Powers of attorney and instructions to court representatives of the city of Buenos Aires (1605-1635)
La ostensible expansión a escala global del referente espacial de los estudios actuales sobre la Monarquía Hispánica, la consolidación de una lectura que subraya la alteridad de su orden político de naturaleza jurisdiccional y descentrada, el énfasis que en los últimos años se constata en la recuperación de las características de un gobierno que debía afrontar los desafíos impuestos por distintos tipos de distancias, y el consecuente interés por el proteico fenómeno de la comunicación política, han contribuido a generar un ambiente historiográfico en el que poseen especial relevancia las prácticas de interacción, mediación y articulación que hacían posible tanto la propia existencia como el funcionamiento de conglomerados territoriales pluricontinentales. En este marco, los individuos de distinta condición que con sus desplazamientos y diligencias salvaron las distancias y configuraron la trama sobre la que se asentó el gobierno de unos cuerpos políticos dispersos se convirtieron en el objeto de estudio de numerosos trabajos abocados a recuperar sus trayectorias, sus pautas de circulación, los vínculos con sus mandantes, las figuras y los mecanismos que habilitaron la representación política, los espacios en los que desempeñaron sus agencias, los saberes implicados en sus negocios, y el impacto de sus gestiones, entre otros asuntos.1 De este modo, a partir de los procuradores y de los agentes de negocios se han ido completando los circuitos y los intersticios cuyo conocimiento resulta clave para comprender la articulación y la experiencia del gobierno de los imperios de la época moderna.
Este trabajo analiza los instrumentos que daban comienzo y forma inicial al proceso de representación política de una ciudad del Virreinato del Perú: los poderes y las instrucciones que el cabildo de Buenos Aires extendió a sus procuradores y agentes de negocios cortesanos entre 1580 y 1635.2 Se trata de unos elementos fundamentales de la comunicación a distancia, que habilitaban y configuraban parcialmente una instancia de representación cuya finalidad era manifestar y defender los intereses de la corporación ante la Corona y el Consejo de Indias. Eran, por tanto, instrumentos que fungían como una condición necesaria para la interacción presencial entre la ciudad y la alta administración indiana de la monarquía, aunque la complejidad y la incertidumbre de las negociaciones cortesanas determinasen una relación imprevisible entre los mandatos capitulares, las gestiones de los agentes y su resultado normativo.
El escrito se organiza en dos partes. La primera está dedicada a estudiar los poderes extendidos por el cabildo a sus podatarios, con el objetivo de precisar las características de las relaciones de representación instituidas por la corporación a través de estas escrituras. La segunda busca recuperar la agenda de asuntos y negocios que aquellos debían presentar en la corte. Un repertorio de cuestiones que la corporación fue definiendo a través de poderes y, fundamentalmente, de instrucciones que solían acompañar al empoderamiento de un procurador o de un agente de negocios.
El artículo se basa en el análisis de estas dos tipologías documentales contenidas en las actas del cabildo de Buenos Aires. La delimitación cronológica del estudio responde a dos circunstancias de distinta naturaleza. El inicio, en 1605, se vincula con la conservación de las sesiones del organismo, que a partir de ese año adquiere un carácter regular el cual permite conocer con cierta precisión las alternativas de la comunicación política atlántica de la ciudad. El cierre del período, en cambio, guarda relación con el ritmo de designación de representantes por parte del cabildo. Entre 1605 y 1635 se constata un período en el que el organismo manifestó una preocupación constante, distribuida anualmente con cierta irregularidad, por disponer de un procurador cortesano. De hecho, entre estos años hemos identificado la designación de casi medio centenar de agentes, comprendiendo tanto a procuradores como a agentes de negocios, aunque muchos de ellos no llegaron a ejercer el encargo recibido del cabildo. Las actas del cabildo reproducen las instrucciones y los poderes extendidos a prácticamente la totalidad de este abultado colectivo de representantes (Amadori, 2022c). Ambos indicadores, me refiero a la cantidad de agentes seleccionados y a la conservación de la mayoría de los documentos que iniciaban un canal de comunicación presencial con la corte, permiten pensar en la relevancia de este asunto para los capitulares porteños hasta mediados de la década de 1630.
En cambio, a partir de 1635 la voluntad del cabildo por comunicar pierde presencia en las sesiones de la corporación, ya que el tema aparece de forma esporádica hasta, al menos, mediados de la década de 1660. Aunque no es fácil dar una respuesta fundamentada, es probable que esta circunstancia se haya debido a la creciente preponderancia adquirida por los gobernadores desde la gestión de Pedro Esteban Dávila, quienes a raíz del proceso de militarización de la plaza tendieron a ejercer un control cada más intensivo sobre el cabildo, que habría condicionado la comunicación del organismo con distintas instancias de la justicia real.
La extensión de poderes de representación por parte del cabildo de Buenos Aires para peticionar en la corte de la monarquía a través de un individuo que se dispusiera a realizar la travesía atlántica hacia la península o de un agente de negocios constituyó una práctica habitual de la corporación que, por este medio, logró establecer una comunicación relativamente fluida con la Corona y el Consejo de Indias. Los numerosos poderes otorgados por el consejo local desde su establecimiento en 1580 hasta mediados de la década de 1630 expresan la voluntad del cuerpo de instituir un canal de representación mediante la ficción jurídica de trasladarle a un tercero “la potencia y la capacidad de actuar en su nombre como si fuera ella misma” (Argouse, 2016: 221). En concreto, estos documentos configuraron relaciones por medio de las cuales el organismo consiguió hacerse presente en la corte y personalizar su vínculo con el monarca y la alta administración americana, tal como se consigna en las escrituras que facultaban a los empoderados para parecer ante el rey “y ante sus muy altos consejos y en cualquiera de los dichos tribunales o en el que os pareciere”.3 Esta última frase parece ajustarse a las características que, desde finales del siglo XVI, adquirió la administración cortesana de la monarquía mediante la proliferación de instancias de asesoramiento y canales de gestión de los asuntos que excedían a los consejos, aunque habitualmente guardaran relación entre ellos (Amadori, 2013). También cobra especial pertinencia para la situación que se experimentó a partir de mediados de la década de 1620, cuando la representación peninsular de la ciudad de Buenos Aires también se direccionó hacia la Casa de la Contratación de Sevilla.
Resulta importante señalar que si bien este artículo focaliza su atención en las escrituras que la corporación extendió para comunicar presencialmente a través del espacio atlántico, lo cierto es que también las otorgó para que sus podatarios gestionasen los asuntos de la ciudad ante la Audiencia de Charcas o incluso ante el propio virrey establecido en Lima. Pese a que las intervenciones ante el tribunal altoperuano fueron relativamente habituales, el volumen y el dinamismo de los poderes destinados a la representación cortesana evidencian una contundente geografía de la comunicación de la ciudad con los centros de poder de la monarquía de marcado carácter atlántico (Amadori, 2022a).
Si se atiende a los destinatarios de los poderes otorgados por la corporación puede apreciarse tanto la existencia de documentos concedidos a favor de un único procurador, como también de escrituras que habilitaron a varios agentes. Es decir, de poderes mancomunados. A medida que avanza el período estudiado, esta última alternativa acabó siendo la más habitual ya que se adaptaba mejor a un contexto más adverso para mantener una comunicación frecuente con la corte, a raíz del fin de las concesiones que permitían los intercambios entre Buenos Aires y los puertos del Brasil -que constituían una primera escala de la navegación atlántica- de la escasez de navíos de registro arribados al puerto, y de las incursiones holandesas en las posesiones americanas de la Corona de Portugal.
Los poderes que designaban varios representantes tenían distintas modalidades. Algunos habilitaban la actuación simultánea de todos los podatarios.4 Tal fue el caso de la escritura dada en favor de Antonio de León Pinelo y Juan de Amunarriz, a quienes se les dio “poder cumplido bastante como de derecho es necesario y se requiere […] insolidum de tal manera que lo que el uno comenzare el otro lo prosiga y fenezca y acabe y por el contrario generalmente para todos los pleitos y causas y negocios”.5 Unos años antes, en 1615, Juan de Aguinaga recibió un poder para representar al cabildo “juntamente con el capitán Manuel de Frías, procurador de esta ciudad residente en corte de Su Majestad”.6 Pero en otros casos se establecieron algunos condicionantes que supeditaban la agencia a una circunstancia particular. De hecho, ciertos poderes designan a varios procuradores pero puntualizando que debían ejercer la representación solamente por “ausencia o falta” de quien o quienes estuvieran gestionando los intereses de la ciudad en la corte.
