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Mariana Larison
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad de Buenos Aires, Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina
Recibido el 02/10/2020. Aceptado el 27/11/2020.
Resumen
Phénoménologie de la perception es, sin duda, una de las obras más potentes del pensamiento francés del siglo XX. Allí se plantea una pregunta antigua y novedosa al mismo tiempo, en el cruce de la filosofía fenomenológico-existencial con diversas disciplinas que se ocupan del viviente humano: ¿quién es el sujeto de percepción? Merleau-Ponty responderá en esta obra ya clásica: el cuerpo vivido. Éste será, a su vez, caracterizado como un tipo particular de movimiento, que, en el camino de la fenomenología existencial, adquiere la forma de un movimiento intencional, de una trascendencia y, finalmente, de un movimiento de temporalización que es, en términos husserlianos, la propia subjetividad. Tomando como punto de partida estos análisis, buscaremos desarrollar en este trabajo la tesis según la cual el cuerpo vivido debe comprenderse, en Phénoménologie de la perception, como un movimiento subjetivo transpersonal. Para desarrollar esta idea, partiré de un panorama general sobre el problema de la relación entre cuerpo, movimiento y vida frente al cual Phénoménologie de la perception se presenta como una continuidad y como una ruptura. En segundo lugar, presentaré los conceptos fundamentales que conducen a la concepción merleau-pontyana del cuerpo vivido como movimiento subjetivo para, en tercer lugar, centrar mi lectura en las posibilidades abiertas por este análisis de la experiencia corporal que denomino transpersonal.
Palabras clave: Corporalidad, Movimiento, Tiempo, Transpersonal, Merleau-Ponty.
Abstract
Phénoménologie de la perception is undoubtedly one of the most powerful works of French 20th century thought. It poses an ancient and new question at the same time, at the crossroads of phenomenological-existential philosophy with various disciplines that works on the living human being: who is the subject of perception? Merleau-Ponty will answer in this already classic work: the lived body. There, the lived body will be characterized as a particular type of movement, which, in the path of existential phenomenology, acquires the form of an intentional movement, of a transcendence and, finally, of a movement of temporalization that is, in Husserlian terms, the very subjectivity. Taking these analyses as a starting point, we will try to develop in this paper the thesis according to which the lived body must be understood, in Phénoménologie de la perception, as a transpersonal subjective movement. In order to develop this idea, I will start with a general overview of the problem of the relationship between body, movement and life, in front of which Phénoménologie de la perception is presented as a continuity and as a rupture. In the second place, I will present the fundamental concepts that lead to the Merleau-Pontyan conception of the lived body as a subjective movement. In the third place, I will focus my reading on the possibilities opened by this analysis of the body experience that I call transpersonal.
Keywords: Corporality, Movement, Time, Transpersonal, Merleau-Ponty.
Introducción
Phénoménologie de la perception es, sin duda, una de las obras más potentes del pensamiento francés del siglo XX. Allí se plantea una pregunta antigua y novedosa al mismo tiempo, en el cruce de la filosofía fenomenológico-existencial con diversas disciplinas que se ocupan del viviente humano (como la neurología, la biología, la psiquiatría, la psicología, el psicoanálisis, la fisiología o la teoría marxista de la historia): ¿quién es el sujeto de percepción?
La pregunta por el alcance y límite de nuestra percepción es en efecto antigua como la filosofía. La perspectiva de análisis es sin embargo novedosa: lejos del discurso tradicional de la filosofía —al menos desde la modernidad— sobre el conocimiento humano, el análisis de la percepción no se desarrollará en Phénoménologie de la perception a través de un análisis del yo entendido como una consciencia reflexiva o de un sujeto trascendental. Tampoco se realizará a partir de un estudio objetivo de procesos objetivos, como suelen abordar las ciencias del viviente el estudio de la sensibilidad. Su propuesta es la descripción y el análisis de la percepción vivida, en el sentido preciso de un fenómeno experimentado por un sujeto viviente, al que reconoce como cuerpo vivido.
El cuerpo vivido, en tanto sujeto de percepción, es a su vez caracterizado como un tipo particular de movimiento, cuyo móvil es esencialmente definido por una unidad espacial sensible y temporal, que, en la estela de la fenomenología existencial, adquiere la forma de un movimiento intencional, de una trascendencia y, finalmente, de una temporalización-temporalizante que es, en términos husserlianos, la propia subjetividad.
Ahora bien, que un cuerpo sensible delimite el campo de un movimiento subjetivo no va de suyo. Muchos siglos pasaron desde las primeras reflexiones filosóficas sobre la relación entre cuerpo, vida y movimiento en la antigüedad, a las que debemos sumar la tardía —en esta historia— noción de subjetividad. Corresponde a lo propiamente novedoso de las reflexiones de Phénoménologie de la perception que esta articulación adquiera un sentido hasta entonces inexplorado y que, por diversos avatares históricos, recién hoy parece encontrar las condiciones de audibilidad adecuadas. Me refiero a las condiciones que ofrece la urgencia de una reflexión sobre las diversas dimensiones de la subjetividad corporal: sobre la dimensión social y política de los cuerpos, sobre la diversidad de los cuerpos sexuados, genéricos y afectivos, sobre la noción de persona extendida al campo del viviente no humano, sobre la insuficiencia de los conceptos decimonónicos de naturaleza y cultura, y finalmente sobre las nociones mismas de tiempo y espacio en un escenario de virtualización creciente. Todas estas cuestiones se reencuentran, desde mi punto de vista, en esa intuición que Merleau-Ponty colocó en la base de sus descripciones sobre el fenómeno perceptivo hace 75 años, y que podríamos enunciar de la siguiente manera: el cuerpo vivido es un movimiento subjetivo transpersonal.
Me gustaría en este texto desarrollar esta idea. Partiré de un panorama general sobre el problema de la relación entre cuerpo, movimiento y vida frente al cual Phénoménologie de la perception se presenta como una continuidad al mismo tiempo que como una ruptura. En segundo lugar, abordaré los conceptos fundamentales que conducen a la concepción merleau-pontyana del cuerpo vivido como movimiento subjetivo para, en tercer lugar, centrar mi lectura en las posibilidades abiertas por este análisis de la experiencia corporal que denomino transpersonal.
I
Como sabemos, a partir de Aristóteles el estudio de los entes que son por naturaleza se define como el estudio de los entes que tienen en sí mismos la causa de su movimiento, es decir, la fuerza que los impulsa a su lugar propio en el cosmos. Entes de este tipo son los seres vivos —hombres, plantas y animales— pero también los cuerpos inanimados compuestos de los cuatro elementos —agua, aire, fuego, tierra—. La diferencia entre ellos reside en el tipo de movimiento que los caracteriza, y no tanto en el carácter autónomo de su movilidad: a unos la generación y la corrupción, a los otros la traslación. En el mundo aristotélico, el estudio de las cosas por naturaleza incluye así todos los seres sujetos a movimiento: tanto los objetos de la zoología como de la óptica, tanto los de la botánica como los de la meteorología.
