Agustín E. Casagrande
Universidad Nacional de La Plata – Universidad Nacional de San Martín, Argentina.
Correo electrónico: agustincasagrande@jursoc.unlp.edu.ar
Fecha de recepción: 12 de julio de 2021
Fecha de aceptación: 30 de agosto de 2021
El presente comentario es una invitación a la lectura, atravesado por la reflexión de la historia conceptual en la crítica de conceptos históricos, categorías historiográficas y campos de saber en su momento de “institución”. Breves marcas que implican considerar metaconceptos como autoridad y conceptos clave como oeconomía y justicia, en la escritura de una historia de la justicia rioplatense que Darío Barriera presenta en su último trabajo integral.
Palabras clave: Historia social, Historia conceptual, Autoridad, Justicia
Commentary to Historia y Justicia. Cultura, política y sociedad en el Río de la Plata (siglos XVI-XIX), by Darío Barriera. A reading from conceptual legal history
The present review is an open invitation to encourage reading, crossed by the reflection of conceptual history in the critique of historical concepts, historiographic categories and fields of knowledge in their moment of “institution”. Brief marks that imply considering meta-concepts such as authority and key concepts such as oeconomy and justice, in the writing of a history of rioplatense justice which Darío Barriera presents in his latest comprehensive work.
Keywords: Social History, Conceptual History, Authority, Justice
La aparición de la obra de Darío Barriera en el año 2019 marca un hito en su producción personal al brindar al lector una selección de artículos inéditos y otros éditos y corregidos, ampliados y modificados que son el resultado de más de quince años de trabajo tanto en los archivos como en la teoría social y jurídica. El corolario fue la producción de una historia social de la justicia con vocación tanto experimental como de diálogo. Intervenir sobre las más de setecientas páginas que componen el volumen es una empresa de responsabilidad mayúscula, dado que en su entramado narrativo emergen, para quien escribe estas líneas, huellas de una relación de lectura, aprendizaje y gratitud que espero que no opaquen el llamado a su discusión. Esto importa, en primer término, explicitar el carácter de estas líneas, que quieren ensayar una lectura integradora de la obra. Así, se pretende leer de manera coordinada el conjunto de las intervenciones (vueltas capítulos) a partir de problemas comunes que integran tanto la sociología del campo que se explicita en la primera parte de la obra, como en la dimensión institucional y cultural del derecho, situados en el período colonial e independiente temprano que componen la segunda y tercera parte de la misma. Esta posición de lectura quiere justificarse a partir de un intento de desatar el hilo que se anuda en cada intersticio narrativo y que responde a una pregunta por el poder que recorre el volumen en escritos biográficos, historiográficos, archivísticos y culturales del presente y el pasado –reciente y no tanto–. Esta sentencia suena un tanto foucaultiana. Puede, no obstante, reconvertirse en una pregunta transversal a la obra liberándola de metodologías y marcos teóricos predeterminados. Así, más que una razón foucaultiana la pregunta que guía esta lectura surge de la página 566, donde, recordando a Lewis Caroll, se impone la pregunta por saber ¿quién manda? Recientemente, Carlos Garriga también hace pie en el autor de Alicia titulando un estudio: “¿La cuestión es saber quién manda?” –citado en nota 18, p. 552–. Esa fórmula amplia pero concreta, determinativa pero no vinculante a un marco teórico unidimensional, pareciera una constante que insufla vida a este volumen y que impone el diálogo entre la historia jurídica –crítica– y la historia social de la justicia.
No obstante dicha intención, creo que debo comenzar destacando la importancia de los textos inéditos que componen la primera parte de la obra. Ello así, dado que rara vez se condensa en una obra la vocación reflexiva sobre el campo historiográfico, presentándolo a modo de una biografía colectiva y que, a su vez, expone la –muchas veces oculta– condición de producción político-teórica que interpela al autor a tomar la palabra. Grupos, “tribus” e interpretación etnográfica convergen para vivificar lo que de haber elegido un tono sociológicamente aséptico podría ser leído como un simple estado del arte. Nada más lejano a esta última deriva. La Instancia historiográfica propuesta por el autor busca suprimir el imaginario tradicional de un sujeto abstracto actor-controlador de un lenguaje que presupone dominar totalmente, permitiendo, en su lugar, insuflar vida a la disciplina, recorriendo las experiencias concretas que enmarcaron los debates que se aglutinarían luego en los textos que componen la obra. Esta estrategia, más allá del componente ético que sugiere, acompañará al lector a través de los estudios particulares sobre configuraciones sociales e institucionales y las prácticas de la justicia, pudiendo casi representarse a Darío Barriera asistiendo a los congresos, a veces de traje otras no –dependiendo de la tribu–, para volver sobre su “Mac” a volcar lo que recupera entre diálogo, silencios y toma de posición.1 Gesto vívido, entonces, que invita a leer dialógicamente una obra mediante explícitos debates o guiños que asaltan en cada “cita”.
