Dossier / Artículo Original
Mercados informales y la circulación de la tolerancia
Mercancías políticas y relaciones entre sociedad y Estado
“Informal markets” and the tolerance management: polithical commodities and the relationships between society and State
Mercados informais e a circulação da tolerancia: mercadorias políticas e as relações entre sociedade e Estado
Lenin Pires1
1Instituto de Estudios Comparados en Administración de Conflictos, Universidad Federal Fluminense. Brasil
ORCiD: https://orcid.org/0000-0002-8250-467X
Correo electrónico: leninpires@id.uff.br
Recibido: Septiembre de 2019
Aceptado: Marzo de 2020
DOI: http://doi.org/10.34096/cas.i51.7673
Mercados informales y la circulación de la tolerancia: mercancías políticas y relaciones entre sociedad y Estado
Cuadernos de Antropología Social, núm. 51, mayo-septiembre, 2020.
Sección de Antropología Social, Instituto de Ciencias Antropológicas. Universidad de Buenos Aires
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 4.0 Internacional
Resumen
Este artículo parte de la proposición de mirar las relaciones que se pueden clasificar como transcurriendo entre el eje legal–ilegal desde una mirada de los intereses de los actores en la sociedad y cómo, posiblemente, se involucran con los intereses de los actores en las agencias de regulación de la venta callejera en Buenos Aires y Río de Janeiro. Asumiendo que se trata de “sensibilidades jurídicas” distintas, en los términos de Geertz, lo que se plantea es también mirar a los policías como sujetos que están en los dos polos de la ecuación, aunque con la ventaja del ejercicio de la violencia; lo que posibilita, en muchos casos –frente a las configuraciones entre intereses, confianzas y reputaciones compartidos–, llevar adelante distintos modos de ganarse la vida.
Palabras claves: Venta ambulante; Regulación; Tolerancia; Sociedad; Policía
Abstract
This paper starts from the proposition to look at the relationships that can be classified as passing between the legal-illegal axis from a perspective of the interests of the actors in society and how they possibly get involved with the interests of actors in street vending regulation agencies in Buenos Aires and Rio de Janeiro. Assuming that it is about different “legal sensibilities”, in Geertz's terms, what is poses is also to look at the police as subjects who are at the two poles of the equation, although with the advantage of the exercise of violence. This situation enables, in many cases - in front of the configurations between interests, trusts and reputations shared - to carry out different ways of earning a living.
Key words: Street vendor; Regulation; Tolerance; Society; Police
Resumo
O presente artigo parte da proposição de olhar para as relações que podem ser classificadas como transcorrendo entre o eixo legal-ilegal a partir da perspectiva dos intereses dos atores na sociedade e, como, possivelmente, se envolvem com os intereses dos atores nas agencias de regulação da venda ambulante em Buenos Aires e Río de Janeiro. Assumindo que se tratam de “sensibilidades jurídicas” distintas, nos termos consagrados por Clifford Geertz, o que aquí se propõe é focalizar aos policiais (entre outros agentes de segurança), como sujeitos que estão nos dois pólos da equação, ainda que possuam a perrogativa do exercício da violência; o que possibilita, em muitos casos, frente às configurações entre intereses, confianças e reputações compartilhadas, levar adiante distintas formas de se ganhar a vida nas ruas.
Palavras chaves: Venda ambulante; Regulação; Tolerância; Sociedade; Policía
Era un domingo, Día del Padre en Brasil. En Río de Janeiro, el sol parecía ser el responsable de la ebullición de gente. Miles de personas se reunían en el Parque de Flamengo alrededor de asados, picnics, partidos de fútbol y básquet, caminatas y paseos en bicicleta. En la costanera, los puesteros se ocupaban de abastecer con cervezas, agua y agua de coco a aquellos que no llevaban consigo sus propias provisiones. Entre los puesteros estaba JP, un hombre oriundo del nordeste de Brasil. A JP lo conozco desde hace mucho tiempo. Muy cordial, desde su altura y edad medias, habla muy rápido, pero se mantiene atento a todos, todo el tiempo. Al mirarme, se dispuso a ayudarme con mis chicos y con las comidas que mi familia y yo llevábamos. Además, nos proveyó del hielo para que los jugos y vinos que teníamos se mantuvieran frescos. Aun más, ofreció cocos a mis hijos, por los cuales le agradecí. Con una mirada un poco nostálgica, me dijo que estaba yéndose de ese lugar. Le pregunté por qué, dado que conquistar su puesto no había sido una tarea fácil.
En 2011, cuando estaba haciendo mi posdoctorado, lo había ayudado con algo de plata para que pudiera pagar parte de los documentos que el gobierno de la ciudad de Río le exigía después de que lo obligaran a deshacerse de su puesto. Era la época en que la ciudad se preparaba para organizar los llamados “megaeventos”1 y el gobierno de Río imponía un proceso de registro y un patrón estético distinto para los puestos que ya hacía años funcionaban en la playa. JP, por una serie de cuestiones, no se encontraba entre los contemplados positivamente por las medidas. Para sobrevivir trabajaba para otros puesteros. Me contaba que, como muchas veces los otros puesteros lo maltrataban, quedaba con mucha rabia y acababa tomando demasiado alcohol. Así lo conocí. Tiempo después asistí a su conquista, tras mucha lucha. Fueron largos meses de espera, hasta que logró asumir, nuevamente, su lugar en la arena de la playa.
Sin embargo, aquel Día del Padre, me decía que no valía más la pena, pues sus ingresos habían disminuido mucho. Por otra parte, según él, vivir en la villa (favela) era demasiado arriesgado, incluso para un hombre viejo.2 “Es hora de volver a mi tierra”, me dijo haciendo referencia al estado de Paraíba, “el mismo donde nació mi mamá, en el nordeste brasilero”. Le pregunté por qué se le había ocurrido esa idea. JP afirmó que, en todos esos años en Río, había aprendido que no hay gobierno que sea respetuoso con los ambulantes y favelados. Y que la violencia que él y otros ambulantes volvieron a experimentar en la zona, aunque esperada, tenía motivaciones distintas de las de otras veces. “No es solo una cuestión de plata” –dijo eso y me dio la espalda–. Al hacerlo, me transmitió de un modo sutil la información de que, así como sucede en las favelas, estaba produciéndose un cambio político que podría incluir la participación de grupos paramilitares. Volví para mi picnic a charlar con mi mujer y mis hijos, con la nítida impresión de que nuevos cambios aguardaban a la configuración de ese lugar y que una nueva ola de violencia podía estar por instalarse.
En este artículo, anclado en mis investigaciones en Río y en Buenos Aires, quiero tratar sobre las expectativas de derechos y justicia de personas que se dedican a actividades informales y cómo las agencias estatales con las cuales tienen contacto responden, o no, a tales expectativas. Lo que quiero marcar son las dimensiones que parecen resultar de los ejercicios políticos de estar en la calle. Y cómo estas operan sobre el protagonismo de segmentos de la sociedad para exigir y alcanzar la tolerancia del Estado hacia sus necesidades materiales y existenciales.
