0000-0001-9534-1526 Sergio E. Visacovsky[1][2]
The gaze of Lot’s wife or what anthropology has helped to understand the COVID-19 pandemic (and what it can help to problematize anthropology)
O olhar da mulher de Ló ou o que a antropologia tem ajudado a entender a pandemia de COVID-19 (e o que ela pode ajudar a problematizar a antropologia)
Las discusiones de orden más general se han tornado un tanto dificultosas en el último tiempo en el campo de la antropología. Es cierto que resulta bastante difícil hablar de “la antropología” como un todo. Pienso en títulos como “El estado actual de la antropología”, “Hacia dónde va la antropología”, “la antropología hoy: una evaluación”, que en otros tiempos fueron muy habituales. Sí, lo sé; hay excepciones conocidas, como los artículos de Maurice Bloch (2005) o Tim Ingold (2008, 2017). Pero bueno, se trata de Maurice Bloch y Tim Ingold. Parece una nimiedad decirlo, pero ya es un esfuerzo enorme tratar de conocer los temas de los que uno se ocupa, como para aspirar con cierto descaro a hablar de las decenas de cuestiones que ocupan el interés de los y las colegas que trabajan dentro del campo disciplinar o que definen lo que hacen como parte de la antropología, actuando o no en ámbitos institucionales que se asumen como “antropológicos”.
Pero hay una razón todavía más profunda, como lo es la falta de consensos amplios respecto de cuáles son los problemas que debemos investigar, la forma de hacerlo y hasta un lenguaje disciplinar común. Para muchos, esto es algo muy positivo, en la medida en que supone que la antropología es un terreno muy amplio y muy diverso, donde hay lugar para perspectivas extremadamente disímiles. Muchos colegas compartirían gustosos la misma mesa junto a físicos y biólogos, mientras otros lo harían solo con artistas, poetas o novelistas. Esto podría fortalecer la idea de quienes sugieren que debería hablarse de una disciplina en plural, de “antropologías”. De hecho, ya algunas instituciones han adoptado este punto de vista y lo han asumido en sus propios modos oficiales de designación. Comprendo que se trata de una solución posible a los problemas derivados de la heterogeneidad interna de nuestra disciplina y también de cierta lectura de la constitución histórica de la antropología en academias distintas a las de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, tal como lo han planteado los estudios sobre estilos disciplinarios (Cardoso de Oliveira, 1999) o la antropología en plural (Peirano, 1991).
Reconozco que la apelación al plural implica cuestiones atendibles, pero también entraña algunas dificultades importantes a la hora de pensar la comunicación, de superar la inconmensurabilidad entre teorías, algo que para algunos de nosotros sigue siendo un objetivo sustancial. No sé si estará pasado de moda, pero prefiero definir el campo en el cual trabajo simplemente como antropología, en singular y como sustantivo. A la vez, evito su uso como adjetivo de un método o enfoque, que nunca está claro de qué se trata. Por supuesto, soy consciente de que a continuación me pedirán alguna definición (los sobreentendidos no son nunca aconsejables) y lo más probable es que me meta en dificultades. Es que en nuestro quehacer diario como investigadores o docentes no nos detenemos a especificar qué entendemos por “antropología”, excepto en algún curso para estudiantes novicios o para alguna audiencia ajena. Al tratarse de un esfuerzo muy grande cuyos beneficios son más bien pequeños, uno podría salir del brete cómoda y elegantemente asegurando que antropología es todo aquello que se practica en su nombre con legitimidad académica y científica. Sería una salida con escaso compromiso, muy cercana al uso en plural. Y no es que crea que hay algo esencial, imperecedero e inmutable que define a este campo disciplinar. Indudablemente se superpone en algunas partes con otros campos y sus fronteras están lejos de ser nítidas e infranqueables (véase al respecto Stocking, 2002). Algunos piensan que, dado que la antropología estaría viviendo hace tiempo una crisis (en términos de Thomas Kuhn, 1985), una definición disciplinar no puede ser sino una toma de posición. El mencionado Maurice Bloch es un claro ejemplo de ello, cuando aboga por retomar el interés disciplinar por lo universal, por entender al homo sapiens en tanto preocupación general de la antropología (Bloch y Kallinen, 2016). Con ironía, Bloch ha señalado que se trata de cuestiones que continúan fascinando a todos… con excepción de aquellos que se encuentran en los departamentos de antropología (Bloch, 2005). Yo no sería tan categórico; simplemente diría que, a mí juicio, de lo que se trata es de una revisión constante de las preguntas (más generales, más específicas) que nos hemos formulado y las respectivas respuestas, para evaluar su vigencia, su pertinencia para mejorarlas o sustituirlas, si fuese necesario. Pero sabemos bien que esto no es lo usual, que solemos tomar los caminos más conocidos de la antropología, aun cuando muchos de ellos puedan no llevarnos muy lejos.