Esta apertura de la obra compuesta de los primeros cinco capítulos es de una factura muy vital, la cual no puede reducirse ni a una autobiografía, ni a una sociología del campo ni a una etnografía cultural historiográfica. Más bien el tono elegido para este ejercicio de restitución histórica-subjetiva posee mucho de teoría psicoanalítica, que se luce en la selección freudiana para explicar la caricaturización del historiador social por parte del historiador del derecho (p. 132), pero también por los usos de las figuras retóricas lacanianas de metonimia, sinécdoque y metáfora para intentar encontrar un lenguaje propio que localizará en el campo de la historia social de la justicia.2 El lenguaje aparece allí como un modo de suturar la metafórica grieta entre los campos del derecho y la historia, precisamente, rebasado de prejuicios ocultos tras pre-juicios políticos que basculan tras los ardides metodológicos (ver pp. 92, 110, 132). Dicha premisa de “tribus” tramitando el lenguaje como un “don” se observa en el armado “al ras” de los intercambios personales entre figuras expresivas de cada campo. Sin embargo, sólo al llegar a las Conclusiones de la Primera Parte se expresa que es un lenguaje particular (jurisdiccionalista-antiestatalista) el que parece dislocar las bases de esos prejuicios historiográficos entre historia política e historia jurídica (historiadores y abogados), para construir el zócalo sobre el que se monta la historia social de la justicia (p. 210).
En este sentido, el significante “Estado” no sólo es materia de crítica historiográfica, sino que es un elemento estructural de la visión de la historia reciente; ya sea por el uso de “estado de derecho” como signo fundante de la salida de la última dictadura; por las diversas formas que adquiere el Estado en sus declinaciones de “providencia”, “bienestar”, “liberal” y, finalmente, también por la capacidad que su crítica implica en términos de desmontar la máscara protectora que divide funcionario-actor privado. Es así que muchas de las diferencias de los debates entronquen en visiones de “Estado” en disputa, que el lenguaje jurisdiccionalista viene a criticar para la historia colonial e independiente temprana, pero que habitan la historia reciente –momento constitutivo del campo–. De allí, surgen una serie de cuestiones que no quiero demorar. La reconstrucción “al ras” exhibe como uno de los factores de la confluencia entre los historiadores “generalistas” y los historiadores del derecho, el quiebre producido al interior de la historia jurídica –configuración de solidaridades no menos políticas– que gira en torno a los “jurisdiccionalistas”. Ahora bien, ¿Qué ocurre una vez que se recepta la crítica estatal al interior del discurso histórico social de la justicia? ¿Acaso el acercamiento a la historia del derecho por la vía jurisdiccionalista no termina, también, atomizando el campo social de la justicia con divisiones entre escuelas continentales y anglosajonas, las cuales cada vez más se ven dificultadas para dialogar? ¿Cuáles serían los matices en torno al “Estado” que singularizan al variopinto cuadro de autores que convergieron en la historia social de la justicia –desde Garavaglia, Fradkin hasta Barreneche, Salvatore e incluso Barriera–? En términos de Ducrot, finalmente, quisiera saber ¿Qué es lo no-dicho (y que se sobreentiende) al reconocerse como historiador social de la justicia en la tercera década del siglo XXI?
Es evidente que, como advierte Alejandro Agüero, si para los historiadores de la política la crítica y crisis del concepto de Nación fue determinante para concebir una nueva forma de hacer historia, lo mismo puede predicarse para los historiadores del derecho en torno al concepto –redondo (Schaub dixit)– de “Estado”. Pensar sin Estado implica, entonces, una salida del teleologismo que lo postula como forma tendencial inmanente al desarrollo de una racionalidad unívoca. De allí que esta nueva historiografía oblitere tanto el juzgamiento negativo en clave desarrollista, como el imaginario que lo figura como epítome de poder absoluto, que fuera capturado en la retórica liberal decimonónica. Este doble distanciamiento allana el camino a una mirada antropológica que, como evidencia la Segunda Parte de Historia y Justicia, intersecta teoría política (ver en particular pp. 265-269), historia conceptual de las instituciones y agencia de los actores –funcionarios, por ejercer funciones de poder no por pertenecer a burocracias (p. 220, nota 9). Ese marco tridimensional le permite a Barriera recorrer las peripecias de un hecho de gobierno –no estatal– en las periferias de la monarquía hispánica, desde la primera colonización espacial hasta finales del siglo XIX. No es gratuito que el armado político del territorio como práctica jurisdiccional, con la ciudad como dispositivo de conquista, impusiera la relación de distancia-proximidad como co-hecho de un gobierno de la justicia.