Con esta misma intencionalidad, un acuerdo de 1615 dispuso que:
[...] por cuanto conviene nombrar y dar poder a personas que en la villa de Madrid, corte de Su Majestad, acudan a solicitar y pedir en nombre de esta ciudad lo que le convenga para su aumento y sustentación para cuyo efecto […] se hizo decreto con que la persona a quien este dicho poder se ha de otorgar en caso que el general Manuel de Frías que se envió de esta dicha ciudad por Procurador General de ella esté en la dicha corte y en su ausencia haya dejado sustituido el poder que de esta ciudad llevó no han de usar los aquí nombrados de este dicho poder sino fuere que el dicho general Manuel de Frías haya salido de la dicha corte y no haya dejado en ella persona que acuda a la dicha solicitud y con esta calidad queremos otorgar poder a las personas que irán declaradas.7
No obstante el contenido de este documento, en el año 1617 el cabildo ratificó el mandato concedido a Frías, quien aún se encontraba en Madrid.8 Estas alternativas en la designación de agentes que, a priori, parecen responder a las contingencias propias de un sistema de representación plagado de incertidumbres, también solían guardar relación con las dinámicas facciosas que tenían lugar en el ámbito capitular, y que en ocasiones reflejaban tensiones de alcance regional.9 De hecho, la alternancia en el control de la corporación y los cambios en los equilibrios de poder a veces se traducían en la designación de nuevos representantes cortesanos, en la impugnación de los procuradores elegidos por el grupo rival o, incluso, en la redefinición del contenido de las instrucciones (Amadori, 2022b).10
Aquí resulta pertinente señalar que, si bien el artículo centra su mirada en la elección de procuradores por parte del cabildo porteño, lo cierto es que no debe perderse de vista que este proceso de representación, y por tanto de designación de representantes, guardó relación con las dinámicas sociales, económicas y políticas del espacio rioplatense. En la práctica, desde comienzos del siglo XVII la ciudad comenzó a desempeñar un papel central en la comunicación atlántica del área, resultando congruente con la función que desempeñó como nexo entre el mundo atlántico y el espacio peruano, y luego como cabeza de gobernación y sede de obispado. La conjunción de estas circunstancias facilitó la comunicación atlántica del cabildo porteño que, aunque resultó ser el gran protagonista de la interacción de los poderes municipales de la región con la corte, con frecuencia delegó su representación en individuos estrechamente vinculados a otras ciudades del área o compartió con ellas un mismo procurador (Amadori, 2022b). Esto no dejó de tener repercusiones en la gestión de los asuntos encomendados ante la alta administración de la monarquía, puesto que los agentes mantenían posicionamientos diversos frente a los intereses, muchas veces discrepantes, de las facciones capitulares de los distintos enclaves de las gobernaciones del Paraguay y el Río de la Plata. Además, desde comienzos de la década de 1620, cuando la ciudad ya se había convertido en cabeza de una nueva gobernación, se advierte en varios de los poderes y de las instrucciones extendidos por el cabildo de Buenos Aires un alcance local y también regional. Por lo tanto, para evitar que este estudio del momento inicial de las experiencias de interacción presencial de la corporación municipal porteña se desvincule de su contexto de producción, conviene tener presente que la comunicación atlántica debe ser contemplada desde una óptica espacial amplia, y que esta práctica se presentó para las ciudades como un canal que, al tiempo que hacía posible la manifestación en la corte de los intereses de los grupos locales de poder con presencia en los cabildos, también permitía expresar solidaridades y discrepancias, administrar tensiones y, eventualmente, dirimir conflictos propios de unos territorios que experimentaron importantes cambios durante el período comprendido por este trabajo.
Volviendo al estudio específico de los poderes, en varios de ellos se advierte la existencia de mandatos que renovaban el vínculo con agentes que ya estaban representando a la corporación capitular, probablemente con la intención de vivificar un mecanismo de comunicación preexistente.11 Pero en otras ocasiones, en cambio, el otorgamiento de un nuevo poder suponía un intento de habilitar un flamante y exclusivo canal de representación, mediante la revocación de los que la corporación hubiera dado con anterioridad “a todos y cualesquier personas de cualquier calidad, estado y condición”.12 Así ocurrió en 1619, luego de una proliferación de nombramientos ocurrida durante los años anteriores, cuando se designó a Lorenzo López de Izurrategui.13 También hay casos en los que se revocó el poder de un procurador concreto, como ocurrió con Frías, aunque el cabildo se preocupó por aclarar que le mantenía en su buena honra y fama.14
Sin embargo, con frecuencia la extensión de un nuevo poder incrementó el número de representantes que estaban en actividad, contribuyendo de este modo a generar una situación bastante incierta en la que a veces ni los propios capitulares tenían clara la identidad de los agentes cortesanos. Esta circunstancia fue propiciada por una atribución incorporada habitualmente en los poderes que procuraba conferirle cierta flexibilidad al canal de representación y, de este modo, preservarlo de las contingencias individuales: facultaba a sus titulares a trasladarlos a otro u a otros procuradores “que os pareciere e los revocar o nombrar otros de nuevo”.15 Un ejemplo de las dinámicas de representación que habilitaba esta cláusula la encontramos en los traspasos de mandatos que realizó Manuel de Frías, quien se dirigió a la corte para gestionar los asuntos de todas las ciudades de la provincia del Paraguay y Rio de la Plata. La fe de poder presentada al Consejo de Indias por el procurador Pedro de Toro reveló que los poderes de Frías, concedidos por las ciudades de Buenos Aires, Santa Fe, San Juan de Vera, Concepción de Buena Esperanza, Villa Rica del Espíritu Santo, Santiago de Jerez y Villa Rica, habían sido transferidos, a comienzos de 1618, al referido Toro, a Jerónimo Fernández, y a Marcos Gutiérrez de Quevedo, procuradores de número de la corte, y también a Gaspar de Lesquina y a Juan Martínez Calvo, oyentes de negocios en el sínodo.16
Este ejemplo da pie a considerar una situación que comenzó a ser relativamente habitual a partir de finales de la década de 1610, cuando se produjo la reorganización jurisdiccional del área rioplatense mediante la separación de la extensa gobernación del Paraguay y Río de la Plata en dos provincias distintas, con cabeza en Asunción y Buenos Aires respectivamente. Si hasta aquí los poderes que había concedido el cabildo porteño encomendaban una representación del enclave focalizada en los intereses de la ciudad, a partir de este momento comenzó a aparecer una simbiosis entre lo local y lo regional, que instituyó un otorgante de alcance provincial plasmado en escrituras que encargaban a los procuradores de Buenos Aires pedir “lo que en favor de estas dichas Provincias y puerto les pareciere”.17 En esta línea, uno de los poderes extendidos por los capitulares en 1621 sostenía haber:
[...] nombrado por procurador general de esta ciudad y república como cabeza de la provincia a Antonio Eris Gabiria, vecino de esta dicha ciudad y le hemos dado instrucción de lo que ha de pedir y suplicar en nombre de ella a Su Majestad y Real Consejo de las Indias para cuyo efecto y lo demás que de yuso irá declarado le queremos dar poder por tanto poniéndolo en efecto otorgamos por la presente que por nos y en el dicho nombre de los demás regidores que son y en adelante fueren y de esta república y toda su provincia del Río de la Plata de que es cabeza este cabildo damos y otorgamos todo nuestro poder cumplido bastante […] para que en nuestro nombre y de toda la provincia parezca ante su Majestad.18
Del mismo modo, en el mandato otorgado a Miguel de Rivadeneyra en 1628, la corporación manifestaba la voluntad de “nombrar y elegir por tal y poniéndolo en efecto por nos y en vos y en nombre de esta ciudad, vecinos y moradores de ella y demás ciudades de estas provincias como su cabecera como mejor derecho podemos y debemos”.19 Como se constata en ambas citas, no se trataba sólo de encomendar a los agentes la negociación de asuntos de alcance provincial, sino que además estos poderes daban forma a un mandante distinto, de mayor alcance y diversa naturaleza, en virtud de la condición de cabeza de provincia de la ciudad de Buenos Aires. Esta es una cuestión de relevancia para advertir las consecuencias que tenía la pertenencia a una provincia desde la perspectiva de las ciudades, que en la práctica de representar ante la corte volcaban su experiencia del territorio, sus intereses particulares y sus rivalidades (Amadori, 2022b).