Por esta razón, quisiera discutir aquí cómo las condiciones impuestas por el reciente escenario pandémico pueden ofrecer posibilidades serias tanto para discutir aquello que damos por sentado sobre nuestra disciplina, como para comprender mejor lo que no entendemos demasiado bien. Voy a ilustrar esto con mi investigación más reciente acerca de la pandemia de COVID-19. Quisiera mostrar ante todo que la conceptualización de esta como crisis tiene inmediatas consecuencias no solo respecto de la índole de nuestro objeto de estudio, sino también en relación con el modo de estudiarlo. La pandemia habilitó la posibilidad de estudiar cuestiones de relevancia actual no solo para la antropología, como lo son las respuestas colectivas a situaciones de incertidumbre (entre ellas, la “fabricación” de futuro); también puso de manifiesto la vigencia de temas que se creían perimidos en tanto discusiones ya saldadas, como los debates antropológicos acerca de la racionalidad, su universalidad o relatividad, que fueron centrales hasta bien entrado el siglo XX. Esto es lo que se puede apreciar en las expresiones acerca de la existencia y naturaleza del virus SARS-CoV-2, de las controversias sobre las vacunas y la vacunación, pero también sobre diversas medidas de política sanitaria. En el medio, retomo algunos aspectos ya expuestos anteriormente sobre cómo una situación de crisis que afectó seriamente la factibilidad de la investigación etnográfica en su forma clásica constituyó también una oportunidad, no solo para imaginar nuevos modos de trabajo empírico, sino para interrogar las maneras aceptadas de pensar e investigar.
Pero antes de desarrollar estos asuntos, permítanme llevarlos a contemplar por unos instantes una pintura de mediados del siglo XIX (por la misma época en que Lewis Morgan publicaba La Liga de los Iroqueses), que representa una escena catastrófica, una calamidad de la que algunos pueden escapar y otros, por su afán de mirar, no.
John Martin fue un artista inglés nacido en 1789 y muerto en 1854, que gozó de una enorme popularidad en vida. Parte importante de su producción estuvo centrada en temas apocalípticos representados en grandes dimensiones. Tras su muerte, fue rápidamente olvidado, puesto que la crítica tildó su obra como de “mal gusto”. Hace unos diez años aproximadamente, dio comienzo una revalorización de su trabajo (Walker, 2005; Lang, 2012); como señalara la curadora Julie Milne, nuestro tiempo puede permitir una nueva lectura de su obra, que encaja muy bien con las preocupaciones modernas sobre el anunciado desastre global.
Martin buscó premeditadamente sus temas en eventos catastróficos, muchos de ellos narrados en la Biblia, tratando de impactar emocionalmente al público. Uno de ellos es “La destrucción de Sodoma y Gomorra”, un óleo sobre tela de 136,3 cm de largo por 212,3 cm de ancho que data de 1852 y que está en The Laing Art Gallery, en Newcastle upon Tyne, Inglaterra. Por cierto, es un tema pictórico clásico; de hecho, su compatriota y contemporáneo Joseph Mallord William Turner (1775-1851) también lo trató en un óleo de 1805. Se trata de una historia que integra el Génesis en la que se narra la huida de Lot, sobrino del patriarca Abraham, con su familia de la llanura de Sodoma y Gomorra, ciudades que fueron destruidas por decisión de Yahveh.
Fuente: página Art UK https://artuk.org/discover/artworks/the-destruction-of-sodom-and-gomorrah-37049
En la obra de Martin se destaca el fondo como un plano más alejado, en el que prevalecen los rojos, amarillos y negros. El cielo desde el que cae el fuego y el azufre se confunde con la ciudad en llamas. En primer plano, tres personas caminan sin mirar hacia atrás, alejándose de la destrucción, por el que parece ser el único camino mediante el cual era posible escapar. Este parece ser el punto principal de la obra, ya que este plano cercano de la huida salvadora se contrapone al más alejado de la catástrofe y la destrucción. Una de las figuras que escapa del desastre va completamente cubierta y no puede verse su rostro, a diferencia de las otras dos que le acompañan, claramente mujeres. Por el relato del Génesis, sabemos que la primera figura es Lot, el único varón sobreviviente de la calamidad, mientras que las otras dos son sus hijas. Con un poco de esfuerzo, advertimos una figura blanca que se haya a mitad de camino entre estos personajes; vemos que un rayo la ha alcanzado. Es la esposa de Lot que, al desobedecer el mandato de Yahveh de no mirar hacia atrás en la huida, quedó convertida en estatua de sal. No murió quemada por el fuego como el resto de los habitantes, pero tampoco pudo continuar el camino que la pondría a salvo junto al resto de su familia. La escena es sobrecogedora, no solo por las dimensiones de la devastación sino por el destino de esta mujer a la que su familia ha dejado atrás, una familia que no puede salvarla, ni permitirse que el dolor de su pérdida los detenga. Pero Lot y sus hijas siguen adelante por el sendero que los llevará a un futuro que ignoran por completo. Y, aun así, lo buscan. En definitiva, han encontrado un camino para escapar y continuar.