Sin embargo, lo más potente y lo más difícil de lograr –y que en estas páginas se produce acabadamente– es compaginar los vínculos relacionales parentales y antidorales, con los lenguajes que daban sentido a las prácticas y cuya semántica histórica recoge estratos de saber técnico-jurídico sedimentados en una larga duración que llega hasta los glosadores boloñeses y más allá. Aquí surgen dos primeras cuestiones que resultan no ya meras elucubraciones sino preguntas verdaderas, que buscan develar el oficio de historiador.
La primera es sobre el uso de la categoría de “excepción” para componer la narrativa de una historia político-jurisdiccional en el período colonial. Como bien advierte Barriera, en la página 269, el uso del concepto remite más bien a “lo posible” dentro de un mundo organizado por costumbres y prácticas que habilitaban la disimulación de las “prolijísimas” prescriptivas regias (p. 250). En ese sentido, al llegar a la página 311 el lector encuentra que en la disputa por “voz y voto” para el oficio de Alguacil mayor, el cabildo de Santa Fe habilita “un camino de excepcionalidad” a favor del reclamante (Calderón) para obtener una provisión habilitante de la Real Audiencia de Charcas para ejercer el ministerio, en un plazo imposible de cumplir. ¿Es esta excepción, una exceptio del lenguaje jurídico de los actores, proveniente del derecho romano o es una categoría analítica del autor? En todo caso, el concepto de excepción-excepcionalidad es por demás sugerente y dispara una doble cuestión metodológica. Por un lado, ¿Cómo saber/reconocer cuándo nos hallamos ante un elemento novedoso definitorio de un modo particular de gobierno-justicia propio del espacio local? Tanto es así, que ante dicho universo intertextual donde hasta un Santo y sus dichos hacían derecho pareciera difícil encontrar un marco de saber –una episteme otra– para discernir entre “un tic y un guiño” en el uso del derecho. Por otro, ¿Cuál sería, en la reconstrucción desde el archivo, la metodología más acertada para comprender este universo casuista, a sabiendas que desde el casuismo se componía –expresando a su vez– el esquema de orden? ¿Es el método comparativo?3 ¿Es la descripción densa? ¿Es la literatura propiamente jurídica contemporánea a los actores? En este punto se referencia a Clavero quien observa en la literatura jurídica el acceso a un otro antropológico, pero que en la historia social de la justicia fungiría como una Piedra de Rosetta destinada a descifrar la experiencia situada en los archivos. Aquí habría una conjunción metodológica y, al mismo tiempo, discrepancia de escuelas por objeto de interés que no impide el diálogo.
Finalmente, y aquí la nota distintiva de la historia social de la justicia con respecto a la historia crítica del derecho, es que la descripción desde un vuelo al ras puede brindar al lector desinformado –cosa que de ninguna manera ocurre con el autor, mejor jurista que muchos de nuestra “tribu”– la imagen de un mundo donde el pragmatismo jurídico para la composición del poder local podría valerse de cualquier recurso textual para sus fines.4 Sin embargo, por debajo del mundo de los procesos importa saber cuál era esa ley última –en el sentido antropológico, claro está– que fungía como límite de acción discursiva (pp. 565-570). Es decir, aquello que rodeaba al tabú cuya transgresión determinaba el adentro y afuera de la comunidad, conformando consciencia colectiva mediante la sanción, para decirlo en términos durkheiminianos. Para ambas “tribus” epistémicas ese límite fue traducido como un “indisponible” configurado por el orden simbólico de la religión católica.
Así, el ingreso en este “universo” –las prácticas también son símbolos– va a constituir los ejes centrales que modelan la tercera parte del libro, donde incluso ante la distancia como variable cultural –espacial, lingüística, de saberes, etc.– prevalece una pregunta radical por el “sentido común” correspondiente al ordo religioso-tradicional de la autoridad jurisprudencial del antiguo régimen.
