si bien el nuevo prelado no reunía los “méritos” suficientes, sus relaciones se convirtieron en su principal capital. Moscoso construyó un perfil negociador, que combinó pequeñas conquistas con la capacidad de ceder en ciertas circunstancias. Sobre esa base, el relato devela el equilibrio que permitió al obispo mantenerse en el poder a lo largo de 16 años, lo cual lo erigió en el prelado que más tiempo estuvo en ejercicio.
La gestión pastoral de su sucesor se ubicó en las antípodas. Rodrigo de Orellana, peninsular y proveniente de la orden Premonstratense, una de las corrientes más conservadoras del catolicismo español, se convirtió en el primer obispo de la diócesis de Córdoba, fundada en 1806. Distante de las lógicas del poder local, el nuevo prelado era ajeno a las disputas internas de los sacerdotes, aunque su procedencia del clero regular implicó una amenaza potencial a los intereses de un clero secular fortalecido al calor de los trascendentales cambios políticos desarrollados en esta etapa. En efecto, a partir de la crisis desatada en 1810, el mundo de normas y convenciones dio un vuelco y el tablero de poder local sufrió cambios profundos. A causa de su oposición a la revolución y sus desavenencias con las autoridades centrales y cordobesas, el obispo Orellana debió pasar muchos años en prisión. El capítulo sexto analiza el modo en que estos actores tuvieron que reformular y redefinir sus alianzas en el marco del ciclo de transformaciones que introdujo el período revolucionario, el cual impactó quebrando las alianzas previas del alto clero cordobés. Durante su encarcelamiento, Orellana fue testigo del socavamiento de su poder por parte de otros sectores, entre los cuales la figura de su sucesor, Benito Lascano, tuvo una importancia cardinal.
La trayectoria del obispo Lascano, único eclesiástico cordobés, se desarrolló en el contexto de los años posteriores a la revolución. El nuevo prelado demostró un fuerte arraigo en la elite local y su carrera fluyó por los carriles de la política, a partir de las estrechas vinculaciones forjadas con el autonomismo cordobés y el federalismo en la década de 1820. En cierto modo, su figura refleja el perfil de sacerdote que predominó en el siglo XIX, caracterizado por la intervención directa en la dinámica política local y en un modo particular de forjar alianzas. Lascano demostró una gran capacidad para aliarse a los grupos de poder de turno, lo cual también se vio expresado en sus vínculos con la Santa Sede cuando surgió como un actor importante en el escenario político y eclesiástico, a partir de la misión Muzi. El prelado negoció con unos y con otros, a la vez que fortaleció su autoridad y se convirtió en un interlocutor clave entre la diócesis de Córdoba y Roma. En otras palabras, Lascano fue el último obispo del Antiguo Régimen y se erigió en una figura bisagra que abrió las puertas a una nueva época de la iglesia católica.
La investigación de Laura Mazzoni llama la atención sobre la carencia de estudios centrados en las administraciones y trayectorias de los obispos, máxima jerarquía eclesiástica, a la que la historiografía argentina no prestó la misma atención que su equivalente iberoamericana. Ello resulta muy interesante porque es justamente en las trayectorias episcopales que puede percibirse mejor la tensión entre quienes ejercieron el poder espiritual y el terrenal, en especial cuando esas tensiones no podían ser procesadas dentro de redes de relación personal, y cuando se exacerbaron exponencialmente luego de la crisis de independencia. Cabe preguntarse por las razones de este vacío, en las que el libro no se aventura. Quizás este tipo de estudios sólo resulten viables desde los archivos de las diócesis del interior del país que, a diferencia de la Arquidiócesis de Buenos Aires, no sufrieron los incendios de 1955 y la consecuente pérdida de material. En suma, Mandato divino, poder terrenal es un libro que nos invita a armar y desarmar el mundo de los obispos como figuras eclesiásticas y políticas, al mismo tiempo que devela la complejidad que tuvo, en un espacio clave del antiguo virreinato, la difícil transición desde la monarquía católica a la etapa independiente. A través de un relato ameno, la autora analiza cómo ese mundo se construyó y resignificó en una etapa de profundos cambios, donde las normas y convenciones que lo regían se desvanecieron. Es, por tanto, un avance significativo para poder comprender mejor, en un período convulso, los cambios en las formas de construcción del poder obispal.
Antonio Ibarra, Álvaro Alcántara, Fernando Jumar (coords.) (2018).
México: Universidad Nacional Autónoma de México / Bonilla Artigas Editores, 344 páginas.
Felipe Castro Gutiérrez
Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, México
El aquí reseñado es un libro de interés por sus conceptos, propósitos y estudios de caso. Tiene una clara estructura, con tres secciones temáticas: de la red social al análisis relacional; mercados y actores en la economía global del Imperio; corporaciones, poder y negocios. Cada una comienza con introducciones donde varios especialistas (José María Imizcoz, Zacarías Moutoukias y Michel Bertrand) presentan el estado de la cuestión. El conjunto de contribuciones muestra una recomendable coherencia en los temas y reflexiones; es resultado de un un proyecto de largo plazo, que ha tenido publicaciones precedentes (Valle e Ibarra, 2017).1
El volumen marca un momento relevante en el tránsito entre la historia económica y la social, que tantas aproximaciones, logros y desencuentros ha tenido a lo largo del tiempo. Como es sabido, la historiografía actual no explica los ciclos económicos, la recaudación fiscal o el producto bruto interno en abstracto, sin atender a desigualdades, conflictos y vínculos sociales; y los historiadores de la sociedad siempre han sido conscientes de que no pueden comprenderse las relaciones sociales sin considerar cuidadosamente las formas de propiedad, producción y distribución. Dentro de este consenso muy genérico caben diferentes ángulos y acentos, que dependen tanto del tema como de la orientación de cada autor. Aquí, Fernando Jumar, cuando se ocupa del espacio económico rioplatense, sostiene que estudiar las relaciones interpersonales e introducir modelos de redes podría aportar valiosas conclusiones, pero siempre que se cuente con explicaciones seguras sobre los contextos macroeconómicos. En otros artículos hay diferentes énfasis: Zacarías Moutoukias menciona la necesidad de estudiar el clientelismo, la compleja dinámica de lazos entre individuos, casas y linajes, y la cambiante combinación de las mediaciones para comprender el orden político y los procesos de globalización. Son posiciones que dentro de su diversidad parecen afines, y buenos ejemplos de asuntos que han atraído y seguramente atraerán más discusiones.
