Julio Djenderedjian
Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”-Universidad de Buenos Aires / CONICET, Argentina.
Correo electrónico: juliodjend@yahoo.com.ar
Fecha de recepción: 27 de marzo de 2022
Fecha de aceptación: 30 de mayo de 2022
En este artículo se presentan algunas líneas fundamentales de la historia centenaria del Boletín del Instituto Ravignani, desde su primera serie desarrollada entre 1922 y 1945 hasta la actual. Se enmarca esa trayectoria dentro de algunos cambios generales que experimentaron los estudios históricos durante esos años, con el fin de comprender mejor el lugar del Boletín en ellos.
Palabras clave: revistas científicas, historia, Boletín del Instituto Ravignani
A Centennial History of the Boletín
In this article, some key lines on the centennial history of the Boletín del Instituto Ravignani are presented, starting from its first series, which ran through 1922 and 1945, and the present times. Some general lines of the historiographical context of these times are included, in order to better understand the role played in it by the Boletín.
Keywords: scientific journals, history, Boletín del Instituto Ravignani
El Boletín del Instituto Ravignani acompañó casi desde sus inicios al Instituto de Investigaciones Históricas, fundado en 1921 en el seno de la Facultad de Filosofía y Letras sobre la base de una preexistente Sección. Sus tres series (1922-1945; 1956-1982; y 1989 a la actualidad) se corresponden, a su modo, con quiebres en la tormentosa historia del país durante el siglo XX. La publicación, en sus inicios, fue un instrumento muy importante para una tarea considerada entonces fundamental: la construcción de una verdadera historia nacional, concebida en términos científicos, que coincidiera con la imagen orgullosa de un país moderno. Por su rol de instrumento de comunicación erudita, sería también un vector cardinal en la conformación de una comunidad de historiadores profesionales, entendida ésta como el conjunto de quienes producían estudios sobre el pasado bajo pautas legitimadas en forma teórica y práctica, tanto a nivel nacional como internacional. Esa comunidad, para llevar a cabo sus tareas, creía necesario expropiar el estudio del pasado al así llamado “club de los descendientes”, aquellos que, por haber sido sus ancestros actores clave del mismo, consideraban difusos los límites entre la memoria familiar y la historia nacional, y en algún caso habían sido incluso de ésta sus primeros polígrafos (Devoto y Pagano, 2009). Siendo esos descendientes depositarios todavía de una parte de los registros materiales de ese pasado, poseían sobre ellos un imperio que el resto de la sociedad (o al menos quienes dentro y fuera del Estado entendían como una de sus tareas primarias la conservación y el estudio de esos testimonios) consideraba egoísta, excesivo y aun peligroso. El papel de una Historia así renovada era decisivo en la construcción de bases identitarias para la educación superior, en la cual se formarían los cuadros que habrían de regir la naciente burocracia nacional; ello replicaba, a otro nivel, lo hecho desde tiempo antes al poblar las aulas de las escuelas primarias con un intachable panteón de héroes y estadistas, capaz de imponer un pasado común a las masas heterogéneas de los hijos de los inmigrantes (Bertoni, 1992: 77-111).
No es así sorprendente que algunos de los textos publicados por el Instituto y el Boletín, en esos inicios lejanos, den a veces la impresión de estar en parte destinados a la docencia en la Universidad que los sustentaba. Pero el horizonte de la generación que asomaba entonces a los puestos dirigentes, y que buscaba superar el positivismo estático y algo ingenuo del siglo XIX con un compromiso mucho más decidido por la acción, reclamaba un lugar fundamental para la investigación básica, y por ello los materiales de la Primera Serie apuntan sobre todo a un público erudito y especializado, capaz de tratar correctamente los testimonios, no sólo ocupado en alimentar un panteón de héroes ni dedicado a las ocasionales distracciones propias de los diletantes. El programa de la Nueva Escuela Histórica, tomando las líneas maestras de la heurística alemana de la segunda mitad del siglo XIX, y en particular de su versión francesa, la école méthodique, buscaría así fijar la exactitud de los hechos del pasado, cuya existencia trascendente estaba más allá de las pasiones y aun de los razonamientos. El Boletín, según los objetivos fijados en su primer número (aparecido en julio de 1922), sería de esas tareas apenas un diligente emisario; de ello son elocuente testigo los nombres mismos de las secciones en que se habría de dividir: Relaciones documentales; Inventarios generales o especiales; Noticias bibliográficas e Información general.1 Desde su mismo formato, se establecía de ese modo una neta separación con respecto a otras revistas antecesoras o contemporáneas dedicadas también a la historia, o que habían llenado sus páginas con testimonios de importancia para ella: primero, por su carácter especializado; luego, por el uso de pautas acreditadas y homogéneas de transcripción documental.2
De todos modos, aun la materia monótona de esas secciones no dejaba de dar lugar a algo más que mera erudición: las opiniones vertidas sobre todo en los estudios preliminares que siempre acompañaban las transcripciones de documentos, o aun en los comentarios a reseñas bibliográficas, eran a veces lo suficientemente densas como para ir más allá del árido contexto de la respectiva pieza documental. No sólo por las diatribas contra cuestiones de detalle, como las condiciones de conservación soportadas hasta entonces por esos valiosos testimonios, o la falta de mayor interés público, algo juzgado inaceptable en un país civilizado; las exégesis iban a menudo planteando interrogantes y aun adentrándose en interpretaciones, algunas de las cuales podían repercutir inquietantemente hasta la actualidad.3 No es extraño así que, apenas pasado un año de su primer número, se incorporara al Boletín una nueva sección, esta vez destinada a recoger trabajos de impronta mucho más personal, cuyas páginas (que multiplicaban las generalmente escuetas de los estudios preliminares) daban suficiente pie como para que peligrara la estricta separación entre el historiador y el hecho histórico, tan propugnada por Ranke. Sin perjuicio de lo que ello significaba en tanto apartamiento del paradigma, es evidente de todos modos que, para los esforzados investigadores que hurgaban pacientemente en los archivos, la conciencia sobre la enorme distancia que aún había que recorrer hasta alcanzar el objetivo de una historia completa y exacta era cada vez más clara a medida que avanzaban en su ardua labor de estudio de fuentes. Y se ampliaba, incluso, al aparecer las lógicas lagunas que demasiados datos ambiguos y fragmentarios dejaban por doquier.