En honor a la brevedad, quisiera detenerme en el capítulo XV “De crimen a delito” que recorre las vicisitudes lingüísticas-históricas del primer lexema. A diferencia del uso localizado del concepto de Crimen laesae majestatis del capítulo XVI –que expresa la dimensión contextual de la figura de la autoridad divina, Real en las postrimerías de siglo XVI–, en la historia conceptual del capítulo XV se refuerza, tal vez por un efecto de sentido koselleckeano, la sensación de estar ante una semántica reprimida que retorna en el siglo XIX para llegar hasta el presente. Una lectura complementaria podría postular que el uso de la voz “crimen” comportaría también, y sobre todas las cosas, una fórmula de rotulación emotiva: que resuena, pero no significa. Es decir, podría pensarse que, tras la ruptura que define la Sattelzeit, el uso de la voz “crimen” pasaría a revestir no ya otra semántica sino un significante de función puramente pragmática, exaltadora. Pareciera que hay, en los usos contemporáneos, un carácter emotivo denunciador, compuesto por un tono escandaloso –decantado de la ofensa divina–, que ha quedado impregnado en el significante como huella inexplicable que impulsa las construcciones dogmáticas del siglo XIX, de sospechosa verosimilitud. Ello explicaría la ausencia de una correlación profunda con el saber técnico jurídico, incluso cuando los juristas se sirvan de él –el ejemplo de juristas traductores/traductoras asesorando en una web es indicador suficiente–. Aquí, intuyo un respeto excesivo del autor por los juristas, debiendo recordarse que muchas veces “no saben lo que hacen”. Como hipótesis alternativa, entonces, podría apelarse a la construcción agambeniana de Geltung ohne Bedeutung –vigencia sin significado– para explicar la operatividad de un sintagma jurídico, aparentemente vaciado de contenido, aunque vigente. Aparentemente es una invitación a radicalizar la ecuación. Ello así, puesto que el significante, que no es nunca vacío, posee un excedente que significa en tanto que indicia, al menos en el caso de la voz “crimen”, un surplus imaginario-gestual que –sobre todo en la cultura latina– define el sentido.5 Un ejemplo de estos usos emotivos se encuentra en la Constitución Nacional de la Argentina, que no duda de catalogar, por impulso del liberalismo clásico, al esclavismo como “crimen” (art. 15). Este gesto, claramente, expresa casi un grito, que cifra también la oralidad constitucional exaltada principalmente en los ius-publicistas.
Este punto permite conectar con el capítulo XIX (p. 668, nota 17), puesto que en la historia cultural de las instituciones jurídicas no sólo se busca saber cómo hacer cosas con palabras, sino también reconocer el entrecruce de agencia/estructura para comprender que no obstante estar ante un saber tecnificado, los usuarios muchas veces utilizan sin comprender, reproducen sin agencia, o simplemente inventan usos temerarios pero efectivos. Quizás, para ello, se explique la actualidad del estudio del derecho como disciplina retórica “desacralizando” su autoproclamada cientificidad.
En todo caso, de lo que se puede estar seguro es que dichos usos, explicaciones y agencias jurídicas se basan en última instancia en el movimiento de unas insignias que se apoyan únicamente en semblantes de auctoritas. Esto lleva al último punto de esta lectura.
Con el correr de los capítulos que componen la Segunda Parte de la obra –Instituciones, territorio, agentes, distancia– ocurre un hecho significativo que es el sutil desplazamiento alrededor del uso de la voz Auctoritas. Mejor dicho, en el entramado narrativo del autor se observa el pasaje del uso histórico-conceptual de Auctoritas et potestas (pp. 231 y 268) al uso categorial de “autoridad”. Este pasaje no es menor. Puesto que mientras que el uso del concepto reenvía a una semántica del poder propia de la tradición jurídica católica; al estrecharse el sentido para su uso descriptivo relacional (categoría), se oblitera el contenido sedimentado por el concepto. Con buen tino Barriera la define como un flujo relacional que “siempre se dirigía hacia la cúspide de la Monarquía”, y que se estructuraba en torno a la gracia, la justicia distributiva, la obediencia, la idea de cuerpo, etc. (p. 268). No creo que ello sea el resultado de una operación inconsciente; más bien se trata de un recurso para comprender la continuidad práctica del universo jurídico, ante los problemas de legitimidad que se producen como resultado de la crisis de la monarquía hispánica.
