Paulina Álvarez[1]
An altar of “beheaded cultures”. Archaeology and sacrifice at the Museo Nacional de Antropología (Mexico)
Michel de Certeau inicia el libro La escritura de la historia con una narración sobre Jules Michelet caminando entre las tumbas de los muertos célebres de la historia francesa. El discurso los ha sepultado y los honra allí, donde ya no pueden hablar ni hacer más daño. Ese es uno de los trabajos historiográficos, afirma, separar el presente de un pasado al que trata como “muerto” en función de alguna ruptura que marca una distinción. Según el discurso disciplinario, parecería imposible que la presencia de los muertos organice la experiencia de los vivos, “debemos, pues, aceptar la pérdida de una solidaridad viva con los desaparecidos, trazar un límite irreductible” (2010: 19). Escribir la historia sería, entonces, un trabajo de la muerte y contra la muerte, un procedimiento que a la vez que la impone, la niega.
Opera en el pasado, del cual se distingue, una selección entre lo que puede ser “comprendido” y lo que debe ser olvidado […] Pero todo lo que esta nueva comprensión del pasado tiene por inadecuado -desperdicio abandonado al seleccionar el material, resto olvidado en una explicación- vuelve, a pesar de todo, a insinuarse en las orillas y en las fallas del discurso (De Certeau, 2010: 18).
Desperdicios, remanentes, restos olvidados, el discurso los sepulta pero regresan a desestabilizar el cuadro en que han sido dispuestos, a cuestionar la identidad del presente que los ha expulsado. ¿Qué sucede cuando la metáfora se hace literal, cuando se trata de restos de muertos que, a pesar de haber sido sepultados por el discurso historiográfico, fueron exhumados con técnicas arqueológicas y se exhiben en los museos? ¿De qué modo su presentación perturba las escenas que los muestran y cuestiona el discurso de la “evidencia” con que se interpretan sus muertes? Vale aquí la misma pregunta que De Certeau se hace respecto al lenguaje de la posesa en los discursos teológicos y médicos de los siglos XVI y XVII, o al decir del loco o la loca en los discursos psiquiátricos, o al habla indígena en los discursos etnológicos: “¿Qué es eso que está fuera del texto y que sin embargo se nota en el texto?” (2010: 240). Vale también la misma hipótesis: son indicios con una función, mantienen una inestabilidad que imposibilita la conclusión definitiva del texto, marcan en el discurso algo exterior al discurso, “hacen que el texto se deslice hacia lo que está fuera de él, pero de un modo que queda dentro del texto del saber” (2010: 242). La inestabilidad es productiva en la relación saber/ mostrar/ poder.
La escena configurada a partir de la exhibición del patrimonio arqueológico en la capital mexicana está poblada de restos mortales humanos, cuyas imágenes nos acompañan incluso fuera de los museos. Esas imágenes arqueológicas contribuyen a componer una temporalidad compleja que es efecto del complejo exhibitorio (sensu Bennett, 1988), producto del reordenamiento del campo cultural que emprendió Jaime Torres Bodet -Secretario de Educación Pública y diplomático de carrera- durante el sexenio del presidente López Mateos (1958-1964). Como parte de ese reordenamiento, entre 1963 y 1965 se crearon al menos diez museos dependientes del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA).1
En esa gigantesca puesta en escena, la antropología, la arqueología, la historia, la etnohistoria, la historia del arte y diversas disciplinas artísticas, entre otros saberes, se convirtieron en eslabones de una cadena de montaje de la cultura nacional. Por separado, los especialistas no tuvieron injerencia directa en el ensamblado final. Pero cada una de las partes de esa totalidad, imaginada como producto de una historia particular que daba identidad a México, tuvo sentido en la composición de una imagen de país que todavía perdura, la de “un museo, un museo vivo” (Bernal, 1990: 14). Fue gracias a ese trabajo de composición que el Secretario de Educación Pública pudo decir en la inauguración del Museo Nacional de Antropología (en adelante, MNA):
Avanzamos, por la afirmación de lo nacional, hacia la integración de lo universal. Nuestra vocación no se encuentra desfigurada por prejuicios étnicos o geográficos. América es nuestro ámbito natural; México la razón de nuestro destino. Pero el escenario de ese destino lo constituye la tierra entera (Torres Bodet, en Trueblood, 1968: 9).
A pesar de la diversidad de temporalidades convocadas, todas confluirían en sentido del avance en el progreso universal. Se trataba de montar un tiempo maestro para la nación, con los diversos ritmos y tempos de las distintas partes que la componían. Un paso más en lo que Battcock y Zavala identifican como apropiación discursiva estatal “«del camino» progresivo de una sociedad desde el periodo prehispánico hasta la modernidad” (2024: 216).2
Tomás Pérez Vejo (2012) analiza la temporalidad emergente de la interacción de tres de esos museos: el Museo Nacional de Historia -fundado en 1944-, el MNA y el Museo Nacional del Virreinato -ambos de 1964. Lo primero que señala de esa “Santísima Trinidad museística”, caracterizada por relaciones conflictivas entre el discurso del arte y el histórico-antropológico,3 es que expresaba la voluntad de reafirmar el discurso del mestizaje. “El Museo Nacional de Antropología mostraría la raíz indígena, el Nacional del Virreinato, la española y el Nacional de Historia el México mestizo, fruto y consecuencia de los dos anteriores” (Pérez Vejo, 2012: 76). Torres Bodet lo había expresado en la ceremonia de inauguración del MNA, después de evocar la figura del Cid.
En el día de honrar a los creadores de tantas culturas decapitadas, mencionar a un campeón de España podría tal vez sorprender a algunos. Aunque no veo por qué razón. Sangre de España corre también por las venas de millones de mexicanos. Es fuerza, en nosotros, el mestizaje (en Trueblood, 1968: 9).4
En su opinión, las “culturas decapitadas” eran “civilizaciones interrumpidas”, un “formidable naufragio histórico” de los que “supieron fijar en piedra las estaciones, convertir en deidades coléricas o indulgentes a los elementos de la naturaleza, e imaginar robustecer el vigor del sol con ofrendas y sacrificios”. La historia, continuó, es irreversible, decir “Patria” no es sugerir un retorno utópico al pasado sino reconocer que un “hilo de aquella sangre alienta el corazón de cada mexicano”. El pasado en el presente de la sangre y en el presente etnográfico, “la permanencia de ciertos hábitos, vivos aún en las tradiciones de numerosas comunidades” (en Trueblood, 1968: 10).
Pérez Vejo afirma que tanto el MNA como el del Virreinato construyen narrativas intemporales. El primero, porque resguarda un pasado que se presenta como si no lo hubiera afectado el paso del tiempo, “alma de la nación”, “raíz de la personalidad histórica”, una esencialización que se extiende a los pueblos indígenas del presente. Fundamenta esta interpretación en el desdoblamiento entre las salas arqueológicas, ubicadas en la planta baja del edificio, y las salas etnográficas de la planta alta. Salas de arriba que, además, “se procuró, en la medida de lo posible, que ocupasen dentro de la arquitectura del edificio una posición de relación congruente con las culturas arqueológicas” (Ricardo de Robina, en Trueblood, 1968: 38). Según Pérez Vejo, lo que se intentaba mostrar era que los pueblos indígenas tenían sus raíces en el pasado prehispánico. Lo mismo marca Florescano (1993) cuando habla de una “prolongación” entre el pasado arqueológico y las “culturas vivas”.5 Además, Pérez Vejo añade que se inscribe a los pueblos indígenas en un presente continuo, porque en las salas de arriba se ha eliminado toda referencia cronológica. Así, el de Antropología sería un museo que muestra lo intemporal de un “nosotros” mexicano, lo que perdura, el núcleo inalterado que yace en el interior de la nación moderna representada en el edificio. Por su parte, el Museo Nacional del Virreinato también sería intemporal, pero por otras razones. Para el autor, se trata de un museo dedicado a unos “otros” cuyo tiempo ha terminado hace mucho, un tiempo encapsulado y expulsado fuera de la nación. La sensación de lejanía se vería reforzada por su ubicación en la periferia urbana, la localidad de Tepotzotlán -estado de México-, y por tratarse de un ex-convento jesuita cuya antigüedad contrasta con el moderno edificio del MNA. El único tiempo progresivo de México sería, entonces, el de la historia independiente presentada en el Museo Nacional de Historia (MNH), una síntesis mestiza perfeccionada por la Revolución de 1910. Y dos tiempos fuera del tiempo, el de la antigüedad prehispánica, alma inalterable de la nación, y la Nueva España virreinal, expulsada del cuerpo nacional.