Esta concepción del movimiento de los seres naturales, que supone un principio, fuerza o ímpetu como su causa interna, va a continuar en líneas generales hasta el siglo XVII, cuando Galileo abandona la idea de “ímpetu”, y en general la pretensión de explicar el origen metafísico de la fuerza, para dedicarse a sus efectos cuantitativos. Así surge la física matemática. A partir de entonces, el principio del movimiento, aquella fuerza que mueve los entes, no será más concebido en las cosas, y el movimiento no designará más un tipo de seres —los naturales— sino un estado: el estado de un cuerpo definido relativamente al reposo de otro cuerpo.
En ese contexto efervescente que fue la revolución científica, política y cultural del XVII, Descartes —padre de la filosofía pero también de la mecánica modernas— concluye el pasaje de la física clásica a la física matemática eliminando de su mecánica la noción misma de ímpetu como fuerza interna de los cuerpos. A partir de la ley de inercia (propuesta por Benedetti tiempo antes) y del principio de conservación de movimiento (sostenido por Descartes y Beeckman), la física abandona —temporalmente— la noción de fuerza.1
Consecuencia inevitable de este proceso es que los seres naturales dejaron de ser objetos de estudio en relación al movimiento, constituyéndose así los ámbitos separados de la mecánica y de la fisiología. El estudio del viviente humano, en este sentido, quedó dividido en dos campos: el de la filosofía y el de la fisiología.
La fisiología cartesiana ofrece una concepción del cuerpo viviente como un conjunto de partes que se transmiten el movimiento lineal y causalmente, tal como sucede con todas las partes del mundo físico. Con Descartes se desliga así el principio del movimiento, no solo de los entes naturales como categoría general, sino de los cuerpos vivientes en particular, y por tanto del viviente humano. Éste será definido desde entonces por la sustancia pensante, y no por su cuerpo o sustancia extensa. La sustancia pensante será, por su parte, considerada sujeto de toda experiencia personal o, para decirlo con precisión —precisión sobre la que volveremos al final de este trabajo— de toda experiencia en primera persona.
Luego del momento cartesiano, el movimiento de los cuerpos vivos no será interrogado en su especificidad hasta los desarrollos de la medicina y de la fisiología del siglo XVIII. Los fisiólogos ingleses pero sobre todo los franceses, como Destutt de Tracy, Cabanis o Bichat (los llamados ideólogos), introdujeron el análisis de las sensaciones de los órganos internos, de los movimientos internos y de los movimientos corporales voluntarios.
La influencia de los fisiólogos será central en una nueva forma de pensar la relación entre movimiento y fuerza en el viviente en general y en el humano en particular: sería desde entonces posible pensar una fuerza vital extraña al ámbito de la representación, de la “sustancia pensante”. Un principio de movimiento de los cuerpos vivientes que no se reduce al movimiento mecánico pero tampoco a la voluntad transparente de la consciencia.
Representantes primeros de esta corriente que podemos llamar “vitalista” y discípulos directos de los fisiólogos fueron dos pensadores fundamentales —aunque muchas veces olvidados— en la filosofía del siglo XIX europea: Maine de Biran y Schopenhauer. Ambos filósofos elaboraron filosofías que, a pesar de sus diferencias, dieron lugar a la idea de un cuerpo propio como cuerpo del viviente humano. Ambos tuvieron en común el esfuerzo por pensar un impulso vital como su componente fundamental, dando lugar de este modo a una concepción del cuerpo propio y del viviente humano fuera del primado y hegemonía de la consciencia —espíritu o alma—, de sus facultades soberanas —la razón— y de sus productos —las representaciones—. El cuerpo en tanto humano apareció entonces tematizado, desde el punto de vista filosófico, a partir de sus movimientos propios, de las fuerzas que lo rigen y de su carácter viviente.
Sin embargo, las perspectivas vitalistas, concentradas en el orden de la fuerza para dar cuenta del viviente humano, mantuvieron indefectiblemente una perspectiva dual. En este marco, la fuerza vital como impulso del movimiento de los cuerpos no es un impulso interno al movimiento, una causa sui del movimiento del cuerpo en cuanto propio, en cuanto cuerpo mío, sino que se trata de una fuerza o impulso de la vida. Un impulso que se instancia en los individuos para dar lugar a los movimientos de la voluntad libre, pero los trasciende y no se define por ellos. Es, en términos de Schopenhauer, un “ímpetu ciego e irresistible” que atraviesa, se agita y se esparce por todo el universo. O, en términos de Maine de Biran, una “fuerza hiperorgánica” o “hipersensible” que debe escapar a toda representación y se manifiesta en los movimientos de la voluntad que no pueden explicarse por el mero movimiento de los órganos. Por eso, para un pensador como Maine de Biran, la fisiología se ocupa de los movimientos orgánicos en los que nada como una fuerza hiperorgánica puede reconocerse, y la psicología en cambio aparece desde el momento en que una voluntad libre, una fuerza hiperorgánica, se manifiesta.
Pues bien, no será sino hasta fines del siglo XIX y comienzos del XX que una nueva concepción del movimiento, ligada a una nueva forma de entender el cuerpo del viviente humano y el fenómeno perceptivo llegará para redefinir los términos del problema, de la mano de la nueva psicología experimental y de los análisis constitutivos de la fenomenología. Es esta redefinición la que alcanza, desde nuestro punto de vista, su punto más acabado con la fenomenología de la percepción merleau-pontyana —y más precisamente en su obra homónima, Phénoménologie de la perception—, en la medida en que ésta logra re-elaborar y pensar de manera radical, por un lado, los desarrollos de la nueva psicología experimental en la vertiente que se conoció como Gestalttheorie o teoría de las formas y, por otro, la fenomenología en su variante genética y ontológico-existencial, para dar lugar a una novedosa forma de comprender la relación entre movimiento, cuerpo, vida subjetiva y vida personal.