El carácter performativo de esta práctica de otorgar un poder de representación, que en este caso además se orientaba a la configuración de una instancia jurisdiccional, también puede trasladarse a la consistencia con la que el cabildo de Buenos Aires procuró perpetuar su posición y sus reclamos en la corte de la monarquía, intentando actualizar constantemente su presencia para exponer sus servicios y sus pesares y, por este medio, asegurar su participación en la economía de gracia real. Dicha continuidad se expresó en algunos poderes que establecían que los podatarios debían acudir a “todos los negocios y causas que están hoy pendientes y las que de presente había y adelante fueren a la corte”, y enviar a la ciudad las cédulas y provisiones que se hubieran obtenido no sólo por sus gestiones sino también por las de sus antecesores.20
El objetivo de la procuraduría solía enunciarse sin demasiadas precisiones en los poderes, aunque con frecuencia los mandatos se ocupaban de ubicara la agencia en un escenario en el que su finalidad estaba sobreentendida, independientemente de cómo se manifestase en términos concretos. Por un lado, probablemente esta indeterminación constituyera una forma de reconocer la libertad -y la liberalidad- con la que se esperaba que actuase el monarca a la hora de atender a las obligaciones derivadas de la economía de la gracia que regulaba, o debía regular, las relaciones entre rey y reino. En este sentido, era habitual que los cabildantes encomendasen a sus agentes la solicitud de mercedes en concepto de remuneración o gratificación de los servicios prestados por los vecinos de la ciudad en el sustento del enclave o en la defensa del estuario. Por otro lado, y coincidiendo con las primeras décadas de existencia de una ciudad que no había conseguido satisfacer las expectativas anejas a la experiencia conquistadora, puede admitirse que la vaguedad del mandato se ajustaba a la necesidad de hacer las diligencias necesarias para asegurar “el bien, pro y aumento de esta ciudad y sus vecinos y moradores”. Es decir, de consolidar el enclave (Amadori, 2015).
Si se repara en las acciones particulares que habilitaban es posible afirmar que los poderes otorgados por el cabildo tendían a adoptar un carácter general, puesto que concedían a los personeros la capacidad de representación en prácticamente todo tipo de asuntos y negocios, tanto judiciales como extrajudiciales. Aunque pueda resultar algo extenso, vale la pena transcribir un párrafo reproducido con ciertas variantes en varias de las escrituras, en el que se aprecia el amplio espectro de la comisión:
Os damos este nuestro poder para en todos nuestros pleitos, causas y negocios, civiles y criminales, motivos y por mover, cuantos hemos y tenemos y esperamos haber y tener y mover con cualesquier personas de cualquier estado, calidad e condición que sean e las tales contra nos en cualquier manera sí demandando como defendiendo y sobre lo susodicho y cada una cosa y parte de ello siendo necesario entrad en contienda de juicio podáis parecer e parezcáis ante cualesquier justicia y jueces de su majestad, eclesiásticos y seglares y haced y hagáis todos los pedimentos, requerimientos, citaciones, protestaciones, emplazamientos, entregas, ejecuciones, presiones, ventas y remates de bienes, tomar y aprehender posesiones y hacer cualesquier juramento de verdad decir y diferirlos en las partes contrarias, presentar testigos, escritos y escrituras y probanzas y otro género de prueba que ha nuestro derecho convenga pedir y sacar cualesquier cartas de descomunión y las hacer notificar e intimar y jurarlas y concluir y ver concluir, pedir y oír sentencias interlocutorias y definitivas y las que se vieren en nuestro favor consentir y de las en contrario apelar y suplicar para allí o donde con derecho debáis seguir y dar quien las siga y para todos los demás autos y diligencias judiciales y extrajudiciales que convengan y menester se han de hacer y que nos haríamos y hacer podríamos presente siendo porque el poder que nos tenemos para ello ese os damos y otorgamos con sus incidencias y dependencia, anexidades y conexidades y con libre y general administración en lo que dicho es y en todo lo demás que sea necesario y os pareciere aunque aquí no vaya especificado.21
Este tono general e indeterminado de los mandatos, que aparenta dejar importantes márgenes de discrecionalidad a los agentes a la hora de intervenir en una cantidad de acciones en representación del cabildo, se ajustaba a la naturaleza de una procuraduría que se desempeñaba en un espacio distante y cambiante, sobre el que la corporación local no disponía de información actualizada y, por lo tanto, no podía ajustar sus instrucciones a las coyunturas de las negociaciones cortesanas. Sin embargo, no conviene soslayar que los poderes tenían como finalidad principal la creación de una relación que le confería a un agente la capacidad de actuar legalmente en nombre de un tercero, convirtiéndose en un mecanismo de comunicación que aseguraba la presencia del cabildo porteño en la corte, en el marco de una cultura compartida que suscribía una representación jurídica del mundo en la que cobraba validez la ficción de la transferencia de poderes y responsabilidades que diluía la ausencia y la distancia (Argouse, 2016: 232-233).
Pese a esto, varios de los poderes estudiados contienen instrucciones bastante específicas sobre los negocios en los que los agentes debían focalizar su atención, lo que le confiere cierta variabilidad a este repertorio documental dentro de un panorama general en el que la tónica predominante es la reiteración de buena parte de su contenido. De todos modos, las disposiciones particulares, ajustadas a las coyunturas atravesadas por la ciudad, solían volcarse en instrucciones que se les conferían a los agentes, junto con los poderes, al momento de iniciar sus comisiones. Según sabemos por las actas capitulares, una parte significativa de los procuradores recibieron instrucciones que, lamentablemente, no siempre están transcritas en el libro de acuerdos.
Del análisis de los encargos específicos contenidos en los poderes, y también de la pervivencia de características formales y discursivas, se constata la práctica habitual de reproducir pasajes apropiados de documentos anteriormente utilizados por el cabildo, en una secuencia irregular que no se agotaba en el simple mimetismo de fórmulas tradicionales sino que también reconocía la introducción de cambios y singularidades que bien podían ser esporádicas o incorporarse de manera más o menos estable a los poderes. Por este motivo resultaría importante atender de forma sistemática a las prácticas de producción documental que utilizó el cabildo en la larga duración.
Tanto los poderes como las instrucciones a los procuradores estaban firmados por la totalidad de los miembros de la corporación, fungiendo los escribanos del cabildo como intermediarios, testigos y garantes de la legalidad del documento. Sin embargo, su autoría solía recaer en los escribanos y en un núcleo bastante reducido de capitulares que disponían de prestigio, de largo tiempo de residencia en la ciudad, de ciertos saberes letrados, de experiencia de gobierno y del territorio, y de una posición favorable en las dinámicas facciosas locales (Amadori, 2022a). Así, por ejemplo, en 1611 y con motivo de haberse vencido las permisiones comerciales que había recibido la ciudad, el cabildo escribió al “procurador don Eugenio Dávila dándole nuevo poder e instrucción para hacer las dichas diligencias y para ello se nombraron por diputados al capitán Felipe Navarro y Miguel de Rivadeneira regidor”.22 Por su parte, la redacción de la instrucción a Juan Romero y de las cartas que se le dieron para la realización de su procuraduría se encomendó al capitán Manuel de Frías y a Bernardo de León, regidor y depositario general de la ciudad. Ambos personajes tenían una dilatada experiencia en la administración local y gran versatilidad a la hora de utilizar saberes letrados.23
Los poderes no establecían un período de duración determinado, sino que iniciaban una relación destinada a perdurar hasta que alguna contingencia determinase su finalización. Hemos referido más arriba algunos ejemplos de escrituras que revocaban poderes otorgados previamente, tal vez como un intento de aclarar el panorama de la representación, terminar con la incertidumbre y, fundamentalmente, asegurar que la voz de la ciudad se oyera directamente de un agente afín al grupo que preponderaba en el cabildo. No obstante, los casos en los que el consejo revocó explícitamente el poder de un agente concreto fueron muy pocos. Más bien, lo habitual consistió en que el vínculo que ligaba a la corporación con un representante llegara su fin por medios menos contundentes. Podía darse por su regreso a la ciudad luego de una experiencia peninsular, o también a raíz de la disolución del vínculo con los agentes de negocios, probablemente por la falta de pago de sus servicios. En este sentido, buena parte de estos agentes desaparece de las actas del cabildo sin dejar rastro alguno de su gestión, tanto de informes enviados desde la corte como de cartas o plata remitidas desde la ciudad.