Mario Rufer se refiere a la misma “maquinaria tripartita” en su análisis del complejo exhibitorio mexicano y la aporía que planteó la Revolución a las imaginaciones modernas del Progreso. La irrupción de la nación mestiza bien podía narrarse como acontecimiento en el MNH e inscribirse así en la retórica de avance universal para el bienestar de los pueblos. Pero, paradójicamente, la misma narrativa debía dar cuenta también de “la coexistencia, dentro del pueblo, de culturas indígenas decididamente no-modernas” (2020: 113). La solución fue la homologación de las nociones de herencia-patrimonio, modernidad y remanente -este último, los “primitivos” que debían ser conducidos por el Estado hacia el desarrollo-. Más adelante Rufer continúa expresando:
[…] no toda la nación podía ser representada en ese museo de la singularidad nacional definida por la historia del progreso, las alianzas políticas y las maravillas técnicas. La nación mexicana tenía que poder albergar aquello que la hacía ser como mito atávico de la identidad distanciado rotundamente de aquello que era percibido, pensado y hecho política como “las deudas” con la modernidad. Esa fue, sin dudas, la estrategia exhibitoria del Museo Nacional de Antropología. La monumentalidad de las ruinas otorgaba no sólo la posibilidad de teatralizar el pasado indígena, sino sobre todo de separar de cuajo el objeto-ruina, la historia nacional y los “pueblos indígenas de hoy”. Tal vez la dificultad para relacionar el “espectáculo” de las ruinas arqueológicas con la realidad vivida de los indígenas contemporáneos estriba en que, de todos los artefactos (tanto de las salas arqueológicas y etnográficas del Museo de Antropología como del Museo de Historia Nacional de Chapultepec), una ausencia es significativa como síntoma: la conquista (Rufer, 2020: 114).
Expulsada de Chapultepec, lugar de los fundamentos simbólicos -míticos e históricos- de la capital, la conquista y colonización española fue encapsulada en el Museo Nacional del Virreinato. Un cronista que cubrió las inauguraciones de 1964, tal vez abrumado por las huellas de violencias de distintos tiempos contenidas en todos esos museos-monumentos, escribió sobre el MNA:
[...] el enfebrecido escritor que opera como brazo derecho del secretario de Educación, Jaime Torres Bodet (verdadero autor intelectual de este mausoleo del México precolombino), nos acaba de referir: “Los únicos tres museos del mundo hechos con cosas propias son: el de Atenas, el de El Cairo y éste de México. Todos los demás están llenos de cosas robadas o, por lo menos, compradas” (El Papel, Diario de Pipsa, 1958-1964: 10).
Torres Bodet, ¿autor intelectual de qué crimen?, y su asistente. Sus palabras muestran, como en un lapsus, el mausoleo que se esconde tras la fachada del museo, “monumento de monumentos” que resguarda los restos de “culturas decapitadas” pero “propias”, el “remanente” referido por Rufer (2020). El museo se constituye, así, en una “permanente ceremonia de duelo, un desgarramiento de vestiduras ante el cuerpo sacrificado en el altar de la modernidad y del progreso” (Bartra, 2020: 45).
En casi todas las “salas de abajo” del MNA se han dispuesto restos humanos, cráneos principalmente, y reconstrucciones o réplicas de entierros. El contenido manifiesto del guion que da sentido a esas presentaciones es la historia prehispánica de México, el desarrollo progresivo de sus pueblos y la diversidad de sus “culturas arqueológicas”. El ordenamiento es a la vez temporal y espacial, un tipo de explicación histórico-cultural característica de la Escuela Mexicana.6 El arqueólogo y arquitecto Ricardo de Robina, uno de los ejecutores del proyecto de Pedro Ramírez Vázquez, explicaba el ordenamiento de las salas en tiempos de la inauguración -y que aun continúa igual-:
[…] se optó por un criterio de división en salas de acuerdo con la individualización de las diferentes culturas, con base en una secuencia cronológica y por áreas geográfico-culturales. La Sala de los Orígenes, y la del Preclásico, que le sigue, forman la base previa para mostrar posteriormente las culturas del Altiplano de Teotihuacan, Tolteca y Mexica, intercalando entre ellas culturas de transición o marginales, como Cholula, Xochicalco y el grupo Chichimeca. La Sala Mexica, dada la importancia de esa cultura en la formación de nuestra nacionalidad, ocupó un lugar de eje central... Las culturas periféricas, geográficamente hablando, respecto al Altiplano Central, ocupan el resto de las exhibiciones: Sala de Oaxaca, Sala del Golfo, Sala Maya, Sala del Norte y Sala de Occidente (en Trueblood, 1968: 38).
Como se aprecia en la cita, la duplicación de temporalidades no ocurre sólo entre las salas de abajo y las de arriba, entre arqueología y etnografía, sino también entre las dos mitades de la planta baja. En la primera mitad, la historia progresa desde los orígenes hasta el clímax en el centro mexica. En la segunda, hay culturas regionales, como en las salas etnográficas. Así, el guion prepara la diferenciación entre un centro, la capital, cuya historia continuará en el Museo Nacional de Historia, y un remanente de culturas regionales detenidas en el tiempo, identificadas con el pasado prehispánico,7 una negación de coetaneidad que Johannes Fabian llama “alocronismo antropológico” (2019: 57).
Desde el comienzo, la Sala Introducción a la Antropología u Orígenes -según sus remodelaciones-, hasta el final en la Sala Culturas del Norte, el recorrido arqueológico exhibe cráneos con características particulares -biológicas o culturales, deformaciones craneanas o modificaciones dentales- y recreaciones de tumbas. La muerte de las culturas “decapitadas” se hace evidente -ahí están sus cabezas. Y sus restos permiten identificarlas individualmente, como si de un trabajo forense se tratara, tanto los restos de sus muertos, como otro tipo de restos y objetos. Aquí esta cerámica, esta arquitectura, esta deformación craneana, esta costumbre funeraria: esta cultura. Sin embargo, una porción de los restos humanos en exhibición no se corresponde con esa lógica, lo que sugiere la presencia de un contenido latente tras la apariencia del contenido explícito. Así es como perturban la narración.