II
¿Qué propone pues Phénoménologie de la perception2 frente a —y cómo se inscribe en— el problema de la relación entre movimiento, cuerpo, subjetividad y vida personal a partir de los elementos mencionados? Propone muchas cosas: una superación del dualismo consciencia-cuerpo, la primacía de la dimensión corpórea en la experiencia vivida del sujeto, la integración de todas las esferas de la vida subjetiva (perceptiva, afectiva, sexual, práctica, emocional o motora) y la imposibilidad de separarlas de manera pura en facultades o dominios ontológicos diversos, entre algunas de sus tesis más importantes. Estas se desprenden de las descripciones de la experiencia corporal que retoman y re-elaboran, como dijéramos, conceptos fundamentales de los nuevos saberes de finales del siglo XIX y comienzos del XX: me refiero a conceptos como los de esquema corpóreo, comportamiento o intencionalidad motriz, entre algunos de los más importantes. Me gustaría sin embargo mostrar en lo que sigue que estas nociones adquieren una radicalidad impensada a partir de la forma en que Merleau-Ponty articula allí, por primera vez —aunque todavía de forma implícita— no solo una forma de comprender el cuerpo, y por tanto la espacialidad vivida, sino también una nueva forma de pensar la temporalidad vivida corporalmente y, a partir de ella, la noción misma de primera persona.
Según lo dejan ver las descripciones realizadas por Merleau-Ponty desde las primeras páginas de la obra de 1945, el cuerpo contiene una lógica del mundo, es un proyecto de mundo, anterior a todo proyecto particular. El cuerpo es, como el mundo vivido, unitario y espacial. Existe una unidad del cuerpo propio que antecede a la del mundo percibido, y la fundamenta. La textura sensible del mundo aparece inscripta en el cuerpo propio y por eso nuestro cuerpo es el medio del que disponemos para aprehender el mundo.
Esta idea de unidad tanto como de espacialidad originarias se inspiran, recordémoslo, en los desarrollos sobre la vida anímica elaborados por Husserl en Ideas II,3 análisis en los que Husserl encuentra la especificidad del cuerpo vivido a partir de un análisis constitutivo de los cuerpos que revela una diferencia esencial entre dos tipos de cuerpos: el Leib —el cuerpo en vida y sujeto de experiencias— y el Körper —el cuerpo no-viviente, sensible pero no sintiente, sentido pero no experimentante.
Una de las razones de esta distinción surge de la experiencia del cuerpo como espacio sintiente. Husserl describe el cuerpo como un espacio sintiente, portador de sensaciones localizadas (las diversas sensaciones táctiles por las que vivimos el propio cuerpo), de sensaciones cinestésicas (por las que vivimos el movimiento desde dentro), y de sensaciones cenestésicas (por las que experimentados de modos diversos el volumen de nuestro cuerpo) (cf. Husserl, 2005: III, §36); tenemos experiencia entonces de un cuerpo como espacial en la misma medida en que se nos revela como sintiente, y en esto radica su diferencia fundamental con la espacialidad de los objetos sensibles pero no sintientes, cuya unidad es externa y no interna. La espacialidad del propio cuerpo nada tiene que ver con la espacialidad homogénea y matemática que estudia la geometría. Se trata de es una espacialidad de situación —existencialmente absoluta— y no de posición —geométricamente relativa—. Esto significa que, para el sujeto de percepción, su cuerpo ocupa un lugar absoluto: es el punto cero de la distancia de los objetos, es la medida de sus dimensiones, es la referencia de sus posiciones.
La palabra “aquí”, aplicada a mi cuerpo, no designa una posición determinada con respecto a otras posiciones o con respecto a unas coordenadas exteriores, sino la instalación de las primeras coordenadas, el anclaje del cuerpo activo en un objeto, la situación del cuerpo ante sus tareas (Merleau-Ponty, 1994: 117).
Es una espacialidad que se revela reflexivamente, pero en una reflexión “práxica” y no teórica, en la medida en que el sujeto de percepción se comporta orientado por fines de diversa índole pero, en primera instancia, prácticos. Como bien lo señala Merleau-Ponty, el cuerpo se conoce como un cuerpo espacial en la medida en que interactúa con su medio en vistas a la realización de fines prácticos, esto es, en la medida en que mantiene una relación perceptivo-vital con su mundo.
[…] si mi cuerpo puede ser una “forma” y si puede haber delante de él unas figuras privilegiadas sobre unos fondos indiferentes, es en cuanto que está polarizado por sus tareas, que existe hacia ellas, que se recoge en sí mismo para alcanzar su objetivo, y el “esquema corpóreo” es finalmente una manera de expresar que mi cuerpo es-del-mundo (Merleau-Ponty, 1994: 117).
La noción de esquema corpóreo, proveniente de la neurología, fue acuñada para dar cuenta de la consciencia de la posición espacial del cuerpo a partir de su relación con experiencias táctiles y proprioceptivas (esto es, sensaciones que informan sobre la posición relativa de componentes internos).4 A partir de este primer esbozo, y junto con la noción de “imagen corpórea”, proveniente de la psiquiatría (y que designa la imagen o representación consciente que formamos nuestro cuerpo, construida a partir de impresiones sensoriales y elementos libidinales inconscientes y formadas socialmente),5 Merleau-Ponty construye una nueva definición de esquema corpóreo, entendiéndolo ahora como una estructura o forma dinámica que organiza el saber no temático (i.e., un saber no intelectual) que el cuerpo posee sobre sí mismo en relación a su situación existencial. Este saber es un saber práctico, dirá Merleau-Ponty, que solo se revela en la acción, en la medida que las situaciones perceptivas producen comportamientos en función de fines u objetivos vividos y no intelectivos. En este sentido, el cuerpo es el lugar de una practognosia.
La experiencia motriz de nuestro cuerpo no es un caso particular de conocimiento; nos proporciona una manera de acceder al mundo y al objeto, una “practognosia” que debe reconocerse como original y, quizás, como originaria (Merleau-Ponty, 1994: 157-58).