En los últimos años me he dedicado a investigar distintas formas de ocupación del espacio público, interesado por conocer como distintos grupos urbanos generan demandas por derechos para transitar y establecerse en esos contextos. Es el caso de los camelôs, categoría que involucra a puesteros y vendedores ambulantes, entre otras formas de venta callejera, en Río de Janeiro (Castañeda, 2003; Cunha y Thiago de Mello, 2006; Machado da Silva, 1971; Silva, 2006; Borzachiello da Silva, 2008; Silva 2008; Borges da Silva, 2014). Mi experiencia de trabajar con esos grupos comprobó que son frecuentes distintas formas de ejercicio de la violencia por parte de las agencias estatales hacia ellos. Tales circunstancias me llevaron a prestar atención a las relaciones de esos segmentos sociales con las agencias responsables por el control de acceso y uso del espacio público, y a los significados que pueden tener para ellos categorías como derecho, ley y justicia. También he indagado acerca de los valores, en una perspectiva amplia, que pueden constituir y ser accionados desde diferentes moralidades que estructuran los modos de inscripción en la ciudad. (Soares, 2008). Fenómenos que no son nada simples e involucran conflictos que se expresan a partir de inteligibilidades morales, religiosas, del vocabulario expresivo de minorías étnicas o nacionales, entre otras maneras de concebir y enunciar las inserciones en el espacio público (Pires, 2019).
Mis reflexiones resultan de los trabajos empíricos que he desarrollado en Río de Janeiro y Buenos Aires (Pires, 2005, 2006, 2010 y 2011) que se enfocaron en las dinámicas de los conflictos que han tenido lugar en los mercados populares. He buscado comprender cómo se articulan representaciones acerca de lo legal y lo ilegal, y cómo estas contribuyen a la composición del orden en esos lugares. Ejercito algunos diálogos con otros trabajos, particularmente con aquellos que se interesan en argumentar acerca de las relaciones existentes entre las previsiones legales y las prácticas que no se adecúan a ideales normativos (Rabossi, 2004; Machado, 2005; Renoldi, 2014; Borges da Silva, 2014). Sin embargo, al focalizar en esa área difusa entre lo “legal” y lo “ilegal” (Telles e Hirata, 2007), he buscado dedicar especial atención a los dispositivos institucionales accionados en las reivindicaciones de justicia y derecho, a las críticas y justificaciones enunciadas en distintas controversias y disputas, atento a cómo todo ello contribuye a la administración institucional de los conflictos.
Existe, por otra parte, un número significativo de estudios focalizados en el Estado, relativos a conflictos en Brasil en los que se busca comprender los intersticios existentes “entre lo legal y lo ilegal”, o similar (ILO, 1972; Machado da Silva, 1993; Gonçalves, 2000 y Noronha, 2003). Es decir, que conciben en ese universo de relaciones distintos objetos y problemas sobre los fenómenos que giran en torno a la noción de poder coercitivo emanado desde el Estado. Muchos son los abordajes que contemplan las posibles maneras en que el Estado se hace representar como comunidad política, en su heterogeneidad de actores y atribuciones normativas.3 Estas últimas incluyen aspectos legales, códigos corporativos y perspectivas morales múltiples, entre otras variables que pueden contribuir al ejercicio legitimado de la violencia aceptado por la sociedad. Abordajes que buscan, por una parte, tomar como punto central la definición más usual de Estado, particularmente en aquellos contextos donde se puede visualizar con nitidez a los organismos encargados de la represión de las prácticas y comportamientos de los individuos en el espacio público. Por otra parte, intentan dar cuenta de un fenómeno que toma características distintas de lo que se puede observar, al menos explícitamente, en los países donde la tradición democrática es más antigua y duradera.
Sin duda, es válido pensar esas cuestiones tomando al Estado como referente. Sin embargo, considero igualmente pertinente –y rentable en términos sociológicos– discurrir, problematizar y analizar las posibles fronteras entre lo ilegal y lo legal desde otro ángulo. Mis etnografías –como también aquellas realizadas por otros investigadores sobre mercados populares, donde la llamada informalidad es tomada como estructurante– pueden ofrecer elementos para una perspectiva distinta.
Mi trabajo busca contribuir a comprender (Weber, 1982) estas relaciones desplazando el foco desde el Estado hacia “la sociedad”, entendida esta en su heterogeneidad de segmentos y, por lo tanto, desde distintos ejes a partir de los cuales se asocian moralidades y éticas que constituyen –y disputan– los espacios públicos de interacción social.
También me parece pertinente que los dos objetos –sociedad y Estado– una vez construidos, puedan ser contemplados por el investigador uno frente al otro. Esa disposición posibilita un cierto “ir y venir”, en los términos de Clifford Geertz (2002),4 entre las dos posibles formas de presentar las cuestiones relativas a las imprecisiones existentes entre formalidad/informalidad; legalidad/ilegalidad; licitud/ilicitud, entre otros binarismos que, finalmente, son insuficientes para explorar de manera adecuada las complejidades de esos mercados.
Un referente para empezar la discusión puede ser el trabajo de Fernando Rabossi (2004), antropólogo argentino que realizó una etnografía con los mesiteros de Ciudad del Este, en la que construyó una percepción acerca de las vidas posibles en la triple frontera entre Brasil, Argentina y Paraguay. Rabossi sugiere denominar informalidad al resultado de tensiones existentes entre diferentes formas de pensar lo formal, desde la sociedad, que se combinan con las lógicas también distintas en que el Estado se organiza. Fundamentalmente, se trata de imaginar cuáles son las relaciones posibles que esa comunidad política –caracterizada por los múltiples intereses de los individuos que la integran– puede establecer con la sociedad civil desde sus estrategias de ocupación del espacio público. También recurro a las reflexiones de Hirata (2011), sociólogo brasileño que describe cómo la emergencia de los perueiros5 en San Pablo, en su momento, dio respuesta a una combinación de intereses que buscaban aminorar los efectos de la dramática ola de despidos de trabajadores de la Compañía de Transportes Públicos de la Ciudad de San Pablo, así como a la reducción de la oferta de transportes para el público en general. Estos, entre muchos otros trabajos, hacen hincapié en cómo ciertos segmentos de la sociedad, en distintos contextos culturales, son protagonistas de conflictos que estructuran el orden social partiendo de la afirmación de sus existencias.