Cuando visité por última vez el MNA, en 2021, el recorrido aun estaba parcialmente restringido por las medidas sanitarias implementadas ante la pandemia de COVID-19. Un poco nerviosa -volvía a circular por un recinto público- creí percibir que las salas introductorias estaban cerradas, por lo que comencé en la tercera, del Preclásico. En el acceso se había colocado un croquis que indicaba el sentido de circulación para mantener distancias seguras. Se configuraba, entonces, un recorrido de dirección única, recordado permanentemente a través del sistema de sonido general. En esa especie de estado de excepción, por la reducción de la libertad de movimientos, sentí que la experiencia se condensaba en el segmento de mayor dramatismo del guion, desde el Preclásico del Altiplano Central hasta la Sala Mexica.8 Tal vez esa excepcionalidad me permitió percibir una intensidad que normalmente pasa desapercibida, el núcleo del relato que el museo construye.9
La primera perturbación de la escena ocurre en la Sala Preclásico del Altiplano Central. Poco después de entrar, el recorrido nos fuerza a girar y caminar entre vitrinas que exponen cráneos con deformaciones artificiales, colocados estratégicamente entre figurillas de barro. En el fondo, en posición central, topamos con una recreación de entierros de Tlatilco, sitio donde habría comenzado la vida aldeana y el culto religioso institucionalizado. La primera excavación, de 1942, fue ampliándose a medida que se formaban las primeras generaciones de antropólogos físicos de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, entre ellos Eusebio Dávalos Hurtado, director del INAH y artífice de la construcción del edificio del MNA en 1964 (Moedano Köer, 1958). Una cédula explica que los restos en exhibición pertenecen a la última temporada de campo, entre 1962 y 1969, y que “fueron trasladados directamente del área de excavación a esta sala […] conservando su posición original”.
Hasta allí, nada se desvía del marco de lectura, hay cráneos deformados y entierros, prácticas estéticas y funerarias. Pero inmediatamente después, casi ocultos en el rincón de una vitrina que pasa casi desapercibida, se exhiben unos pequeños fragmentos óseos. En la pared posterior, en un estilo diferente a otros de la sala, se lee un texto titulado “Antropofagia Ritual”, que señala como evidencia de este tipo de prácticas las huellas de corte en la superficie de un cráneo infantil y un tipo de fractura de huesos largos. Además, una cédula titulada “Violencia” indica que una punta de proyectil incrustada entre cúbito y radio de un adolescente masculino es prueba de los comienzos de la “guerra ritual aldeana”. Resulta inevitable evocar imágenes de canibalismo, guerras floridas y sacrificios humanos que circulan cotidianamente por distintos medios. Pero, llamativa ausencia, ni el texto ni la cédula usan esas palabras. Es un lenguaje técnico, forense o bioarqueológico, que contrasta con la narrativa general del museo. Más llamativa se torna la resistencia a usar esos nombres al considerar que Bernal, ya en 1967, había escrito:
Se han encontrado entierros con cráneos decapitados o con partes de un cuerpo humano asociados a esqueletos completos tanto de adultos como de niños, lo que sugiere la posibilidad del sacrificio humano desde fecha tan temprana [...] es también posible que hubiera existido entre los olmecas metropolitanos, quienes pueden haber traído esa práctica a Tlatilco (Bernal, 1990: 65).
Mientras leo y evoco imágenes, oigo la música épica de un video que se reproduce en algún lugar de la sala. Alcanzo a distinguir unas palabras: “Ya estaba todo listo para el surgimiento de las grandes ciudades del Clásico”. Nadie se detiene, nos arrastra un flujo que nos lleva a la sala siguiente.
Para entrar en la sala hay que atravesar un pasillo y, al doblar, encontrarse de frente con una réplica a escala real de un muro de la pirámide de la Serpiente Emplumada. Impacta su tamaño, policromía y el juego de luces que la ilumina. En una vitrina próxima se expone un conjunto de ofrendas: figurillas de piedra verde, cuchillos de obsidiana, objetos de concha y caracoles. Un texto explica los atributos de los dioses representados y agrega: “Numerosos entierros múltiples de individuos sacrificados con indumentaria de guerreros, han sido hallados en exploraciones recientes en esta pirámide, comprobándose así la importancia del sacrificio humano y el militarismo en Teotihuacán desde épocas tempranas”. El texto no tiene fecha, es imposible saber cuándo fue colocado. Casi oculta entre las sombras del extremo derecho de la réplica del muro hay una abertura que muchas personas pasan sin ver. Ni la abertura, ni el recinto al que conduce se muestran en el video oficial de la Sala Teotihuacan,10 tampoco se mencionan en guías, ni se reproducen en fotografías del acervo del museo.
Según la cédula, se trata de la:
Reproducción del entierro No. 5. Localizado en la parte de atrás del Templo de la Serpiente Emplumada [...] En esta fosa se hallaron 9 individuos que habían sido sacrificados y enterrados con las manos atadas a la espalda. Parte importante de la indumentaria de los sacrificados fueron los collares formados por maxilares humanos o imitaciones de los mismos hechos en concha y los discos de pizarra colocados a la altura del coxis.11
En Teotihuacan, un “guion pirámide-sacrificio”, un contenido implícito asociado al militarismo que encontrará su epítome en la Sala Mexica, irrumpe en la narración. Y lo hace de un modo perturbador, a partir de unas “exploraciones recientes” de las que sólo puede asumirse que no corresponden al tiempo fundacional del museo. Más perturbador resulta el uso de la palabra “fosa”, con fuertes resonancias en el contexto de violencias contemporáneas en México, más próxima a la investigación forense que a la arqueología prehispánica.12 Allí, el montaje escenográfico es particular, la luz oscila, se hace intensa y después se atenúa, cambia de tonos. En la semipenumbra, esa luz agrega una cualidad onírica, espectral, es como si el aire vibrara.
No fue sencillo encontrar referencias a este rincón de la sala teotihuacana. La primera fue un hilo de Twitter iniciado en abril de 2019 por la cuenta oficial del MNA.13 Allí se describía el hallazgo, en 1988, de “200 personajes sacrificados al interior del Templo de la Serpiente Emplumada”. La última entrada era una foto de la reproducción en el museo; fue a partir de ese dato, en conversaciones informales con trabajadores del museo, que pude reconstruir lo que sigue.
Durante la segunda mitad del sexenio de Ernesto Zedillo en la presidencia de México (1994-2000), se emprendió el Proyecto Integral de Reestructuración del Museo Nacional de Antropología (PIRMNA), con la finalidad de “actualizar el guion museográfico de esta ancestral institución cultural” (Lara Silva, 2011). La decisión respondía a revisiones teóricas de la noción de patrimonio cultural (García Canclini, 1990; Florescano, 1993) y a críticas sobre su centralismo, la desactualización de contenidos, y el desfase entre las salas arqueológicas y etnográficas (Audiffred, 2000). También incidió el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, el 1 de enero de 1994, que provocó tensiones en el campo antropológico y “desestabilizó los viejos modelos paternalistas autoritarios de dominación política, y por lo tanto, de gestión museística” (Morales Moreno, 2007: 63). Eréndira Muñoz Aréyzaga (2012) señala que algunas reestructuraciones parciales habían comenzado antes del proyecto integral de 1998. El año del levantamiento, justamente, fue intervenida la sala arqueológica de Teotihuacan. El año siguiente, 1995, le tocó el turno a las salas etnográficas del Golfo, Mayas de Tierras Bajas y Mayas de Tierras Altas. Y se avisaron pendientes las de arqueología Maya y del Preclásico (2012: 145). Las salas de etnografía maya eran objeto de intensa disputa entre investigadores, curadores y funcionarios de la Coordinadora Nacional de Museos. El único consenso era incluir una fotografía “que mostraba la participación de las mujeres zapatistas en una marcha en San Cristóbal de las Casas, el día 8 de marzo”; se sumaba “un pasamontañas, un sombrero de autoridad, la Cuarta Declaración de la Selva Lacandona y el libro sobre Rebeliones Indígenas” (Muñoz Aréyzaga, 2012: 148). Esas modificaciones no habían concluido cuando se anunció la reestructuración integral, que deshizo los acuerdos y hubo que recomenzar. La sala de arqueología maya reabrió el año 2000, pero fue cerrada nuevamente hasta 2003. Las salas etnográficas de pueblos mayas y del sur de Oaxaca permanecieron cerradas hasta septiembre de 2004. Así de persistente fue el conflicto.