En esta escena, tal vez, podamos ver algo de la paradoja frente a la cual debimos enfrentarnos durante los largos meses de pandemia de COVID-19. Miles de personas buscaban escapar del riesgo de infectarse, huyendo a aquellos lugares que consideran seguros y esquivando ámbitos y cuerpos vistos como peligrosos. Pero como investigadores, como antropólogos que hemos hecho del contacto, de la cercanía, de la inmersión, del desplazamiento hacia los lugares de estudio y del encuentro con las personas con las que interactuamos en el trabajo de campo un vector crucial de la producción de conocimiento, nos encontrábamos en la posición de la mujer de Lot; sabíamos del peligro de permanecer allí donde el riesgo de enfermar y morir era alto, pero al mismo tiempo no podíamos dejar de sentirnos atraídos por observar y analizar cuanto sucedía.
Una respuesta primera para acercarse (aun a la distancia) fue transformar esta calamidad en objeto de conocimiento. El término calamidad recubre diferentes eventos cuyo rasgo común reside en el hecho de que ocasionan daño, muerte, destrucción, sufrimiento prolongado o duradero y aflicción. Lo que llamamos pandemia de COVID-19 fue parte de una clase de procesos cuya característica principal es la amenaza de la continuidad de la vida colectiva (Visacovsky, 2011, pp. 21). Como mostraré a continuación, fui al encuentro de la calamidad desde la distancia conceptualizando la situación como crisis.
Cuando se produjeron los primeros casos de COVID-19 en nuestro país, no dudé en ver la pandemia como algo que debía estudiar no solo por responsabilidad, sino porque me resultaba un objeto “familiar” en razón de mis trabajos sobre crisis; es decir, sobre los modos en que los seres humanos lidiamos con la incertidumbre y generamos futuro bajo circunstancias en las que se produce lo que Claudio Lomnitz-Adler (2003) llama “saturación del presente”. ¿Por qué ver a la pandemia como crisis? Una respuesta muy simple sería: porque así fue caracterizada globalmente, por la Organización Mundial de la Salud, por los medios de comunicación y los respectivos gobiernos. Ya esto solo parece justificar un estudio de crisis. “Crisis” es una noción que se las trae, aunque, tal como lo señalaba Reinhart Koselleck (2002), es un término usado asiduamente para sugerir o afirmar que algo “anda mal”. Inspirados en el notable análisis histórico-conceptual que realizara Koselleck, los antropólogos Janet Roitman (2014) y Roberto Barrios (2017) sugieren que la idea de crisis lleva a considerar los eventos catastróficos como si fuesen efectos de errores, accidentes o aberraciones de lo que debiera ser el funcionamiento normal de las cosas. Y como el concepto de crisis forjado en la práctica médica conlleva una idea de futuro consistente en un retorno o recuperación de un estado “normal” o “saludable” (recordemos expresiones tales como “retorno a la normalidad” o similares), su empleo torna imposible la crítica de las condiciones sociales que producen, por ejemplo, miseria, desempleo, destrucción ambiental o mayor vulnerabilidad de las poblaciones frente a las infecciones. Y la pandemia de COVID-19 mostró a las claras cómo las condiciones de vida profundamente desiguales entre países, regiones y aún entre distritos o zonas en una misma ciudad, daban como resultado efectos muy dramáticos allí donde las posibilidades de acceso al agua potable, higiene, alimentos, hogares espaciosos y con ambientes para el uso familiar, manutención durante los períodos de aislamiento, prevención y atención médica eran escasas o nulas.
Roitman y Barrios han realizado una contribución importante a la hora de analizar las definiciones de situaciones en tanto “crisis” por medio de intervenciones públicas en nombre del Estado o de saberes expertos que, con autoridad y credibilidad, diagnostican o auguran el advenimiento de una; pero al rechazar toda posibilidad de hacer de “crisis” una noción con potencial analítico, también están renunciando a aprehender los modos en que las personas perciben o experimentan socialmente los trastrocamientos temporales y las respuestas o acciones bajo tales condiciones.