Muchas veces, estas realidades llegan al conocimiento del etnógrafo a partir de historias mínimas, expresión utilizada por la antropóloga María Pita (2011) para calificar el resultado de sus interlocuciones con vendedores ambulantes en Buenos Aires. Su etnografía versa sobre las estrategias de los inmigrantes senegaleses, bolivianos y peruanos, entre otros –muchos de ellos sin residencia legal–, que luchan cotidianamente en las calles para establecerse en el país.
Yo mismo desarrollé etnografías en los trenes de la Central do Brasil, en Río de Janeiro, en las cuales la descripción y análisis del universo de los vendedores ambulantes reflejan el temor frente a las amenazas de secuestro de mercancías por parte de los agentes de seguridad y, sobre todo, frente al despliegue de violencia física hacia los trabajadores. Situaciones a las cuales los ambulantes se referían como esculacho, categoría que refiere a un insulto insoportable (Cardoso de Oliveira, 2002) por involucrar daños físicos, materiales y morales (Pires, 2011). Para evitar ese estado de cosas, los vendedores elaboraron un conjunto de reglas, ya sea por medio de negociaciones tácitas con los agentes de control, ya en procesos explícitos –administrativos o judiciales– para enfrentar, por ejemplo, los ejercicios autoritarios patrocinados por los agentes de una empresa ferroviaria privada. Contexto también observado más recientemente por Belcic (2018), en su estudio sobre cómo los vendedores ambulantes de los alrededores de la terminal de trenes de la Central do Brasil se relacionan con agentes de la guardia urbana en Río. Estudio que agregó importante comparación con lo que hiciera en Buenos Aires (Pacecca, Canelo y Belcic, 2017).
En mi opinión, esos trabajos tienen en común narrativas en las que se evidencia la actuación de segmentos de la sociedad en confrontación con las lógicas del Estado, o sus representaciones, por momentos, contraponiéndose, y en otros, negociando con ellas. Otras veces adaptándose a los límites trazados por las instancias político-administrativas, que pueden encarnarse en agentes policiales, vigilantes contratados o cualquier otro que pueda portar el signo de la represión. Es posible pensar, entonces, que la sociedad, representada en este caso por los vendedores ambulantes, ejerce significativa presión para que el eje de oportunidades y de inclusión de los más variados estratos que la constituyen se torne más amplio, aunque ello sea en términos marginales.
Por supuesto, concuerdo con Das y Poole (2008) en no pensar esos lugares marginales como lugares donde el Estado no está presente, o donde lleva adelante estrategias exóticas, no pensadas o fuera del lugar. Los márgenes, creo, son implicados necesariamente por el Estado hasta porque son nominados y estructurados por ello. Así, podemos repensar no solo los límites entre las ideas de centro y periferia, público y privado, legal e ilegal, sino también cuáles son sus tensiones en distintas sociedades.
Considerando los universos empíricos aludidos y lo que ellos pueden tener en común, es posible reflexionar en los términos propuestos por Karl Polanyi (2000). Según este autor, la teoría económica liberal ha difundido la idea de que la búsqueda de enriquecimiento individual es una característica "natural" de los hombres. Contrariando esa construcción, Polanyi argumenta que la actividad económica siempre estuvo, en las sociedades precedentes, integrada a otras actividades sociales. La primacía de lo económico, así como la expansión y predominio del “mercado” son construcciones dialógicas esencialmente modernas. Al transformar tierra, trabajo y dinero en mercancías "ficticias", aisladas de las relaciones sociales, el mercado capitalista corroe, de a poco, la sociedad misma, aquella que le dio origen y propició las condiciones para que aquel se desarrollara.
Polanyi llama la atención sobre el hecho de que, en el tipo de civilización en la cual se fundamenta el sistema de mercado, la economía política liberal está siempre seguida de cerca por instrumentos que protejan a la sociedad de los daños inevitables de esa construcción, que aparta la dimensión económica de las otras relaciones sociales. Y esos mecanismos surgen de la necesaria reacción de la sociedad, que se opone a los intereses particulares de las clases o individuos, al imponer ritmos aceptables para los procesos de cambio de las bases social, política y económica. La sociedad, así, es la expresión misma de la convivencia y de los ajustes promocionados por distintos sectores, en relación con intereses particulares o particularistas.
Esos últimos pueden desplegar mantras excluyentes; por una parte, al vehiculizar intereses del llamado “mercado” (donde la desigualdad es la norma); por otra parte, al defender la obliteración de las condiciones de vida de la mayoría, y poner en riesgo la dinamización de las fuerzas humanas de producción. Representaciones que, al final, inciden negativamente frente a los valores fundamentales de reciprocidad y solidaridad, vitales para la institucionalización de los procesos económicos, políticos, jurídicos y sociales, elementos a la vez indisociables para que continúen funcionando los engranajes de la sociedad (Mauss, 2003).
La perspectiva teórica que utilizo puede ofrecer una clave interesante en la búsqueda de una comprensión alternativa de procesos sociales investigados bajo el rótulo de informalidad. O, por lo menos, parte de lo que se produce en la actividad de distribución de mercaderías y servicios, aun sin que tal actividad sea cuantificada o, supuestamente, no tributada por el Estado, en términos oficiales. Así, puede ser interpretada como una reacción legítima a la exclusión de segmentos sociales enteros de la riqueza socialmente producida.
En Brasil, las evidencias empíricas muestran que el liberalismo no se ha expresado del mismo modo al que aludía el historiador húngaro (la Europa de su época). Si la relación de la sociedad con el Estado tiene como mediador al derecho –que frente a la desigualdad liberal promociona idealmente la igualdad formal (Marshal, 1967)– en mi país, a la inversa, el derecho surge como instrumento de sumisión de la sociedad por los grupos que particularizan la representación del Estado (Kant de Lima, 1995). La diferencia es grande, pero el contraste no siempre es inmediato. Hay gradaciones y matices.
De este modo, los mercados que se erigen en las calles de Río de Janeiro y Buenos Aires son resultado de interacciones en las cuales los actores sociales –con sus demandas, intereses, historias de vida, técnicas y estrategias– se posicionan en el mundo.6 En ocasiones, como observé en Buenos Aires, lo hacen en diálogo con las normas prescritas por un ideal estatal, tomándolas como referenciales in tótum, aun a veces por poco tiempo. En otras situaciones, como suele pasar en Río, esos actores contornan ese diálogo, en el que ponen en primer plano sus propias lógicas económicas, políticas y jurídicas para llevar adelante sus emprendimientos.
En esas interacciones se puede observar un repertorio de elementos que constituyen dimensiones que parecen estar presentes en los más variados contextos. No me parece posible mencionarlos en una jerarquía, mucho menos dar cuenta del orden que establecen en los universos analizados a partir de las etnografías. Igualmente, no creo que la sistematización que voy a proponer pueda agotar los elementos esenciales que nos ayuden a hacer una interpretación adecuada de los episodios relatados y que, fundamentalmente, proporcionen un orden distinto de aquel representado en cuanto ideal normativo. Lo que sugiero es que hay, al menos, cuatro dimensiones que son resultados y, al mismo tiempo, mecanismos de los procesos de institucionalización de las racionalidades político-económicas en juego en los contextos analizados. Estos elementos pueden ayudar a reflexionar acerca del juego de acción y reacción entre sociedad y Estado.