La periodización planteada abarca desde el siglo XVII, poco después de lo que se llama a veces “globalización temprana”, “ primera” o “arcaica”, hasta el XIX. La mayor parte de los artículos trata del siglo XVIII, lo cual es muy en razón dado que es la época de los grandes cambios en la circulación comercial y la aparición progresiva de instituciones tan relevantes como los nuevos consulados de comercio. En menor grado, el libro se ocupa de la complicada transición hacia el siglo XIX y las situaciones posteriores a las independencias. Bien valdría regresar con más detenimiento sobre ella, porque como hace evidente el artículo de Karina Mota Palmas sobre Guadalajara, hay procesos de reconversión de la elite del mayor interés, con actores colectivos que tienen nuevas fuentes de poder y legitimación, como el mérito y la capacidad, que se establecen al lado de viejos y probados recursos, como los vínculos familiares y la riqueza. Luis Aguirre, por su lado, muestra que en Montevideo los mercaderes y su institución consular tuvieron una notable capacidad de adaptarse a diferentes y sucesivos regímenes políticos: desde el virreinato, pasando por el gobierno artiguista, la Cisplatina y el Uruguay independiente.
Los ámbitos en consideración son también dignos de comentario. Lo que ocupa a estos autores son los extremos del dominio español: el virreinato más septentrional (el novohispano, con su extensión caribeña) y el más meridional, el rioplatense. Hay mucho de destacable en estos estudios, pero dejan una ausencia que incluye el Perú y la Nueva Granada. Evidentemente, una obra de historia no tiene que adoptar la imposible responsabilidad de abarcarlo todo, pero hay que notar que el comercio indiano y la globalización temprana no pueden entenderse plenamente sin el tráfico que pasaba por el puerto del Callao y Cartagena de Indias, y tampoco sin el legendario galeón de Manila, que por complejas vías y derivaciones conectaba los reinos europeos y americanos con el Lejano Oriente. El texto de Antonio Ibarra señala, precisamente, que el comercio de mercancías “chinas” permitió a los mercaderes de Guadalajara establecer una red de intermediarios y obtener buenos beneficios, enlazando el comercio regional (de Tepic, San Blas y la feria de San Juan de los Lagos) con la ciudad de México, Acapulco y Veracruz.
La globalización es uno de los grandes temas del libro, y tiene mucho que ver con la historia que aquí a veces prefiere llamarse “conectada”, presentada en términos muy conceptuales y abarcadores tanto en la introducción general de los editores como, más extensamente, en el artículo de J. M. Imizcoz (“Por una historia global. Aportaciones del análisis relacional a la Global History”). Es una discusión que viene muy bien, porque el término con demasiada frecuencia es empleado más como un adjetivo o metáfora que como un concepto, que es cosa distinta. Como bien se critica aquí, la general aceptación puede derivar en un lugar común, en una pérdida de su valor como explicación.
Hay un aspecto que cabría agregar a estas pertinentes reflexiones. Hay siempre una inevitable correlación entre objeto y sujeto, entre las historias y los historiadores. En este caso, el interés por superar los estrechos límites de la historia provincial, privilegiar el enfoque de fenómenos trasnacionales, compararlos y analizar convergencias y divergencias a escala transatlántica ha ocurrido simultáneamente con la última fase de la globalización, la unificación mercantil, comunicacional y mediática del mundo. No estoy desde luego diciendo que la mirada historiográfica sea un reflejo mecánico o dependiente de la realidad, pero los historiadores no somos ajenos a nuestro presente, y lo que presenciamos de manera cotidiana nos lleva naturalmente a plantearnos nuevas preguntas sobre el pasado.
Ahora bien, lo que estamos viendo en fechas recientes, de manera cada vez más evidente, es la desconfianza hacia el cosmopolitismo, la búsqueda de barreras, el reforzamiento de las fronteras. No parecen simples baches o sobresaltos en un proceso inevitable, sino tendencias que ya tienen serias consecuencias. Si esto es así, cabe preguntarse si al buscar con tanto afán lo que era común, conectado y enlazado, dejamos de dar suficiente atención a resistencias y renuencias a la globalización que vienen de muy antiguo, ancladas en las características económicas, sociales, y culturales de diferentes grupos sociales y países. Esta perspectiva inversa ameritaría considerarse con algún detenimiento.
Un aspecto relacionado es la importancia concedida a la agencia. Esto es, los actores estaban insertos inevitablemente en instituciones, corporaciones y redes, pero podían moverse dentro de ellas con mayor o menor soltura para promover sus intereses, negociar jerarquías y obtener el mejor provecho posible. Es un argumento que introduce bien Álvaro Alcántara cuando escribe que la historiografía tiende a presentar las provincias (como la costa mexicana de Sotavento) como espacios donde los grandes almaceneros hacían sus negocios con el alcalde mayor y después el subdelegado; pero ha dado escasa atención a los mercaderes locales, que podían negociar provechosamente su posición dentro de las redes de intercambio. Lo mismo sostiene Sergio Serrano Hernández cuando plantea que el predominio de los comerciantes de la ciudad de México sobre la minería potosina tenía razones que podríamos llamar estructurales (la escasez de capitales para la inversión productiva, las dificultades para convertir el metal en moneda), pero no habría sido posible si no contara con asociados que buscaban medrar en el “contra mercado” local de metales. O Javier Kraselsky, que a partir del caso rioplatense sostiene que a pesar de la apariencia absolutista, el poder bajo los Habsburgos era una monarquía compuesta, policéntrica, que recurría a negociaciones con diversas elites; y lo que se consolida con las reformas borbónicas es un sistema político mixto, a medio camino entre las intenciones de los ministros ilustrados y las prácticas de los grupos locales, que procuraban y recibían contraprestaciones de los préstamos, donativos e impuestos que requería la Corona. Vistos de cerca, los actores provinciales podían alcanzar una inesperada capacidad de negociación, como muestra Iliana Quintanar cuando explica la manera en que las grandes familias de mercaderes habaneros lograron aprovechar la estratégica posición de la isla para obtener numerosas concesiones en el acceso a mano de obra esclava, el comercio del azúcar y el tráfico con los neutrales durante los periodos de guerra. Estas contribuciones son un buen recordatorio de que la atracción por lo global no debería hacernos perder la vista lo particular, específico y local. Y un buen análisis de estas complejas relaciones tendría que considerar tanto las historias de éxito (que son típicas de los estudios sobre las elites mercantiles) como las de frustraciones y fracasos, que también los hay.