En el marco de aquellas disputas, en 2001, el Coordinador Nacional de Museos y Exposiciones del INAH editorializaba así un número de la Gaceta de Museos:
Los museos como monumento a la “cultura nacional” ya dieron de sí todo lo que tenían que ofrecer, ahora es evidente que se debe continuar con la línea de recintos que persiguen cuestiones más allá del rescate de valores de identidad; sobre todo, es necesario eliminar la imagen de aparatos ideológicos […] Es fundamental la discusión y el análisis de la situación mexicana actual (Ortiz Lanz, 2001: 15).14
El funcionario no objetaba que el museo fuera un aparato ideológico, señalaba que debía dejar de dar esa imagen. La directora del MNA, Mercedes de la Garza, dio una entrevista al periódico La Jornada pocos días antes de terminar el mandato del presidente Zedillo. En ella, afirmó que se había reelaborado completamente el guion museográfico, hasta entonces detenido en la década de 1960 del siglo XX. Sin embargo, en cuanto a las salas arqueológicas, reconoció que se había tomado la decisión de “respetar la tradición”, sobre todo el centralismo mexica (Audiffred, 2000). Implícita en esas afirmaciones subyacía la idea de que se podían modificar las salas etnográficas, el problema más visible del museo en ese tiempo de rebeliones indígenas y campesinas, pero a la vez profundizar el núcleo ideológico del Estado centralizado, representado en las salas de abajo por el guion pirámide-sacrificio. Es probable que la réplica del entierro en el Templo de la Serpiente Emplumada de Teotihuacan sea una huella de esa resolución, así como la referencia a la antropofagia y la guerra ritual en la Sala del Preclásico, comentada más arriba.
El hallazgo del entierro en cuestión había ocurrido años antes, en el marco de un proyecto internacional iniciado en 1988, coordinado por George Cowgill (Universidad de Arizona) y Rubén Cabrera (INAH) (Cabrera Castro y Cabrera, 1991). Hasta 1991, momento de publicación de un número especial de la revista Arqueología dedicado a informar avances de excavación, se habían exhumado 118 esqueletos, enterrados en uno o -a lo sumo- dos eventos.
Los sacrificios humanos [...] se consideran instrumentos de represión por parte del Estado para fortalecer y conservar su poder. Este acto es una forma de control a través del manejo de la ideología y de las fuerzas sobrenaturales. Esta manera de fortalecimiento del poder, sólo es llevada a cabo en un Estado despótico [...] si en Teotihuacan se practicaba el sacrificio a gran escala, como lo ponen de manifiesto estos entierros, no se debe continuar considerando que su gobierno era una “teocracia pacifista” (Cabrera Castro y Cabrera, 1991: 19).
En otras partes del texto, los autores -arqueólogos, no antropólogos forenses- usan la palabra “fosa” para referirse a un tipo de entierro colectivo que perforó la base rocosa del suelo. Fosa, entonces, quedó significada como el depósito de los restos de unas muertes masivas, provocadas por un “Estado despótico” para fortalecer y conservar su poder.
Tres años después de la publicación de ese texto, se produjo el levantamiento del EZLN, seguido por la masacre de Aguas Blancas15 y la matanza de Acteal.16 Justo en ese lapso, entre 1994 y 1998, el equipo curatorial de la Sala Teotihuacan decidió replicar la “fosa” de la pirámide usando material descontextualizado, no inventariado, de la Dirección de Antropología Física (DAF) del INAH. Y eso, según narran off the record algunos trabajadores del museo, sin haber presentado un proyecto formal de reestructuración.
Un tiempo después, en 2008, cuando el territorio se suponía “pacificado”, se reeditó el guion represivo-sacrificial en el estado de Chiapas, esta vez como resultado de una disputa por ruinas prehispánicas. Un grupo de comuneros del municipio La Trinitaria ocupó la zona arqueológica de Chinkultic (Chiapas) por mandato de asamblea, “reivindicando su derecho como Pueblo Indígena, a recuperar su territorio -expropiado y no indemnizado- y a resguardar y administrar su ancestral patrimonio histórico y cultural”.17 Un grupo de policías entró en la comunidad, donde fueron neutralizados y retenidos. Para rescatarlos, otros agentes avanzaron disparando armas de fuego. El saldo fue de seis personas asesinadas, varios heridos y detenidos.18 En Toniná (Chiapas) y El Tajín, (Veracruz) se dieron situaciones similares, sin muertos (Vázquez León, 2018).
Concebida en ese contexto de represión estatal y paraestatal de las organizaciones indígenas y campesinas, la réplica del entierro del Templo de Quetzalcóatl produce hoy un efecto perturbador. No se la describe como una tumba, ni como una ofrenda sino como una fosa, en un lapsus que trae al recinto esa contemporaneidad que el museo no puede problematizar, es un ´síntoma, un indicio de algo que está fuera del texto museográfico.
En este punto del recorrido, Teotihuacan, la interpretación del guion latente escapa por primera vez de la trama impuesta por la narración del progreso cultural, contenido manifiesto del museo, pero sin anularla. El efecto es una temporalidad ambivalente, similar a la que Bhabha (2002) reconoce en el tiempo de la nación moderna, escindida entre el progreso y el retorno de lo atávico. De allí en adelante, los términos “pirámide” y “sacrificio” operan como un conjunto significante cuya fuerza expresiva se intensifica en asociación con la presentación de restos humanos. Poco importa si son huesos hallados en excavaciones arqueológicas, si son de muertos recientes o réplicas sintéticas. Tampoco es relevante quiénes fueron esas personas o cómo fue posible que terminaran sus vidas de ese modo. Sus restos son presentados como parte de la superficie en que se proyecta la imagen de un antiguo poder capaz de capturarlos, quitarles la vida y disponerlos en entierros especiales. Son usados, así, para la teatralizar una potencia soberana extinta e invocar su sustancia espectral. El Estado contemporáneo es a la vez actor, dramaturgo, lugar de enunciación de saberes y dueño de las capacidades técnicas necesarias. Esa puesta en escena también hace presentes las huellas de pasados más próximos, cuando las fuerzas represivas del Estado actual derramaron sangre y tomaron la vida de quienes el museo dice representar, las “culturas vivas”.
Estado Arqueológico y Estado Sacrificial serían, entonces, dos figuras de una misma voluntad soberana. Las instituciones histórico-antropológicas habrían contribuido a la construcción de una narrativa que confunde la violencia fundadora con la violencia conservadora del derecho,19 producción simbólica que legitima el monopolio de la violencia y sólo puede hacerse desde una institución que monopoliza el pasado legítimo (López Caballero, 2010).
En el museo, muy pocas imágenes sacrificiales incluyen restos humanos. Las que lo hacen, están ubicadas en lugares muy precisos del recorrido, donde anticipan y construyen la historia prehispánica de la capital nacional actual. Si bien hay referencias al sacrificio en otros puntos, no se asocian con huesos. A veces lo mencionan las cédulas o reproducciones de códices, otras se lo alude a través de objetos -cuchillos de piedra, estatuillas, altares, recipientes-, o en combinaciones. Es en la Sala Teotihuacan, en aquella “fosa” semioculta tras la polícroma monumentalidad de la pirámide de la Serpiente Emplumada, donde por primera vez se anuda un significante visual, los restos humanos, con un nombre preciso, “sacrificados”. Sólo en la sala central, la Mexica, volveremos a encontrar esa asociación. Uno de los efectos de esa manera de disponer los restos es la amplificación de la fuerza expresiva, tanto del signo visual como del significante verbal, por combinar sus contenidos imaginarios, afectivos e intelectuales. Pero no es un recurso que pueda ser usado en todas partes. Para sostener su eficacia, debe ser dosificado, preservado de redundancias.