El interés, una primera dimensión
El interés, como propuso Hirschman (1979), es una interface de la inteligibilidad humana en la que se combinan objetividad y subjetividad. Desde una perspectiva simplista, muchas veces se puede presentar al interés como una conjugación de las necesidades primarias. Pero me parece que, cuando estamos lidiando con el mercado, hablamos de algo que va más allá.
Cuando realicé etnografía en Buenos Aires, por ejemplo, el Código de Convivencia de la capital argentina regulaba la venta ambulante como una actividad dedicada a la “mera subsistencia” (Quiroga Lavié, 1996).7 Eso generaba límites en los eventuales mecanismos de acumulación financiera que, incluso, forman parte del sistema capitalista. Así, parece que esos excesos tuvieran que ser regulados por los agentes a diario, partiendo de la aplicación del código y restringiendo el acceso o, bajo las interpretaciones del mismo código, que dieran lugar a eventuales arreglos (Pires, 2010). O sea, la negociación de la tolerancia a partir de la no observancia de los mismos códigos.
En los trenes de la Central do Brasil, en Río de Janeiro, los camelôs esgrimían como imperioso el argumento de que su trabajo tenía como único objetivo “llevar a casa la leche de los niños”. Argumento este que, ante la ausencia de norma escrita, contribuía a conquistar la complicidad de los agentes privados de control8 –los cuales deberían impedir la venta ambulante–, accionando la dimensión de la “consideración”.9 Posiblemente esto respondiera al reconocimiento de la existencia de valores o códigos morales en común, sea porque pertenecían al mismo imaginario pentecostal-religioso, de clase social o cualquier otro que, de algún modo, permitiera una cierta identificación entre los actores (Pires, 2011). En esos entramados, necesidades materiales, institucionales y del orden de la existencia de los sujetos o grupos sociales, en los ambientes mencionados, se mezclaban y se alternaban, momento a momento, según los énfasis que presidían los procesos de interacción.
Intereses corporativos
En los dos contextos etnográficos, como en otros que he analizado, más allá de los valores que los agentes estatales pudieran compartir en cuanto miembros de la sociedad, existían percepciones intrínsecas a ellos. Estas últimas contribuían a fundamentar intereses presentados como institucionales pero que, explícita o implícitamente, evidenciaban también intereses corporativos. Entre ellos se puede relacionar el interés por “mantener el orden público” en medio al reconocimiento no revelado de las dificultades del sistema político para posibilitar el derecho al trabajo para todos. También podemos referirnos al interés de la policía –particularmente en Argentina– por establecer informantes en un ambiente que puede ser también frecuentado por presuntos marginales o prófugos de la justicia, en relación con las actividades policiales de investigación para la prevención o represión de delitos (Eilbaum, 2008; Pires, 2010). Supuestamente en favor del mantenimiento del orden, ahora por otros medios y atendiendo a intereses no siempre explicitados. O, alternativamente, el interés en reafirmar el poder de control, desde lo “infinitamente pequeño” (Foucault, apud Pita, 2003).10
Son muchos, finalmente, los intereses que pueden animar las posibles relaciones entre las agencias de seguridad y de control y la sociedad. Y también están las inexorables negociaciones y disputas entre las mismas agencias en el ejercicio de control sobre el público en general; lo cual puede abrir espacios entre las estructuras normativas y de poder, al viabilizar inserciones y estrategias de ganarse la vida en la calle.
Sin embargo, muchas veces los actores en interacción expresan intereses más allá de la “mera subsistencia” o desconectados de intereses que pueden representarse como “públicos”. Hay individuos que están en las calles (o en los camelodromos, en Río) expresando pasión y vocación por acumular dinero. Y esos sujetos, en definitiva, tienen problemas con la moralidad que fundamenta las leyes restrictivas de autorización o uso de la calle para la venta callejera.
Según mi etnografía, ganar dinero, hacerse rico laburando en las calles parece contrariar ciertas perspectivas morales que, como formas hegemónicas, conciben al espacio de la calle como lugar para el ejercicio de la venta ambulante en cuanto actividad precaria. Esa debe ajustarse a unos límites de subsistencia proba y ascética. Pasible, por lo tanto, de la vigilancia sistemática de segmentos que operan bajo una concepción de los sectores populares que puede ser entendida como antiacumulación. Promocionada por sujetos sociales específicos, que ejercen poder económico y, sobre todo, político. Y que producen y reproducen la creencia de que el orden será mantenido por medio de la fuerza de disuasión de la policía, si y cuando fuera necesario.
Con esa mentalidad, están quienes actúan como si existieran reservas de mercado para quien puede y para quien no puede acumular bienes desde la afectación de lo que es público. Concepción esa que podrá ser disparadora de la necesidad de que los agentes públicos ofrezcan tolerancia –la selectividad en términos de temporalidad y de normas específicas en el ejercicio de imposición de la ley– para viabilizar el acceso del comerciante al espacio donde circulan los bienes, y las personas que los desean. Así, la tolerancia se torna una mercancía más a ser adquirida por el comerciante no formal que persigue ingresos más generosos que la “mera subsistencia”. Ello se produce porque hay, en las agencias estatales, apetitos corporativos que involucran, incluso, deseos de acumulación, aunque por razones no siempre explicitadas.
Entramos, de ese modo, en el terreno en el cual se comercializan, como propone Michel Misse (2004), mercancías políticas;11 las cuales deberán ser tanto más valorizadas en su precio final cuanto más arriesgado sea para el agente estatal, en términos del castigo posible al desvío no solo de permitir, sino también de acordar con esos intereses la obtención de ganancias. Estos muchas veces presentados espectacularmente en los medios como objetivos de enriquecimiento ilícito,12 como derivación de la autorización precaria otorgada solamente para quien pueda subsistir bajo el ejercicio de una actividad no legalizada y, por eso, marginal como es, en la mayoría de los casos, la venta ambulante.
La recepción de recursos por parte de los agentes estatales, en el registro de esa moral cada vez más dominante, ya no es más percibida como un “presentinho”, “agrado”, “cafezinho”, entre otras designaciones brasileñas más blandas.13 Son directamente caracterizadas como “propina” (lo mismo que “coima”), y pasan a constituirse discursivamente, cada vez más, como delito de corrupción.