Los aspectos y conceptos aquí comentados tienen una excelente campo de aplicación en los estudios concretos sobre las juntas de diputados del comercio y los consulados, de los que aquí se narran y explican sus orígenes, razones, características y extinción. Desde luego, son un punto de partida privilegiado para conocer a los comerciantes, las redes comerciales y la política mercantil del Imperio. Este libro incluye aportaciones novedosas y sugerentes, en particular cuando propone ocuparse de los “vínculos sociales efectivos”, examinados a ras del suelo. Son parte de un interés por la observación empírica, reconocible y demostrable de las relaciones sociales, sobre todo las de familias, parentescos, amistades e intereses compartidos, identificados como aquéllos en que descansaba el ejercicio del poder en sociedades de antiguo régimen.
Entre otros resultados relevantes de estas investigaciones, parecería que las juntas de diputados del comercio merecen más espacio. Como muestra Yovana Celaya Nández para el caso de Puebla, esta institución permitió a los mercaderes locales negociar muy eficazmente su relación con las corporaciones consulares de la ciudad de México y Veracruz en la comercialización de productos locales, así como su papel como mediadores en la obtención de préstamos con las acaudaladas instituciones eclesiásticas poblanas. Resalta, asimismo, la atención brindada no tanto a los aspectos institucionales y formales de la labor de las corporaciones mercantiles sino sobre todo al tejido de intereses presente en su funcionamiento cotidiano. Como propone Michel Bertrand, en estas instituciones subyacen convenciones y acuerdos entre individuos, un sistema de expectativas recíprocas y representaciones colectivas, de lealtades y solidaridades que son fundamentales para su cabal comprensión. En muchos sentidos, lo que se aprecia es una tendencia hacia cierta “desinstitucionalización” de la historia de los consulados, que va más allá de los aspectos formales y reglamentarios. Es posible que por esta vía puedan encontrarse prometedoras posibilidades.
En conjunto, esta es una obra que discute situaciones, introduce propuestas y presenta perspectivas de mucho interés, que seguramente seguirán dando materia de reflexión a los historiadores en los años venideros. El asunto en estudio, ciertamente, se presta para ello.
1 Valle, Guillermina del, Antonio Ibarra (2017). Redes, corporaciones comerciales y mercados hispanoamericanos en la economía global, siglos XVII-XIX, México: Instituto de Investigaciones José María Luis Mora.
María Bjerg (2019).
Quilmes: Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes.
Stefanía Cardonetti
Conicet-Universidad Nacional de Quilmes,Argentina
La historia de las emociones ha tenido un desarrollo exponencial en distintas latitudes desde los primeros años del siglo XXI, sin embargo en la Argentina resulta un terreno historiográfico todavía poco explorado. El libro del que se ocupa esta reseña, publicado en la colección Convergencia, de la Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, constituye un aporte de vital importancia para el futuro de la historia de las emociones en la Argentina. Cabe destacar, además, el fructífero entrecruzamiento que la autora realiza entre el campo de la historia de las emociones y el de los estudios migratorios, dentro del cual María Bjerg, investigadora independiente del CONICET, posee una extensa trayectoria.
Lazos rotos se encuentra estructurado en cuatro capítulos, además de la introducción y el epílogo, a través de los cuales se reconstruye el derrotero de un puñado de matrimonios italianos y españoles, afectados de manera profunda por la experiencia migratoria entre los siglos XIX y XX. Esta obra sostiene una hipótesis transversal, según la cual la migración transfiguró la anatomía del vínculo matrimonial porque, tal como se desarrolla en el primer capítulo, los cónyuges fueron incapaces de sostener el vínculo afectivo en la distancia.
La espera de las mujeres que se habían quedado en Europa se sostenía en la promesa de la reunificación familiar en la Argentina cuando la situación económica lo permitiese, un juramento que los hombres habían hecho antes de partir. Con mucha agudeza, Bjerg analiza los cambios que sobrevenían para las mujeres cuando los maridos cruzaban el océano y ellas debían asumir nuevas responsabilidades, como por ejemplo, la gestión de la economía doméstica (aunque siempre con la supervisión de otros varones de la familia). Al mismo tiempo, indaga cómo el dinámico mundo urbano y los nuevos espacios de sociabilidad al que los hombres intentaban integrarse en Buenos Aires, afectaban sus subjetividades y trastocaban sus expectativas llevándolos a traicionar la promesa de reunificación familiar.
En los sucesivos capítulos, los desencuentros y la violencia van in crescendo. El primer capítulo comienza con la promesa del reencuentro y termina con las historias de tres bígamos denunciados por sus esposas legítimas que cruzaron el Atlántico, en un intento de hallar a quienes habían prometido retomar la vida conyugal. El segundo capítulo, aborda al adulterio como un refugio emocional para las mujeres que padecían penurias económicas y maltrato físico, circunstancias a las que ellas apelaron en la instancia judicial para mitigar la pena por el delito del que se las acusaba. No obstante, el adulterio constituía una transgresión grave porque era una ofensa al honor del esposo, un valor de mucha importancia asociado a la idea de masculinidad de la sociedad argentina del siglo XIX y principios del XX.