Esto se trasluce a partir de dos instancias relacionadas que estructuran la escritura. La primera cronológica, puesto que el desplazamiento de concepto a categoría se observa principalmente a medida que los estudios van abandonando el momento de institución del orden mediante la territorialización y se van acercando a la reconfiguración de las justicias menores de campaña, es decir, a partir de la disolución del cabildo y la formación de las justicias de paz. La segunda es correlativa a la cronología, pero se juega en torno a la evidencia que devuelven las fuentes del archivo –aquello que selecciona el historiador para componer su trama–. Allí se advierte una posibilidad mayor de integrar el uso conceptual de la auctoritas y potestas en relación con las fuentes y los saberes locales de los actores de los siglos XVI al XVIII, quienes reproducían una institucionalidad indisputada y, como tal, repleta de símbolos de autoridad: varas, picotas, voces y votos, espadas y un largo etcétera. Mientras que transcurrido el tiempo y las páginas, es dable encontrarse con un Valeriano Garay –justicia mayor– que reclamaba al Gobernador la provisión de ropaje “para poderse precentar con la decencia que requiere el empleo que excerse” (p. 492).6 Claro está que ya Castillo de Bobadilla en su Política para corregidores desarrolla sendos apartados sobre el vestir, el caminar y el hablar para reforzar la autoridad; pero el efecto de sentido que devuelven las páginas de Barriera llevan a pensar en el ropaje, no ya como un refuerzo, sino como un último recurso de subsistencia de una legitimidad agrietada.
Si dicha clave de lectura resulta adecuada, la hiancia abierta entre la crisis de la monarquía hispánica –justicia de jueces– y la institución de una cultura del código donde el sujeto-juez se convierte “en mera boca de la ley” (p. 561 y p. 734), pareciera haber sido llenada con una figura de autoridad devenida política: el pater familias. Esto busca corroborarse, también, a partir de la estructura de la obra. Ello así, dado que la voz “oeconómica” de aparición tardía en el paginado, se define como una novedosa forma de adjetivación de la voz “jurisdicción”, que convierte a esta última en una categoría conceptual apta para construir –describiendo– el modo de ser de un nuevo poder de policía (Capítulo XIII, pp. 443 y 460). Policía, entonces, que implica una investidura de autoridad mediante la figura del padre-tutor y que habitaría el interregno que se experimenta entre una justicia de jueces y una justicia de leyes.7
Si esto es así, el rol de los vecinos principales en tareas de justicia excede a la cuestión de proximidad, que resulta de la miniaturización del espacio político, fruto de la imposibilidad de apelaciones ante las audiencias y de la nueva retórica militar. La selección de “vecinos” que con su gracia torcían los intentos criminalizadores de las levas, tal vez, se asentaban en un imaginario político tradicional de carácter tutorial, que mandaba regir la república como una casa grande (pp. 424 y 490). De manera que la técnica narrativa que se sirve del desplazamiento de la Auctoritas a la Autoridad reflejaría otro pasaje al nivel de la experiencia local: de lo jurisdiccional a lo oeconómico, que intenta responder solapadamente a la pregunta por la legitimidad del poder. Esto incide en la lógica de la capilaridad del poder que se define en una duplicidad de legitimaciones: por un lado, al nivel de los “liderazgos” militares se presentaría la horizontalidad entre pater familias que convierte al líder en un primus inter pares; y, por otro, gracia vecinal tutorial de organización jerárquica para con los “desvinculados” –figuración doméstica–. En este punto, más allá del ejercicio directo de la Potestas, la legitimidad del orden descansaría también y, sobre todo, en dicho atributo figural autoritativo paterno. Llegando a su cenit en la descripción de las investiduras de los comisarios de la Villa del Rosario y de Coronda, quienes bajo la égida del juez de paz, “representaba de algún modo la figura del antiguo Pater Familias” (p. 512).8
Otro modo de entrada en este problema es su proyección al nivel de las prácticas. Para ello, cabe recordar a Theodor Mommsen quien definía la acción de autoridad como “más que una opinión y menos que una orden, una opinión que no se puede ignorar sin correr peligro”.9 En el capítulo XIII es dable hallar una variación sobre el tema a partir de una interesante fórmula decimonónica –con visos antiguo-regimentales–, donde se advertía que las turbaciones del orden público, debíanse, primeramente, “cortar por vías suaves” –Auctoritas, siguiendo a Mommsen– y sólo en caso de no alcanzar con dicha vía se podía proceder al “uso de la fuerza” –Potestas– (pp. 463, 513 y 530 nota 38). En este nivel surgen algunas preguntas. La primera está destinada a conectar el imaginario paternal con las prácticas de gobierno. Más allá de la mentada oralidad, ¿Existe algún ejemplo sobre esas “vías suaves” que podrían expresar la Auctoritas? Por otra parte, ¿Cómo se referían al gobernador López en los recursos de alzada? ¿Cómo se denominaban estos recursos? Allí, existe un dato interesante para pensar la relación entre la concepción recursiva judicial y el recurso jerárquico de una razón gubernativa. Ello así, dado que en este período el reclamo de parte se movía en una zona de umbral que se define entre un proto-recurso jerárquico –si se piensa en una pre-historia de la función administrativa a la Mannori– y una vía judicial de garantía en los términos antiguo-regimentales de la justicia de jueces. Finalmente, y a la luz de los recientes debates historiográficos, ¿Cómo mesurar el estudio de la “autoridad” en los contextos que se definen entre la historia política y la historia del derecho crítico en torno a la gobernanza y la constitución?