No es por casualidad que la posibilidad de ejercicio de la venta ambulante, según el Código de Convivencia Urbana en Buenos Aires, haya sido restringida a partir de su reformulación. Una reacción en contra los comerciantes ambulantes que, en algunas situaciones, logró acumular dinero, sacando parte de las supuestas tasas de ganancias de los llamados “comerciantes establecidos”. Acumulación que posibilita, además, la compra de la tolerancia policial más allá de los valores que, en un cálculo nunca realizado, podrían complementar los sueldos de los agentes públicos –particularmente de los policías–, los cuales son reconocidamente exiguos frente al valor y el riesgo que implica el trabajo policial.
Daniel, un policía que fue mi interlocutor durante mi trabajo de campo en Buenos Aires,14 me decía que los equipos de las brigadas eran responsables por la recaudación de plata que hacía, por ejemplo, que la comisaría del barrio de Constitución juntara mensualmente en aquel momento cerca de un millón y medio de pesos.15 La brigada también era llamada por Daniel la “caja recaudadora” o “la patota”. Se trataba del equipo de agentes encargado de cobrar los arreglos con aquellos que eran los capos de la venta ambulante, los dueños de los hoteles que albergaban las estrategias de las prostitutas dominicanas, o para la venta de drogas, entre otras posibilidades de transacciones que una comisaría podía hacer, dependiendo de la localidad. También estaban los dueños de establecimientos comerciales deseosos de una “atención especial”. En general, esos comercios se agrupaban a una “Asociación de Amigos de la Comisaría”, constituida también por vecinos de la zona, cuya función era recaudar dinero para “contribuir” con la comisaría y los policías del barrio. Más o menos como aprendí que ocurre en Río de Janeiro con la Policía Militar.
Parte de esa dinámica se ha transformado después de dos episodios. Por una parte, como referí, con los cambios en el Código de Convivencia Urbana, en 2011; por otra, con la creación de las policías metropolitana y de la Ciudad de Buenos Aires, realizada bajo el signo de la representación de la Policía Federal como una institución extremadamente corrupta. En resumen, por ahora, parece haber sido oficialmente suspendida la tolerancia con aquellos que quieren más que apenas subsistir; tanto en la sociedad, como en el ámbito de la burocracia estatal. Hasta cuándo, no se sabe.
Pero, más allá de los intereses materiales, estar en las calles puede entenderse también como asumir una línea de fuga o, si se quiere, como una estrategia de enfrentarse a los procesos rutinarios de una sociedad que impone límites a determinados grupos sociales. También puede referirse a un ejercicio creativo para buscar espacios de trabajo en un mercado saturado y cada vez más selectivo. Sin embargo, los múltiples intereses presentes en los espacios de la calle y en los llamados “mercados informales” dan cuenta de procesos que son expresiones de negociaciones difíciles, represión, acuerdos relativamente inestables que constituyen, como han marcado Daïch, Pita y Sirimarco (2007), “territorios sociales y morales bajo control policial”. Es cierto que estamos, así, en otro orden de territorios sociales, donde hay que crear otras dimensiones y aspectos que permitan poner en marcha formas de ganarse la vida.
La “confianza”
Para que sea posible pensar esas relaciones que se observan en medio de las borrosas regiones imaginadas bajo la separación entre legalidad e ilegalidad en esos contextos –improbable, por supuesto– la noción de confianza es fundamental.
Tanto en los arreglos que hacen tomar cuerpo a la venta ambulante en la ciudad porteña, o en los arregos que, bajo el ejercicio de la violencia física y moral, dan tono a las instancias de la informalidad carioca,16 la confianza aparece en las negociaciones posibles entre los actores que están en las calles de Buenos Aires y en las de Río de Janeiro.
La confianza es un elemento estructurante que involucra a los comerciantes que operan en los mercados mayoristas de Buenos Aires y en los existentes alrededor de ellos, que conforman las llamadas “mafias”. En estas, comerciantes formalizados se mezclan con otros menos formalizados, entre ellos los ambulantes, los fijos o los puesteros. Ellos forman circuitos alternativos para el comercio establecido, y potencian así las ganancias de “respetables” hombres de negocios.
Por otra parte, la confianza en los “esquemas”, como se dice en Brasil –o sea, en la no delación de relaciones y mecanismos que pueden ser considerados ilegales o, desde una perspectiva moral específica, no muy defendibles– es un motor importante de esos mercados. Puede ser pensada como un valor, un bien que se conquista en los intercambios que se orquestan en esos contextos. Y que en el proceso de configuración como valor abre espacio para que se vayan diseñando otras dimensiones igualmente importantes y una mayor cantidad de bienes a adquirir en la producción de ese mercado. Es el caso de la “reputación”.
La adquisición de una reputación
En las narrativas de mis variados interlocutores, en las dos ciudades,17 el reconocimiento de trayectorias, así como de determinados roles que ayudan a administrar los conflictos en las calles, es una constante. Y con ello se verifica que tener una reputación positiva entre aquellos que participan de esos procesos, de a poco, pasa a ser uno de los objetivos que se buscan alcanzar. Es, en realidad, uno de los intereses primarios de los negociantes que, buscando contrarrestar las adversidades, procuran construir sus identidades en los mercados ambulantes de Río de Janeiro y Buenos Aires.
En los trenes de Río, la reputación significaba tornarse un cascudo (alusión a alguien cuya experiencia en el lugar le concedía una cáscara, una protección), para así obtener mayor capacidad para comunicarse con la gente que utiliza los servicios de transporte, así como con los agentes de control. Un cascudo era digno de algo más que la “consideración” de los agentes de seguridad, como dije más arriba, que tenían en cuenta tolerar las presencias de ambulantes a cambio del “respeto” por su posición de poder. Con un cascudo, en general, la atención de los agentes era distinta, y revela más simetría en las interacciones y, lo que es más importante, excluyendo de responsabilidad a esos actores de la posibilidad de sanciones tales como el “derrame” (retirar las mercaderías) o del “esculacho”.
En Buenos Aires, la reputación de un capo, entre otras posibilidades, era importante entre aquellos que “arreglan” para poder estar en las calles o en los trenes. Al final, es este el actor que define, junto con otros capos y jefes de las agencias, lo que se puede o no hacer, desde la perspectiva de los vendedores ambulantes, en las calles, los trenes y los subtes. El capo es una pieza clave del sistema alternativo de distribución de mercancías y servicios, en el cual se vehiculizan intereses y se resguardan las confianzas. Incluso en relación con los policías con quienes se hacen los arreglos.
Por supuesto que entre esos actores hay características personales que también fortalecen o retardan el reconocimiento de una reputación positiva. Y hay siempre múltiples actores luchando por su reputación pública, en términos de sus intereses personales o, en algunos casos, con el propósito de consolidarse como líderes. Se posicionan, así, como sujetos dignos, al fin y al cabo, de la confianza pública.