El tercer capítulo aborda al maltrato físico como una situación que las mujeres padecían en sus países de origen, pero se exacerbaba en el reencuentro del matrimonio cuando las expectativas iniciales de progreso económico que había suscitado el proyecto migratorio en la pareja se habían esfumado y solo quedaba rencor y miseria material. El último capítulo representa el desenlace trágico de un puñado de matrimonios migrantes que, enredados en un espiral de violencia conyugal, terminaron en el delito de uxoricidio cometidos por tres hombres. Mediante la interpretación de noticias policiales y, fundamentalmente, expedientes judiciales que dan cuenta de una serie de estrategias que los uxoricidas y sus abogados fraguaban para morigerar la pena, la autora reconstruye las semánticas emocionales dentro de la cual galenos, abogados, fiscales, jueces e inmigrantes tejían sus discursos y prácticas.
Acerca de los expedientes judiciales como un documento posible para analizar la experiencia migratoria en clave emocional, este libro representa una novedad y supone una ampliación del espectro de fuentes que suelen utilizarse dentro de los estudios migratorios. Además de abrevar en fuentes “clásicas”, como intercambios epistolares y de remesas, fotografías y prensa étnica, Bjerg propone analizar expedientes judiciales, una fuente que ha ocupado un lugar marginal dentro de la historiografía que se ocupó del fenómeno migratorio. A priori, se podría argüir que los expedientes judiciales resultan magros para analizar la experiencia migratoria, pero la autora demuestra que es posible realizar una lectura a contrapelo de los documentos que forman parte de los juicios por adulterio o bigamia e identificar en ellos los lenguajes emocionales de los matrimonios que ocupan a este libro, pero también las prescripciones emocionales y morales que circulaban en el sistema judicial de la Argentina de finales del siglo XIX y principios del XX.
Así, a pesar de tratarse de fuentes que podrían ubicarse en el terreno de lo normativo, Bjerg no se circunscribe a un enfoque meramente prescriptivo acerca de cómo se imponen formas expresar las emociones, sino que busca en ellas registros y prácticas emocionales de los distintos actores. Por otra parte, la utilización de este tipo de fuentes cobra un mayor sentido si observamos la unidad de análisis que la autora propone. Las cartas de los migrantes se utilizaron extensamente para analizar las formas de sostenimiento del vínculo familiar dentro del proceso migratorio y particularmente para dar cuenta de las emociones positivas que recubren las expectativas de reunificación familiar. Sin embargo, en este libro el foco está puesto en el matrimonio y en las consecuencias negativas e indeseadas de asumir la separación temporal de los cónyuges como parte necesaria del proyecto migratorio. Por ello, los lenguajes, prácticas y disposiciones emocionales que son la sustancia de este libro, están colonizadas por la ira, el odio, la vergüenza y los celos.
Por otro lado, Bjerg pone a disposición de la historia de la inmigración en la Argentina un sólido andamiaje conceptual creado al calor de la historia de las emociones. La autora abreva en las categorías de refugio y navegación emocional, así como de comunidades emocionales, regímenes y estilos emocionales para demostrar que las emociones cambian a través del tiempo y del espacio, y que los significados de éstas se adecuan a diversas situaciones, como por ejemplo, al marco de un proceso judicial como los que analiza.
Además de introducir las novedades que mencioné en las líneas precedentes, este libro demuestra que los estudios migratorios están lejos de agotarse como campo de indagación. Incorporar la perspectiva de la historia de las emociones es, sin duda, una vía posible para conocer más profundamente los costos que la experiencia migratoria supuso para cientos de hombres y mujeres. Una integración a una nueva sociedad, cuyos desafíos no se agotaban en la búsqueda de un empleo y la consecución de la ansiada prosperidad económica, sino que como muestra este libro, para muchas personas la migración supuso un desenlace trágico en el cual la dimensión emocional es un factor esencial para la comprensión histórica del fenómeno.
Norma Lanciotti y Andrea Lluch (2018).
Buenos Aires: Imago Mundi.
Claudio Belini
Conicet-Universidad de Buenos Aires, Argentina
Pocos problemas como la cuestión de la Inversión Extranjera (IE) han ocupado un lugar tan destacado entre las controversias económicas y políticas en la Argentina en el último siglo. Y esto es comprensible si consideramos el papel preponderante que el capital extranjero ha desempeñado en los años formativos de la economía argentina, tanto en el último tercio del siglo XIX como durante la segunda mitad del siglo XX, y más cercanamente en el tiempo, a partir de la apertura económica y financiera que impulsó el menemismo en la década de 1990. Como sostienen las autoras en la introducción, al menos desde la década de 1920, la cuestión del papel y la extensión de la IE en la economía argentina estuvieron sometidas a debates más o menos intensos. Entre esa década y los años cincuenta, el nacionalismo económico se extendió a la mayor parte de las fuerzas políticas en respuesta a lo que se consideraba un excesivo control de los inversores extranjeros sobre sectores que entonces se pensaban como estratégicos: ferrocarriles, compañías de electricidad, comunicaciones y bancos. A partir de los años sesenta, y luego del impulso que el desarrollismo de Arturo Frondizi y Rogelio Frigerio dieron a la IE, vista entonces como el instrumento que permitiría a la Argentina realizar el gran salto que la conduciría hacia un desarrollo industrial integral y maduro, el papel de la IE fue discutido una y otra vez. Por esos años, la industria argentina mostraba signos de un fuerte proceso de transnacionalización, poco comparable incluso en América Latina. Y el problema generó debates y políticas contrapuestas. Los permanentes cambios en la legislación de la IE, que son analizados en detalle en este libro, dan cuenta por un lado de la centralidad de la cuestión, y al mismo tiempo, de la inestabilidad de las políticas estatales. Finalmente, en los últimos treinta años, hemos transitado desde enfoques muy optimistas a favor del papel de la empresa extranjera hasta posturas algo más precavidas, sin que ello haya contrarrestado el alto grado de transnacionalización de vastos sectores de la economía argentina.