A partir de la noción de esquema corpóreo, podemos entender el cuerpo como un comportamiento estructurado dinámicamente, es decir, como una actividad orientada. Una actividad en la que interviene un organismo, un mundo vivido con sus sensibles, sus significados, sus proyectos y su situación; es decir, un mundo que es siempre un mundo de la vida —aquel que habitamos, dirá Husserl, en nuestra actitud natural.6
La noción de comportamiento que surge de los análisis de PhP —y ya elaborada desde su primera obra, La estructura del comportamiento—, por su parte, debe mucho a la noción gestalista de estructura, y muy particularmente a los análisis de Kurt Goldstein y su teoría del organismo (Goldstein, 1951). Merleau-Ponty ve bien en Goldstein, neuropsiquiatra dedicado al estudio de casos de trauma de posguerra, que no se puede entender el comportamiento del organismo como un mecanismo de partes atómicas. Según las tesis de Goldstein, el cerebro y todo el organismo participa de algún modo en cada operación parcial del sujeto. El organismo es un comportamiento, y éste es una estructura (Aufbau) en la que todos sus componentes operan en red y son una función de este entramado de correlaciones. La unidad estructural del organismo puede ser analíticamente separada en aspectos internos o externos, corporales y mentales, en funciones diversas, pero no debe olvidarse que se trata en todos los casos de abstracciones de una estructura unitaria. En esta perspectiva, el organismo, lejos de la mirada causal de la fisiología clásica, es una estructura en la que cada momento se encuentra en una interdependencia funcional con los otros, guardando entre sí relaciones sinérgicas e integradas. Y no solo “hacia adentro”, sino también “hacia afuera”, pues el organismo es también una función de relación con el mundo y los otros, un momento o subestructura de una estructura más amplia, que es el comportamiento. Con la noción de comportamiento, por tanto, la espacialidad corpórea excede y avanza sobre los límites meramente orgánicos. La noción de comportamiento, en esta perspectiva, llega incluso a las capas más profundas del organismo, en las que las teorías tradicionales del reflejo solo parecen ver movimientos mecánicos.
Los reflejos nunca son procesos ciegos: se ajustan a un “sentido” de la situación, expresan nuestra orientación hacia un “medio de comportamiento”, así como la acción del “medio geográfico” sobre nosotros. Dibujan a distancia la estructura del objeto sin esperar sus estimulaciones puntuales. Es esta presencia global de la situación lo que da un sentido a los estímulos parciales y aquello que hace que cuenten, valgan o existan para el organismo (Merleau-Ponty, 1994: 97-98).
Por esta razón, para Merleau-Ponty, en la estela del Husserl de Ideas II, la intencionalidad perceptiva no es originariamente un acto de consciencia sino un comportamiento motor.
Recordemos que en la segunda parte de Ideas II, dedicada a la constitución de la vida anímica, el cuerpo vivido (Leib) es descripto de manera esencial como un órgano de la voluntad. Es un cuerpo capaz de movimientos subjetivos, libres e inmediatos: es el único cuerpo que puede moverse, y es un medio para mover de manera mediata otros objetos. Este aspecto del análisis de la vida anímica es sin duda fundamental para la elaboración de una nueva dinámica centrada en el carácter subjetivo del cuerpo, dinámica reducida hasta entonces solo y exclusivamente al ámbito de la consciencia y sus representaciones. Para Husserl, en el caso del cuerpo vivido, la fuerza causa del movimiento es la voluntad subjetiva.
Para Merleau-Ponty, por su parte, esto significa que la intencionalidad es ante todo una intencionalidad motriz. La intencionalidad motriz designa una manera originaria de comportarse, aquella que enlaza percepción y acción, en vistas a la realización de un fin práxico. Un comportarse que arrastra toda nuestra subjetividad corporal en un “ir hacia”, que es la expresión de una función única: la extaticidad de la existencia, su estar siempre fuera de sí. En otros términos, la existencia como trascendencia, moto del existencialismo, se encarna existenciariamente —y no de modo contingente— en un cuerpo. Y la intencionalidad motriz, poder subjetivo originario, solo se manifiesta en vistas a la unidad intersensorial de un mundo. El mundo, por su parte, si es un plexo de significaciones, lo es ante todo por ser un plexo de sensibles. Los movimientos corporales se aprenden cuando se incorporan a un mundo, es decir, a un proyecto motor.
[Las aclaraciones anteriores] nos permiten comprender, finalmente, sin equívocos la motricidad como intencionalidad original. La consciencia es originariamente no un “yo pienso que”, sino un “yo puedo”. […] La visión y el movimiento son maneras específicas de relacionarnos a unos objetos y si, a través de todas esas experiencias, se expresa una función única, es ésta el movimiento de existencia, que no suprime la diversidad radical de los contenidos porque los vincula, no situándolos a todos bajo la dominación de un “yo pienso”, sino orientándolos hacia la unidad intersensorial de un “mundo”. El movimiento no es el pensamiento de un movimiento, y el espacio corpóreo no es un espacio pensado o representado (Merleau-Ponty, 1994: 154-155).
La noción merleau-pontyana de comportamiento, entendida como actividad orientada a la acción, nos permite comprender diversos niveles de producción de sentido que no se distinguen pues a partir de registros esencialmente diferentes (consciente o corpóreo), sino en todos los casos como modos de acción significativa. En el viviente humano, para Merleau-Ponty, esta integración estructural se da en el más alto grado:
Es imposible superponer en el hombre una primera capa de comportamientos que llamaríamos “naturales” y un mundo cultural o espiritual fabricado. En el hombre todo es fabricado y todo es natural, como quiera decirse, en el sentido de que no hay un solo vocablo, una sola conducta, que no deba algo al ser simplemente biológico —y que al mismo tiempo no rehúya la simplicidad de la vida animal […]. Ya la simple presencia de un ser vivo transforma el mundo físico, revela aquí unos “alimentos”, allí un “escondrijo”, da a los “estímulos” un sentido que no tenían. Con más razón, la presencia de un hombre en el mundo animal. […] (Merleau-Ponty, ١٩٩٤: ٢٠٦).
Del mismo modo que el cuerpo se revela a través de su comportamiento como una unidad sensible integrada en la acción, se revela como una unidad temporal. Y esta unidad se manifiesta en un movimiento que trasciende el presente actual del cuerpo. Para decirlo en otros términos, el carácter temporal del movimiento corporal lo convierte en la sede de una historia. “El espectáculo percibido no es ser puro. Tomado exactamente tal como lo veo, es un momento de mi historia individual […]” (Merleau-Ponty, 1994: 249).
Merleau-Ponty encuentra los trazos de esta historia a partir de las descripciones —presente en casi todos los ejemplos tomados de la vida perceptiva— de la imposible reducción de las capacidades perceptivas a las capacidades del cuerpo anatómico actual. Introduce para dar cuenta de ésta una distinción que hará escuela: la distinción entre cuerpo actual y cuerpo habitual. De este modo, señala una distancia, operante en todo comportarse corpóreo, entre las capacidad actuales del cuerpo y su historia —ese espesor temporal que lo habita bajo el modo de lo “inactual”—. Ejemplo eminente de esta imposible reducción es el caso del miembro fantasma, analizado largamente por Merleau-Ponty, ya estudiado por Descartes y sujeto, aun hoy, a sesudos debates en el campo de la psicología, la psiquiatría, la neurobiología o las ciencias cognitivas. De manera eminente, el caso del miembro fantasma (la experiencia vivida —a través del dolor— de un miembro amputado) pone de manifiesto que el cuerpo, tal como es vivido, no puede nunca reducirse al cuerpo anatómico presente (o ausente).7 Digamos, más precisamente: no puede ser reducido a un presente corporal que se define exclusivamente como actualidad, esto es, como un presente completamente actualizado, despojado de todo espesor y profundidad.