En efecto, como sucedió en gran parte de los países, con la circulación comunitaria del virus y las medidas gubernamentales para afrontarla (como el aislamiento en los hogares) se generaron profundas alteraciones en la organización y en las condiciones de posibilidad de las rutinas diarias -por ende, la temporalidad misma se vio perturbada hondamente-, en los usos del espacio tanto doméstico como público, en los desplazamientos urbanos e interurbanos, en la sociabilidad y en la proxemia, en la administración de los cuerpos propios y ajenos y en la ritualización de los ciclos de la vida y de la muerte. Todo esto produjo un enorme impacto sobre la educación y el mundo laboral, así como ocasionó un agravamiento de las ya de por sí pésimas condiciones de vida de los más pobres. En este escenario, lo sustancial fue una transformación radical de la experiencia temporal (Neiburg, 2020) o, como prefiero definirla, una discontinuidad drástica del flujo de la vida colectiva tal como esta es asumida por sus miembros, una ruptura o quiebre con un momento visto como “normal”, normalidad que constituye una precondición de la previsibilidad en la vida cotidiana (Berger, 1998). Esta ruptura inaugura un tiempo de incertidumbre con respecto al futuro, lo que implica, como adelanté, una dificultad para la creación de imágenes admisibles del mañana, y el presente es experimentado como un tiempo suspendido, estancado o congelado. Y el problema que se suscita es cómo las personas pueden orientar sus vidas bajo estas condiciones, a partir de las cuales no es posible atisbar un futuro que sea distinto a un presente que parece perpetuo (Visacovsky, 2017). En suma, cuando una situación es definida como “crisis”, inmediatamente debemos pensar en asuntos tales como incertidumbre, imprevisibilidad e imposibilidad de pensar o imaginar el futuro.
La previsibilidad es una precondición de la acción social en la vida cotidiana (Goffman, 1971; Misztal, 2001), consistente en la capacidad de anticipación de lo que sucederá, basada en la seguridad o convicción respecto de un orden de acontecimientos que no han sucedido pero se espera que sucedan. La previsibilidad no presupone un mundo inmutable, sino apenas predecible aun en sus variaciones, puesto que pueden esperarse alteraciones controlables. Por supuesto, hay un abanico muy amplio y variado de experiencias y situaciones que tampoco son fijas: lo que hoy es una alteración problemática mañana puede dejar de serlo. En mis estudios, trato de saber qué sucede cuando esta previsibilidad desaparece o es inexistente; en ese caso, tenemos que preguntarnos cómo la acción social puede ser posible. O, si se quiere, qué tipos de acción son posibles bajo tales circunstancias. Estoy interesado en entender cómo los seres humanos pueden orientarse en la vida cotidiana cuando la previsibilidad desaparece y me pregunto si deben necesaria e inmediatamente restituirla; y de ser así, cómo lo logran. En consecuencia, eventos como la pandemia constituyen una suerte de laboratorio inesperado y gigantesco para estudiar las crisis de mejor manera.
Así, para comprender las experiencias y respuestas sociales a la crisis suscitada con el reciente escenario pandémico, yo no hice otra cosa que participar de un conjunto de discusiones, algunas propias de la antropología, otras provenientes de otras disciplinas que, sin embargo, habían sido también apropiadas por antropólogos. El problema era cómo hacer de esto una investigación empírica con un enfoque etnográfico, pero bajo un régimen de confinamiento sanitario que nos imposibilitaba llevar a cabo un trabajo de campo en los términos tradicionales.
Confieso que cuando comencé mi investigación sobre la pandemia, no me detuve demasiado a formular criterios metodológicos muy sofisticados. Solo pensé que debía registrar lo que estaba sucediendo. A mi entender, era mucho más importante, más urgente, generar material empírico del modo en que fuese posible. Recordemos que en los primeros meses del año 2020, todos nos preguntábamos cómo íbamos a proceder ante el aislamiento obligatorio, que nos impedía realizar trabajo de campo del modo en que entendemos debe hacerse. La única salida posible era recurrir a las mismas tecnologías de comunicación remota que se estaban empleando en una inmensa variedad de situaciones en todas partes. Las dudas eran mayúsculas, no solo porque este camino resultaba novedoso, sino porque era muy fácil para algunos verlo como una solución provisoria, una forma de investigación degradada o directamente incorrecta. No obstante, también se difundieron a través de plataformas como YouTube intervenciones de antropólogos (como Daniel Miller) que explicaban cómo podría realizarse un trabajo de campo etnográfico a través del uso de las redes sociales o de programas que permiten conversar (entre otras cosas) a través de Internet.