Así –y volviendo a la cuestión anterior– la confianza, como bien ha subrayado Luhman (1996), es la dimensión de las interacciones sociales que permite poner bajo control de un grupo social la creciente complejidad que es propia de la vida en sociedad. La confianza es un bien, y administrar su instauración, velar por su mantenimiento como algo que sigue circulando en los contextos de cambios generales en la calle, es una competencia que esos actores buscan desarrollar y, así, obtener el reconocimiento en la condición de referentes de sus grupos. La relación entre confianza y reputación, es, de este modo, directa.
Sin embargo, se hace necesario señalar otras formas de adquirirse una reputación en los contextos estudiados. Es el caso del busca reconocido como sujeto social distinto en la informalidad; seguramente por el intrincado conocimiento de los modos de ganarse la vida en las calles, en tanto construía códigos lingüísticos, de convivencia y de amistad que le reservaban otra perspectiva frente a las dinámicas aquí consideradas. Como afirma Perelman (2013), ser busca es mucho más que vender, por ejemplo, en un medio de transporte. Hay prácticas y valores morales que informan un modo de vida que deriva en comportamientos que están presentes durante el tiempo de la venta y que tiene efectos en el proceso de trabajo, pero que no se restringen a él. Hay lógicas de vivir, pautas de consumo, temporalidades, entre otros aspectos, que concurren para que un busca tenga “una vida digna de ser vivida”. En las dinámicas que observé en Buenos Aires, ellos eran un objeto de admiración discursiva de amplios sectores sociales, desde sectores conservadores en términos morales, o incluso de policías, que reconocían sus actitudes esquivas como dotadas de gran potencialidad para administrar los conflictos entre ellos.
Así, tener una identidad reconocida con base en una trayectoria considerada legítima es parte de los mecanismos de obtención de crédito en ese sinnúmero de mercados, al promover que las posibilidades de negocios se constituyan por diacríticos importantes para la conjugación entre confianza y reputación (Rabo, 2005). Esta última, así, suele sumar a los sujetos atributos tales como honestidad, lealtad, sinceridad, pasando inevitablemente por las representaciones de “talento”, “éxito”, que especifican una representación del trabajo en la calle. Que en Brasil, no guarda ninguna correspondencia con la representación de trabajo bajo tutela del Estado, que se funda, principalmente, en la noción de “carteira assinada” [documento que comprueba el trabajo en blanco] (Santos, 1979).18 Y ello no es algo simple.
La tolerancia y el espectro policial
Los vendedores ambulantes en Brasil son actores sociales que afirman correr riesgos, convivir con el peligro, o que denuncian ser blanco de la represión de agentes estatales. Sin embargo, me parece que, desde sus intereses, imponen cada vez más sobre estos últimos la necesidad de tolerancia para con sus supuestos desvíos. La dimensión de la tolerancia, como mencioné, es clave para la exploración de estos contextos y para la lectura de los procedimientos y encadenamientos registrados en las etnografías. Tolerancia que, en mi opinión, no se origina en una necesidad del Estado. Como referí antes, en general ese último está colonizado por una moralidad presuntamente dominante, que mira a las clases populares con extrema desconfianza. Es importante, en este punto, rescatar que el Estado, para Lawrence Krader, es una comunidad política, heterogénea, pero que tiene en común la certeza de su unidad e identidad en la tarea de regulación de la sociedad (Krader, 1970). Así, desde su heterogeneidad, no debe imponer hasta esta última valores morales absolutos bajo riesgo de tornarse una tiranía.
Creo que la tolerancia que puede observarse surge como un imperativo impuesto por la sociedad para protegerse, como proponía Polanyi (2000), y la forma en que esa tolerancia es conquistada depende de las relaciones idiosincráticas entre Estado y sociedad, tanto como de las relaciones dentro de cada uno de esos círculos relacionales de actores. Desde sus arquitecturas particulares, donde las normas, en mayor o menor grado, pueden combinarse con las reglas corporativas –o éticas profesionales, como propuso Kant de Lima (1995)– de las múltiples agencias en su interior, para constituir así un escenario más o menos propicio para la observancia de ilegalismos. Y en ese particular, la policía tiene rasgos bien específicos.
Poder de policía y poder de la policía: el espectro de la informalidad
Llegando al final de este artículo, propongo distinguir el poder de policía, que caracteriza, por ejemplo, a las posibles tramas de la gobernanza municipal, de aquello que puede llamarse como poder de la policía. Para puntuar esta distinción recurro a la contribución de Sofía Tiscornia, para quien el derecho administrativo establece que el poder de policía es una tarea de la administración pública dirigida al ordenamiento el ordenamiento del espacio público y la promoción del bienestar en favor de las garantías individuales, colectivas y de la ciudadanía (Tiscornia, 2004, p. 59). Sin embargo, para la antropóloga argentina, el poder de la policía, de acuerdo con Foucault, se modula en la utilización de formas de castigo con origen en el derecho penal –la detención, particularmente, en el caso de Argentina–. Se trata de una impropiedad que permitiría a la policía –refrendada por normas con fuerza de ley, elaboradas por el jefe de la Policía Federal en la ciudad porteña, como eran los conocidos edictos policiales– definir e identificar actitudes y comportamientos “desordenados” y ofensivos para la “moral pública”. Mientras tuvieron vigencia, en el siglo XX, la policía pudo detener personas por tomar alcohol en las calles, por estar vagando por ellas, o bajo otra categoría: por tener una “actitud sospechosa”. Hecha esta distinción, paso a interrogarme sobre algunas expresiones posibles en lo tocante a las fronteras de la tolerancia.
La policía es, de acuerdo con las particularidades de cada conjunto societario, la agencia en que las reglas informales se constituyen en consonancia más legítima con aquellas que estructuran los códigos que otorgan parámetros a las acciones de sus agentes. Es decir, frente a los acontecimientos, sus actuaciones prácticas pueden ser sancionadas positivamente –sea por las autoridades internas, judiciales o por la propia sociedad– aunque estén en disconformidad con las reglas positivas que deberían poner frenos a la posibilidad de abuso de la fuerza. Eso posibilita, en la práctica, la superposición de las primeras sobre las segundas, dependiendo de los acontecimientos y de los intereses en juego. Lo cierto es que en sus atribuciones, la policía suele tratar con lo inesperado, aquello que es ciertamente incierto, dinámico en su propia complejidad y que, por lo tanto, suele escapar de las clasificaciones formales normativas.
Al mismo tiempo, en la tradición jurídico-política brasileña, ser policía es un quehacer que se desarrolla, en términos normativos, sin autonomía para decidir frente a las dinámicas del flujo social. En lugar de confiarles la responsabilidad de actuar con razonabilidad frente a los retos contextuales, las oligarquías dueñas desde siempre del poder de decir el derecho19 los culpabilizan, en el caso de que no cumplan la letra fría de la ley. Esta última pone foco en las tipificaciones abstractas de los especialistas, sin interesarse por los procesos constituidos cotidianamente durante y por los acontecimientos (Kant de Lima, 2008).