El libro compilado por las autoras viene a retomar esta cuestión clave de la historia económica argentina y lo hace a partir de una nueva y rica evidencia empírica que, junto con el empleo de enfoques propios de historia de empresas, les permite construir una interpretación renovada y de largo plazo sobre el tema. Por un lado, los ensayos que integran el libro se nutren de una inédita base de datos elaborada por el mismo equipo de investigación, que podrá ser utilizada para futuras investigaciones por parte de la comunidad académica . Al mismo tiempo, los trabajos compilados por Lanciotti y Lluch interpretan esos datos a la luz de enfoques de historia empresarial que no habían sido empleados para el caso argentino, iluminando así nuevas cuestiones, como los ciclos de inversión a partir del número de empresas que se radicaban en el país, el momento de ingreso, el origen y el monto del capital invertido y las formas de organización predominantes en función de las estrategias financieras, tecnológicas y económicas de sus propietarios, las políticas de penetración en el mercado argentino y el marco jurídico local. Esta información se reconstruye para todas las aéreas de la economía argentina (es decir, no se limita al sector industrial por caso) y para diferentes momentos clave como 1914, 1923, 1930, 1937-38, 1944, 1959-60 y 1971.
Hasta el momento no contábamos con estudios de largo plazo que, empleando bases homogéneas, nos permitieran comparar el papel de la IE en el largo plazo. En efecto, diversos autores han explorado especialmente para el periodo agroexportador, que hoy constituyen verdaderos clásicos de la historiografía, pero todavía son muy escasos los estudios con perspectiva histórica sobre el periodo posterior a 1930. También tenemos un nutrido conjunto de trabajos de economistas y sociólogos económicos sobre el papel de la IE a partir de los años setenta, que fueron realizando aportes a medida que el proceso de transnacionalización en el sector industrial avanzaba y se constituía como problema. Pero en todo caso, carecíamos de análisis más integrales que evaluaran los cambios en la IE en toda la economía y para un periodo extenso.
El libro está organizado en tres partes, compuestas por un total de nueve ensayos que, con variada profundidad y extensión, abordan diversas dimensiones del problema. La primera parte, empresas e inversión extranjera, está integrada por trabajos de Lanciotti, Lluch, Cecilia Dethiou y Agustina Rayes, que abordan los ciclos de IE, el destino de las mismas, la distribución sectorial y las formas de organización empresaria predominantes entre el último tercio del siglo XIX y la década de 1970. La segunda, se focaliza sobre la empresa extranjera, en lo que las compiladoras denominan “segunda globalización”. Integran esta parte los artículos de Gustavo García Zanotti sobre la cúpula empresarial extranjera a comienzos del siglo XXI, y el de Natalia Pérez Barreda, Marco Kofmann y Lavih Abraham sobre el papel de la IE en la modernización de industria aceitera. Por último, en la tercera parte, Lluch y Erica Salvaj analizan la conformación y la fragmentación de las redes corporativas extranjeras. Completan el volumen, cinco apéndices que permiten aclarar al lector la metodología usada y presentan parte de la rica información analizada en cada capítulo.
Por razones de espacio, me voy a detener en los ensayos que integran la primera sección del volumen. Estos capítulos presentan aportes considerables en al menos cinco dimensiones. En primer lugar, sobre los ciclos de inversión extranjera; el inicial tuvo lugar durante el periodo dominado por el “modelo agroexportador”. Según los autores, la inversión británica fue tan sustancial que por el stock de su inversión, logró perdurar como el principal origen del capital extranjero al menos hasta la década de 1940. Más interesante aún es que analizando el número de empresas extranjeras ingresadas, se observa que la inversión británica también participó activamente de la primera fase de la ISI, invirtiendo en sectores de la industria que lideraban esa etapa. Esto desmiente un argumento antiguo pero recurrente en la historiografía sobre las tensiones entre el capital británico y el norteamericano en relación al desarrollo industrial y por tanto a las oportunidades del desarrollo económico del país. Parecería entonces que, pese a continuar siendo fundamental la IE británica en transporte y finanzas, supieron adaptarse muy bien a la nueva etapa, aun en un escenario de fuerte competencia de capitales por el mercado local y donde la industria británica no poseía las ventajas competitivas de las nuevas industrias que lideraban el crecimiento a escala mundial.
En segundo lugar, el papel de la IE en el sector industrial. Los autores afirman que la IE en la industria, en dólares corrientes, habría alcanzado su máximo en 1930 y no durante la segunda fase de la ISI. Este punto requeriría mayor ponderación pero, en cualquier caso, indica un temprano interés de la IE en el sector manufacturero, que no puede dejar de considerarse en un análisis de la particular historia industrial del país. Así, por ejemplo, Fernando Fajnzylber y Alice Amsden, entre otros, han destacado el peso de la IE en la industrialización latinoamericana como un factor crucial a la hora de explicar sus características frente a otros modelos de industrialización tardía: la fuerte dependencia de capitales, tecnologías, know how, y hasta la reproducción de pautas de consumo propias de los países industrializados.
Una tercera cuestión relevante es el análisis sobre la evolución de la inversión norteamericana. Por un lado, los autores proponen matizar la imagen tradicional que supone su auge en los años veinte. Por otro, el análisis del efecto multiplicador de la IE norteamericana en firmas comerciales, empresas de publicidad y seguros, temática sobre el cual contábamos con un trabajo pionero de Raúl García Heras. En cualquier caso, confirma la importancia de la IE norteamericana en el país y al mismo tiempo da cuenta del escaso conocimiento que tenemos sobre su impacto en términos económicos.
Otro aporte interesante es el estudio de la inversión extranjera de origen europeo continental. El ensayo de Lanciotti y Dethiou da cuenta del papel para nada marginal de la inversión belga y de sus límites basados en las características que había asumido el desarrollo económico de ese país, en actividades vinculadas a la Primera Revolución Industrial y su fracaso a la hora de competir con las empresas norteamericanas y alemanas en los nuevos sectores líderes del comercio mundial de manufacturas. De allí la persistencia en sectores tradicionales de la primera etapa de IE que culminó en 1913: servicios financieros, importación, comercialización y algunas pocas actividades agroindustriales. En este sentido, es también revelador que las firmas belgas se organizaran siguiendo el modelo de las empresas británicas (compañías autónomas asociadas a grupos). Este capítulo sobre la inversión belga resalta la ausencia referencias o de un análisis sobre las inversiones francesas en Argentina que fueron tan destacadas en la primera oleada –según nos enseñó la investigación de Andrés Regalsky- y que parecen haber también continuado en el periodo ISI.