Yo fui, pues, uno de los que asumieron que había que seguir, que había que continuar investigando del modo que fuese, más si la mismísima situación social pandémica era el objeto de mi interés. Pero emprender esta suerte de etnografía “desde el hogar” suponía algo de ingenio para diseñar estrategias de investigación empírica, sobre todo en los primeros meses del 2020. Así, inicié un primer relevamiento a fines de marzo, pidiendo testimonios a través de una guía de preguntas abiertas a diferentes personas vía WhatsApp, que podían responder por la misma vía en forma escrita o con un mensaje de voz. Mis preguntas eran bastante sencillas. Yo quería saber si estaban trabajando y de qué modo, cómo se estaban arreglando para hacer sus compras cotidianas, así como qué idea tenían sobre el origen de la pandemia y cómo se estaban cuidando; finalmente, me importaba saber cuándo pensaban que terminaría todo. Solicité testimonios a quienes habitualmente integraban mi propia red social, a quienes podríamos caracterizar sin demasiadas precisiones ni exigencias como “sectores medios urbanos” del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA). Paralelamente, mantuve conversaciones telefónicas, seguí relevando e interactuando en redes sociales y llevé adelante búsquedas en Internet en diferentes portales y en medios periodísticos. Completé cuatro solicitudes de testimonios en 2020 y realicé una más en febrero de 2021, ajustando siempre las preguntas orientadoras. Precisamente, por entonces la modalidad empezó a mostrar síntomas de agotamiento, por lo que pasé a efectuar entrevistas abiertas en profundidad a través de programas de videollamada. También, debo decir que cuando las condiciones lo permitieron, durante el 2020 y ya más asiduamente en el 2021, realicé observaciones en las calles, los bares y las plazas y parques. Además, en el curso de todos esos meses, seguí atentamente las estadísticas de los casos de infectados y muertes, las tasas de mortalidad y de letalidad y, desde fines de 2020 y principios de 2021, el proceso de vacunación, que se fue transformando en mi foco principal de interés.
Paralelamente, puse especial atención en las noticias sobre la progresión de los casos de infecciones y muertes en la Argentina y el mundo, las diversas medidas adoptadas y el potencial desarrollo de tratamientos y vacunas. En principio, seguí a los principales medios de comunicación, pero luego mi búsqueda se hizo más específica: leí a periodistas que tenían sobrada experiencia en la divulgación científica (de hecho, sus reclamos de reconocimiento público como “expertos” durante la pandemia conforman toda una cuestión a estudiar alguna vez) y, con el tiempo, más a algunos de ellos que a otros. También, a ministros y secretarios de salud, así como a ciertos científicos especializados en virus, infecciones y vacunas, quienes se constituyeron rápidamente en voces autorizadas, muy especialmente en Twitter. Estos últimos se ocuparon inicialmente de explicar en qué consistía la COVID-19, las razones de las medidas de cuidado y su importancia, la evaluación de las decisiones en materia de política sanitaria y, más tarde, las vacunas y la relevancia de la vacunación. A la vez, como voces respetadas, desmintieron diferentes rumores que circulaban en las redes sociales sobre el origen del virus o los efectos de las vacunas. Pero también, pronto estas voces fueron desafiadas por otras que gozaban de una autoridad y una deferencia en las redes sociales que no provenía de la coyuntura pandémica, sino que era claramente anterior. Algunos de estos líderes de opinión en las redes sociales (tuitstars, influencers, instagramers) venían cuestionando las medidas sanitarias adoptadas por el gobierno nacional, desde las restricciones a la circulación al proceso de vacunación. Estas voces incluían una amplia gama de profesionales: médicos, investigadores científicos en diferentes disciplinas, periodistas, funcionarios y políticos opositores al gobierno nacional, entre otras. Fueron algunos de estos quienes también convocaron a manifestaciones contra las medidas sanitarias. Mi seguimiento no solo se centró en poder identificar una suerte de agenda temática, sino también formas de razonar o estilos de pensar. En cada posteo o tuit en los que se generaban intensos debates traté de relevar quiénes participaban, a favor o en contra; es decir, quién interactuaba con quién y de qué manera, con el fin de identificar qué era lo que estaba en juego y qué expresaban o representaban los participantes.
Honestamente, mis decisiones como investigador en y de la pandemia no han sido en absoluto originales. Por una parte, contaba con mi propia experiencia de investigación, la cual me permitía tomar decisiones y evaluarlas sobre la marcha. Por otra, muchos otros antropólogos estaban trabajando de un modo parecido. Y, precisamente, las redes sociales, los programas de videollamadas, las plataformas como YouTube, los sitios de Internet, nos permitían compartir experiencias y discutirlas. Uno puede ver estos esfuerzos por buscar caminos alternativos al trabajo de campo durante las restricciones a la movilidad como una sustitución empobrecida de la investigación que consideramos “auténtica”; y, en verdad, mucho de lo que hemos hecho en tiempos pandémicos tal vez sea así. Pero a la vez, quizá deberíamos empezar a pensar que lo que hicimos se fundó en formas de comunicación específicas que, además, hace tiempo se vienen estudiando, incluso etnográficamente. Como no hay ya campo de investigación que pueda considerarse fuera de estas formas de comunicación, no sería extraño que las próximas generaciones de investigadores deban integrar su estudio no solo como una especialización temática, sino también como condición necesaria de cualquier trabajo de campo.