Resulta significativo constatar que la mayoría de los poderes presentan una relación que distribuye cargas y beneficios de forma desequilibrada, ya que las responsabilidades se concentran en el apoderado mientras que la corporación prácticamente no asume ningún compromiso en este documento.24 Incluso el pago de la representación, que constituía un asunto problemático y gravoso para el cabildo, no aparece establecido en el poder. Claro que la designación como procurador o como agente de negocios podía reportar beneficios tanto de orden simbólico, sobre todo para los miembros de la comunidad local que podían considerar honrosa la elección, como también monetario.25 De hecho, para que la corporación pudiera acceder a los servicios de los profesionales de la gestión cortesana era preciso remitir plata a la península con cierta regularidad, objetivo que para el cabildo no siempre fue posible alcanzar (Amadori, 2022a).
Las instrucciones particulares a los procuradores y a los agentes de negocios se utilizaron como complemento de las escrituras que plasmaban en términos jurídicos un acuerdo entre el cabildo y unos podatarios, dando vida así a un mecanismo de representación de la corporación en la corte de la monarquía. Se trata de directrices que, eventualmente, podían estar incluidas en los poderes pero que, por lo general, se volcaban en instrucciones autónomas con las que la corporación buscaba definir las áreas de acción de sus representantes y guiar su proceder en la corte en el marco genérico aludido de la búsqueda del “bien y pro de la ciudad y de la provincia”.
Aunque el período analizado es bastante extenso, circunstancia que daría pie a esperar un nutrido, heterogéneo y variable repertorio de asuntos a negociar contenidos en los poderes y en las instrucciones, en realidad nos encontramos más bien ante un conjunto bastante monolítico de cuestiones que, en ocasiones, presenta cambios en la mirada, en la forma de abordarlas o, incluso, en el sentido de la negociación que se encomienda. Esta circunstancia se constata en las acusadas semejanzas que presentan varias de las instrucciones que, con frecuencia, reproducían textualmente pasajes o la totalidad de documentos anteriores. Como consecuencia podemos suscribir a la idea de una tradición de peticiones que preservó una fisonomía identificable a pesar del paso del tiempo, del cambio de las circunstancias y, sobre todo, de las alternativas que fueron presentando las dinámicas de poder en la ciudad y, por supuesto, también dentro del cabildo.
No cabe duda de que el asunto que ocupó el papel principal en la atención de los capitulares fue la regulación de los intercambios mercantiles sustanciados en la ciudad de Buenos Aires, los cuales vinculaban el espacio peruano con el mundo atlántico. Como es sabido, el intento de la Corona de evitar abrir una puerta alternativa para la salida de la plata potosina, que distorsionase el flujo de metal que pretendía direccionar hacia la península por medio de la ruta que unía la región minera altoperuana con Lima y desde allí con Panamá, Cuba y finalmente el puerto de Sevilla, llevó al temprano cierre de un puerto que satisfacía la demanda de buena parte de los enclaves ubicados en el sudeste de la Audiencia de Charcas. Promediando la década de 1590, una Real Cédula dispuso la prohibición de los intercambios entre Buenos Aires y Brasil, Angola, Europa y, en general, el arribo al puerto de cualquier embarcación que no tuviese la autorización correspondiente. Como resultado de esta normativa, el comercio legal quedó restringido a la comunicación directa entre Buenos Aires y Castilla por medio de licencias especiales, extensibles a navíos sevillanos por la Casa de la Contratación (Gelman, 1983).
Esta circunstancia se convirtió en el principal dinamizador de la comunicación política atlántica de la ciudad y, en consecuencia, en el asunto que prácticamente todos los poderes e instrucciones otorgados por el cabildo definían como prioritario. La consistencia de la corporación a la hora de peticionar ante la alta administración indiana la apertura del puerto se tradujo en varias concesiones que atenuaron, aunque de forma transitoria, la rigurosidad de la prohibición. En 1602 las gestiones del franciscano Martín de Loyola consiguieron que los vecinos de la provincia obtuvieran la merced de exportar anualmente hacia el Brasil, Guinea e islas vecinas 2.000 fanegas de harina, 500 quintales de cecina y 500 fanegas de sebo, por su cuenta y en barcos propios con tripulación castellana. Las mercancías exportadas debían intercambiarse por algunos productos y manufacturas, pero quedaba terminantemente prohibida la introducción de esclavos. Esta concesión, otorgada inicialmente por seis años, se prorrogó hasta 1618 cuando una nueva cédula autorizó, por el plazo de tres años, el envío de dos navíos anuales al puerto de Sevilla. En el viaje de ida, estas embarcaciones podían recalar en Brasil e intercambiar sus mercancías por productos locales, pero no estaban autorizadas a hacerlo en el viaje de regreso. El nuevo ordenamiento se complementó con diversas medidas que apuntaron a obstaculizar el circuito mercantil que conectaba al puerto con la región minera altoperuana, como el establecimiento de una aduana seca en Córdoba o la prohibición de enviar plata hacia el puerto. Tras la finalización de esta última concesión mercantil, que fue suplicada por los comerciantes porteños, el único comercio ultramarino legalmente admitido fue el de los navíos de registro (Moutoukias, 1988: 71-73).26
Como ha quedado dicho, el dinamismo de este marco normativo es un testimonio contundente de la centralidad que tuvo el orden mercantil rioplatense en las instrucciones a los procuradores y a los agentes de negocios porteños durante todo el período analizado, a pesar de que se experimentaron variantes. En este sentido, las que se le otorgaron a Juan Romero en 1608, las primeras de extensión considerable que se conservan en los acuerdos, son muy ilustrativas de las directrices dadas por la corporación, hasta principios de la década de 1620, para que los agentes procuraran inducir cambios en la regulación del comercio. En ellas se reproducía el discurso de la pobreza de la tierra, que los capitulares instituyeron como eje de sus peticiones a la Corona, y se recordaba el continuo cuidado con el que los vasallos porteños habían servido a la Corona, sin auxilio ni ayuda de costa, sustentando un puerto clave para el envío de tropas a Chile y para asegurar la posesión castellana del Río de la Plata. La instrucción a Romero le encomendaba pedir que las concesiones para comerciar con el Brasil se otorgasen sin límite de tiempo, tipo y cantidad de productos autorizados. Según el texto, se buscaba exportar -junto con la cecina, el trigo y el sebo- otros productos locales, como lanas y cueros, puesto que, como precisan una y otra vez los capitulares, sin la concesión extendida “es imposible los vasallos que en esta ciudad y provincia estamos sirviendo nos podamos sustentar de lo necesario para pasar la vida humana”.27
El aumento de las mercancías que podían intercambiarse legalmente con el Brasil y el incremento de su tonelaje son peticiones que se incorporaron incesantemente a los poderes y a las instrucciones. Las directrices entregadas a Eugenio de Ávila, Manuel de Frías, Sánchez Ojeda, Enrique Enríquez, Francisco de Manzanares, Alonso de Ágreda Vergara, Jerónimo Medrano, Lorenzo López de Izurrastegui, entre otras, dan cuenta de esta circunstancia. Esta persistencia se ajusta a la relevancia que tenían los intercambios con el Brasil para los mercaderes establecidos en el puerto de Buenos Aires, ya que constituía la principal plaza del comercio atlántico rioplatense. En este sentido, no conviene olvidar que cuando el procurador Manuel de Frías, luego de varios años de representar a la provincia en la corte, regresó a la ciudad con una cédula que reemplazaba a las aludidas permisiones con el Brasil por una autorización para comerciar con Sevilla, su embarcación fue recibida con cañonazos que pusieron en riesgo su integridad y manifestaron con contundencia el desacuerdo de la élite capitular porteña con esta nueva normativa (Molina, 1966).