Para evitar los consiguientes escarceos en vacío, el programa se dilataba a cada paso, volviendo imperioso agotar cuanto antes todas las alternativas de búsqueda, en todos los repositorios posibles, tanto privados como públicos. La colaboración del “club de los descendientes” quedaba casi descartada; quienes estaban dispuestos a compartir los testimonios que atesoraban los habían en general abierto ya a los curiosos. Y para los que aún no lo habían hecho, la insistencia probablemente sería una actitud peligrosa: los agrios lamentos de Clemente Ricci en torno al triste destino de la Biblia anotada por Francisco Ramos Mexía, que una de sus nietas arrojó al fuego al saber que había interesados en examinarla, sugerían que el egoísmo familiar primaba en esos descendientes mucho más que sus patrióticos deberes por la historia.4 Quedaban los archivos públicos: pero estos no estaban tampoco exentos de riesgos, y en todo caso habían sufrido asimismo catástrofes, o podían llegar a sufrirlas.
Si bien el trabajo en los archivos provinciales y de países limítrofes se encaró al mismo tiempo que la labor en los europeos, es significativa la insistencia por hurgar en estos últimos, priorizada incluso por sobre tareas a primera vista quizá menos costosas y sin duda más fructíferas, como lo hubiera sido agotar primero los repositorios más cercanos.5 La explicación puede encontrarse, en parte al menos, en el pesimista estado de ánimo de los años inmediatamente posteriores a la Gran Guerra, en que los ribetes apocalípticos del desastre ocurrido (y las condiciones precarias del armisticio alcanzado, además de las revoluciones a las que guerra y paz habían dado lugar) eran advertencias ominosas de un futuro aún más trágico para esa Europa que había abdicado de su rol de faro de civilización para el resto del mundo (Compagnon, 2014). Distintas reparticiones estatales, entonces, compitieron para destinar recursos y personal al rescate y copia de documentos en Europa; a ellos se unieron los particulares, que llegaron en algunos momentos a tomar importantes iniciativas en sus manos. Los resultados hoy sorprenden: a la ingente masa de información puntual que atacaba viejos prejuicios o ponía en su lugar correcto acciones y sucesos, se sumaba la edición de obras de trascendencia, que reclamaban un espacio que el Boletín no podía darles, aun en sus extensas ediciones de entonces. De ese modo, mientras el Instituto publicaba altos volúmenes con series documentales de importancia en torno a un tema específico, o fuentes notables en ediciones que se atenían por primera vez a sus manuscritos de origen, el Boletín hospedaba multitud de transcripciones de menor extensión pero de significativo valor heurístico, y resúmenes comentados de escritos que explicaban o resolvían puntos controvertidos del pasado. Incluso luego de 1930 (en que el impulso gubernamental comienza a desvanecerse) los gruesos tomos del Boletín continuaban incrementando la sección de Documentos Publicados, aun cuando ni éstos ni los artículos de los corresponsales europeos mencionaran las cada vez más enormes dificultades que era necesario superar para llevar a cabo esas tareas en un mundo convulsionado por batallas, genocidios y hecatombes.6
El Boletín, así, adquirió centralidad en ese esfuerzo colectivo, que evidentemente buscaba ampliarse en sus alcances si tenemos en cuenta el excepcional cuidado de las transcripciones paleográficas, aptas para no escatimar su uso por parte de filólogos o antropólogos, además de historiadores. Los sesgos pueden advertirse en otros aspectos: por ejemplo, las referencias sobre la ciudad y la provincia de Buenos Aires son las más abundantes, especialmente en los inicios; sin dudas se refleja allí la importancia cardinal de ambas a lo largo de la historia argentina, y el censo de especialistas propios, de los cuales los nacidos o residentes en esas jurisdicciones tendían a predominar, como es lógico en una publicación financiada por un instituto que tenía su sede en la primera.7 Sin embargo, tanto los documentos como los estudios sobre otras regiones del país pronto llegan a ser copiosos: en parte porque la constante exhumación de materiales en los archivos traía necesariamente a cuenta mucha evidencia significativa para iluminar el pasado de áreas hasta entonces mal conocidas; en parte también (y quizá sobre todo) porque la mayoría de esas colaboraciones del interior se debían a historiadores residentes en las distintas ciudades y provincias, y que actuaban para el Boletín como una suerte de corresponsales, parte de esa comunidad que crecía y se consolidaba al calor de los lazos forjados en la actividad misma. Así, a partir del número 40 (1929) el abanico geográfico se amplía, apareciendo artículos, notas y documentos que abarcaban buena porción del noroeste, Cuyo, el litoral, la región central, las Misiones. Esos avances eran destacados por el Director, en una significativa reflexión publicada en el último número de la primera serie.8
Otro sesgo puede intuirse en el paralelo afianzamiento de la información biográfica: Pedro Ferré, José Artigas, José Gaspar de Francia, nombres propios centrales para la historia de enteras regiones o países, se hacen cada vez más frecuentes desde el final de la década de 1930, no tanto bajo relatos parciales o integrales de sus vidas sino de manera algo lateral, en la discusión de puntos históricos particulares volcados en los restos escritos de sus trayectorias.9 La fascinación por los hommes providentiels, tan propia de la escuela historiográfica francesa, no llegaba así a plasmarse por completo: ese recato contrasta obviamente con la presencia ominosa de los héroes en las cumbres decimonónicas de la literatura histórica argentina, y, en particular, con la insistencia de los revisionistas en continuar esa tradición a la vez que decían combatirla.