Soy consciente de que muchos tendrán objeciones bien fundadas acerca del modo en que llevé adelante mi trabajo de campo durante los tiempos de confinamiento en 2020 y gran parte de 2021. Una de las posiciones al respecto sostiene que el trabajo de campo etnográfico exige ciertas condiciones para ser llevado a cabo: sin ellas, se torna irrealizable. Lo que nos quedaría es esperar tiempos mejores. Pero el inconveniente no es solo que tales tiempos pueden tardar mucho en llegar, sino que en el mientras tanto, perdemos posibilidades preciosas. Yo decidí privilegiar la urgencia por registrar de algún modo lo que sucedía, sin dejar de preocuparme por las condiciones en las que realicé los registros.
También, es importante decir que la pandemia de COVID-19 no es ni será la última situación excepcional que condicionará severamente el modo usual en que hacemos investigación. A la vez, tampoco parece sensato que solo bajo circunstancias extraordinarias pensemos en modalidades diferentes de llevar a cabo nuestras indagaciones empíricas, puesto que aun en los tiempos que no percibimos como “excepcionales”, la realidad compromete continuamente nuestros modos de practicar el trabajo de campo. Asimismo, la antropología (o cualquier otra ciencia social) tampoco será ni la primera ni la última disciplina que deba replantear su forma de acceso empírico ante determinadas circunstancias.
Lo que nos muestra la historia disciplinar es que, ante situaciones comparables en el pasado, los investigadores han elaborado respuestas diversas para poder estudiar realidades en las que su presencia y permanencia se tornan dificultosas, cuando no imposibles. Esto lo ha discutido, por ejemplo, Antonius Robben, para un potencial abordaje etnográfico desde la distancia de escenarios de violencia extrema, que hacen insostenible la presencia física del investigador. Robben abordó el problema de cómo estudiar desde un punto de vista etnográfico escenarios atravesados por la violencia extrema y generalizada, que hacían imposible o altamente riesgoso un trabajo de campo tradicional. Esta fue la situación de Irak entre marzo de 2003 a diciembre de 2011. Por un lado, el mencionado autor sugirió llevar adelante “trabajo de campo a la distancia”, potenciando uno de los procedimientos fundamentales de la investigación antropológica: el método comparativo. De esta manera, Irak podía ser estudiado a partir de su comparación con las investigaciones sobre otras realidades sociales que habían atravesado situaciones similares de guerra y violencia extrema. Robben indicaba que, en función del relevamiento empírico indispensable, los investigadores podían realizar entrevistas a expatriados y refugiados, analizar artículos periodísticos de los corresponsales de guerra, así como los informes de situación de las ONG, los comunicados de los militares y de los grupos insurgentes, los blogs de civiles y soldados, los programas de televisión, los partes radiofónicos, entre varias cosas más (Robben, 2008, 2010). Por otro, Robben sostenía que la comparación debía ser acompañada de “imaginación etnográfica”. La idea de una imaginación peculiar puede remontarse a Charles Wright Mills y su libro La imaginación sociológica, de 1959; más específicamente, podría tratarse de un tipo de mirada o enfoque específico, donde el trabajo de campo desempeña un lugar decisivo (Atkinson, 1990; Willis, 2000; Guber, 2001; Ferrándiz, 2008). Pero la idea de imaginación etnográfica está más inspirada en el trabajo de Margaret Mead, quien junto con otros antropólogos llevó a cabo tareas de investigación en el marco de la Segunda Guerra Mundial, como parte de las estrategias de inteligencia bélica. Robben recuperó críticamente esta línea; justamente, Mead comparaba los estudios antropológicos a distancia con las tareas de los paleontólogos (nosotros podríamos agregar a los arqueólogos), quienes reconstruyen vertebrados a partir de unos pocos restos fósiles; o con los historiadores, que reconstruyen el pasado a partir de las pistas disponibles (Robben, 2008, pp. 62-63).