Finalmente, las tendencias comentadas en torno a los cambios de la IE se confirman en el estudio que las autoras realizan con base a las 100 empresas extranjeras, un ranking construido por el equipo y que constituye uno de los resultados más importantes de la investigación. El estudio da cuenta de la preponderancia de las empresas ferroviarias, eléctricas y de telefonía en el ranking hasta 1944, y los notables cambios posteriores cuando ya son desplazadas y aparecen las primeras automotrices instaladas en tiempos de Juan Perón (Industrias Kaiser Argentina y la Fabbrica Italiana Automobili Torino). En ese plano, hubiera sido interesante algún corte intermedio a finales de la experiencia peronista, que fue también de ruptura para el sector manufacturero. Hasta ese momento parecen haber importantes los flujos de inversiones italianas y alemanas que ocuparon posiciones en sectores líderes (maquinaria agrícola, automotriz, tractor, material de transporte, farmacéutica) y que se insertaron mediante acuerdos y participación en firmas de capital mixto. Si bien es cierto que el cambio de las políticas económicas durante el desarrollismo volvió a acentuar el papel del capital norteamericano, la estrategia peronista de diversificación de la inversión extranjera y de ingreso de capitales italianos y alemanes (surgida de la escasez de dólares y de la desconfianza de las trasnacionales norteamericanas frente al gobierno peronista) mitigó al menos temporalmente el predominio de los capitales norteamericanos en algunos sectores líderes de la industria argentina. Pensemos, por ejemplo, la ventaja tomada por esas empresas en las nuevas industrias dinámicas como la automotriz, tractor, maquinaria agrícola, química y ferroviaria.
En conjunto, los trabajos compilados por Lanciotti y Lluch constituyen un aporte significativo y renovado del impacto de las empresas extranjeras en la historia económica argentina, al tiempo que ofrecen un rico corpus estadístico que será de gran provecho para análisis sectoriales más específicos. Al mismo tiempo, es de esperar que el aporte realizado se potencie cuando el equipo de investigación que dirigen las compiladoras nos brinde también su análisis sobre las empresas locales. Finalmente, es de destacar que trabajos como el que aquí se presentan sólo pueden realizarse en equipos y en el marco de proyectos de investigación que requieren del apoyo de los organismos científicos tecnológicos y de la universidad pública, que en el último lustro han sufrido recortes y retrasos significativos.
Leandro Losada (2020).
Buenos Aires: Katz Editores, 196 páginas.
José Zanca
Conicet/UdeSA/CEHP, Argentina
Desde los estudios de Aricó, Dotti, Tarcus, Plotkin, Vezzetti y Canavese, la historia de la circulación y uso en el medio local de distintos intelectuales y escuelas se convirtió en una herramienta indispensable para entender la interpretación como un mecanismo para la producción de nuevos textos, el papel de las mediaciones (intelectuales y materiales) y los contextos con los que viajan las ideas, es decir, las tradiciones de lectura que se les imponen. Vale la pena destacar, en ese marco, la oportunidad de la aparición del primer trabajo integral sobre la recepción del autor de El príncipe en la Argentina.
La meta de Losada es explícita desde el inicio: se trata de desentrañar, desde el prisma que ofrece Maquiavelo, una historia que ilumine la tradición liberal y antiliberal en la Argentina. A ese fin, la obra se ha dividido en tres capítulos y una conclusión. En el primero se aborda la visión de los padres fundadores, negativa sobre las ideas del florentino. No sólo se trataba, en la mirada de los hombres de la generación del ‘37, de un autor obsoleto, sino que Maquiavelo era un enemigo de la libertad, el promotor de un poder arbitrario y atrasado. Los consejos de El príncipe eran, para Alberdi, Sarmiento, Rivera Indarte o Juan María Gutierrez, un manual para tiranos, como Juan Manuel de Rosas. Hacia fines del siglo XIX esta mirada se matizaría. El Estado no era, como lo percibían los padres fundadores, un proyecto a realizar, sino un día a día de cotidianos conflictos. Los principios de la moral privada no necesariamente podían aplicarse a la moral pública: el Estado debía tomar medidas para preservarse, aunque en muchos casos pusieran en cuestión las libertades individuales. Maquiavelo recobraba entonces actualidad en la obra de Ernesto Quesada, en el momento en el que justificaba a Rosas y su uso del terror en nombre de la razón de Estado. En una línea análoga lo inscribía Martín García Mérou, reivindicando a Maquiavelo como un ensayista de la autoridad y el orden.
El segundo capítulo está dedicado al vínculo entre Maquiavelo y el antiliberalismo en la primera mitad del siglo XX. Losada destaca la atención sin precedentes que generó entre los intelectuales argentinos, en especial, a partir de la constitución de las primeras cátedras de Derecho Político en las universidades de Buenos Aires, La Plata, del Litoral y Córdoba. La crisis de la democracia liberal que caracterizó a la cultura occidental desde la década de 1910, y que se profundizó luego de la finalización de la Gran Guerra, dominaba el paisaje. El foco de atención se dirige a la generación de intelectuales de los años de 1920, que identificó las ideas de Maquiavelo como precursoras del fascismo y de los totalitarismos que asomaban en Europa. Enrique Martínez Paz, Carlos Astrada, Saúl Taborda y Carlos Sánchez Viamonte destacaban que en Maquiavelo podía encontrarse una clave interpretativa para la crisis de Occidente expresada en el resurgir del autoritarismo. Su realismo, el valor que le otorgaba a la eficacia política, lo convertían en un enemigo del liberalismo. Por motivos similares –pero invirtiendo la polaridad– Leopoldo Lugones destacaba el carácter antiliberal, antidemocrático e incluso positivamente anticristiano de su obra. Allí donde su generación había encontrado vicio, el autor de La grande Argentina encontraba una refutación de los absolutos y una empatía con su propia mirada nietzscheana, estetizante y vitalista.