La real cédula obtenida por Frías concedió licencia a los vecinos de la provincia del Río de la Plata para que, por el término de tres años, comerciasen los frutos de la tierra con el puerto de Sevilla.28 La autorización comprendía la navegación transatlántica anual de dos embarcaciones de menos de cien toneladas, las que en el viaje de ida podían recalar en Brasil para intercambiar “las harinas, cecina y sebo y demás cosas que quisieren de las que trajeran de los dichos sus frutos”. El viaje de regreso debía realizarse sin escala para evitar abrir una brecha por la que pudiera sustanciarse el contrabando con las posesiones portuguesas. Como complemento, la cédula prohibió la exportación de plata y el ingreso de esclavos y pasajeros, y se complementó con otra medida: la creación de una aduana seca en Córdoba. A partir de aquí, las “ropas y otras cosas necesarias en dichas provincias” que no se consumieran en el puerto podrían introducirse en el Alto Perú, aunque afrontando los derechos correspondientes al 50% de su valor.29
La nueva orientación que se le dio al comercio rioplatense no surgió de manera espontánea de las negociaciones de Frías, sino que ya estaba contemplada en las instrucciones a los procuradores porteños, pero con navíos remitidos desde Sevilla que complementaran y no sustituyeran a los intercambios con el Brasil. De hecho, ya en las que se le extendieron a Juan Romero en 1608 se le mandaba que negociase, además del aumento de las permisiones de 1602, una licencia para que cada año pudieran acudir al Río de la Plata tres o cuatro navíos desde Sevilla, que cargasen en Buenos Aires corambre y frutos de la tierra para que, en el Brasil, durante el viaje de vuelta, se trocasen por azúcar. También se le encargó solicitar el permiso para extraer plata registrada.30 Este mismo negocio se encomendó en términos semejantes a Rafael Maldonado en 1617.
Tiempo más tarde, durante prácticamente toda la década de 1620, el cabildo volvió sobre la necesidad de ampliar el volumen de la permisión de 1618 y de que la merced tuviera un carácter permanente. En lugar de partir desde Buenos Aires, los regidores aludían en sus instrucciones a la navegación desde Sevilla hacia Río de la Plata, y solicitaban que la merced se extendiera a seis navíos para que pudieran cargar una mayor cantidad de frutos de la tierra. Esta permisión, como se consigna en el poder otorgado a Pedro de Paz y a Juan de Salazar, debía ser “perpetua y no temporal como hasta aquí se ha hecho porque cumpliéndose el tiempo para haber de pedir nueva prorrogación es necesario procurarlo haciendo nuevo gasto a que no puede dar lugar la pobreza de esta república”.31 Esta situación se replicó dos años más tarde con la ocasión que brindó una real cédula de 1624, la cual autorizaba el viaje a Sevilla de dos enviados porteños en los dos navíos autorizados en 1618 para beneficiar los frutos que se transportasen a la Península desde el Río de la Plata y Brasil. También en 1628 y 1629, cuando en instrucciones semejantes se dio la orden de pedir que se les hiciera merced de permitir la navegación por el puerto de:
[...] corambres y otros frutos a la dicha Casa de la Contratación de Sevilla y de su retorno traer por este dicho puerto lo necesario para su sustento, vestuario, casas, herramientas para beneficiar la tierra, esclavos para su servicio, sementeras y guarda de ganados sin embargo de cualquier cédulas y ordenanzas despachadas por su Real Consejo y proveídas por los virreyes, audiencias y otros jueces que lo prohibieron.32
Pero los encargos sobre el ordenamiento mercantil también apuntaron en otras direcciones. Una de ellas consistió en la impugnación de la prohibición dispuesta por una real cédula de 7 de febrero de 1622, la cual establecía que ni el oro ni la plata se llevasen desde las zonas mineras en dirección al Río de la Plata a menos de veinte leguas de la ciudad de Córdoba, macando el término señalado para el comienzo de la interdicción.33 La directriz del cabildo comprendía la suplicación de la normativa y apuntaba a conseguir la licencia para poder utilizar:
[...] de la moneda acuñada oro y plata labrada como lo usaban antes […] porque sin la dicha moneda no es posible vivir ni sustentarse los dichos vecinos y moradores y muy cierto el parecer trabajos, miserias y necesidades como se han padecido y padecen en diez y seis meses que ha se pregonó la dicha Real Cédula con universal daño de todos los estados que amenazan de futuro despoblarse este puerto, sino en el todo la mayor parte con que quedará expuesto a cualquier invasión de enemigos sin resistencia ni fuerzas y a otros peligros y riesgos de los domésticos naturales que cada día los cometen.34
La petición sobre este asunto comenzó en 1623, con el poder dado a Antonio de León Pinelo y a Juan de Amunarriz, y se extendió, al menos, hasta finales del período considerado.35 De hecho, en 1634 el cabildo encomendó a sus representantes que negociaran la autorización para poder ingresar a la ciudad, desde el Perú y Tucumán, cincuenta mil pesos acuñados por año “para poder comerciar entre sí y tener uso de moneda como la tienen los vasallos de Su Majestad para sus necesidades”.36
Otra cuestión referida a los intercambios mercantiles fue el énfasis que durante unos años puso el cabildo en la reforma de las ordenanzas dadas por el virrey Montesclaros para regular las permisiones que la Corona había concedido durante las primeras dos décadas del siglo XVII para que, desde el puerto de Buenos Aires, se comerciase con el Brasil, Angola e islas vecinas. El punto más cuestionado de esta normativa era el que establecía que las permisiones se realizaran en navíos propios con tripulación local para excluir la intermediación portuguesa, que resultaba esencial para realizar la navegación entre el Río de la Plata y el Brasil. Como señala la instrucción a Rafael de Maldonado, esta petición se fundaba en que los “vecinos de este puerto atento que no pueden por su mucha pobreza comprar navíos ni hay pilotos ni gente que entienda de la mar”, añadiendo que si “es fuerza que para que este puerto se conserve y vaya a más como Su Majestad lo espera por su real cédula de permisiones se sirva de concederles que los navíos sean de portugueses como hasta aquí y el piloto y gente de mar también lo sean”.37 Este asunto se reitera en las instrucciones otorgadas entre 1616 y 1619, coincidiendo con los años finales de la referida merced. Esta falta de medios propios con los que navegar las permisiones vuelve a aparecer en las instrucciones en 1621 aunque esta vez para atender al comercio con la península, cuando se le encomendó a Antonio Gabiria la compra de un navío a nombre de la ciudad obligando para ello a los propios y a las rentas del cabildo.38
La proliferación de asuntos mercantiles y de modalidades de ejercer el comercio atlántico no desplazaron a la que resultó ser la principal preocupación del cabildo: el restablecimiento de los intercambios con el Brasil. Aunque durante la década de 1620 el asunto perdió peso en las instrucciones, en la primera mitad de la década siguiente volvió a tomar vigor. Así, por ejemplo, en las instrucciones de 1634 dadas a Eugenio de Castro se retomó el negocio en los mismos términos referidos más arriba, pese a que en esta ocasión el texto capitular se detenía en la fundamentación de la petición, reproduciendo argumentos que ya habían estado sido utilizados en las propias gestiones de los procuradores en la corte. En concreto, la instrucción explicaba el escaso atractivo que tenían los productos porteños para las economías “circunvecinas de la tierra adentro” y su complementariedad con los mercados brasileños.39 Además concluía explicando que:
[ha] mostrado la experiencia que no hay otra provincia tan apropósito para este comercio respecto de que necesita de todos aquellos frutos que en estas se perciben de tal manera que con cada uno de ellos los que por su pobreza no alcanzaren de todos podrán traer remedio de su necesidad porque igualmente ese gasta el sebo, que la lana, la harina, que la carne y el cuero, lo que no tiene ni se puede hallar en el comercio de Sevilla ni de otro algún puerto de España, pues sólo el que tuviere cueros podrá gozar de este beneficio por no haber menester necesidad de los demás géneros.