La importancia concedida a la imaginación en la actividad científica puede parecer algo obvio, en la medida que la investigación en cualquier rama de la ciencia es un acto creativo; simplemente, no puede ser de otro modo (Murphy, 2022). Es posible que en ciertos ámbitos de la disciplina la imaginación no tenga buena reputación, ya que puede estar asociada a lo especulativo, a elaboraciones no fundadas empíricamente. Pero si nos planteamos la investigación como un modo constante de resolver (o no) problemas y sortear dificultades, si la asumimos siempre (y no excepcionalmente) como una tarea riesgosa, como un desafío intelectual, entonces el papel de la imaginación adquiere otro lugar.
Mi aproximación al estudio de la pandemia de COVID-19 tenía por cometido tratar de entender algunas de las reacciones colectivas observables en nuestro país. Asumí que estas conductas presentes podían comprenderse a partir de lo que ya sabíamos sobre las reacciones pasadas, por lo que procedí a leer estudios y hasta crónicas acerca de otras situaciones pandémicas vividas por la humanidad, desde la peste negra en Europa en el siglo XIV hasta la pandemia de gripe (influenzavirus A subtipo H1N1) de 1918 (conocida como “gripe española”). Tenía claro que, más allá de posibles continuidades o aspectos invariantes (quizá ligados al comportamiento de nuestra especie), hay también discontinuidades, singularidades históricas que pueden tornar difícil o desatinada cualquier comparación efectuada entre la Argentina de inicios del siglo XXI con la Florencia de mediados del siglo XIV o la Constantinopla de mediados del siglo VI.
Tal vez, una de las cosas más llamativas del tiempo pandémico ha sido la proliferación de discursos cuya característica principal fue la de desconfiar o descreer de la existencia del virus SRAS-CoV-2 (por ende, de la pandemia), de la necesidad de las medidas sanitarias adoptadas por los gobiernos desde 2020 y de la seguridad y eficacia de las vacunas, por mencionar solo algunos rasgos. Incluso, no faltaron quienes, aun cuando aceptaban la existencia del virus, negaron que este representase un riesgo real. Estos discursos eran proferidos por personas próximas a nosotros, que podían ser nuestros vecinos, nuestros parientes, nuestros amigos. ¡Incluso nuestros colegas! Estos discursos podían ingresar a nuestros hogares a través de los medios o de las redes sociales. Desde la ciencia, esos discursos fueron catalogados como anticientíficos e irracionales, y se constituyeron en un serio problema para la implementación de las políticas sanitarias. Como pocas veces en los últimos tiempos nos vimos confrontados con un problema clásico de nuestra disciplina, pero no ya situado a una considerable distancia de los grandes centros urbanos, de las academias y los institutos de investigación científica. Se trataba del viejo problema que ocupó buena parte de los esfuerzos intelectuales de la antropología al menos hasta comienzos de los años 1960, cuando Claude Lévi-Strauss (1964) y su teoría sobre el pensamiento salvaje aparecieron en la escena. ¿Por qué afirmaciones absurdas desde el punto de vista científico resultan aceptables, plausibles, incluso verdaderas para tantas personas? Mary Douglas lo planteaba de una manera brillante:
En mis días de estudiante, las controversias más candentes en antropología eran sobre por qué ‘otras personas’, es decir, personas que no vivían en una sociedad capitalista avanzada, tenían certeza sobre sus creencias absurdas. Al tratar de explicar sus desgracias, ¿por qué descuidaron la evidencia física y científica y recurrieron en cambio a sus creencias en los espíritus, la magia y los tabúes? ¿Cómo podían ser tan obstinados en el error? Los antropólogos gastaron sus energías en defender las supuestas creencias irracionales de otras personas, y continuaré con la tradición. (Douglas, 2001, pp. 145)
Teniendo muy presentes estas cuestiones, con mi amigo y colega Gabriel Noel unimos fuerzas para analizar parte del proceso de vacunación contra la COVID-19 en nuestro país, desde su comienzo, a fines de 2020, hasta mediados del año 2021. Llevamos a cabo esta tarea en un grupo de investigación integrado por historiadores, sociólogos, demógrafos y médicos. Como es sabido, en la Argentina existe una gran aceptación de las vacunas y la vacunación, basada en el papel activo que ha tenido históricamente el Estado nacional, con un calendario que incluye vacunas para todas las etapas de la vida, situaciones especiales o para grupos específicos, que son obligatorias y gratuitas. Cuando en la segunda mitad del 2020 se expandió la noticia de que los laboratorios habían logrado desarrollar vacunas contra la COVID-19, hubo certeza de que el fin de la pandemia estaba cerca. Desde el gobierno nacional se asumió que, a través de una campaña masiva de vacunación, la circulación del virus llegaría a su fin y los esfuerzos, entonces, podían ser destinados a la recuperación económica. Ya