Una actitud así se parangonaba en cierto sentido con la forma en que funcionaban los círculos de sociabilidad generados a partir de esas actividades. Los lazos entre investigadores podían cómodamente trascender fronteras, siempre que estas fueran provinciales o nacionales: la amalgama eran los valores compartidos, explicitados de manera ostensible en todo lo referente a la tarea misma, y las pautas científicas aprobadas para concretarla; en forma mucho menos confesada, en torno a simpatías políticas o ideológicas. Común entre los intelectuales de esos años, esa conducta tribal es intensa por ejemplo en la siempre clara militancia de los historiadores jesuitas, cuyos escritos a menudo sólo se diferencian de las apologías del siglo XVIII por la presencia de citas y referencias documentales, y un tono general menos enfático.10 En la primera época del Boletín no se llegaba sin embargo a ese extremo; aun cuando las excepciones a la norma fueron contadas, hubo incluso una evolución, notable para su ámbito y su época. El aire de club privado que tenía la revista en sus años iniciales, atenuado un poco en la década de 1930 con la creciente presencia de autores de las provincias, se fue abriendo aún más en los inicios de la siguiente. En 1940 se publicaba póstumamente un artículo de un notorio revisionista, Martín V. Lascano (1859-1940); en nota al pie, Emilio Ravignani fijó los límites que estaba dispuesto a aceptar, sin embargo bastante precisos: además de su agradable trato personal, la “simpatía por la gestión de Rosas” de Lascano había sido mesurada, apartándolo “un tanto de los reivindicadores panegiristas sin pruebas”. Defendiendo así que el Boletín contara entre sus virtudes con “un gran sentido de imparcialidad y de libertad de pensamiento, esencia de nuestras instituciones básicas”, creía la Dirección que “deben conocerse las corrientes que trabajan la mente de nuestros estudiosos del pasado”, aceptando de ese modo no sólo los posicionamientos personales sino incluso su valor relativo, al menos en una época en que habían ido adquiriendo una intensidad mayor.11 Pero la férrea defensa del trabajo serio en los archivos y de la ecuanimidad en los juicios no condescendió a debatir francamente las cuestiones agitadas por los revisionistas, y que por entonces tenían gran impacto en la opinión pública; salvo alguna de las consabidas diatribas de Emilio Coni contra los gauchos, es poco probable que los números de la revista llegaran mucho más allá de los expertos y de los círculos de sociabilidad que compartían.
Esa apertura relativa hacia su tiempo presente, que caracteriza los años finales de la primera serie del Boletín, es también patente en la aparición de artículos y notas sobre períodos más cercanos (en esencia, la segunda mitad del siglo XIX); Ravignani, en su presentación a un trabajo de Wenceslao Domínguez, celebraba la ruptura de prejuicios previos que impedían abordar el “período contemporáneo”, siendo para él notable además la ampliación de las aproximaciones económicas, sociales y culturales al mismo.12 De todos modos, en los 72 artículos de investigación histórica incluidos en los números 77 a 104, publicados desde julio de 1938 a junio de 1945, apenas hay seis que se refieren a sucesos posteriores a 1850; y de estos, sólo dos tratan cuestiones ocurridas luego de la batalla de Caseros. Ninguno, por otra parte, se aventuró más allá de 1876. Es por tanto evidente que el peso de la propia historia del Instituto, y del Boletín, tenían demasiada entidad como para tolerar un cambio más radical de las cosas; o, en otras palabras, que una apertura mayor significaría probablemente más pérdidas que ganancias.
Otro rasgo de limitada hospitalidad a las novedades de su siglo fue, por ejemplo, la participación de historiadoras, en un momento en que en abrumadora mayoría la historia era escrita por varones. En el Boletín hicieron sus primeras armas las aún muy jóvenes Beatriz Bosch y María de las Mercedes Constanzó; y se incluyeron investigaciones de avanzada, como el trabajo de Margarita H. de Bose sobre el uso de la luz ultravioleta para la lectura y copia de documentos.13 Se trata de unos pocos casos, de todos modos significativos; la generalidad de los artículos no dejaba tampoco de cultivar un cierto tono de atención a cuestiones que, de una u otra forma, interesaban por entonces a un vasto público culto, en un momento en que los temas del pasado ocupaban muchas páginas de los diarios y revistas populares, y los museos históricos recibían decenas de miles de visitantes mensualmente.14 En un país en que las recurrentes crisis políticas no habían aún desafiado la identificación popular con la historia nacional, ni socavado el patriotismo inculcado en la escuela, esas empresas lógicamente redituaban, incluso a una revista de tono erudito.