¿Por qué narrar el sacrificio a partir de Teotihuacan, si el registro arqueológico indica que se practicaba desde antes, en diversos lugares del actual territorio mexicano? ¿De qué manera se aprovecha la potencia dramática de la escena sacrificial para reforzar la centralización del poder? La respuesta la da Ignacio Bernal, director del Proyecto Arqueológico Teotihuacan (1962-64), director del MNA (1962-68 y 1970-76) y coordinador de la redacción del guion general.
No cabe aquí un estudio formal de la cultura teotihuacana. Solo me ocuparé de aquellos aspectos que, a mi entender, son fundamentales y que explican su grandeza y su importancia; son los que, hasta donde puede el arqueólogo entender el arcano del pasado, nos dicen por qué existió esa ciudad, qué cosa es y cuál es su significado, no solo en su tiempo sino en lo que para Teotihuacan fue el futuro y que para nosotros es el presente: estamos en este Valle porque en él se edificó la ciudad de los dioses. En efecto, cuando desapareció en el siglo VIII dejó una herencia ilustre que habían de recoger los toltecas y más tarde los mexicas, las capitales de éstos se crearon no solo en la descendencia sino en el ambiente teotihuacano. De la ciudad azteca nació la ciudad virreinal; a través de esta cadena forjada por la historia, Teotihuacan es la antecesora directa de la capital mexicana (Bernal, 1990: 75).
La cita expone la operación discursiva de construcción de una herencia, una continuidad, la sucesión ininterrumpida de capitales en una “cadena histórica”. Y explicita el rol de la disciplina arqueológica en esa construcción de poder. El arqueólogo, así, en masculino singular, descifra el misterio del pasado, que es a la vez el significado del tiempo, su sentido, el presente prefigurado, destino. Ese misterio, contenido en la materia arqueológica, espiritual, metafísico, es el dogma que el MNA exhibe y fija a través del guion pirámide-sacrificio, la historia invisible, oculta tras el relato del desarrollo cultural.
La Sala Tolteca y el Epiclásico representa el nexo narrativo entre Teotihuacan y Tenochtitlan, una transición hacia el centro mexica. Según el texto introductorio:
Este período se caracterizó por el acentuado movimiento de poblaciones que fundaron nuevos centros de poder, así como por la inestabilidad política de estas ciudades-Estado [...] Al iniciarse la disputa por las rutas de intercambio el control territorial de los sitios se tornó fundamental, propiciando un mayor desarrollo del militarismo.
Militarismo e inestabilidad política, no es de extrañar que la sala contenga referencias al sacrificio humano, a través de objetos y textos. Sin embargo, es la única sala arqueológica donde no hay restos humanos. Ni entierros, ni sacrificados, ni cráneos deformados, ni dientes limados, no hay huesos. Las protagonistas son las “ciudades-Estado” de Cacaxtla, Xochicalco y Tula.
En la bibliografía de la década de 1960 sobre el MNA, Tula era presentada como el lugar de origen de la “cultura azteca” -así le llamaban-, además de identificarla como uno de los lugares del mito de Quetzalcóatl mencionado en fuentes coloniales. En el museo, su importancia era destacada por la exhibición de los “atlantes”, columnas monumentales talladas con figuras de guerreros (Bernal, 1990; Piña Chan en Trueblood, 1968). En cambio, la exposición actual relativiza esa importancia, la equipara con otras ciudades del mismo período, entre ellas Xochicalco -estado de Morelos-. Esto da cuenta de una alteración en la narrativa de la sala, cuya última etapa de reestructuraciones ocurrió entre 1995 y la reapertura de 2000. La curadora, Federica Sodi, expresó a Eréndira Muñoz Aréyzaga cierta disconformidad con el resultado porque algunas culturas habrían quedado sin representación, algo que atribuyó a “luchas de poder que afloran al interior de las dependencias del INAH” (2012: 146).
Desde las primeras expediciones en búsqueda de “antigüedades mexicanas”, a fines del siglo XVIII (López Luján, 2015), Xochicalco fue un lugar fundamental para las imaginaciones arqueológicas, especialmente el Templo de la Serpiente Emplumada. Su popularidad creció en el siglo XIX, gracias a las descripciones de viajeros y naturalistas. Además, fue fundamental en la exposición del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América (1892), en Madrid, y en el XI Congreso de Americanistas de 1895 (Litvak, 1971). El interés internacional y la idea de convertirlo en atractivo turístico llevaron al arqueólogo porfirista Leopoldo Batres a emprender su reconstrucción en 1909. La inauguración sería simultánea a la de Teotihuacan, en septiembre de 1910, para el Centenario. Pero las primeras escaramuzas de la lucha armada impidieron la ceremonia oficial. Según Jaime Litvak, la Revolución de 1910 afectó la conservación de la zona y las “constantes incursiones de zapatistas y federales pusieron en peligro la seguridad de los vigilantes y de las instalaciones” (1971: 111).
Después de la Revolución, a partir de 1920, los trabajos arqueológicos se hicieron casi ininterrumpidos, intensificándose con la creación del INAH en 1939. Todo indicaba que sería el sitio gemelo de Teotihuacan: dos ciudades, dos Templos de Queztalcóatl. Entre 1949 y 1969, los informes anuales de los directores del INAH, daban cuenta de esa inversión, especialmente al inicio de la década de 1960, ante la inminente materialización del nuevo museo. En 1961, Dávalos Hurtado reportó el hallazgo de “tres magníficas "estelas" preciosamente esculpidas por los cuatro lados con representaciones de dioses y jeroglíficos calendáricos” (Dávalos Hurtado, 1962: 17).
En un libro de 1967 Bernal destacaba la importancia de Xochicalco, pero el año siguiente Piña Chan la ignoraba casi completamente (en Trueblood, 1968). Hoy, en el museo, ocupa un rincón de la Sala Tolteca y el Epiclásico, lugar de paso entre el colorido de Cacaxtla y la Tula monumental. Sólo se exponen las estelas, la réplica de una porción del muro del templo y una cabeza de guacamaya.20 ¿Qué opacó el destino glorioso de Xochicalco?; ¿por qué cambió drásticamente su lugar en la narrativa, de espacio mito-histórico clave a “cultura marginal”? Sólo hay indicios. En agosto de 1962 se llevó a cabo en México el XXXV Congreso Internacional de Americanistas (Río Cañedo, 2010; Battcock y Zavala, 2024). En el acto de apertura, frente a una audiencia de más de 2000 personas, el presidente Adolfo López Mateos lo declaró inaugurado:
[…] bajo la advocación de su lema de "La paz por la cultura y la cultura para la paz". Se dijo en aquella oportunidad que hasta hace poco el indígena americano no era considerado más que como siervo dócil, como ilustración dramática del paisaje, pero que ahora "empieza a ser un problema vivo, una protesta patética, el reclamo de una obra de integración social amplia, justa e imprescindible" (J. Torres Bodet, Secretario de Educación Pública) (en Schobinger, 1962: 204).