Se trata de una estructura jurídica que se muestra lejos de proveer, con sus leyes, las condiciones de bienestar y reproducción igualitaria a todos los miembros de la sociedad. Por eso mismo, me parece, cobra sentido la idea de una moralidad antiacumulación inscripta en las prácticas administrativas, que rellenan los intersticios entre lo previsto normativamente y lo que acontece.
También deben considerarse las representaciones sociales presentes al interior de la policía (sus jerarquías), así como su composición en términos sociales, que la colocan en un lugar privilegiado para interactuar con la demanda de tolerancia. Lo que posibilita que sus intereses corporativos, pero también las moralidades compartidas con otros grupos, permitan la producción y circulación de mercancías políticas. Si bien estas se vuelven más visibles a partir de la acción policial, ello no quiere decir que sean exclusivas de la Policía, ni que sea ella la detentora de las principales mercancías políticas que ponen en marcha mercados ilegales o ilegalismos de ganancias mayores. Pero es cierto que, en las negociaciones comerciales que involucran la calle, la acción policial tiene su soberanía.
La policía actúa en la represión, es cierto, pero también participa –a veces pasiva, otras activamente– en el arreglo porteño o en el arrego carioca. Modalidades de negocios que, además, se encuentran en las dos sociedades y resultan, justamente, de la existencia de su repertorio represivo. Esas dos modalidades constituyen tipologías que he desarrollado a partir de mi investigación (Pires, 2010) y que rescato aquí para poder señalar diferentes formas de negociar o tornar disponible la mercancía “tolerancia” y, con eso, hacer posible la existencia de modos de ganarse la vida en las calles. Esas dos formas, además, remiten a distintas concepciones de derechos y de igualdad presentes en los imaginarios sociales. Ellas modulan la mayor o menor incidencia del uso de la violencia física –o letal, en Brasil– en los procesos de negociación que componen ajustes de intereses, establecimiento de relaciones de confianza o prácticas de extorsión. Las negociaciones son formas menos traumáticas, tal vez, de promocionar los intercambios de bienes materiales y simbólicos en ese mercado en el cual se compran y venden oportunidades y confianzas.
Conclusión
Como he argumentado, muchas etnografías que se focalizan en el llamado mercado informal nos muestran de qué manera la sociedad puede organizarse y relacionarse con mayor o menor intimidad con las normas legales y con los agentes estatales. Lo que es muy difícil, por variados motivos.
De hecho, es común que en las facultades de Derecho se repita una fórmula que transmite la idea de que la sociedad es mucho más dinámica que el derecho. Tan dinámica que, cuando un proceso político consigue modificar el contenido de una norma específica, se dice que esta ya nace superada, si se considera el orden de los conflictos que surgen incesantemente. Puede ser que, en el origen de la norma, esté plasmada la condena eterna de ser deseada como un bien de la sociedad, pero al momento de su materialización se torne instrumento del interés de control y de poder de determinados grupos que alcanzan en la juridificación20 de su moralidad la condición de dominar a los demás. Así, se trata de hacer surgir nuevas referencias normativas para imponer un ordenamiento remasterizado, que no refleja –ni siquiera en el momento mismo de su creación– los intereses más amplios de la sociedad. Y, por eso, con el nacimiento de la norma, nace también la necesidad de tolerancia para con su desvío.
Por eso, sea acatando en parte las normas o no, las prácticas y habilidades de los sujetos en la calle, esenciales para el desarrollo de los procesos económicos que allí tienen lugar, hacen que las normas sean modificadas todo el tiempo. De la misma manera, el crecimiento de ese mercado diversificado por el cual circulan, en todo el mundo, mercancías y sujetos de diferentes orígenes, sugiere que el proceso de la formalización de la informalidad es algo absolutamente abstracto e irrealizable. De ahí que la tolerancia sea, al final, la dimensión humana más plausible, como muestran los contextos analizados.
Lo que me hace volver a JP y su puestito en la playa. Por supuesto que el proceso que él ha logrado tramitar, de regulación de su negocio, le dio algo de garantía por un tiempo. Pero, como suele acontecer en muchos lugares, de modo “precario”. Es decir, siempre a merced de que nadie lo quiera “molestar” desde la estructura del Estado. Así es que, tras tres años de cambio político en el gobierno de la ciudad, es evidente una nueva orientación en el modo en que se lidia con la gente en la calle. Sobre todo porque hay que garantizar espacios para los adherentes del intendente en el período en que se acercan nuevas elecciones. Por otra parte, en ese mismo período, por razones particulares, la policía también ha cambiado. En el momento en que concluyo ese artículo, se organiza cada vez más claramente una arquitectura de seguridad que mezcla diferentes representaciones de la participación público-privada. Y también hay ahí distintos niveles de representación de lo formal y de lo informal. Desde contratos de seguridad firmados entre la policía y empresarios del comercio para garantizar servicios adicionales, hasta negociaciones que involucran grupos de policías y expolicías en múltiples comercios –con mercancías lícitas e ilícitas– en las calles y en las villas. Las llamadas milicias, por ejemplo, tienen distintos modos de presentarse y particularizan –o potencian– la capacidad de uso de la fuerza estatal y hacen a menudo de la violencia su moneda. Es posible que el momento que he descrito al iniciar este texto sea aquel en el que JP ha percibido que no tiene más la reputación ni mantenidas las relaciones de confianza necesarias para obtener la tolerancia frente a los nuevos grupos que particularizan la representación estatal. Y, por ese motivo, había decidido irse para su “tierra” y dejar de pasar la mayor parte de sus días en la playa frente al hermoso Pan de Azúcar que era en nuestras charlas motivo de orgullo de un migrante en Río.
Sobre el autor
Antropólogo y profesor del Instituto de Estudios Comparados en Administración de Conflictos de la Universidad Federal Fluminense (InEAC/UFF) – Niterói/RJ/Brasil.