Es indudable que un activo de la primera época del Boletín estaba en los lazos tendidos a nivel internacional (Buchbinder, 2017). No sólo abarcaron a colegas europeos, sino también, y sobre todo, americanos; reflejo de esa creciente red de contactos, los artículos sobre temas de interés continental sostienen un lugar expectable en las páginas del Boletín, vertebrándose en particular en torno a tres grandes ejes: las especulaciones sobre el poblamiento de América y el derrotero de las civilizaciones aborígenes, hoy una mera curiosidad por el escaso conocimiento existente entonces al respecto; la etapa temprana del contacto, con los pormenores de la cartografía y las noticias enviadas por adelantados y conquistadores; y las alternativas del proceso independentista, considerado momento fundador de las respectivas nacionalidades. A ello se agregaron multitud de estudios puntuales, elaborados tanto por especialistas europeos como locales y de otros países del continente. El censo de los autores de esos años es buena muestra de la amplitud de la labor, y de las redes institucionales y personales tendidas al exterior del país, así como de los temas con que las mismas repercutían en el Boletín; entre los articulistas más destacados figuran los historiadores españoles Juan Manzano y Manzano (1911-2004) y Antonio Muro Orejón (1904-1994), especializados en los siglos XV y XVI; el alemán Erwin Walter Palm (quien junto a su esposa dio gran impulso al estudio de la historia y el patrimonio cultural antiguo de Santo Domingo, donde se habían refugiado huyendo del nazismo); el francés Robert Ricard (1900-1984), los especialistas estadounidenses Lewis Hanke y Clarence Henry Haring, el boliviano José Vázquez Machicado (1898-1945), el colombiano Carlos Medina Chirinos, el arquitecto e historiador del arte peruano Emilio Harth Terré (1899-1983), cuyos artículos publicados en el Boletín incluyen un excelente material gráfico; así como Juan Francisco Pérez Acosta (1873-1968), uno de los más importantes historiadores y publicistas paraguayos. La hospitalidad se extendió incluso a destacados nombres no relacionados con la historia americana, como Henri Eugène Sée (1864-1936), dirigente del partido radical socialista francés; el famoso lingüista Leo Spitzer (1887-1960) o el arqueólogo Herbert Koch (1880-1962). Si bien todos ellos contribuyeron con trabajos que aludían a temas de interés para los lectores del Boletín, su presencia es sin embargo más significativa por la profundidad y extensión de los lazos de que dan cuenta. Más claras todavía son firmas como la del político suizo Adrien Favre (1905-1992) o el socialista español Manuel Núñez de Arenas y de la Escosura (1886-1951): sin duda, los vínculos que denotan esas participaciones facilitaron de diversos modos el acceso a información y la realización en Europa de tareas útiles para el Instituto u otras reparticiones oficiales argentinas.15
Pero esas participaciones dan cuenta también, y sobre todo, de una toma de posición política, y no sólo en términos del debate internacional de ideas; es sabido hasta qué punto los aciagos acontecimientos del viejo continente en esos años repercutieron en la opinión local.16 Una significativa muestra de esa toma de posición aparece en los números 61-63, de julio de 1934 a marzo de 1935; en medio del ascenso de Hitler al poder total, se publicaba un artículo sobre la sección Historia del Instituto Científico Judío de Wilno (hoy Vilna, Lituania), cuyo “plan de acción... [muestra] una halagadora coincidencia con la obra que se ha propuesto realizar, y está realizando, dentro de la modestia de sus recursos, nuestro Instituto de investigaciones históricas”, según afirmaba su autor.17
Esa intensa transcripción de la tormenta ideológica del mundo habría de tener vastas consecuencias para el Instituto y el Boletín. Luego del golpe de 1930 y sobre todo del de 1943, la creciente orfandad política del grupo liderado por Emilio Ravignani, y las irreconciliables divisiones surgidas desde la guerra (que abrevaban sin embargo en fuentes locales muy anteriores), aunaron la pérdida de recursos e influencia con la ruptura de lo que se ha llamado la “República de las Letras” (Lida, 2022). La antigua hegemonía de la Nueva Escuela Histórica en los niveles oficiales (que seguiría allí aun muchos años sin ser seriamente desafiada) ya no se traducía sin embargo en un apoyo irrestricto a sus iniciativas; y la defección de los organismos estatales en la tarea de rescate documental, para aquélla tan necesaria, no sería apenas la de un actor más, sino la de un núcleo gravitatorio imprescindible.18
Interrumpidas las misiones en Europa, no se retomaron luego de culminada la guerra; interrumpido también abruptamente el Boletín en 1945, la publicación no volvió a reiniciarse sino en 1956, conformando desde entonces su segunda serie. En el ínterin había fallecido Ravignani; a pesar de todos los cambios acaecidos, en la nueva etapa la reafirmación de los lazos de continuidad con la anterior es de todos modos insistente. El número 4 contiene el homenaje realizado al fundador; simbólicamente, figuran allí André Fugier (1896-1976), importante historiador francés especializado en la época revolucionaria y napoleónica, acompañado por las firmas de los más prestigiosos americanistas de ese entonces (Juan F. Pérez Acosta, James R. Scobie, Humberto Vázquez Machicado, Clarence H. Haring).
Los números publicados subsiguientemente no lograrían sin embargo continuar honrando al mismo nivel esa vieja tradición cosmopolita; todo es más reducido, desde la cantidad de páginas de cada ejemplar hasta la amplitud geográfica de los casos tratados. No obsta que el Instituto haya buscado por todos los medios continuar usufructuando los lazos tendidos antaño, y aun formar sobre su base otros nuevos; el Boletín, reflejo privilegiado de su actividad, registra parte de la realizada en el ámbito americano y europeo para allegar recursos heurísticos y dar a conocer las alternativas de las investigaciones de algunos historiadores de esos ámbitos, pero no cabe duda de que su panorama es más acotado, y su trascendencia nacional e internacional también.19
De cualquier modo, ciertas prácticas estructurales que habían caracterizado al Boletín desde su fundación seguían estando operativas; entre ellas, la falta de algo parecido a un comité editor, que centraba todo en el propio titular del Instituto y de la publicación. La menor dimensión de la segunda serie resalta aún más los rasgos que ya existían en la anterior; la información publicada, por ejemplo, recorre canales que, se entrevé, pasaban fundamentalmente por una única persona: Ricardo Caillet-Bois, discípulo de Ravignani y nuevo Director. Es él quien firma una proporción considerable de las biografías conmemorativas de historiadores notables, las notas de información bibliográfica, las novedades sobre congresos y jornadas, o los resúmenes de actividades oficiales; ocupan también, desde ya, un lugar destacado las recensiones de las tareas académicas realizadas en el Instituto. Mucho de todo ello resultaba útil para la tarea docente llevada a cabo por el propio Caillet-Bois en la Facultad de Filosofía y Letras, e incluso para sus temas de investigación particulares. Esa identificación bastante estrecha se extiende aun a otro tipo de compromisos: por ejemplo, la selección de las colaboraciones extranjeras, cuyo censo incluye un homenaje a Emeterio Santovenia, famoso historiador cubano exiliado en Miami; o un artículo sobre la necesidad de que los países americanos estudiaran recíprocamente sus historias nacionales, incluyendo en ellas, por supuesto, la de los Estados Unidos.20