Un segundo apartado está dedicado a la primera generación de nacionalistas argentinos, aquellos que identificaron en Maquiavelo un referente del republicanismo no democrático y aristocratizante al que aspiraban. Para los jóvenes de La Nueva República, Julio Irazusta y Ernesto Palacio, ejerció una atracción pasajera, dado que les permitía oponer su republicanismo a la democracia, y enarbolar el sueño de la restauración de una mítica sociedad jerárquica. Sin embargo, hacia los años de 1930, su perspectiva se orientó hacia la crítica por excelencia del catolicismo: Maquiavelo había desligado la moral y la política y, por ende, abría la puerta al liberalismo.
El capítulo se completa con la lectura de los intelectuales católicos que ocuparon un papel destacado en la cultura de los años treinta. Agrupados en los Cursos de Cultura Católica y movilizados por la renovación del tomismo de las primeras décadas del siglo XX, figuras como Julio Meinvielle, Faustino Legón, Arturo Sampay y Tomás Casares –con sus matices–, vieron en Maquiavelo aquello que podía adjudicarse a otros representantes del Renacimiento: el pecado originario de la modernidad. El haber fundado la política en principios inmanentes, rehuyendo la ley eterna, daba origen al liberalismo y, como era frecuente en esos años, también a sus derivas totalitarias: el fascismo y el comunismo, ambas caracterizadas como corrientes “paganas”.
El tercer capítulo está dedicado a los intelectuales liberales y su reivindicación de la perspectiva maquiavelista, recuperando el carácter secular y moderno de su pensamiento. Paradójicamente en concordancia con la opinión de los católicos, pero con una valencia opuesta, para José Luis Romero Maquiavelo era el teórico del Estado moderno que había escrutado con profanidad y empirismo la vida política. En lugar de partir de la norma –al modo de los teólogos– para erigir un sistema acorde, había apelado al realismo político. Y lejos de tener un carácter reprobable, este camino abría una oportunidad para construir principios político-seculares, entendidos como autónomos del diktat religioso.
La última sección de este capítulo corona el trabajo, y está dedicada a la importancia de Maquiavelo en la obra de Mariano de Vedia y Mitre. A través de este omitido intelectual, Losada encuentra una reivindicación del autor de los Discursos como un “pensador de la libertad”. Quien fuera titular por más de veinte años de la cátedra de Derecho Político de la Facultad de Derecho, aportaba en su mirada sobre el florentino algunas pistas para resolver la crisis del liberalismo, que había hecho eclosión en el escenario político con la caída de la Republica verdadera en 1930. Para de Vedia y Mitre, Maquiavelo era un campeón de libertad justamente por haber separado la moral de la política, dos campos de carácter inconmensurable. No se trataba de ponderar la inmoralidad, sino de construir un sistema político basado en la autolimitación jurídica como un mecanismo para evitar la arbitrariedad. El hombre –un ser amoral– se moralizaría a través del proceso de convivencia política.
Con esta última sección se cierra el recorrido por los usos de Maquiavelo en Argentina, en una estación que le permite a Losada enarbolar una de las más ricas hipótesis de la obra: el liberalismo, lejos de estar desahuciado, siguió estructurando el debate de ideas local hasta mediados del siglo XX. Más allá de las marginales voces que reclamaban un “nuevo orden”, la Constitución Nacional y las características de la democracia argentina permanecieron como un horizonte en torno al cual Maquiavelo podía brindar pistas para un camino de salida a su renombrada crisis. La libertad y el poder no eran, para de Vedia y Mitre, dos senderos que se bifurcaban, sino que la lectura de Maquiavelo permitía integrarlos, haciendo coincidir en un mismo autor el republicanismo, el liberalismo y la democracia. El poder era un medio para afirmar las oportunidades de la libertad.
Maquiavelo en Argentina recorre diversas invocaciones –desde la cita erudita hasta el uso instrumental y político– y el resultado es un plano irisado de lecturas. Como un Aleph, el autor de El Príncipe habilita interpretaciones dispares y contradictorias. O, al contrario, lecturas coincidentes que generan reacciones opuestas. La pericia de Losada permite recorrer tan sinuosas apropiaciones. Y más allá de lo intenso que es el contenido del trabajo, en el que ninguno de los matices ha sido dejado de lado, el mismo se presenta como un modelo en términos metodológicos. El autor ha encontrado un punto de equilibrio entre la generalización –que hubiera vaciado de contenido la huella del Maquiavelo en la cultura local–, y la recurrente cita erudita, que hubiera vuelto completamente artificioso el planteo. Los proyectos político-intelectuales establecen un vínculo siempre complejo entre la autoridad a la que hacen referencia –para impugnarla o para reivindicarla– y el nuevo relato que intentan impulsar. Losada ha captado hábilmente esa tensa relación, dando cuenta a lo largo de este indispensable texto de las múltiples funciones que cumplió Maquiavelo, como un prisma privilegiado para leer la historia del pensamiento político argentino.
Elisa Pastoriza y Juan Carlos Torre (2019).
Buenos Aires: Edhasa.
Mercedes González Bracco
Universidad de Buenos Aires - Conicet, Argentina
¿Cómo narrar Mar del Plata? ¿Por qué hacerlo? Elisa Pastoriza y Juan Carlos Torre vienen ensayando esta escritura a cuatro manos de manera intermitente desde hace 20 años. Este libro corona así un esfuerzo compartido de largo aliento brindando una mirada novedosa que acopla y enriquece los estudios anteriores llevados a cabo por ambos. Pastoriza, historiadora, cuenta en su haber con una importante cantidad de escritos sobre la historia de Mar de Plata y su gente, la historia del turismo y los balnearios. Torre, sociólogo, ha dedicado gran parte de su carrera a trabajar sobre la relación entre los trabajadores, los sindicatos y el peronismo.
En esta obra desarrollan una biografía amorosa de la ciudad, pero también la toman como significante privilegiado para indagar en la historia política, económica, social y cultural de la Argentina teniendo en cuenta su destacada particularidad: haber sido un balneario con una progresiva vocación democrática. A diferencia de los referentes europeos de elite a los cuales buscó emular, los autores muestran cómo la “Biarritz del Plata” resulta un ejemplo acabado del impulso igualitario que destacó a la sociedad argentina hasta fines de la década del ‘60.