De este modo, señalaba el motivo del escaso atractivo que había tenido el Río de la Plata para los navíos de registro durante la década de 1620, lo que había provocado que “estas provincias han quedado en miserable estado bien diferente del que gozaron en tiempo de las permisiones del Brasil”.40
Al menos desde mediados de la década de 1600, el cabildo comenzó a posicionar un negocio en sus mandamientos, el cual se prolongaría durante todo el período estudiado: la permisión de ingresar esclavizados a través del puerto desde Angola o Brasil. Más allá de la búsqueda de un resquicio en la prohibición que facilitara su introducción ilegal para proveer a los distintos mercados que jalonaban la ruta hasta Potosí, el argumento de la corporación aludía al lamentable estado de la tierra debido la falta de servicio indígena que experimentaba la provincia. Para el organismo, los motivos de esta escasez eran las epidemias de 1605 y 1606, que habían afectado sensiblemente a las comunidades del área, dificultando las labores en las sementeras y la construcción de una ciudad de adobe que requería constantes intervenciones para mantenerse en pie. Además, según el cabildo, la falta de mano de obra se debía “a la naturaleza de los indios que es muy bárbara y con especialidad los de estas provincias que sin embargo que hace más de cien años que están descubiertas y pobladas de españoles aún hoy en día viven por los campos sin casas y desnudos”.41 Como se desprende de las actas del cabildo, ya en 1606 se ordenó a los representantes solicitar el permiso de “meter trescientos negros para el sustento de esta tierra”.42 Pese a que las instrucciones varían en cuanto al número de esclavizados que deberían solicitarse, en varias ocasiones se aclara que la finalidad de esta merced no consistía en introducirlos en el Perú sino servirse de los que pudieran adquirirse mediante el intercambio de los productos de la tierra.
Sin embargo, en el marco de conseguir flexibilizar el circuito mercantil que la ciudad articulaba entre el espacio peruano y el mundo atlántico, hay poderes de mediados de la década de 1620 y principios de la de 1630 que planteaban la posibilidad de que las mercancías y los esclavizados ingresados por el puerto se internaran en el Tucumán, e incluso en el Perú, pagando los derechos correspondientes en la Aduana de Córdoba. Derechos respecto de los cuales los procuradores debían reclamar su reducción, al igual que de los almojarifazgos que se imponían en el puerto.43 Todo esto, según las instrucciones, apuntaba a revitalizar el contacto con las provincias del interior desde las que se buscaba recibir “muchas cosas de buen precio que no se pueden traer de España tan baratos y todo ha cesado con la prohibición de la dicha moneda”.44 Así, por ejemplo, una instrucción de 1634 solicitaba la permisión de que los vecinos pudieran acudir con sus frutos directamente a Angola para proveerse anualmente de seiscientas piezas de esclavos, “en la forma que entran por Cartagena y San Juan de Ulúa”, y que se les concediese la merced de conducir trescientas de esas piezas hacia Potosí para obtener la plata con la que abonar los derechos de licencia y aduanilla.45
Como solía ser habitual en este tipo de peticiones, el cabildo desplegaba el argumento del beneficio mutuo de una medida que redundaría en el aumento de los derechos reales pagados por su importación por el puerto de Buenos Aires y también por su venta en Potosí. Al mismo tiempo, permitiría a los vecinos liberarse de ocupaciones que le impedían defender la tierra de indios y corsarios.46 Por último, resultaría funcional al incremento de la producción minera y a la reducción de las imposiciones laborales sobre la población indígena, ya que esta vía de importación de esclavizados aseguraría un aprovisionamiento de mano de obra más efectivo y económico para la región altoperuana.47
Una cuestión significativa que abordan los poderes es la organización jurisdiccional del área y también la relación de la ciudad con la Audiencia de Charcas. A comienzos del siglo XVII, cuando se planteó la posibilidad de incorporar el espacio rioplatense a la Audiencia de Chile, la corporación instruyó a su procurador, Juan Romero, para que cuestionase la propuesta en virtud de los inconvenientes derivados de la lejanía de Santiago, mayor que la que separaba a algunas ciudades de la provincia con Charcas, de la limitación a las comunicaciones impuesta por la cordillera, y porque “de esta gobernación no se pueden llevar ganados a Chile como se llevan al Perú de que se valen los de esta gobernación salen a negocios”. También aclaraba que “los negocios y papeles que le están pendientes en la Audiencia de La Plata se van muy dificultosos de sacar de los secretarios y llevar a la ciudad de Chile”, y sugería que el agente propusiese su traslado a Córdoba:
[...] que es un pueblo muy abastecido de grandes cosechas de bastimentos y todos ganados muchos molinos y otras buenas calidades y que está la dicha ciudad en medio de las tres gobernaciones Chile, Tucumán y Paraguay y que algunas de las ciudades de Chile o la mitad de la de aquel reino están de esta parte de la cordillera y estando en Chile la dicha Audiencia solo sirve a tres o cuatro ciudades de Chile que están de aquella parte de la cordillera y estando en Córdoba sirve para todas tres gobernaciones y estando en Córdoba se podría dejar libertad para que las ciudades de Chile que están de aquella parte de la cordillera para que acudiesen con sus apelaciones a la parte que quisieren y les fuere más cómodo o a la Audiencia de Lima o de Córdoba con que todos quedarían con gran comodidad y la tendrían estas dos gobernaciones que es lo que más se debe procurar por ser tan pobres.48
En la primera mitad de la década de 1630, la instrucción a Eugenio de Castro, la más extensa de las conservadas y de gran interés porque recoge y sistematiza la mayor parte de los encargos del cabildo a sus representantes -al menos desde el comienzo del siglo XVII-, plantea nuevamente la reconfiguración jurisdiccional del espacio rioplatense. En ella la corporación, ejerciendo con contundencia su condición de cabeza de la gobernación, ordenó a su agente la gestión del establecimiento de una audiencia en el puerto, cuya jurisdicción debía extenderse a las provincias del Río de la Plata, Paraguay y Tucumán.49 La propuesta sugería la supresión de los tres cargos de gobernador, su reemplazo por el propio tribunal, y dejar los gobiernos locales a cargo de las justicias ordinarias, contemplando eventualmente la posibilidad de establecer corregidores. En el tono del arbitrismo, el escrito sugería un detallado programa para financiar los gastos del nuevo tribunal, sin erogación de la Real Hacienda, por medio de la venta de algunos oficios que se podrían establecer a raíz de los cambios que se estaban proponiendo y de la aludida supresión de los gobernadores. En este mismo tono presentaba los beneficios de la propuesta que permitiría asegurar la defensa y la conservación del puerto “poque es indubitable se aumentará su vecindad y los litigantes que a ella concurrieren ayudaran a ella en caso de necesidad y crecerán los caudales de los vecinos teniendo mejor salida de sus frutos que es el útil de la tierra”.50
Pero contemplando el caso de que el proyecto no fuese aceptado por la Corona y el Consejo de Indias, el cabildo porteño proponía volver sobre los pasos de la organización jurisdiccional de 1617, ya que:
[...] la experiencia ha mostrado los daños que la dicha división ha causado pues habiendo más de cien años que se descubrieron y poblaron estas provincias han durado en aumento y después que el uno y otro gobierno se dividieron de la del Paraguay se han despoblado tres ciudades que son Guayrá, Villarrica y Jerez, no quedando en aquel gobierno más de la ciudad de Asunción y esta tan pobre que se puede temer cada día lo mismo.51
La indicación del cabildo consistía en restablecer nuevamente la extensa gobernación que comprendía a las del Río de la Plata y el Paraguay, unión que debía replicarse también en las jurisdicciones eclesiásticas. El fundamento de esta propuesta contradecía lo que se había esgrimido menos de dos décadas atrás, ya que sostenía que la desaparición de algunas de las ciudades de ambas provincias o la situación adversa que atravesaban algunas de ellas “no subsediera (sic) si los dichos gobiernos estuvieren en uno pues se ayudarán y a expensas comunes acudirán al remedio”.52