Tomando pues como un aspecto constitutivo de nuestra experiencia vivida la imposible reducción del cuerpo propio a un cuerpo completamente actualizado, Merleau-Ponty introduce las nociones de “cuerpo actual” y “cuerpo habitual”, distinción que se funda, por su parte, en dos dimensiones temporales de la subjetividad perceptora.
En efecto, esta distinción nos enseña la posibilidad de pensar un modo particular de integración temporal que se revela en la experiencia corpórea: el cuerpo vivido revela una integración de su experiencia en niveles temporales diversos, pero que dejaría esencialmente oculto, en todo fenómeno, una densidad subjetiva bajo el modo de lo inactual. Toda la cuestión será, ciertamente, comprender bien el sentido de esta “inactualidad”. Pero, en cualquier caso, podemos ya afirmar que los diversos registros temporales no se desarrollan solo, ni en primer lugar, en el ámbito de lo actual, esto es, de lo actualmente dado ante la consciencia: quien absorbe e interpreta aquí es el cuerpo. Pero se trata de un cuerpo que funda, por lo mismo, el ámbito de una historicidad personal, un estilo individual que, por desligarse de la esfera de las representaciones y actos voluntarios adquiere el espesor de lo inconsciente.8
No sorprende entonces que el modo de explicar el movimiento temporal que opera en la constitución de la vida subjetiva sea ni más ni menos que la noción psicoanalítica de represión (en francés refoulement, el mismo término utilizado por nuestro autor). Pues, ¿cómo explica Merleau-Ponty la génesis de la habitualidad corpórea, esa dimensión de lo inactual que habita nuestro comportamiento? ¿Cómo describe la estructura temporal que la sustenta? A partir de la represión freudiana. ¿Cómo? A partir de una analogía entre la formación de vida pre-personal y la formación de lo inconsciente.
Recordemos que, según la definición del fenómeno de represión que ofrece el diccionario de psicoanálisis: “[...] La represión es particularmente manifiesta en la histeria, si bien desempeña también un papel importante en las restantes afecciones mentales, así como en la psicología normal. Puede considerarse como un proceso psíquico universal, en cuanto se hallaría en el origen de la constitución del inconsciente como dominio separado del resto del psiquismo” (Laplanche y Pontalis, 1996: 375, cursivas mías).
Merleau-Ponty apela, en efecto, al concepto psicoanalítico de represión para dar cuenta del modo en que los momentos y eventos que conforman nuestra vida subjetiva se solapan unos a otros, se relacionan y se generan en direcciones diversas, se generalizan. En las situaciones traumáticas, aquellas regidas por el fenómeno de represión, el tiempo impersonal, afirma Merleau-Ponty, fluye. Las percepciones se suceden unas a otras, unas tras otras. Pero el tiempo personal queda atado, retenido, deja de fluir. No como acontecimiento consciente, sino como cierta forma que se repite, como modalización del presente a partir de un presente ya sido, al modo de un estilo, con cierta generalidad. En la interpretación merleau-pontyana del fenómeno de represión, la experiencia reprimida opera como un presente que cobra un privilegio especial y condena los momentos sucesivos a la repetición de cierta estructura existencial.
Continuamos siendo aquél que un día entró en este amor de adolescente, o aquél que un día vivió en este universo parental. Nuevas percepciones sustituyen a las percepciones antiguas, pero esta renovación solo interesa al contenido de nuestra experiencia y no a su estructura, el tiempo impersonal continúa fluyendo, mientras que el tiempo personal está atado. [...] La experiencia traumática no subsiste en calidad de representación, bajo el modo de consciencia objetiva y como un momento que tiene su fecha; le es esencial el no sobrevivirse más que como un estilo de ser y en un cierto grado de generalidad (Merleau-Ponty, 1994: 99).
Según la descripción merleau-pontyana entonces el ámbito que corresponde a la habitualidad corpórea se funda en un proceso similar al de la represión, o al menos al de la interpretación fenomenológica de este proceso.
Toda represión es el paso de la existencia en primera persona a una especie de escolastización de esta existencia que vive de una experiencia antigua, o mejor, del recuerdo de haberla tenido; posteriormente, del recuerdo de haber tenido este recuerdo, y así sucesivamente, hasta el punto de no retener ya de ella más que la forma típica. Ahora bien, como advenimiento de lo impersonal, la represión es un fenómeno universal, hace comprender nuestra condición de seres encarnados vinculándola a la estructura temporal del ser-en-el-mundo (Merleau-Ponty, 1994: 99, cursivas y negritas mías).
Pues bien, vimos que, en términos del diccionario de Laplanche y Pontalis, la represión es un “proceso psíquico universal” en cuanto se ubica en “el origen de la constitución del inconsciente como dominio separado del resto del psiquismo”. En términos de Merleau-Ponty, es un “fenómeno universal” que denota el “advenimiento de lo impersonal” en nuestra experiencia, la transformación de un presente vivido en primera persona en una forma impersonal. Siguiendo la analogía planteada, podemos decir entonces que, si la represión se caracteriza por instaurar una dimensión de generalidad, un estilo de comportamiento ligado a un acontecimiento pasado pero también presente en tanto modelador de nuestra experiencia, entonces la represión debe ser comprendida como universal. Es decir, en tanto nombre para este modo singular de articulación no lineal del tiempo vivido, lo que la represión designa no debe ser reducida solo al caso de acontecimientos traumáticos, sino que debe entenderse de modo general: ella designa el modo en que ciertos acontecimientos operan como fundadores de un estilo personal, fenómeno que reconocemos en todo sujeto corporal. Por otro lado, podemos señalar también que, en tanto modo de organización temporal de la propia historicidad —y, en cuanto tal, universal—, lo que la represión organiza es un modo de temporalidad que se opone a aquella que fluye de un presente a otro, a aquella cuyos momentos se suceden. Se opone a aquella que Merleau-Ponty denomina en ciertos pasajes también como una temporalidad “impersonal”.
De manera general, pues, la represión designa la inherencia de cada momento de la experiencia a una totalidad, a una historia personal, cuya estructura es dada por cierto modo de organización temporal. La represión, en este sentido, es tomada como una operación universalmente formadora de experiencias en la medida en que, a partir de los casos traumáticos, revela un modo de articulación temporal. Es este modo no lineal de organizar temporalidades en una unidad de vida, creador de registros simultáneos de temporalidad, superpuestos, reversibles, lo que sería universal: el advenimiento en cada presente del pasado, que se produce de manera opaca, “casi impersonal”, decididamente no consciente, como elemento constitutivo del tiempo vivido.
