Carina Lucaioli[1]
Este libro, resultado de un proyecto de investigación, refleja tanto el paciente trabajo realizado en equipo como los aportes individuales de las diez investigadoras que participan. Está compuesto por una introducción y nueve capítulos, uno de ellos en co-autoría. Desde la introducción, escrita por las editoras con una manifiesta honestidad intelectual, se comprende que estamos frente a una obra sensible al aspecto comunitario de la construcción de conocimiento, quizás por la atención sostenida sobre este concepto. Este libro reconoce su pertenencia a la línea de investigación iniciada por Ana María Lorandi así como a la inspiración provocada por los diálogos sostenidos con otros autores y con los evaluadores externos.
Todas las contribuciones son metodológicamente precisas, agudas en su análisis y contundentes en sus argumentaciones; se distinguen entre sí por sus problemáticas y recortes espacio-temporales, a la vez que se entrelazan en torno a los ejes: comunidad, archivos y fuentes que dan nombre a esta obra. En cada capítulo, con la intención de problematizar el concepto de comunidad, las autoras emprenden un minucioso trabajo analítico que -desde la metodología de la antropología histórica- busca comprender la agencia de los sujetos en diferentes contextos y coyunturas.
¿Qué es una comunidad?, ¿cómo se forma?, ¿cómo se definen pertenencias?, ¿cómo reconocerlas? Estos interrogantes, que sirvieron como disparadores de las investigaciones individuales, dan cuenta del carácter polisémico del término y de la enorme variabilidad empírica que puede adoptar una comunidad. Así, el mayor desafío que asumen las autoras es el de asir epistemológicamente un concepto tan versátil y escurridizo sobre el cual no pretenden brindar definiciones acabadas ni agotar sus posibilidades. Por el contrario, cada capítulo explora apenas una arista de este prisma de mil caras para ofrecer un muestreo de su capacidad creativa, ensayar herramientas para su análisis y ofrecer claves para su comprensión.
En los primeros dos capítulos, Bettina Sidy y Roxana Boixados analizan dos situaciones completamente distintas relacionadas con la emergencia de comunidades: una situada en el Buenos Aires colonial, la otra en el oeste riojano de fines del siglo XVIII. En ambos casos se problematiza el diálogo con el estado y su capacidad de generar, reconocer o anular la conformación de una nueva comunidad de vecinos. Sin embargo, mientras en el caso estudiado por Sidy la comunidad emerge de manera casi imperceptible, como reacción a un acontecimiento particular -el de los perjuicios compartidos por la construcción de una alameda entre un grupo marginal y heterogéneo de actores sociales-; en el caso analizado por Boixadós se destaca el carácter planificado e intencional de un grupo de personas descontenta por su falta de privilegios. En esa circunstancia, aparece una cualidad novedosa de las potencialidades políticas que puede tener una comunidad: la de las aspiraciones personales de ascenso social.
El capítulo de Luciana Dentati y María Victoria Pierini profundiza los sentidos polisémicos del término, al explorar de manera comparativa y en perspectiva histórica las formas colectivas de posesión de la tierra y los usos y las agencias de sujetos individuales en las comunidades indivisas del Tucumán. Aquí la tensión con el Estado -ya no colonial sino republicano- adquiere un tiente diferente que contrasta con la propiedad privada del sistema capitalista y posiciona a la tierra como el recurso definitorio de la comunidad.
El caso de Tinogasta -en Catamarca-, analizado por Lorena Rodríguez, aporta a la comprensión de que las comunidades pueden estructurarse de manera voluntaria en torno al uso de un recurso compartido. Aquí ya no es la tierra sino el acceso al agua el elemento aglutinador. Este trabajo, además, pone de relieve la dificultad analítica y metodológica de analizar procesos de larga duración en comunidades que reconocen un origen colonial, transicionaron social y políticamente durante el siglo XIX y se mantienen en el presente. Al igual que en el caso del capítulo anterior aquí se tensan los límites de la antropología histórica y la etnografía social, buscando tender puentes y diálogos analíticos y metodológicos.
La investigación de Sophia Spielmann nos saca del lugar común de la comunidad de personas para situarnos frente una comunidad de práctica o de saberes compartidos. La autora detecta en las misiones guaraníticas del Paraguay un complejo contexto de actores imbricados, indígenas y no indígenas, de cuya fricción resultó la profesionalización de los enfermeros étnicos ocupados en la administración de la salud y en la asistencia a los misioneros. Su investigación pone de relieve que en un mismo espacio geográfico pueden convivir, no sin cierta tensión, diversas comunidades de saberes.
Los siguientes dos capítulos recurren a fuentes que registran castigos corporales para abordar el problema de la violencia ejercida sobre comunidades indígenas, en contextos de cambio cultural y profundas relaciones de dominación. Mercedes Avellaneda encuentra, en los motivos de los castigos aplicados por los misioneros a los guaraníes reducidos, una clave para analizar la incapacidad del sistema jesuítico en el control de las comunidades emergentes de indígenas libres. En ese sentido, destaca la estrategia de huir del territorio misional como una vía de resistencia a las imposiciones culturales y religiosas.
Por su parte, Muriel Morgan señala que la violencia ejercida por los administradores a los habitantes de las antiguas misiones de moxos abre una brecha para analizar los profundos cambios sociopolíticos que atravesaron estas comunidades durante el siglo XIX, marcados por el ingreso de los indígenas al mercado laboral capitalista. Desde esa perspectiva, la autora reconoce que mediante la digitación externa -a fuerza de azotes y castigos- se buscaba crear una comunidad productiva acorde a las nuevas demandas del mercado.
El capítulo de Cecilia Martínez pone el foco en las consecuencias analíticas que arrastraron los discursos producidos por los jesuitas en la representación de las comunidades indígenas, y en cómo la mirada esencialista obstaculizó la posterior comprensión de la movilidad geográfica y las tendencias migratorias de los chiquitanos en el siglo XIX. Ensayando una novedosa metodología para su caso de estudio, señala que los lazos sostenidos por los grupos migrantes sostienen una comunidad, dislocada en el espacio, dinámica y multi-situada.
En el último capítulo, Natalia Ferrari retoma el problema ya esbozado de las representaciones hegemónicas construidas por las elites intelectuales, pero lo hace desde la perspectiva novedosa de los productores de esos discursos. Centrándose en el caso de las representaciones sobre los grupos calchaquíes, toma como referencia las obras de dos reconocidos intelectuales de fines del siglo XIX que le permiten analizar la emergencia, relacionada con el proceso de conformación del estado nacional argentino, de una determinada comunidad científica preocupada por narrar los orígenes de nuestro país.
En la lectura de este gran libro encuentro que todos los trabajos, con sus distancias temáticas, geográficas y temporales, destacan un aspecto central de las comunidades como objeto de estudio: me refiero a su carácter histórico y dinámico; a sus posibilidades de cambio y adaptación; su capacidad de surgir, transformarse y, también, desaparecer. El reto, entonces, es que no apunta a definir a las comunidades sino a atender sus transformaciones, comprendiendo su ser en tensión con los estados, las instituciones y los demás grupos sociales.
Como vemos, lejos de clausurar el tema-problema de las comunidades estas autoras aceptan el desafío de su polisemia, lo exploran desde diversos recortes, insinúan algunos contornos y, por sobre todo, invitan a contemplar nuevas variables. Recomiendo la lectura de este libro que se animó a explorar los matices sin reducirlos a factores comunes, analizando con mucha rigurosidad algunas expresiones históricamente situadas y particulares de las comunidades y sus posibilidades empíricas.