Un “problema vivo”, “protesta patética” pacificada por la vía de la cultura. En ese mismo acto, Torres Bodet, anunció el acuerdo presidencial para la inmediata construcción del nuevo Museo Nacional de Antropología (Dávalos Hurtado, 1962). En el informe de actividades de ese mismo año, el director del INAH notificó que se habían creado dos nuevos departamentos, uno de Planeación Museográfica para llevar adelante el proyecto y otro de Antropología Física -hoy Dirección de Antropología Física (DAF)- (1962: 13). Frente al “problema vivo” en “protesta patética”, no sólo cultura, un museo, sino también un mayor protagonismo para el acopio y estudio de los restos de sus muertos. Toda una pedagogía.
En Xochicalco, el 23 de mayo de 1962, tres meses antes del Congreso de Americanistas, miembros del ejército mexicano fusilaron en las cercanías de las ruinas a Rubén Jaramillo, dirigente campesino y antiguo capitán zapatista, a su compañera Epifania Zúñiga, con un embarazo avanzado, y a tres hijos de ella. Los habían detenido, ilegalmente, en su casa y llevado hasta allí. ¿Puede este acontecimiento, silenciado, casi olvidado, explicar la marginalidad a la que se relegó esa “cultura arqueológica”? ¿Puede su memoria contribuir a perturbar la escena museística, hacer presente aquel tiempo y poner de manifiesto el guion escondido tras el contenido explícito de la sala y el museo?; tal vez.
Para Fritz Glockner, fue terrorismo de Estado, “el desmantelamiento del primer intento por configurar una guerrilla en México”, un “escarmiento para detener posibles euforias en contra del sistema político” (2021: 22). Zósimo Camacho, apoyado en testimonios y documentos de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), lo atribuye a órdenes presidenciales directas. Expone, además, una situación que indica que las autoridades del INAH no podían desconocer lo sucedido.21 El testigo principal, Severino Analco Tezoquipa, pastor y campesino, era uno de los veladores de las ruinas, su casa estaba allí. Él y su hijo vieron a los militares, oyeron los disparos y encontraron los cadáveres. Entonces, dieron aviso al encargado del sitio, quien -aunque Camacho no lo diga- necesariamente debió informar a sus superiores. Al menos el director general del INAH, Dávalos Hurtado, y el subdirector, Bernal, debieron saberlo. Durante años, los Analco Tezoquipa tuvieron terror de hablar del tema. Según Camacho, padre e hijo fueron forzados a cargar los cadáveres, detenidos, incomunicados, interrogados y amenazados por la policía secreta. Por su parte, apenas tres meses después, Dávalos Hurtado y Bernal inauguraron el Congreso de Americanistas y anunciaron la “inmediata construcción” del MNA.
La revista Política. Quince días de México y del mundo (1962) lanzó un número especial a raíz de los asesinatos.22 Una de las editoriales los calificó como un acto de salvajismo:
Rubén Jaramillo y su familia fueron bárbaramente sacrificados […] En el futuro se levantarán nuevas estatuas a Emiliano Zapata. La leyenda seguirá extendiéndose por el mundo entero. La conocerán en Suecia, llegará a Finlandia. Pero en México, los campesinos, los que produjeron a Zapata y a Jaramillo, tendrán que seguir forjando nuevos Zapatas y nuevos Jaramillos, hasta que uno de ellos se salve de Huitzilopochtli23 y logre realizarse (González Pedrero, 1962: 14).
La legitimación y la crítica, ambas, se escribieron a partir del guion pirámide-sacrificio, sangre en las ruinas, el presunto retorno de la barbarie. Esa fue la interpretación que prevaleció sobre otras explicaciones de la “guerra sucia” y el terrorismo de Estado. Incluso se puso en juego una imagen muy poderosa, narrada por Glockner (2021): periodistas que poco tiempo después fueron a las ruinas de Xochicalco encontraron piedras teñidas con sangre.
En esta interpretación del asesinato de Jaramillo como un sacrificio de Estado ejecutado en una pirámide -un sitio arqueológico- se puede intuir la actuación de ese mismo guion que, en el museo, alcanza su clímax en la Sala Mexica. Lo que hasta entonces era sugerido en el recorrido, semioculto, disimulado, cobra protagonismo hasta volverse símbolo nacional. En palabras de Bernal:
La sala azteca es, con mucho, la más grande del Museo, y tiene el lugar de honor […] Sobre el dintel exterior se ve una inscripción que dice: Cemanáhuac Tenochcatlalpan (todo el mundo es tierra tenochca). Se colocó allí esta inscripción imperialista precisamente porque ejemplifica algunas de las características del mundo azteca: militarismo e imperialismo. En la entrada a la sala están tres piedras fundamentales. El admirable gran jaguar de basalto, cuya oquedad servía para depositar los corazones de los sacrificados, ejemplifica el terror físico y místico ante el otro mundo y ante los dioses, la intensa religiosidad, el sacrificio humano necesario para conservar en vida al Sol, la guerra y la perfección técnica del arte escultórico. La segunda pieza, pequeña, el célebre Caballero Aguila, otra obra maestra, representa no solo la grandeza militar sino los grupos superiores de la sociedad […] A la derecha está un monolito muy distinto, pero igualmente ilustrativo: el "Teocalli de la guerra sagrada" […] Es como una maqueta de un basamento piramidal con su templo superior… repite el símbolo del Atl-tlachinolli, la guerra sagrada. Atrás está nada menos lo que justamente llamamos el primer escudo nacional, con el águila y el nopal. Ningún monumento podría ser más representativo del misticismo belicoso de los aztecas y de su papel preponderante en la historia mexicana… el visitante penetra en ese mundo azteca trágico y brillante, poderoso y efímero, cuya capital, envuelta en llamas, había de caer gloriosamente el 13 de agosto de 1521 (Bernal, 1990: 121-23).24
La mímesis del Estado Arqueológico con el Estado Sacrificial alcanza su apogeo al dramatizar la gloria del imperialismo mexica, fundada en el terror de la “guerra sagrada”, un “misticismo belicoso” de “papel preponderante en la historia mexicana”. Al final de la sala, junto a la puerta de salida, hay dos textos. Uno, esgrafiado en el muro, es fragmento de los Cantares Mexicanos, compilación de poesía náhuatl en tiempos novohispanos, traducida y editada por León Portilla (1977). El otro, titulado “La Conquista Europea de México-Tenochtitlán”, es una breve reseña histórica que comienza con la llegada de Cortés a Veracruz en 1519 y termina el 13 de agosto de 1521, cuando “Tenochtitlan es conquistada a sangre y fuego por las armas españolas”. La contigüidad de esos textos, ambos narrados en presente -incluso la reseña histórica- remite a un trabajo peculiar con la temporalidad, un montaje de algo que se pretende hacer perdurar. En ese sentido, el fragmento poético es relevante no sólo por su contenido, sino por lo elidido, y porque fue replicado en otro de los grandes museos arqueológicos de la capital nacional: el del Templo Mayor. Lo nombrado en el poema, pero recortado en el museo, es lo que perdura: la guerra. En cursiva, marco las líneas que han sido suprimidas.
Como un escudo que baja,
así se va poniendo el sol.
En México está cayendo la noche,
la guerra merodea por todas partes,
¡Oh Dador de la vida!
se acerca la guerra.
Orgullosa de sí misma,
se levanta la ciudad de México-Tenochtitlán.
Aquí nadie teme la muerte en la guerra.
Esta es nuestra gloria
Este es tu mandato.
¡Oh Dador de la Vida!
Tenedlo presente, oh príncipes,
no lo olvidéis.
Con nuestras flechas,
con nuestros escudos
está existiendo la ciudad.
¡México-Tenochtitlán subsiste!