Con estas preguntas esta intervención llega a su destino, que no es otro que lo dialógico, en un esfuerzo por lograr una lectura que busca abrir puertas a nuevos debates como motor o idea fuerza de la institución que componemos. La lectura de Barriera es, sin dudas, una fuente inagotable de recursos e inspiración para el cruce interdisciplinar y en sus páginas la erudición pasa desapercibida en un gesto amigable, de prosa cuidada, que como los grandes maestros vuelven simple lo complejo sin, por ello, erradicar la profundidad. Sirva esta lectura de invitación y, también, como gesto antidoral de agradecimiento y amicitia.
1 Este dato, que podría sonar banal, es un gesto no menor para quienes se nos va la vida frente a una de las tantas pantallas (y en pandemia). Lo extraigo de Miriam Moriconi, Política, piedad y jurisdicción. Cultura jurisdiccional en la Monarquía Hispánica Liébana en los siglos XVI-XVIII, Rosario: Prohistoria, 2011, p. 18.
2 Más adelante, también, se recurre al uso del “lapsus” para evidenciar la condensación pre-comprensiva de funciones judiciales-gubernativas entre antiguo régimen y revolución y guerra (p. 486).
3 Utilizado para la composición de los capítulos IX y XX, sobre justicias rurales en la campaña santafecina.
4 Recuerdo una intervención de Eduardo Martiré, en unas jornadas de Historia del Derecho, que le decía a Barriera que sabía Derecho: mucho y muy bien.
5 Ante la palabra “crimen” uno no puede dejar de imaginarse al vociferante llevando los ojos y las manos al cielo. Gesto que expresa un resto mnémico de un pasado religioso que –aunque expulsado de lo simbólico-secular– sigue habitando los cuerpos contemporáneos.
6 También observable en la ausencia de una “sede edilicia propia con marcas y símbolos que les brindaran colaboración para distinguir su función o coadyuvar en el marcado de una distancia respecto de sus gobernados” (p. 487).
7 En términos schmittianos, se trataría del pasaje de una legitimidad a la legalidad, pasando antes por otra legitimidad. Tal vez, esta otra legitimidad –de carácter tutorial– haya funcionado como condición de posibilidad para el establecimiento de la legalidad. Condición de posibilidad, entonces, puesto que, como un efecto de sinécdoque, la narrativa mitológica liberal toma la experiencia independiente temprana (la parte-paternal) por el todo, al presentarla como un continuum del mundo de justicia antiguo-regimental donde todo es arbitrariedad (esto lo advierte Barriera, con otros argumentos, en la página 508). Ese efecto de sentido es ultra-productivo para la legalidad; puesto que, al obturar los quiebres y diferencias operadas al interior de formaciones jurídicas previas, forcluye aquella justicia de jueces –alternativa tanto al sistema de la ley como al gobierno-paternal– que no puede ser integrada en el proyecto jurídico codificador. Lo que encuentra Barriera –mediante la historización– sería un pasaje de justicia de jueces a justicia de leyes, oeconómica mediante.
8 Todo esto se radicalizaría a partir de 1833, cuya reforma de justicia avalaba las “formas bastante autocráticas” que colocaban al gobernador como sujeto de imputación de recursos, ya sin la justicia de la Real Audiencia, ni tribunal de alzada.
9 La cita de Mommsen es ubicua en la literatura sobre Autoridad del espacio lingüístico germano. La cita está extraída de Arendt, Hannah, Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Buenos Aires: Ariel, 2016, p. 195.