Sin embargo lo más notable de esa etapa radica en otro aspecto: para los años que corren entre las décadas de 1950 y 1970, la política y las opiniones habían adquirido no sólo un tono cada vez más fuerte, sino también una preponderancia que demolía los ya decrépitos postulados de la école méthodique, en aras de batallas culturales más amplias que antaño. Como consecuencia, cualquier toma de posición agostaba progresivamente el camino a seguir; cada grupo levantaba, en sus oficinas de trabajo, castillos inexpugnables en defensa de una particular visión de la Historia. Pero las viejas escuelas, cualquiera fuera su fundamento, no ofrecían ya respuestas integrales: por el contrario, las más modernas y creativas tendencias historiográficas de posguerra eran presentadas y discutidas en otros grupos de cientistas sociales; el Instituto se había transformado casi en una rémora embarazosa, sin lugar consolidado más allá de lo formal, ni voz audible en un debate que buscaba explicar el pasado cada vez con mayor atención al presente.21 La misma Facultad de Filosofía y Letras albergaba otras publicaciones mucho más relevantes a ese debate; es significativa la ignorancia recíproca entre el Boletín y las mismas, como en un consorcio de vecinos poco avenidos. Esa situación se correlacionaba con los magros fondos disponibles y con el lugar bastante más marginal que el Instituto, y el Boletín, pasaron a ocupar en el debate histórico, y, obviamente, en el reparto de la atención oficial, aun a pesar de que la Nueva Escuela Histórica y sus cultores predominaran todavía, al menos hasta inicios de la década del 60, en la enseñanza universitaria de la disciplina (Rodríguez, 2019).22
No sorprende, de ese modo, que los artículos publicados dieran preferencia a los historiadores y los temas argentinos; y que las ediciones de documentos no formaran, como en la primera etapa de la revista, anexos tanto o más voluminosos que ella misma. La conmovedora lealtad al legado de la Nueva Escuela Histórica, presente tanto en el tono fundamentalmente erudito de esos aplicados trabajos y, desde ya, en la selección y aproximación a los temas, no logra escapar, de todos modos, a las tendencias y aun presiones del momento. La agenda oficial se empeña constantemente en colarse en los índices; esto, que puede leerse como el deseo de seguir sosteniendo algo del rol que antaño le había cabido al Boletín en la construcción de la historia nacional (o de la historia oficial, al decir de sus adversarios), no es en realidad más que un nostálgico y poco efectivo intento de filtrar en el fárrago de los urgentes problemas del país al menos algo de lo que esos supervivientes consideraban relevante.23 Las efemérides son activas movilizadoras de recursos intelectuales, con los vertebrados en torno a los Sesquicentenarios de Mayo y Julio como los más conspicuos de la segunda serie; pero es muy significativo que la empresa editorial y heurística que fue resultado más voluminoso de ese acontecimiento, la Biblioteca de Mayo, no sólo no pasara ya por el Instituto (fue encarada por instancias de decisión políticas mucho más gravitantes), sino que incluso apenas haya tenido algún rol en ella uno solo de sus investigadores.24Algo más patético aún ocurre para el centenario de las campañas militares contra los territorios dominados por los indígenas; el número 27 (correspondiente a 1982) registra sucintamente la cesión de seis artículos por parte del Instituto a la revista Logos para un número dedicado al tema, que el Boletín simplemente abdicó de realizar.25
No era ese sin embargo el problema principal de la producción historiográfica en él publicada. Otro más evidente radicaba en la pérdida de la capacidad de problematizar, que si bien en los artículos y materiales de la primera serie apenas si se había aventurado más allá de algunas cuestiones eruditas, o de raigambre constitucional, en la segunda se ha retirado aun de ellas. Las reemplaza a menudo un acartonado tinte épico y patriótico, inspirado o justificado en buena medida por la larga vigencia de los Sesquicentenarios, pero que deja intuir que se buscaba con él seguir sosteniendo la legitimidad de una forma de hacer historia para la cual la pura erudición ya no bastaba.26 Sin proponerse cuestionar interpretaciones recibidas, ni lograr transmitir íntima seguridad sobre éstas, una parte al menos de los artículos deja así la impresión de querer insistentemente reanimar un mundo fenecido. Esa sensación de nostalgia se prolonga en los abundantes recordatorios de historiadores fallecidos, y en la labor, por supuesto sumamente útil, de construir índices de lo ya publicado, y clasificar y aun acrecentar el patrimonio de documentos recibido.
Hay, de todos modos, cambios de cierta dimensión, que sugieren que los embates de las nuevas formas de hacer historia no eran ni podían ser simplemente ignorados. El tratamiento de cuestiones económicas se vuelve bastante recurrente, aun cuando la metodología y el encuadramiento teórico esté casi siempre ausente o sea discutible; más significativa aún es la presencia no desdeñable de temas sociales, estudios sobre fronteras, y aun análisis de conflictos laborales o de recovecos lastimosos de la política, como los episodios de fraude electoral.27 Indicio derivado de esa apertura relativa es la consecuente ampliación del espacio destinado a la segunda mitad del siglo XIX, que suma 33 artículos de investigación en toda la serie; junto con la novedad de los muy pocos dedicados al siglo XX, agrupan al 38% de los títulos, sin contar, claro está, el extenso material de notas referentes a relaciones documentales, congresos, aniversarios, obituarios o reseñas.28 Las mujeres, en tanto, firman ahora casi una cuarta parte de las colaboraciones; entre ellas figuran historiadoras destacadas, pero es quizá más significativa la amplia hospitalidad a trabajos de ensayo o reseña de quienes no desarrollarían carreras de investigación.
Pero las dificultades se acumulaban; a las ya inventariadas hay que agregar el impacto de los tortuosos cambios institucionales con que la cada vez más enloquecida política nacional repercutía en el ámbito universitario. El Instituto, y el Boletín, acusaron muy pronto ese impacto, aun cuando los violentos acontecimientos desatados a partir de 1966 no estén allí reflejados. Los tomos XIV y XV se editan juntos en 1971, y sólo contienen dos números, no cuatro como hubiera sido de esperar; luego, los abruptos cambios de dirección, y las condiciones de trabajo cada vez más difíciles, interrumpieron las ediciones durante casi una década. Recién en 1980, ya fallecido Caillet-Bois, se edita el tomo XVI, con el número 26; en evidente pendant con la situación pretendidamente análoga ocurrida en 1956, la nueva Directora del Instituto, Daisy Rípodas Ardanaz, escribía allí una Advertencia muy similar en tono y hasta en palabras a la redactada por su antecesor veinticuatro años antes (Pagano, 2021: 120-133). Pero, a la inversa de lo ocurrido en aquel entonces, ese número no significó el inicio de una nueva etapa: por el contrario, hubo que esperar aún dos años para que saliera el siguiente (y último) tomo (XVII, 27), y la serie concluyó con él. Habiendo visto la luz gracias a alguna partida aislada de fondos producto de bonanzas muy pasajeras, está más cerca de haber sido un fútil esfuerzo de persistencia antes que un cierre ordenado y en forma.