Este movimiento no se reduce, por otra parte, meramente a la esfera de la habitualidad corpórea: envuelve en el mismo gesto temporalizante el organismo, aquel comportamiento originariamente ligado a la vida total del sujeto. En este sentido, resulta más claro por qué Merleau-Ponty puede señalar que la existencia reintegra dentro de sí misma todos sus momentos. Solo porque se compone de diversas dimensiones temporales, el cuerpo orgánico, como uno de estos registros, deja de ser un ámbito separado de la existencia personal. El cuerpo orgánico, dirá Merleau-Ponty, es el “pasado de todos los pasados”, un momento entre momentos que conviven entre sí:
[...] puede decirse que mi organismo, como adhesión pre-personal a la forma general del mundo, como existencia anónima y general desempeña, por debajo de mi vida personal, el papel de un complejo innato. No es como una cosa inerte; también él esboza el movimiento de la existencia. [...] Cada presente capta paso a paso, a través de su horizonte de pasado inmediato y de futuro próximo, la totalidad del tiempo posible; así supera la dispersión de los instantes, está en posición de dar su sentido definitivo a nuestro mismísimo pasado y de reintegrar a la existencia personal incluso este pasado de todos los pasados que las estereotipias orgánicas nos hacen adivinar en el origen de nuestro ser voluntario (Merleau-Ponty, 1994: 99-100).
El cuerpo, en su esfera de mayor independencia respecto de la vida consciente —esto es, en su dimensión orgánica—, es ya una dimensión del tiempo que envuelve su propia historia, aquella que se erige como nuestro pasado más fundamental, aquel estilo primero de nuestra vida que arrastra, él también, su propia historia.
La existencia personal se construye así sobre las posibilidades que le ofrece el propio cuerpo a través de una historia de reenvíos permanente entre todos sus momentos (fisiológicos, psíquicos, prácticos, emotivos, afectivos, etc.) que parece impedir entonces una escisión absoluta entre la dimensión personal y la orgánica. La subjetividad corpórea es movimiento, es movimiento de una existencia personal, y este movimiento es simultáneamente temporal y espacial, es la integración de todos esos registros.
Es, pues, renunciando a una parte de su espontaneidad, empeñándose en el mundo por medio de órganos estables y circuitos preestablecidos que el hombre puede adquirir el espacio mental y práctico que, en principio, lo sacará de su medio y se lo hará ver. Y, bajo condición de volver a situar en el orden de la existencia hasta la toma de conciencia de un mundo objetivo, no encontraremos ya contradicción ninguna entre aquélla y el condicionamiento corporal: es una necesidad interna para la existencia más integrada el que se dé un cuerpo habitual. Lo que nos permite vincular entre sí lo “fisiológico” y lo “psíquico” es que, reintegrados en la existencia, ya no se distinguen como el orden del en-sí y el orden del para-sí, y que ambos se orientan hacia un polo intencional o hacia un mundo (Merleau-Ponty, 1994: 103).
Si lo personal refiere pues, en términos generales, a la vida consciente del sujeto, representada y asumida, la dimensión “casi impersonal” refiere en cambio a una historicidad que es co-fundante y co-constituyente de la misma. Diversos momentos de nuestra vida configurarían pues el presente actual, sería en cierto sentido presente. Pero no como lo dado actualmente ante los ojos, sino presentes en profundidad, al modo de otros momentos temporales que sobreviven en otro registro o niveles del tiempo. O dicho de otra manera, el presente se abriría no solo a una relación horizontal, sino también vertical con otros momentos y dimensiones temporales. El carácter de “mía”, la “propiedad” de la existencia, aquella que permite hablar en primera persona de la vida subjetiva, no puede, en ningún caso, reducirse a la experiencia transparente e inmediata de un cogito.
III
Ahora bien, si nuestra lectura es correcta, la noción misma de subjetividad corpórea a partir de diversos niveles temporales exige una estratificación más precisa, al menos para mayor inteligibilidad del texto. Creo en este sentido que el vínculo entre la noción de represión y la de temporalidad que anunciáramos más arriba nos da la clave de un ordenamiento conceptual posible. Así como Husserl distinguía en las Vorlesungen entre el nivel del tiempo de los objetos trascendentes, el de los objetos inmanentes y el de la conciencia absoluta constituyente del tiempo, creo que es posible distinguir en PhP distintos planos temporales que guardan entre sí relaciones de constitución y que implican diferentes funciones dentro de la manifestación total de la subjetividad corpórea. Sin embargo, a diferencia de Husserl, Merleau-Ponty no sistematiza estos planos temporales. Lo que da lugar a una confusión mayor en el eterno conflicto de las interpretaciones.
Renaud Barbaras señala en su maravilloso L’ouverture du monde:
Se señala una distinción entre dos modos de ser en el mundo —uno personal, otro anónimo—, distinción que reenvía a lo que Merleau-Ponty llama cuerpo habitual y cuerpo actual. En efecto, la diferencia fundamental se da entre los movimientos habituales, habitados por un ‘yo puedo’ como saber y no como impulso, por un lado, y, por otro, los movimientos actuales, expresión de la voluntad. El organismo corresponde a la zona de los movimientos habituales y la persona a los actuales. De ese modo, Merleau-Ponty (con Goldstein) concluye que la corporalidad tiene un sentido necesariamente relativo. Los movimientos orgánicos tomados como un saber no adquirido, un hábito sin aprendizaje. Los movimientos habituales considerados como un hábito adquirido pueden comprenderse como un cuerpo de orden superior, un cuerpo cultural a diferencia de los movimientos en primera persona. […] Lo esencial es que cuerpo y espíritu reenvían a modalidades del movimiento, a una relación entre hacer y poder, que define el sentido originario del sujeto encarnado (Barbaras, 2011: 170, traducción y cursivas mías).
Lo esencial es que cuerpo y espíritu reenvía a modalidades del movimiento, sin duda. Pero lo esencial no termina ahí pues, como he intentado mostrar, la distinción de los movimientos tiene menos que ver con un orden preestablecido de naturaleza, cultura o consciencia que con modos de temporalización de la experiencia personal. Para decirlo de otro modo, la vida personal se construye menos de múltiples movimientos que de un movimiento temporal múltiple. Contra la distinción barbarasiana entonces, desde mi punto de vista lo personal incluye, en Merleau-Ponty, la dinámica orgánica, aunque de un modo particular. Pero afirmar esto exige una cierta aclaración terminológica.