(León Portilla, 1977: 162)
En la sala, el tiempo se ha suspendido en el momento en que “la guerra merodea por todas partes”, lapso entre la llegada de los españoles y la batalla final. La ciudad sigue existiendo, aun hoy, porque se sigue guerreando. Lo que la sala escenifica, entonces, es esa guerra permanente. Y por eso allí es donde el guion pirámide-sacrificio encuentra su expresión más potente. Hay profusión de restos humanos, todos sacrificiales, ninguno funerario, tanto en vitrinas que contienen otros objetos, como en reconstrucciones de ofrendas.
Todos esos restos humanos son restos originales que Felipe Solís Olguín, curador de la sala en tiempos de la reestructuración de Zedillo, “consiguió de las colecciones resultantes de trabajos de excavación en Tlatelolco, Templo Mayor y de los trabajos de salvamento arqueológico ocasionados por la construcción de nuevas líneas del metro” (Muñoz Aréyzaga, 2012: 151). En esa reestructuración de fines de la década de 1990 se reactivaron las huellas de la década de 1960, reforzando el guión sacrificial implícito en un nuevo contexto de inestabilidades políticas y violencias de Estado.
A través del ensamblaje de un conjunto de imágenes sacrificiales y discursos arqueológicos, el MNA produce la evidencia de un presunto atavismo nacional, núcleo bélico del Estado contemporáneo que se presenta como uno de los fundamentos de su poder soberano. La escena museística de la capital mexicana pone a disposición ampliamente sus signos y símbolos asociados, que pueden ser activados en la interpretación de otras violencias estatales y no estatales, masacres de temporalidades diversas.
Es el “guion pirámide-sacrificio” que en el recorrido por las salas de abajo del museo, y en función del montaje de una cadena de significaciones, queda ligado a la idea de una guerra permanente de carácter sagrado. Esos sentidos actúan de un modo tan eficaz que logran reprimir el efecto potencialmente disruptivo que aportaría la asociación -casi obvia- entre las imágenes arqueológicas, las etnográficas y la memoria de la represión estatal/ paraestatal de movimientos indígenas y campesinos en pasados recientes.
Establecer conexiones de este tipo podría permitirnos repensar el rol de los protagonistas del drama político. No es que un fantasma “azteca” entre periódicamente en posesión espiritual del Estado mexicano o sus funcionarios, forzándolos a cometer actos de barbarie. Tampoco es un núcleo de pulsiones primitivas mal reprimidas que habita en el interior de cada mexicano y lo fuerza a repeticiones instintivas de una violencia primordial. Ampararse en la coartada del atavismo es un privilegio de las élites en control del aparato estatal y de sus enemigos más poderosos, los tlatoanis25 del presente.
Audiffred, M. (2000). Reabre sus salas permanentes el Museo Nacional de Antropología. La Jornada, 22 de noviembre de 2000. Disponible en: Disponible en: https://www.jornada.com.mx/2000/11/22/06an1cul.html Consultada el 06/01/2022.
Battcock, C. y A. Ramos (2023). Mesoamérica y Andes: un debate necesario sobre las áreas de investigación. Estudios Atacameños 69: 1-32. Disponible en: Disponible en: https://doi.org/10.22199/issn.0718-1043-2023-0012 Consultada el 22/05/2024
El Papel, Diario de Pipsa 1958 -1964 Disponible en: Disponible en: https://inehrm.gob.mx/recursos/BibliotecaBicentenario/MexicoContemporaneo/EL%20PAPEL%201958-1964.pdf Consultada el 23/08/2021.
González Pedrero, E. (1962). Otra vez Zapata. Política, Quince días de México y del mundo III (51): 14. Disponible en: Disponible en: https://bnah.inah.gob.mx/bnah_lazaro_cardenas/uploads/E6_D78_PG64.pdf Consultada el 26/08/2021.
Schmilchuk, G. y A. Rosas Mantecón (2010). Máquinas identitarias: Museo Nacional de Antropología y Museo de Arte Moderno de México. Revista Digital Cenidiap 15. Disponible en:Disponible en: https://discursovisual.net/dvweb15/entorno/entana.htm Consultada el 04/01/2022.
[1] El Museo de Sitio de Teotihuacan, el Museo Nacional de Antropología, el Museo Nacional del Virreinato, el Museo Nacional de las Culturas, Anahuacalli -museo de arte prehispánico de la colección de Diego Rivera-, el Museo Nacional de Arte Moderno, la Pinacoteca Virreinal, el Museo del Palacio de Bellas Artes, el Museo de la Ciudad de México y el Museo de Historia Natural (El Papel, Diario de Pipsa, 1958-1964; Rio Cañedo, 2010; Schmilchuk y Rosas Mantecón, 2010). Si bien Anahuacalli responde a una iniciativa privada, su sincronía con estas fundaciones amerita su inclusión en la lista.
[2] Existe un incipiente corpus de textos referidos a las colecciones del Museo Nacional de México (Achim, 2014, 2018; Gorbach, 2014, 2017; Achim et al, 2023), al rol de la arqueología en la construcción del relato nacional (López Hernández, 2018), a ciertas tensiones ligadas a la inauguración del MNA (Rozental, 2011, 2017), y al análisis y exhibición de restos humanos (García Bravo, 2014, 2016). Aunque es imposible recuperar aquí todas esas contribuciones, es en ese campo de interlocución que se inscribe el presente artículo: el de la reflexión crítica sobre los efectos políticos de la puesta en escena museográfica. En esa misma línea, pueden consultarse los trabajos de Morales Moreno (2006, 2007).
[3] Si bien no profundiza en el conflicto, tal vez se refiere a la pugna que diferentes institutos sostenían por espacios en eventos internacionales. En 1952, se inauguró en París la muestra Arte mexicano del período precolombino a nuestros días, producto de arduas negociaciones entre Ignacio Marquina (INAH), interesado en el arte prehispánico; Alfonso Caso por el Instituto Nacional Indigenista (INI), tras un mercado para el arte popular; y Carlos Chávez (INBA), promotor del arte contemporáneo. Para Reyes Palma, el campo del arte no era sólo un espacio de: “desencuentro de estructuras museísticas antagónicas, determinadas por la división entre lo antropológico y lo artístico, sino de confrontación entre mitos nacionales asimétricos” (1995: 9). La solución fue un proyecto “cuyas palabras clave volvieron a ser unidad y continuidad: unidad de elementos al margen de los quiebres históricos [...] y continuidad de una cultura, más allá de cualquier contingencia temporal” (1995: 13). Los franceses se resistían a la totalización, por no corresponderse con las temporalidades de sus museos, pero cedieron. Es probable que el cambio de la idea de “arte mexicano” a la de “cultura nacional”, ocurrido en la década de 1970, y la creación de museos para todas esas agencias hayan sido intentos de pacificar el campo cultural y “armonizar” sus divisiones temporales con las existentes en los museos europeos. La misma tensión entre discursos disciplinarios tradicionalistas, populistas y modernizadores, y una pregunta por las posibilidades de síntesis nacional es lo que García Canclini analiza a partir del concepto de “culturas híbridas”. También para él los museos son dispositivos clave en la construcción identitaria nacional, como “teatralización del patrimonio” (1990: 152).
[4] Lo mismo escribió Ignacio Bernal en la introducción de un libro de 1968 sobre el MNA: “México tiene la gloria y también la grave responsabilidad de ser el heredero de dos civilizaciones: la española y la indígena que llamamos mesoamericana. Su destino ha sido entenderlas y fundirlas en una sola: su cultura nacional” (en Trueblood, 1968: 7).
[5] Aunque con una inversión en el sentido del tiempo; mientras Pérez Vejo (2012) pareciera partir del presente para retroceder en el tiempo, Florescano (1993), en cambio, parte del pasado para rastrear continuidades.