La actualmente vigente tercera serie se inició en 1989, aún en plena etapa de reorganización institucional del país, y de las universidades nacionales, entre ellas la de Buenos Aires; no es desconocido que a esas dificultades se agregaron pronto otras mucho mayores, en particular la dura crisis económica y los procesos hiperinflacionarios que tuvieron su pico justamente en aquel año.29 No es este el lugar para reseñar al detalle los difíciles problemas que atravesó el Instituto en esas épocas; el centenario reciente fue bienvenida ocasión para que saliera a luz un trabajo que aborda con solvencia algunos de los mismos, y todo cuanto se hizo para superarlos (Di Stefano, 2021: 35-48). Sí es pertinente mencionar que, a pesar de los inconvenientes, la historia profesional experimentó en esos años un vasto y prometedor desarrollo, teniendo el Boletín, como en sus inicios, un destacado rol difusor. Ese rol fue bien pronto percibido y analizado; los estudios al respecto eximen de volver aquí sobre los aspectos principales de su trayectoria.30
Hay de todos modos algunos puntos que quisiera mencionar: el primero de ellos que, lógicamente, el liderazgo de la revista sólo pudo construirse y mantenerse con un tenaz manejo editorial, expresado en la institucionalización formal (y sobre todo en el pesado funcionamiento diario) de un comité editor formado por expertos en distintas temáticas, y de un sistema eficiente de selección de evaluadores y obtención y manejo de arbitrajes. La profesionalización de la labor editorial, hecha a imagen y semejanza de la de otras revistas académicas internacionales, ha ido ampliándose y profundizándose, y nuevos instrumentos digitales ayudan a gestionarla; es sin embargo paradójico que hoy esté en cierto modo asediada por la multiplicación de métricas, indizaciones y aun por una masa ingente de trabajos puntuales de investigación, que presionan amenazadoramente sobre quienes tienen a su cargo sostener los aspectos cualitativos. Nada que sorprenda, la conjunción del trabajo de historiadores de primer nivel, y de la política de confrontación y validación de resultados que es consecuente a la tarea científica, abrió paso a debates de tono más duro y polémico, que contrastan con la pausada monotonía de los textos de la segunda serie y las controversias sobre cuestiones de detalle propias de la primera. La densidad, y por tanto la utilidad de esas discusiones, es así en la actualidad mucho más consistente que antaño.31
El segundo punto a destacar es la relevante continuidad material a lo largo de la tercera serie, y aun en parte con las anteriores. Más allá de la actual insistencia, número tras número, en un formato característico y una línea editorial homogénea, el peso de la propia historia de la revista puede reconocerse por ejemplo en la presentación del número iniciador de la serie, que se sostiene, como en los inicios, en dar sólo lugar a un enfoque rigurosamente profesional de estudio del pasado; aunque ahora atendiendo, al mismo tiempo, a los puntos sensibles del debate historiográfico nacional. La gran ventaja es que en la actualidad esas aspiraciones son patrimonio indiscutido de toda la comunidad de historiadores; las han hecho suyas compartiendo además, en buena medida, esa entusiasta hospitalidad a las tendencias interpretativas más dinámicas a nivel internacional, que hace poco más de medio siglo se encontraban confinadas a grupos específicos y de los que la producción del Boletín estaba ausente. Es más, fueron justamente algunos de quienes por entonces representaban localmente esas tendencias más dinámicas los que, luego de volver de sus respectivos exilios, tomaron la posta de una renovación completa del Instituto y del Boletín, aunando esa tarea a la de la modernización de las cátedras universitarias.
De todos modos, como apunta Cattaruzza (2021: 149-151) está aún pendiente que esa historia profesional logre encarnar en públicos más amplios que los académicos. Si al menos el objetivo explícitamente existe, no es sin embargo tan sólo una mera expresión de deseos: de un modo u otro, esa hegemonía de la historia profesional, que capta casi la totalidad del alumnado formal, lo desborda a través de las participaciones de sus cultores más destacados en medios de comunicación, en la edición de libros de alta divulgación, o incluso en la misma masificación del acceso a la educación superior. Más allá de ello, resulta destacable que el sustancial aporte interpretativo realizado en estas últimas décadas por la historia profesional, en particular en torno a temáticas juzgadas entonces clave (sobre todo relacionadas con la economía, la sociedad y la política), se haya montado en parte sobre el enorme caudal de fuentes publicadas durante las primeras décadas del Instituto y del Boletín. Ese demorado análisis cerró así el amplio círculo abierto en aquellos lejanos inicios; y es significativo que renovara en forma integral campos clásicos de la disciplina, que no registraban avances interpretativos sustanciales desde hacía muchos años. La tercera serie del Boletín hospedó algunos de los artículos más importantes de esa numerosa renovación historiográfica; parte sustancial de ellos sigue aún hoy siendo profusamente citada.32 Es de apuntar que, en otra recurrente marca de continuidad con las series anteriores, esos trabajos abarcaron fundamentalmente la historia rioplatense durante la etapa virreinal y criolla, y la argentina del siglo XIX, ámbitos temporales y geográficos que el Boletín siempre había privilegiado. Este es un claro desafío: hoy en día vastas áreas que exceden esos temas están en plena renovación; la más evidente de ellas es la de la historia reciente, que sólo hace muy poco tiempo comenzó a hallar un lugar en el Boletín (Cattaruzza, 2021).