Merleau-Ponty distingue en PhP de manera clara solo el nivel del tiempo personal: el tiempo de la percepción presente, del recuerdo expreso y la espera atenta. Luego se refiere, también con claridad, al registro de la consciencia absoluta constituyente del tiempo, movimiento vacío de toda historicidad que designa, en la estela de Husserl, el modo en que la vida se organiza en una red de hilos intencionales, de impresiones, protenciones y retenciones cuya fuente última es la propia vida de consciencia identificada con la subjetividad absoluta, conceptualmente purificada. En el medio, no se nos ofrece ninguna otra categoría de análisis clara para referirnos a lo que el propio Merleau-Ponty llama a veces tiempo “casi impersonal”, “pre-personal” o incluso “impersonal”.
El término “impersonal”, a su vez, referido al tiempo, resulta por lo menos ambiguo en la obra, en la medida en que, por un lado, aparece de manera expresa para designar ese tiempo que fluye sin que ningún acontecimiento pueda asirlo: “el tiempo personal está atado, el tiempo impersonal continúa fluyendo”, dice Merleau-Ponty. En este sentido, parece describir el tiempo de la consciencia absoluta, ese tiempo cuya forma es la de toda subjetividad en cuanto tal, una estructura trascendental que resulta, por eso mismo, impersonal.
Pero, por otro lado, designa aquello que se hunde en el pasado más profundo de nuestra vida personal, ese pasado que casi no es nuestro: el de nuestro cuerpo como continuidad de una historia que solo nos pertenece por un momento, el de una historia que asumimos nuestra a partir de ese acontecimiento traumático y fundador: mi nacimiento. El cual, en sentido estricto, tampoco puede designarse como “mío”: “Ni mi nacimiento ni mi muerte pueden aparecérseme como experiencias mías, ya que, de pensarlas así, me supondría preexistente o superviviente a mí mismo […] mi nacimiento y mi muerte pertenecen a una natalidad y a una mortalidad anónimas.” (Merleau-Ponty, 1994: 231 y ss)
Lo “impersonal” parecería debatirse, en PhP, entre dos sentidos muy diferentes: la historia del viviente en la medida en que es orgánico, y la subjetividad trascendental en la medida en que es consciencia absoluta. No me detendré en estos elementos todavía contradictorios de una primera y poderosa presentación del sujeto corporal viviente.9 Pero sí me gustaría señalar un posible ordenamiento que defina sobre la ambigüedad conceptual de algunos términos: propongo distinguir en ese sentido entre (I) un tiempo impersonal, aquel de la “consciencia absoluta constituyente del tiempo”; (II) un tiempo personal, en el que pueden diferenciarse a su vez un (1) tiempo personal general, ámbito de las habitualidades corpóreas, y en mayor profundidad de nuestro estilo personal, y otro (2) singular: el del recuerdo expreso, la espera proyectiva y el presente reflexivo. Y finalmente (III) un tiempo anónimo, aquel que Merleau-Ponty caracteriza como “pre-personal”, “casi impersonal”. Anónimo como el nacimiento y la muerte, como aquella historia que nuestro cuerpo comporta más allá de su ser “propio”; una historia anónima —aquella que algunos llaman naturaleza y otros cultura.10
En este sentido, si la experiencia vivida de nuestra subjetividad acontece en el movimiento de una temporalidad plural y simultánea, aquella que Merleau-Ponty llamará años más tarde “transtemporalidad”,11 cierto es también que la vida que llamamos personal solo puede experimentarse en la medida en que respetamos también la pluralidad simultánea de dimensiones que comporta, en un pasaje permanente entre la experiencia de la primera persona y lo casi-impersonal, entre lo anónimo y lo pre-personal. Lo que llamo, en otras palabras, su existencia transpersonal, entendiendo el sentido del prefijo trans como un “a través”, y no un “detrás de” o “más allá de”, a los que se asocia muy fuertemente en castellano el prefijo, sobre todo en la forma “tras”.
Recordemos que el término persona proviene del vocabulario teatral, y reenvía tanto a la idea de máscara como a la de rol dentro de un conjunto. El medioevo cristiano hizo de este término el centro de múltiples debates: la potencia que ofrecía su carácter relacional permitió poner en discusión la posibilidad misma de la unidad de las personas divinas. Este debate aportó diversas notas fundamentales al concepto contemporáneo de persona. Pero también eliminó, durante muchos siglos, su aspecto relacional, poco propicio para referir a las personas divinas: según la definición canónica de Boecio, la persona será definida durante el medioevo como una sustancia individual de naturaleza racional.
En cualquier caso, la discusión teológica comandó una concepción antropológica —y jurídica— de persona que unificó una naturaleza o substancia con sus accidentes en una unidad específica (i.e. la persona), caracterizada por un modo particular de subsistencia —que tendió a confundirse con el modo de la substancia—, que es lo propio del hombre (y de aquellos a quienes se denomine personas).
Con Descartes la noción de persona abandona por un instante la sustancialidad medieval, al mismo tiempo que realiza el paso de la mera persona —en cierto modo, todavía demasiado “impersonal”— a la primera persona: con Descartes, la persona se identifica con el ego, con la primera persona de una intransferible enunciación y, finalmente, de una intransferible experiencia. En términos del filósofo checo Jan Patocka,
El cogito como resultado es inseparable de la situación personal y del proyecto de su creador; puede ser repetido, pero no puede ser convertido en un teorema objetivo sin riesgo de perder su sentido propio. Ahora bien, este reenvío a una situación personal no implica una restricción cognitiva; al contrario, le aporta lo más específico, lo que no pertenece a ningún otro conocimiento y que residen en el hecho de que el cogito se confirma a sí mismo, se convierte en lo que dice —aquello que la prueba ontológica siempre pretende [mostrar] sin llegar nunca a ser convincente—. Sin embargo, este segundo impulso de la reflexión, por más notable y novedoso que sea, no alcanza inmediatamente [en Descartes] una filosofía personal, más bien no le interesa. Conduce a una cosificación, a la objetivación del pensamiento (Patocka, 1988: 143-144).
Como bien lo señala Patocka, ese instante fugaz en que Descartes vislumbra lo específico de la experiencia del cogito —i.e., el reenvío a sí como lo propio de sí, sin determinación alguna del sentido preciso de este sí mismo o ego— se pierde en el momento en que abandona la pregunta sobre “quién soy” por la pregunta sobre “qué soy”: una res cogitans, una cosa que piensa, una sustancia pensante. Mismo momento en que se desliga también del cuerpo sensible y lo convierte en una naturaleza inconciliable.