Desde la década de 1610, una inquietud casi constante del cabildo, que aspiraba a intervenir en la relación entre la ciudad y la Audiencia, consistía en evitar el envío de jueces de comisión por parte del tribunal. Esta petición se extendía también a los emisarios del Consejo de Indias. Para el cabildo estos comisionados, que tenían como objetivo primordial la investigación del comercio de contrabando realizado a través del Río de la Plata, habían generado una importante carga sobre los vecinos. Según precisan en una instrucción de mediados de la década de 1630, desde 1620 los comisionados habían “sacado de esta ciudad y provincia más de cien mil pesos de salarios y costas y para ello por la pobreza grande de los vecinos se les han vendido sus chácaras, estancias, casa y esclavos, dejándolos en la mayor miseria que puede suceder”. Los reclamos de los capitulares recordaban la existencia de una real cédula que prohibía esta práctica relativamente habitual de la Audiencia, y aspiraban a que las causas de justicia se reservasen para los gobernadores y las justicias ordinarias.53
Al menos desde comienzos de la década de 1610 el cabildo puso su atención en la merced que había recibido la ciudad, por el plazo de diez años, de las condenaciones, penas de cámara y gastos de justicia percibidos en la gobernación para que fuesen aplicados a la construcción del fuerte y a otras obras públicas. Las instrucciones del cabildo apuntaron, por un lado, a la prórroga de la merced por diez años más, negocio que, entre otros, presentó Manuel de Frías al Consejo de Indias. Pero, por otro lado, la corporación procuró que la Corona autorizase que la concesión alcanzase a la hacienda incautada por contrabando, incluyendo a los esclavizados.54 La obtención de recursos fiscales para la construcción y el mantenimiento del fuerte también se buscó mediante la solicitud de que se autorizase la imposición del cobro de un peso por parte del cabildo sobre cada botija de vino que, procedente “de la tierra adentro”, ingresase a la ciudad.55 A diferencia de la persistencia con la que las instrucciones abordaban el tema de las penas de cámara, este asunto se planteó solamente en una de las instrucciones. Algo semejante ocurrió con otro de los argumentos que esgrimió el cabildo para sustentar esta pretensión a las penas de cámara, vinculando su concesión al cumplimiento de lo que se presentaba como la obligación de enviar procuradores a informar a la Corona y al Consejo de Indias de las cosas tocantes al real servicio.56
Junto a estos asuntos que constituyen la columna vertebral de la agenda del cabildo aparecen otros que, a diferencia de aquellos, tienen una presencia esporádica o eventual en las instrucciones. Uno de ellos es el control por parte de los representantes de las gestiones realizadas por los procuradores y agentes de negocios que los antecedieron, y también del dinero que con cierta regularidad se enviaba a la corte.57 Otro es el pedido de que no se impidiese salir de la gobernación a los vecinos o moradores que se dirigieran a la corte, a la Audiencia, y a la ciudad de Lima a gestionar sus negocios ante dichos tribunales.58 Hay, asimismo, algún encargo para inducir la distribución de la gracia real, ya que el cabildo encomendó en alguna ocasión que sus procuradores se opusieran a la venta de oficios de cabildo y de república, para que fueran otorgados como premio a los conquistadores, a los primeros pobladores, y a sus descendientes.59 Algo semejante ocurrió respecto de las encomiendas, ya que la corporación local procuró que, a raíz de la pobreza de las encomiendas rioplatenses y de las características de las comunidades indígenas del área, se prorrogasen las ya concedidas por dos vidas más y las de nuevo otorgamiento se concediesen por cuatro.60 También de forma puntual se incorporó el pedido de que se autorizase el retorno de las permisiones navegadas al Brasil, a pesar de que se hubiese agotado el plazo concedido para su ejecución.61
Resulta curioso que el asunto de la defensa de la ciudad aparezca escasamente representado en las instrucciones otorgadas a los representantes. Sólo de manera puntual se solicitó la aplicación de este tipo de medidas para el puerto en momentos del avance holandés sobre el Brasil portugués, como las aludidas concesiones fiscales o el envío de soldados para el presidio.62 También de forma esporádica se encomendó que se negociase que los vecinos pudieran importar armas y municiones en los navíos de permisión sin pagar derechos e intercambiarlas por frutos de la tierra.63
Finalmente, otro de los asuntos esporádicos reflejó de un modo contundente las dinámicas facciosas del puerto ya que se orientó a desalentar un nuevo nombramiento de Hernandarias como gobernador del Río de la Plata. En concreto, la instrucción a Antonio Eris Gabiria ordenaba recusar a “las personas que pretendieren el gobierno de ella padeciendo alguna o algunas de la excepciones y defectos de los que por las leyes reales están expresados dando las causas y probándolas y sobre ello hagan los juramentos necesarios en ánima de este cabildo”.64 Completaba esta cruzada contra este personaje el poder extendido a León Pinelo y a Juan de Amunarriz, pues encargaba vigilar que el gobernador designado para las provincias del Paraguay y del Río de la Plata no fuese natural de ellas y tuviera experiencia militar.65
El estudio de los poderes y las instrucciones que el cabildo de Buenos Aires extendió a sus procuradores y a sus agentes de negocios nos ubica ante el momento fundacional de un fenómeno que, a pesar del carácter periférico de la ciudad, consiguió que los intereses corporativos se representasen con cierta frecuencia y eficacia ante la Corona y el Consejo de Indias. La doble perspectiva asumida revela, por un lado, las características que acompañaron el alumbramiento de la ficción jurídica que permitió que el cabildo porteño trasladara a un tercero la capacidad para actuar en su nombre, salvando la distancia atlántica y asegurando la proximidad demandada por las interacciones cortesanas. En este sentido, como se ha puesto de manifiesto, el surgimiento de una relación de representación constituyó el momento idóneo para definir no sólo quién o quiénes serían los beneficiarios de la comisión, sino también su extensión, los ámbitos y los negocios que debían atenderse, su alcance jurisdiccional, las condiciones de su ejecución y, eventualmente, de su cese o su traspaso. Todas estas características se ajustaban parcialmente a criterios firmemente arraigados en una tradición jurídica pero también a circunstancias puntuales que, al tiempo que buscaban lidiar con la incertidumbre de una representación a distancia, procuraban ajustarla lo más posible a la voluntad e intereses del grupo de regidores que extendían el mandato.
Por otro lado, este estudio ha permitido reconstruir la agenda de negocios que el cabildo fue definiendo a lo largo de tres décadas de gran vitalidad para la conformación de un marco normativo y jurisdiccional para las gobernaciones del Paraguay y Río de la Plata. Dicha agenda expone la jerarquía concedida a cada uno de los asuntos, los eventuales cambios en los enfoques con los que se fueron abordando, y el pulso de las preocupaciones del cabildo que lo indujeron a procurar su presencia en la corte con el objetivo de satisfacer ciertas necesidades, intereses y aspiraciones a través de su participación en la distribución de la gracia real y en la elaboración de disposiciones para regular algunos asuntos de gran relevancia para la región. Como parece quedar claro, las sucesivas instrucciones destinaron un lugar central a distintos aspectos de la regulación de los intercambios entre el espacio peruano y el mundo atlántico, que se sustanciaban en el puerto de Buenos Aires y afectaban particularmente los intereses de los grupos de poder local con participación capitular. Junto a este núcleo, las directrices a los representantes incorporaron un elenco variable y heterogéneo de asuntos de menor calado que, por lo general, se vincularon de manera más sensible a coyunturas específicas que hacían que su aparición resultara transitoria, esporádica o puntual.
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[1] Sin ánimo de exhaustividad, véanse los trabajos de Mazín Gómez (2007); Glave (2008); Cunill (2015); Cardim y Krauze (2016); Bicalho et al. (2017); Masters (2018 y 2023); Bahena Pérez (2020); Cunill y Quijano (2020a y 2020b); Gaudin (2020a y 2020b); Bautista y Lugo y Díaz Serrano (2020); Mauro (2021); Bautista y Lugo (2021a, 2021b y 2022); Birocco (2021); Amadori (2022a); Puente Luna (2022) y Mira Caballos (2023).