Otros desafíos pueden percibirse en la proliferación de trabajos excesivamente puntuales, donde la densidad interpretativa se diluye en el recorte adoptado, a veces fruto de la fragmentación, en artículos desarticulados, de trabajos de investigación de largo aliento. Las presiones de una carrera académica que obliga a los historiadores jóvenes a correr agitados detrás de métricas cuantitativas, o el resurgimiento de la tendencia a privilegiar la simple glosa de acontecimientos, desalientan la búsqueda de respuestas nuevas a problemas que parecen resueltos y en realidad no lo están. El centenario actual del Boletín se presenta, entonces, como un momento de retos significativos, tanto por los problemas que hoy enfrenta la disciplina como por los cambios que ha experimentado y aún soporta la tarea editorial. Tan larga trayectoria es a la vez un orgullo y una responsabilidad, en tanto obliga a mantener, y desde ya a acrecentar, la calidad lograda y sostenida.
» Bertoni, L. A. (1992). Construir la nacionalidad: héroe, estatuas y fiestas patrias, 1887-1891. Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Tercera serie, 5.
» Blasco, E. (2016). La asistencia de público a los museos históricos de Buenos Aires durante la década de 1940. Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Tercera serie, 44.
» Boro, F. (2021). El Instituto Ravignani y una olvidada tradición técnica. Cuadernos del Instituto Ravignani, Segunda serie, 2.
» Bose, M. H. de (1936). El análisis de luminescencia con luz ultravioleta filtrada y su aplicación en la investigación de papeles y documentos. Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, 20.
» Buchbinder, P. (1993). Emilio Ravignani: la Historia, la Nación y las Provincias. En F. Devoto (Comp.), La historiografía argentina en el siglo XX. Buenos Aires: CEAL, t. I.
» Buchbinder, P. (2012). Los Quesada. Letras, ciencias y política en la Argentina, 1850-1934. Buenos Aires: Edhasa.
» Buchbinder, P. (2017). Redes académicas transnacionales: Argentina a principios del siglo XX. Cuadernos Americanos, Nueva época, 159.
» Cabral Texo, J. (1922). La vigencia de la Novísima recopilación. Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, Tomo 1, año 1, n. 2.
» Cabral Texo, J. (1922b). La vigencia de la novísima recopilación: respuesta al doctor Ernesto Quesada. Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, Tomo 1, año 1, n. 5-6.
» Cabral Texo, J. (1933). Prelación de los cuerpos legales en la historia del derecho argentino. Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, 16, 11-12, 55-57.
» Caillet-Bois, R. (1959). Comisión de Recuperación de la documentación histórica nacional. Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Segunda Serie, 4 (8).
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» Compagnon, O. (2014). América Latina y la Gran Guerra. El adiós a Europa (Argentina y Brasil, 1914-1939). Buenos Aires: Crítica.
» Devoto, F. y Pagano, N. (2009). Historia de la historiografía argentina. Buenos Aires: Sudamericana.
» Di Stefano, R. (2021). El Instituto Ravignani durante la gestión de José Carlos Chiaramonte (1986-2012). Cuadernos del Instituto Ravignani, Segunda Serie, 2.
» Domínguez, W. N. (1944-1945). Corrientes en las luchas por la democracia: La Revolución de 1868. Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, Tomo 29, año 23, n. 101-104.
» Ely, R. T. (1969). Una buena cerca no hace buenos vecinos. Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Segunda serie, 11 (18-19).
» Fitte, E. J. (1967). La bandera de la independencia nacida en mayo, consagrada en Tucumán y redimida en Caseros. Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Segunda Serie, 9 (14-15).
» Grenón, P. (1923). Un archivo riojano en Córdoba. Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, Tomo 1, año 1, n. 9-10.
» Instituto Ravignani (1923). Información general. Memoria del Instituto de Investigaciones Históricas. Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, Tomo 2, año 2, n. 11-12.
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» Ricci, C. (1923). Destrucción de un documento histórico. La Biblia anotada por Ramos Mexía entregada a las llamas. Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, Tomo 2, año 2, n. 11-12.
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» Sáenz Samaniego, A. (1921). Pedro Goyena y su época. Tesis de Doctorado. Universidad de Buenos Aires. Facultad de Filosofía y Letras. Doctor en Filosofía y Letras. Carrera de Letras.
» Sauro, S. (2019). Caillet Bois, director del Instituto y organizador de las Jornadas de métodos de investigación y enseñanza de la historia rioplatense y en Estados Unidos. Trabajos y Comunicaciones, 50.
1 Sobre la Nueva Escuela Histórica y sus fuentes europeas, Cattaruzza (2003: 103-142); Devoto y Pagano (2009); Rojas (2020), esp. p. 41-42; Pagano y Galante (1993) entre otros. El programa inicial del Instituto ha sido analizado por Buchbinder (1993, I: 79-112).
2 El contraste era claro con publicaciones como la Revista del Archivo General de Buenos Aires (1869-1872), cuyas transcripciones no seguían métodos científicos; o la Revista de Derecho, Historia y Letras (1898-1923), de nivel de especialización bastante más relativo.
3 Puede citarse como ejemplo el debate en torno a la vigencia o no de la Novísima Recopilación en el Virreinato, y su consiguiente prelación como fuente del derecho aplicado en lo que luego sería la Argentina. Cabral Texo (1922); Quesada (1922); Cabral Texo (1922b, 1933).
4 El relato del suceso en Ricci (1923: 31-33).
5 Grenón (1923: 315), por ejemplo, llamaba la atención sobre la importancia de recorrer los archivos de unas provincias para completar lo faltante en otras. Es claro sin embargo que se pretendió iniciar al mismo tiempo el trabajo a mayor distancia, aun cuando cuantitativamente la labor local fuera más amplia: en la memoria presentada en 1923 a las autoridades de la Facultad detallando las tareas del año anterior, las copias de documentos realizadas en el país sumaban 9.510 páginas; las hechas en países limítrofes 5.483; y las efectuadas en Europa 3.190 (Instituto Ravignani, 1923: 50-63).
6 Sólo los escuetos prólogos a otras publicaciones del instituto dan algunos rápidos detalles de todo eso; por ejemplo Ravignani (1948); Ravignani (1941-1948: x-xii). Sobre las misiones en Europa, Molina (1955: 127-147; 177-230).