No deja de ser cierto, sin embargo que, si bien Descartes separa del campo de la primera persona su dimensión propiamente corpórea a partir de su definición del cogito, del “yo pienso” como “res cogitans”, también inaugura, en el mismo gesto, la posibilidad de pensar el campo de la vida humana como vida personal en primera persona, y la cuestión que se abre desde ese momento es la del “quién” de esa primera persona. En este sentido, es necesario reconocer, como bien lo hace Patocka, que solo a partir de esta apertura, algo como un cuerpo propio en primera persona podía luego tener lugar.
El cuerpo merleau-pontyano, muchos siglos después, retoma en cierto modo este problema a partir de una nueva perspectiva, y sitúa el sujeto de la experiencia en el espesor ineludible del sensible-sintiente: el cuerpo vivido. Aquel que opone a la perspectiva cartesiana del sujeto como yo pienso un análisis riguroso del yo puedo —tanto como opone al movimiento mecánico del viviente un movimiento que es causa sui—, y se instala de este modo en el linaje de la primera persona.
A partir de Phénoménologie de la perception, la pregunta sobre “quién percibe”, sobre “quién” es el sujeto de la experiencia vivida, no tiene una respuesta evidente, sino profunda. Se trata de una pluralidad de registros temporales que desarrollan capas de sentido simultáneas y diversas: consciencia y organismo, singular y general, primera y tercera persona; un espacio sensible se articula en una polifonía de historicidades. Es precisamente en este sentido que el trabajo de esta obra resulta profundamente innovador. La recuperación fenomenológica del cuerpo como dimensión originaria de la vida personal se opone, en su formulación misma, a la identificación de lo propio con el ego o consciencia, pero al mismo tiempo expande la idea de una primera persona y la hace estallar en cuanto dimensión unívoca. Como he tratado de señalar en estas páginas, al hacer esto, la distinción misma entre primera y tercera persona, por un lado, y entre personal e impersonal, por otro, se desarticulan como naturalezas diversas o perspectivas inconciliables, y se organizan en cambio como momentos de una unidad sensible y dinámica, regida por movimientos temporales, aunque no lineales o sucesivos, dando lugar a lo que propuse llamar vida transpersonal, término que designa, como la misma Phénoménologie de la perception, sobre todo un campo de trabajo, el nombre de un problema, y no una conclusión.
Bibliografía
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» Husserl, E. (1962). Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica. Libro I. México-Buenos Aires: FCE.
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» Laplanche, J., y Pontalis, J.-B-. (1996). Diccionario de psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós.
» Larison, M. (2016). L’être en forme. Phénoménologie, ontologie et dialectique dans la dernière philosophie de Merleau-Ponty. Milano: Mimesis.
» Larison, M. (2010). La consistencia ontológica de Phénoménologie de la perception, Investigaciones Fenomenológicas, vol. monográfico 2: Cuerpo y alteridad
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» Merleau-Ponty, M. (2012). La institución. La pasividad. Notas de curso en el Collège de France (1954-1955). Vol I. México-Barcelona: Anthropos.
» Patocka, J. (1988). Le monde naturel et le mouvement de l’existence humaine. La Haye: Kluwer Academic Publisher.
» Schilder, P. (1983). Imagen y apariencia del cuerpo humano. Estudios sobre las energías constructivas de la psique. Barcelona-Buenos Aires: Paidós.
» Toadvine, T. (2014) The Elemental Past. Research in Phenomenology, 44.
» van Breda, L. (1962). Merleau-Ponty et les Archives Husserl à Louvain, Revue de Métaphysique et morale, 67, nº 4.
1 Newton la retomará luego en varios sentidos, aunque ya nunca como propiedad interna de un cuerpo en el espacio.
2 En adelante PhP.
3 Inéditos, recordémoslo, en la década de 1940 pero accesibles a partir de 1939 en los Archivos Husserl de Lovaina, donde Merleau-Ponty los leyó por primera vez —siendo además el primer investigador en consultarlos—. Cf. Leo van Breda (1962).
4 Merleau-Ponty toma la noción de esquema corpóreo de los desarrollos del esquema postural propuestos por el neurólogo inglés Henry Head (cf. Head, 1911).
5 Merleau-Ponty interpreta en este sentido la noción de imagen corpórea del neuropsiquiatra austríaco Paul Schilder (cf. Schilder, 1983).
6 “Este mundo está persistentemente para mí ‘ahí delante’, yo mismo soy miembro de él, pero no está ·para mí ahí como un mero mundo de cosas, sino, en la misma forma inmediata, como un mundo de valores y de bienes, un mundo práctico. Sin necesidad de más, encuentro las cosas ante-mí-pertrechadas, así como con cualidades de cosa, también con caracteres de valor, encontrándolas bellas y feas, gratas e ingratas, agraciadas y desgraciadas, agradables y des- agradables, etc. En forma inmediata hay ahí cosas que son objetos de uso, la ‘mesa’ con sus ‘libros’, el ‘vaso’, el ‘florero’, el ‘piano’, etc. También estos caracteres de valor y estos caracteres prácticos son inherentes constitutivamente a los objetos que ‘están’ ‘ahí delante’ en cuanto tales, vuélvame o no a ellos y a los objetos en general. Lo mismo vale, naturalmente, así como para las meras cosas, también para los hombres y animales de mi contorno. Son ellos mis ‘amigos’ o ‘enemigos’, mis ‘servidores’ o ‘jefes’, ‘extraños’ o ‘parientes’, etc.” (Husserl, 1962, §27: 66).
7 Merleau-Ponty opone al caso del miembro fantasma el de la anosognosia, patología en la que el paciente literalmente “desconoce” un trastorno presente en su cuerpo.
8 Sobre la relación entre la noción de inconsciente freudiana y el pensamiento de Merleau-Ponty cf. Larison, 2016, nota p. 161 y ss.
9 Sobre estos problemas buscaba iluminar un primer texto de juventud (La consistencia ontológica de Phénoménologie de la perception, publicado en 2010 pero escrito en 2003), con cuya tesis central ya no coincido, pero del que todavía conservo la incomodidad respecto de cierta inconsecuencia de Phénoménologie de la perception entre las descripciones realizadas en las dos primeras partes y la identificación final de la subjetividad corpórea con la consciencia absoluta constituyente del tiempo en la tercera.
10 Ted Toadvine sugiere incluso un cuarto nivel temporal, el “elemental time” o “immemorial past”, que corresponde al orden de la naturaleza inorgánica e inaccesible, como la de los elementos: “This wordless prehistorical time, independent of any subject, is precisely the time of the elements, of ashes and dust”. (Toadvine, 2014).
11 Cf. La institución. La pasividad (2012), donde Merleau-Ponty presenta el concepto de transtemporalidad como eje central del fenómeno de institución.