[6] El modelo descriptivo-explicativo de la arqueología y la etnohistoria para dar cuenta del pasado prehispánico del actual territorio mexicano se fundamenta en conceptos del difusionismo, teoría antropológica dominante en centros de producción académica de Europa y de EE.UU durante la primera mitad del siglo XX asociada, de modo poco investigado, a ciertos nacionalismos imperialistas. Se basa en la noción de “área cultural”, espacio de dispersión de ciertos rasgos culturales, una categoría geográfica creada para responder a necesidades prácticas de la investigación etnográfica y la exposición de colecciones en museos (Harris, 1996). Mesoamérica es el nombre del área cultural consensuada a mediados del siglo XX por arqueólogos, antropólogos y etnólogos de todo el mundo (Jáuregui, 2008; Tax et al., 2008; Battcock y Ramos, 2023) a partir de las propuestas iniciales de Paul Kirchhoff (2000). Internamente, se la dividió en regiones o subáreas: Altiplano Central, Sureste o Maya, Golfo, Oaxaca, Occidente y Norte. La introducción del tiempo en esa unidad geográfica dio lugar a distintas periodificaciones, entre las que prevaleció la secuencia Preclásico, Clásico y Posclásico defendida en México -entre otros autores- por Román Piña Chan (López Austin y López Luján, 2000). Las primeras cinco salas de arqueología del MNA, en planta baja, están organizadas en función de la secuencia cronológica del Altiplano Central y conducen progresivamente a la sexta sala, en posición central, la Sala Mexica, presentada a la vez como clímax y culminación de la historia cultural mesoamericana. Cada una de las cinco salas siguientes se corresponde con una de las regiones en que se ha subdividido al área.
[7] En 2022 se desmontaron todas las “salas de arriba” del MNA, como resultado de una serie de seminarios llevados a cabo ese año en los que se consensuó con especialistas la necesidad de una renovación total de la narrativa etnográfica (Battcock, com .pers.). El nuevo guion ya no agrupa culturas en subáreas sino que procuran mostrar “las maneras de expresión más vastas de la herencia multicultural aún viva” y “temas contemporáneos, temas que los propios indígenas los tienen en mira en la actualidad”. En marzo de 2024 se inauguraron dos de las nuevas salas: “Textiles” y “Fiestas”. Ver, Una revolución etnográfica en el Museo de Antropología. Disponible en: https://www.eleconomista.com.mx/arteseideas/Una-revolucion-etnografica-en-el-Museo-de-Antropologia-20240311-0129.html. Consultada el 24/03/2024. Las salas arqueológicas no fueron renovadas, eso ni siquiera ha sido discutido como posibilidad.
[8] Los planos del museo y diversas fotografías de todas las salas pueden consultarse en: Mediateca INAH. El repositorio digital de acceso abierto del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México. No se reproducen aquí por restricciones propias de las políticas de uso de imágenes del INAH. Disponible en: https://mediateca.inah.gob.mx/repositorio/. Consultada el 12/01/2022.
[9] Los administradores del museo saben que en este segmento se concentra el mayor impacto de la visita. Según un estudio de público reseñado por Leticia Pérez Castellanos (2014), en 2000 la mayor parte de los visitantes decía haber prestado atención principalmente a las primeras seis salas de arqueología.
[10] En Sala Teotihuacan. Museo Nacional de Antropología. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=XgnXAY_u2e8. Consultada el 22/09/2021
[12] La organización Quinto Elemento Lab y el colectivo A dónde van los desparecidos publicaron en 2018 los resultados de una investigación titulada “El país de las 2000 fosas”, con datos que por primera vez permitieron dimensionar el problema de la desaparición de personas en México, desde que Felipe Calderón declarara la “guerra contra el narcotráfico” en 2006. Incluso desde antes, la palabra “fosa” remite a la inhumación clandestina de restos humanos en contextos de guerra o terrorismo de estado. Ver, El país de las 2 mil fosas. Quinto Elemento Lab. Disponible en: https://quintoelab.org/project/el-pais-de-las-2-mil-fosas. Consultada el 29/09/2021. Para una discusión sobre los usos de la palabra “fosa”, ver Lorusso (2021).
[13] Disponible en: https://twitter.com/mna_inah/status/1113814134360031234. Consultada el 29/10/2021; ya no está disponible, por cambios en la red social.
[15] Según la Comisión Nacional por los Derechos Humanos (CNDH), la Masacre de Aguas Blancas fue una emboscada que policías y agentes judiciales del estado de Guerrero tendieron a integrantes de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS) que se dirigían a respaldar las protestas de cultivadores de café en la localidad de Coyuca de Benítez, el 28 de junio de 1995. En dicha ocasión, diecisiete campesinos fueron asesinados. Ver, Masacre de Aguas Blancas. 28 de junio. CNDH, México. Disponible en: https://www.cndh.org.mx/noticia/masacre-de-aguas-blancas-28-de-junio. Consultada el 12/01/2022.
[16] El 22 de diciembre de 1997, un grupo de paramilitares disparó armas reservadas para uso exclusivo del Ejército sobre un grupo de hombres, mujeres y niños integrantes de la organización pacífica “Las Abejas”, que oraban en una ermita del poblado de Acteal, municipio de San Pedro Chenalhó, Chiapas. El saldo fue de 45 personas muertas, todos ellos indígenas tzotziles”. Ver Matanza de Acteal, Chiapas. Grave violación a los derechos humanos por parte del Estado mexicano en 1997. CNDH, México. Disponible en. https://www.cndh.org.mx/noticia/matanza-de-acteal-chiapas-grave-violacion-los-derechos-humanos-por-parte-del-estado. Consultada el 12/01/2022.
[17] Ver Masacre Chinkultic, ni impunidad ni olvido. Disponible en: https://redtdt.org.mx/archivos/9507. Consultada el 12/01/2022.
[18] Ver La masacre de Chinkultic Disponible en: https://old.marxismo.mx/la-masacre-en-chinkultic. Consultada el 12/01/2022.
[19] En el sentido propuesto por Walter Benjamin (2001).
[20] Ver Sala Los Toltecas y su época-Museo Nacional de Antropología. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=dCGUSZo8TNI. Consultada el 27/12/2021.
[21] En Militares, autores de la masacre de Rubén Jaramillo en 1962: testigos. Disponible en: https://contralinea.com.mx/ocho-columnas/militares-autores-de-la-masacre-de-ruben-jaramillo-en-1962-testigos/. Consultada el 18/01/2022.
[22] Política. Quince días de México y del mundo (1962) Vol III (51): Disponible en: https://bnah.inah.gob.mx/bnah_lazaro_cardenas/uploads/E6_D78_PG64.pdf. Consultada el 26/08/2021.
[23] Huitzilopochtli es el único dios mexica del panteón mesoamericano; a él habría estado consagrada una mitad del Templo Mayor de Tenochtitlan, donde -según crónicas de conquistadores españoles- se inmolaban grandes cantidades de personas (Boone, 1989).
[24] La única modificación es el cambio de nombre Azteca por Mexica; el resto de lo descripto permanece casi idéntico.
[25] La palabra tlatoani es el término que presuntamente utilizaban los hablantes del náhuatl para designar a sus gobernantes en tiempos prehispánicos. “Se trataba del máximo cargo en la jerarquía política”. En Arqueología Mexicana 2011; “Los tlatoanis mexicas”, Ed. Especial 40. Disponible en: https://arqueologiamexicana.mx/mexico-antiguo/los-tlatoanis-mexicas. Consultada el 17/12/2021.