7 Se trata, por lo demás, de algo frecuente en las revistas eruditas de la época, siempre primordialmente destinadas a un público local, devoto de su historia y de sus monumentos.
8 Emilio Ravignani afirmaba “Tampoco nos limitamos al ambiente porteño; se ha extendido a una comprensión amplia, vale decir, de la Nación toda. Empezamos a comprender, por fin, la historia política argentina.ˮ Domínguez (1944-1945: 65).
9 Buchbinder (1993); Pagano y Galante (1993); Cattaruzza (2003). Además de la reedición conmemorativa, en 1923, de La época de Rosas, de Ernesto Quesada (Buchbinder, 2012), las publicaciones del Instituto incluyeron al menos otra monografía dedicada a un caudillo, la de Puente (1944) sobre Felipe Ibarra; pero incluso la tesis escrita por Sáenz Samaniego (1921) en torno a un personaje mucho menos expectable y controvertido como Pedro Goyena no llegó a ver la luz, a pesar de haber sido anunciada como próxima a publicarse en el número 22 del Boletín (1924).
10 Lo cual sin embargo no los relevaba de construir relato para las naciones en las que vivían, más que con sentido global. Es ilustrativa al respecto la labor en torno al antiguo espacio misional, fragmentado en diversas nacionalidades, hecha por Juan Sallaverry, Guillermo Furlong y Carlos Teschauer; aun perteneciendo a la misma Orden, compartiendo el mismo marco interpretativo, y sin dudas comunicándose recíprocamente sus hallazgos, sus obras aparecen sin embargo dirigidas fundamentalmente a públicos locales.
11 Lascano (1940); el prólogo de Ravignani en p. 32. Lascano fue, en 1938, uno de los fundadores del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, y le donó su biblioteca. Es de apuntar que, sin embargo, la apertura hacia el sector revisionista se había iniciado años antes con la ya comentada reedición de la obra de Quesada.
12 En Domínguez (1944-1945: 64-65).
13 De Bose (1936: 67-68); el tema fue analizado por Boro (2021).
14 Dependiendo del museo, podían llegar a ser de entre 1.000 y 30.000 por mes (Blasco, 2016: 32-36). Los recortes de diarios de gran tirada de los años 1930-1940 que se conservan en el Instituto Ravignani dan cuenta de la multiplicidad de artículos ilustrados sobre temas históricos publicados por entonces.
15 De hecho, Buchbinder (1995) apunta que Emilio Ravignani colaboró a inicios del siglo XX con el embajador peruano y el diplomático Víctor Maúrtua en la compilación de los atlas con los que Perú sostuvo sus derechos de límites.
16 Al respecto ver por ejemplo Otero (2012); Celentano (2006).
17 Manulis (1934-1935: 330-334). El Ydisher Visnschaftlejer Institut tenía una oficina en Buenos Aires desde 1928 (actualmente IWO).
18 Caillet-Bois (1959: 131-132) recordaba con triste sensibilidad la dispersión de valiosas colecciones de documentos, libros y grabados salidos a subasta entre 1930 y 1955, ante la mirada indiferente de los funcionarios públicos.
19 Un análisis completo de las continuidades de ambas etapas en Pagano (2021).
20 Los componentes geopolíticos al respecto han sido advertidos por Sauro (2019), quien trae un excelente resumen del contexto institucional y educativo de esos años. Los artículos del Boletín citados son los de Fontanella (1959) y Ely (1969). La colaboración internacional del Instituto también retomaba, con más pasividad que antaño, la antigua política de gestionar copias documentales de archivos europeos; una nueva sección, Documentación Extranjera, incluyó importantes donaciones alemanas (Pagano, 2021).
21 Las crecientes tensiones del campo historiográfico se replicaban incluso en una distribución de espacios académicos llevada a cabo paralelamente a la reorganización institucional de la Universidad de Buenos Aires; el Instituto y sus integrantes se ubicaban entre los sectores más “tradicionalesˮ, aun cuando no estuvieran del todo cerrados a las novedades (Pagano, 2019, 2021).
22 Es de mencionar, por ejemplo, que el Centro de Historia Social, dirigido por José Luis Romero, funcionaba en la misma sede que el Instituto Ravignani.
23 Un ejemplo es la Ley Nacional de Archivos, nro. 15930, sancionada en 1961: la Comisión que crea por su artículo 11 estaría integrada por representantes individuales del Poder Ejecutivo, del Ministerio de Defensa Nacional, del Archivo General de la Nación, del Archivo de Relaciones Exteriores y Culto, de la Academia Nacional de la Historia, del Arzobispado de Buenos Aires y de tres provincias, pero no del Instituto Ravignani, aun cuando Caillet-Bois había tenido un rol sustancial en la adquisición de documentos para el Archivo durante los años previos (Caillet-Bois, 1959: 131-132).
24 José Torre Revello, y en el papel secundario de asesor.
25 Instituto Ravignani (1982: 365).
26 Un ejemplo en el trabajo de Fitte (1967) titulado “La bandera de la independencia nacida en mayo, consagrada en Tucumán y redimida en Caserosˮ.
27 Los temas sociales incluyen algunos estudios pioneros sobre afroargentinos, por ejemplo Rosal (1982).
28 Los que pueden ser considerados artículos de investigación (es decir, que no sólo glosan o presentan algún documento) suman 94 en toda la serie; de ellos, los dedicados al siglo XX son tres.
29 Esas crisis lógicamente repercutían en los recursos disponibles; como ejemplo de la falta de mantenimiento que fue su consecuencia, cabe mencionar el estruendoso desplome (afortunadamente sin que hubiera que lamentar víctimas), del enorme vitral afrancesado que en otro tiempo, desde el cielorraso del cuarto piso, había alumbrado con suave luz natural el gran hall de distribución de la sede de la calle 25 de Mayo donde aún funciona el Instituto.
30 Los más profundos son los de Pagano y Buchbinder (1994), Aelo (2001) y Cattaruzza (2021).
31 Ello dio lugar a una nueva sección, Notas y debates (Pagano y Buchbinder, 1994).
32 Al menos en algunos campos. Remedi (2022: 53-67).