[2] Con la categoría procuradores aludo a aquellos individuos elegidos por el cabildo de Buenos Aires, entre residentes o estantes en la propia ciudad o en la gobernación para que representaran sus intereses en la corte de la monarquía. No eran profesionales de la negociación cortesana, a pesar de que muchos de ellos tuviesen experiencia en esta práctica. En cambio, con la designación agentes de negocios me refiero a los agentes que residían permanentemente en la corte y hacían de las gestiones cortesanas su oficio. Sobre estas figuras véanse Gaudin (2017), Andújar Castillo (2018) y Cunill y Quijano (2020a).
[3] Poder del cabildo de Buenos Aires a Beltrán Hurtado, 25/2/1590 (Levillier I, 1915: 5).
[4] Poder del cabildo de Buenos Aires a Diego Lasarte Molina, Carlos Corso de Leca y Mateo de Aysa, AECBA, II, 2/5/1607, pp. 377-378.
[5] Poder del cabildo de Buenos Aires a Antonio de León Pinelo y Juan de Amunarriz, AECBA, V, 29/5/1623, pp. 370-374.
[7] Poder del cabildo de Buenos Aires a Joan Gutiérrez y Martín de Vera Sainz, AECBA, III, 18/7/1616, pp. 358-360.
[8] Poder del cabildo de Buenos Aires a Rafael Maldonado, Manuel de Frías y Juan Gutiérrez, AECBA, III, 15/7/1617, pp. 451-454.
[9] Para una aproximación a las dinámicas facciosas porteñas y a su plasmación en el seno del cabildo consultar Amadori (2020) y para una visión de conjunto Gelman (1983) y Trujillo (2012).
[10] Véase AECBA, III, 12/4/1616, pp. 327-332 y Memorial de Manuel de Frías visto en el Consejo de Indias, 28/3/1618 (Levillier II, 1918: 109).
[11] Este fue el caso de Manuel de Frías, AECBA, III, 15/71617, pp. 451-454. En febrero de 1605, en un acuerdo del cabildo se leyó una carta de Mateo de Isasti quien solicitaba se le enviase un nuevo poder, AECBA, I, 6/2/1605, p. 120,
[12] Poder del cabildo de Buenos Aires a Beltrán Hurtado, 25/2/1590 (Levillier I, 1915: 5) y Poder del cabildo de Buenos Aires a Antonio de León Pinelo y Juan de Amunarriz, AECBA, V, 29/5/1623, pp. 370-374.
[14] Poder del cabildo de Buenos Aires a Sánchez Ojeda, Enrique Enríquez, Francisco de Manzanares, Alonso Ágreda de Vergara y Jerónimo de Medrano, AECBA, III, 12/4/1616, pp. 333-336.
[15] Poder del cabildo de Buenos Aires a Beltrán Hurtado, 25/2/1590 (Levillier I, 1915: 7).
[16] Fe de poder, Madrid, 5/5/1618 (Levillier II, 1918: 135).
[17] Poder del cabildo de Buenos Aires para Cristóbal de Frías, Joan Gutiérrez y Juan Bautista Parras, AECBA, III, 4/7/1615, pp. 239-243.
[19] Poder a Miguel de Rivadeneyra, AECBA, VI, 18/9/1628, p. 445. En el mismo sentido puede citarse el poder a Antonio de León Pinelo y otros, AECBA, V, 29/5/1623, pp. 370-374.
[20] Poder del cabildo de Buenos Aires para Cristóbal de Frías, Joan Gutiérrez y Juan Bautista Parras, AECBA, III, 4/7/1615, pp. 239-243.
[21] Poder del cabildo de Buenos Aires a Beltrán Hurtado. 25/2/1590 (Levillier I, 1915: 5). El párrafo reproducido, al igual que los contenidos en buena parte de los poderes consultados, contiene frases y establece acciones que pertenecen a un saber propio del mundo letrado pero sumamente extendido, incluso en contextos periféricos y predominantemente legos como lo fue el Río de la Plata al menos hasta la segunda década del siglo XVII. Como puntualizamos en otro lado (Amadori, 2020), esta circunstancia estuvo íntimamente ligada a la presencia en la ciudad de Buenos Aires de algunos infraletrados y a la disponibilidad de textos que pusieron al alcance ciertos rudimentos de la cultura letrada y escribanil. En este sentido, cabe recordar que entre los volúmenes de la excepcionalmente nutrida librería de Juan de Vergara se encontraba la Práctica civil, y criminal, e instrucción de escribanos (1563), de Gabriel de Monterroso, cuyo modelo de poder general para pleitos parece estar presente en los mandatos del cabildo.
[24] Como señala Argouse: “el poder no es un contrato entre dos personas, sino más bien un acto unilateral donde no se hace mención al consentimiento del podatario” (2016: 236).
[26] Sobre la suplicación de disposiciones por parte del cabildo de Buenos Aires véanse Tau Anzoátegui (1992) y Amadori (2020).
[31] Instrucción del cabildo de Buenos Aires a Pedro de Paz y Joan de Salazar, AECBA, VI, 16/8/1624, p. 63.
[32] Poder del cabildo de Buenos Aires a favor de Miguel de Rivadeneira, Gonzalo Romero, Francisco de Mandujana y Juan Bautista de Mena, AECBA, VI, 18/9/1628, p. 446, y Poder del cabildo de Buenos Airea a José de Céspedes, Gonzalo Romero, Francisco de Mandujana y Juan Bautista de Mena, AECBA, VII, 22/7/1629, pp. 74-75.
[34] Instrucciones del cabildo de Buenos Aires a Pedro de Paz y Juan de Salazar. Buenos Aires, AECBA, VI, 7/8/1624, p. 61. En el mismo sentido: Instrucciones dadas por el cabildo a Juan de Vega, Juan de Salazar y Sebastián de Aguilar, AECBA, VII, 16/9/1632, p. 360.
[35] Véase, por ejemplo, la Instrucción del cabildo de Buenos Aires a Pedro de Paz y Joan de Salazar, AECBA, VI, 16/8/1624, pp. 61-62.
[43] Instrucción del cabildo de Buenos Aires a Pedro de Paz y Juan de Salazar, AECBA, VI, 16/8/1624, p. 63.
[44] Instrucciones del cabildo de Buenos Aires a Pedro de Paz y Juan de Salazar. Buenos Aires, AECBA, VI, 7/8/1624, p. 63, e Instrucciones a Eugenio de Castro, AECBA, VII, 3/10/1634, p. 434.
[46] Memorial del procurador Frías visto en el Consejo de Indias, 12 de junio y 16 de noviembre de 1617. Biblioteca Nacional, Argentina, Colección Gaspar García Viñas, tomo 193, 4143, ff. 6 y 16.
[49] Instrucciones dadas por el cabildo a Juan de Vega, Juan de Salazar y Sebastián de Aguilar, AECBA, VII, 16/9/1632, p. 361.
[53] Poder del cabildo de Buenos Aires a Pedro de Paz y Juan de Salazar. Buenos Aires, AECBA, VI, 7/8/1624, pp. 57-58. Instrucciones a Eugenio de Castro, AECBA, VII, 3/10/1634, p. 433.
[54] Instrucciones al procurador Eugenio de Ávila, AECBA, II, 7/6/1611, pp. 361-363 y Poder a Manuel de Frías, AECBA, II, 16/7/1612, pp. 437-441.
[56] Instrucciones dadas por el cabildo a Juan de Vega, Juan de Salazar y Sebastián de Aguilar, AECBA, VII, 16/9/1632, pp. 361-362.
[57] Véase, entre otras, la Instrucción a Juan Romero, AECBA, I, 30/06/1608, p. 507, y el Poder a Antonio Eris Gabiria, AECBA, V, 27/5/1621, pp. 71-75.
[58] Instrucción del cabildo de Buenos Aires a Pedro de Paz y Joan de Salazar, AECBA, VI, 16/8/1624, p. 64.
[62] Poder a favor de Miguel de Rivadeneira, Gonzalo Romero, Francisco de Mandujana y Juan Bautista de Mena, AECBA, VI, 18/9/1628, pp. 445 y ss. Instrucciones dadas por el cabildo a Juan de Vega, Juan de Salazar y Sebastián de Aguilar, AECBA, VII, 16/9/1632, p. 359.