El texto se divide en seis capítulos que abordan desde los inicios del lugar hasta su explosión en los años 60. Comienza con la historia de los fundadores, Patricio Peralta Ramos y Pedro Luro, cuyas biografías permiten comprender las formas del ascenso social y la política a partir de las relaciones inter pares de las clases acomodadas en el siglo XIX. De modo transversal, la moda de los baños de sol y de mar impulsada en las costas europeas termina por consolidar el perfil de Mar del Plata como destino de veraneo para la alta sociedad porteña. Aquí, un aporte poco usual en este tipo de historias sobre destinos turísticos, es la incorporación de la voz de los locales. En esta primera etapa de la villa balnearia, por ejemplo, el libro da cuenta de las pujas por desalojar a los pescadores –en su mayoría, inmigrantes italianos– de las playas del centro. Acusados de que la actividad era incompatible con el naciente turismo, pues “afeaban” los escenarios donde se daba la sociabilidad estival, debieron ser reubicados por las autoridades para no ofender la vista de los veraneantes.
Ahora bien, es necesario tener en cuenta que para fines del siglo XIX el veraneo es un concepto nuevo en estas tierras. La llegada del tren a Mar del Plata y la apertura de los primeros hoteles –coronados por la inauguración del Bristol en 1888–, implicó para las familias “de apellido” el imperioso aprendizaje de una etiqueta que incluía distintos modos de saludar, de vestir, de socializar, de ver y ser visto. El libro se detiene largamente en este punto y, como hace a lo largo de todos los capítulos, toma la voz de los mismos protagonistas para ilustrar los avatares de la temporada. En paralelo, también encontramos el asentamiento de muchos inmigrantes que vinieron a trabajar como albañiles o como empleados para los servicios de la temporada y luego ya no volvieron a sus lugares de origen (para 1914, el 47% de los residentes era extranjero). Para estos primeros marplatenses –y para los que les siguieron– la relación con el turismo siempre sería ambivalente; por un lado, a la espera de una buena temporada que permitiera “pasar el invierno”, pero al mismo tiempo teniendo que ceder la ciudad cotidiana a las necesidades de la ciudad turística. Otras disputas también tuvieron un lugar relevante en el desarrollo del balneario; el casino y el problema del juego, los atuendos de playa y su atentando a la moral fueron algunos de los más persistentes a lo largo de las décadas.
A medida que avanzaba el siglo XX, la prosperidad económica multiplicó la cantidad de veraneantes que llegaban a Mar del Plata. Aquí nuevamente los autores deciden poner el foco en la multiplicidad de procesos económicos, políticos y sociales que confluían en este nuevo escenario. Ya no arribaban solo las familias “conocidas”; junto a ellas una naciente clase media profesional y comercial tenía ahora la posibilidad de probar las bondades del mar. La llegada del socialismo a la municipalidad en la década del 20 colaboró para completar este cambio de perfil. Resistida por la comunidad aristocrática de turistas (que llegaron a solicitar poder votar en las elecciones), una de las políticas llevadas adelante por esta administración fue la de promocionar la ciudad como destino para las “personas de condición modesta y el pueblo trabajador” (p. 201), en un accionar precursor de las políticas turísticas nacionales que se desarrollarían unos años más tarde con la construcción de la ruta 2 y la inauguración del complejo rambla-hotel-casino inaugurado en 1940, lo que le cambiaría para siempre la cara a la ciudad.
En este contexto, la llegada del peronismo –como los autores ya se han encargado de demostrar en escritos anteriores– resalta en la historia de la ciudad “más por su envergadura que por su carácter novedoso” (p. 245). Esto es, la importante política de turismo social desplegada en esta etapa no hizo sino apoyarse en aquello que ya se venía desarrollando en las décadas anteriores. Lo que sí resultó en un cambio notorio fue la ley de propiedad horizontal de 1948 que, junto con los créditos del Banco Hipotecario, impulsó la demanda de las clases medias por tener un departamento en Mar del Plata. Esto renovó la cara de la ciudad, que vio destruirse los últimos resabios de aquellas mansiones señoriales para ser reemplazados por numerosos edificios. La democratización del casino y las nuevas y “escandalosas” modas en las playas también dieron cuenta de que un nuevo tiempo se asomaba.
Esta historia termina en la década de 1960, con la consolidación del balneario de masas. En esta década, el boom edilicio continuó al tiempo que los sindicatos se sumaron como grandes jugadores, incrementándose la cantidad de hoteles gremiales sobre todo a partir de la dictadura de Onganía. No obstante la mencionada masividad, se desarrollaron algunas estrategias que permitieron sostener cierto grado de distinción. Por ejemplo, la diversificación de las playas permitió una coexistencia amable de clases sociales, cuyas jerarquías quedaban asociadas a las de los balnearios. Otro tanto ocurrió con el casino, que inauguró una sala especial para los concurrentes de alto poder adquisitivo. Aun así, destacan los autores, se trataba de un canto de cisne. La aparición de la juventud como categoría social implicó la búsqueda de nuevos destinos y modos de vivir el veraneo. Por otra parte, también comenzaron a huir las clases acomodadas, para quienes la masividad de Mar del Plata resultaba irreconciliable con la búsqueda de distinción. Este cierre es un certero reflejo de un país nuevo que se abría paso, con desigualdades más profundas y persistentes, que también dejarían su huella en la ciudad.
La obra, ampliada con fotografías y registros de sus protagonistas, resulta de una gran riqueza y constituye un importante aporte a la historia social y cultural de nuestro país. Además, su carácter riguroso pero muy ameno atrae a un público amplio y atraviesa tópicos novedosos –por ejemplo, los cambios y las permanencias en las tensiones entre la ciudad de los residentes y la ciudad de los turistas, los conflictos de los trabajadores y los procesos de renovación urbana– bajo la premisa general de que contar la historia de la ciudad permite comprender el desarrollo social con vocación igualitaria que vivió la Argentina hasta la década del ‘70. Con la mirada puesta en la construcción material y simbólica de la ciudad, esta extensa y profunda mirada sobre el devenir de Mar del Plata expresa así su cualidad de palimpsesto: un proyecto aristocrático, una villa balnearia, una ciudad de veraneo, un sueño de los argentinos.