Financiamiento
CNPq, FAPERJ e FEC/UFF
Notas
Me refiero a un conjunto de eventos de gran porte internacional, como los Juegos Panamericanos (2007), el Campeonato de Confederaciones de Fútbol (2013), la Jornada Mundial de la Juventud de la Iglesia Católica (2013), la Copa Mundial de Fútbol (2014) y los Juegos Olímpicos (2016). En otro artículo analizo cómo a partir de ellos la ciudad pasó a recibir grandes inversiones que impactaron en las dinámicas de la vida social, que alcanzan a las capas medias y empobrecidas de la población (Pires, 2013).↩
Los homicidios dolosos presentan una fuerte concentración entre niños y jóvenes. El 54,8% de las víctimas tienen entre 0 a 29 años de edad. Sin embargo, 78,5% de ellos resultan de la intervención policial. Ver Bueno, Samira e Lima, Renato Sérgio (2019). Anuário Brasileiro de Segurança Pública. Ano 13. SP, Fórum Brasileiro de Segurança Pública. Disponible en http://www.forumseguranca.org.br/wp-content/uploads/2019/09/Anuario-2019-FINAL-v3.pdf.↩
Como propuso Lawrence Krader, el Estado puede ser pensado como una comunidad política donde los actores, en su heterogeneidad, tienen en común la aceptación de que comparten actividades de control de la sociedad (Krader, 1970).↩
En O Saber Local, este autor analiza la posible relación entre antropología y derecho, dos lenguajes que pueden intercambiar perspectivas entre sí, desde un punto de vista hermenéutico.↩
Perueiro son aquellos choferes que manejan peruas o coches grandes, como las combis en Buenos Aires, y que transportan pasajeros.↩
Lo mismo se puede observar en otros contextos, como por ejemplo Porto Alegre, estudiado por Rosana Pinheiro Machado (2005), así como también por Koper (2015).↩
Eso estaba previsto en el artículo 83 de la Ley 1472/2004. La redacción del artículo 83 de la Ley 1.472/2004, consolidado por la Ley nº 6.017/2018 define, en general, que la venta de mera subsistencia no debe implicar una competencia desleal efectiva para con el comercio establecido, así como la actividad de los artistas callejeros no debe exigir contraprestación pecuniaria. En los primeros días de diciembre de 2011, sin embargo, esa noción fue retirada del Código de Convivencia Urbana de la Ciudad de Buenos Aires, que es la ley que regula el espacio público porteño. Eso ocurrió después de una fuerte presión de los llamados “comerciantes establecidos”, agrupados en la Cámara de Comercio Argentino, entidad que representa una parte de ese segmento formalizado del comercio. Más adelante hago mayores consideraciones sobre esto. En el momento en el que escribo aún no se sabe cuáles son los efectos económicos de la pandemia del coronavirus. Pero se sabe, por supuesto, que los vendedores ambulantes, en todo el mundo, son los que más van a sufrir con la disminución de la circulación de personas. Seguramente, habrá cambios en los reglamentos acerca de tales cuestiones en el futuro.↩
Principalmente, como referí, vigilantes contratados. Ver nuevamente Pires (2011).↩
Consideración que, conforme he apuntado en otros trabajos, se constituye en cuanto objeto de intercambio en contraposición a la noción de “respeto” que los actores subalternos deben guardar hacia sujetos que ejercen control y poder en las relaciones que ocurren en el espacio público en Río de Janeiro. Consideración y respeto, así, son objetos intercambiados que corresponden a una asimetría estructural, que genera la continua ausencia de reciprocidades en las relaciones económicas analizadas.↩
En la situación de la pandemia mundial del coronavirus, en 2020, los controles ejercidos por la Policía de la Ciudad de Buenos Aires hacia la gente que no respetaba la cuarentena establecida en marzo por los gobiernos nacional y de la ciudad ha mostrado el potencial político de esa corporación en hacerse presente allí con el fin de manifestar su poder. En este caso, con apoyo de los vecinos que, incluso, denunciaban a los desobedientes.↩
De acuerdo con el sociólogo brasileño, son llamados así determinados objetos de intercambio que combinan específicamente dimensiones políticas y dimensiones económicas, de tal modo que un recurso o costo político sea metamorfoseado en valor de cambio. El precio de esos bienes y servicios es vehiculizado en un mercado informal que, por definición, esta en contra la reglamentación estatal o pública. Es decir, es independiente de las leyes del mercado, y se vincula a las evaluaciones estratégicas de poder, de recurso potencial a la violencia y del equilibrio de fuerzas, o sea, evaluaciones estrictamente políticas (Misse, 2004, p. 207).↩
Ejemplares son las decisiones judiciales que definen valores financieros bajísimos como reparación por las violencias morales y físicas en contra los vendedores ambulantes. El argumento utilizado casi siempre para no reconocer los valores pedidos en las demandas jurídicas es que la instancia judicial es reparadora de la injuria moral presuntamente sufrida por el litigante, y no un mecanismo para su enriquecimiento ilícito.↩
Respectivamente, “regalito”, “agrado” o “cafecito”.↩
El contacto con este policía fue realizado por un amigo abogado que actuaba en una ONG de Derechos Humanos. Daniel estaba viviendo un proceso conflictivo con la Policía Federal Argentina. Él había iniciado un juicio contra un superior, a quien acusaba del desvío de recursos de la institución. Así, se había transformado en el principal testigo de un caso que involucraba, al final, a más de 20 comisarios en denuncias por corrupción. Varios miembros de su familia eran policías y él trabajaba como tal hacía 15 años. Conocía bien la institución y hacía poco tiempo había sido electo como concejal en su ciudad del conurbano bonaerense.↩
El 2007 eso era igual a un promedio de US$ 470 mil. En aquel año la relación entre dólar y peso cerró oficialmente como US$ 1= $ 3,17. Ver en https://www.lanacion.com.ar/economia/el–banco–central–cierra–2007–con–record–de–reservas–nid974753 (Aceso en 15/4/2020)↩
El “arrego” es, como he observado en mis etnografías en Río de Janeiro, un modo de extorsión impuesto por un agente de seguridad, de acuerdo con sus propios parámetros, a una persona que esté actuando en la informalidad; sea un vendedor ambulante en la calle o sea en el tráfico de drogas en las villas. Su contraparte es la violencia física. En mis etnografías en las calles porteñas, en comparación, el “arreglo” sonaba más como una negociación en la cual el uso de la fuerza no era lo mas común y en que los valores de “coima” podían tener parámetros más o menos conocidos.↩
En realidad, dos regiones metropolitanas: las de Río de Janeiro y Buenos Aires.↩
En Buenos Aires sería semejante a “trabajar en blanco”, aun sin la connotación brasileña de “marginal” que habilita de esa forma la violencia policial. Sin embargo, es posible pensar aquí semejanzas con la práctica de “pedir documento de identidad” por parte de la policía argentina. Ver Tiscornia (2004).↩
Bourdieu dijo acerca del poder simbólico que se trata de un poder invisible, ejercido con la complicidad de aquellos que no quieren saber que están sujetos. Para el autor, los sistemas simbólicos –como el arte, religión o la lengua– ejercen un poder estructurante porque son “estructurados”. O sea, están anclados en símbolos capaces de efectivizar mayor integración, y contribuyen al desarrollo de un consenso sobre la realidad, lo que posibilita una mejor reproducción del orden social (Bourdieu, 1989, pp. 8-10). Es en esos términos que hablo del poder que ejercen las oligarquías de decir el derecho en mi país.↩
El término, en castellano, se refiere a acción de juridificar. O sea, regular en derecho una situación anteriormente no prevista en las normas.↩
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