iniciada la vacunación, durante las primeras semanas fueron muy usuales las selfies del personal de salud en el instante mismo de recibir su vacuna, exhibiendo felicidad y con palabras de agradecimiento al gobierno nacional. No obstante, durante buena parte de 2021, el camino del proceso de vacunación también estuvo plagado de dificultades en cuanto a la adquisición de vacunas, de fuertes disputas públicas en torno a la ausencia de dosis suficientes, a la seguridad de las vacunas adquiridas en general o solo de algunas de ellas (como la Sputnik V o Gam-COVID-Vac, primera registrada en el mundo, desarrollada por el Centro Nacional de Investigación de Epidemiología y Microbiología Gamaleya de la Federación Rusa), a la no concreción de los acuerdos de compra con laboratorios como Pfizer y a escándalos en torno a accesos privilegiados a la vacunación. Personas que nunca habían sido renuentes a vacunarse tuvieron desconfianza (en mayor o menor medida) respecto de la eficacia y/o sobre supuestos efectos nocivos de la Sputnik V; incluso otras personas postergaron su inoculación (entre ellas, médicos) hasta el límite de poner en riesgo sus vidas (de hecho, algunos se infectaron y murieron). A su vez, el crecimiento del número de infectados, internados y muertos (especialmente cuando se trató de muertos próximos) incrementó la ansiedad ante la lentitud en la llegada de los turnos. Y los escándalos de accesos privilegiados a las vacunas produjeron grandes enojos y fuerte desconfianza en la campaña, al menos en algunos sectores y por cierto tiempo. Expuestas las cosas así, pueden parecer poco relevantes, si tenemos en cuenta que, aun con todas las dificultades señaladas, para el 21 de diciembre de 2021 se había alcanzado un 70,3% de vacunados con dos dosis, mientras que el 83,4% contaba al menos con una; e incluso, un 9,1% ya tenía una dosis de un refuerzo. Y entre los mayores de 40 años, un 92,7% tenía al menos una dosis y un 87,3% el esquema completo, mientras que un 18,6% ya poseía una dosis de refuerzo.
Pero lo cierto es que ese proceso fue tan conflictivo que constituye una excelente muestra de cómo la esperanza representada por las vacunas y la vacunación estaba subordinada a esquemas interpretativos locales que desde hace décadas orientan nuestras visiones sobre el pasado y el futuro. Estos revisten la forma de diagnósticos históricos sobre nuestros fracasos recurrentes como nación, como sociedad, que a la vez contienen una suerte de receta de superación de las frustraciones colectivas de manera definitiva. Se trata de grandes narrativas que impregnan nuestra vida política hace décadas y que afectan también la vida cotidiana. Ciertos episodios que se produjeron durante el tiempo pandémico (como las marchas organizadas por la oposición política y mediática al gobierno nacional, de las que participaron desde comerciantes desesperados ante las consecuencias económicas negativas del confinamiento hasta pequeños grupos antivacunas y neonazis) podían ser analizados en términos de pasados vivos, no cerrados o activos, de un modo similar a como lo hizo Veena Das (1998) para el caso de las confrontaciones violentas en la India de fines de los años setenta y principios de los ochenta.
Ahora bien, suponer que la confianza o no sobre las vacunas y la vacunación han dependido exclusivamente de los esquemas interpretativos mencionados sería un error. Desde ya, la larga espera de un turno que no llegaba podía minar (transitoria o definitivamente) la confianza en la vacunación y en la gestión gubernamental. Lo mismo puede decirse de las reacciones públicas a los escándalos por accesos privilegiados a las vacunas. Pude seguir algunos casos de vacunación del personal de salud del sector privado, muchos de ellos psicólogos que atendían en sus domicilios en forma virtual, que en febrero de 2021 fueron habilitados por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para vacunarse. Tras recibir su dosis, muchos de ellos subieron fotos del momento a las redes sociales (tal como lo había hecho poco antes el personal de salud del ámbito público), en algunos casos agradeciendo al gobierno nacional. Pero en esta ocasión, recibieron como respuesta una catarata de ataques provenientes hasta de otros colegas que no habían contado con la misma fortuna, y que los calificaban de oportunistas, aprovechadores y egoístas. La tolerancia en estas circunstancias era tan escasa que muchos prefirieron no revelar que habían recibido la vacuna, ante el temor de ser atacados violentamente y condenados moralmente en las redes.
Todo esto parece asemejarse a lo que algunos trabajos definen como los riesgos de la politización de las vacunas y la vacunación, en la medida que estas pasarían a depender fuertemente de la confianza que la ciudadanía ya tuviera depositada en los gobiernos que programan y ejecutan las políticas sanitarias. Aún más, aseguran que toda polarización política afectará negativamente la confianza en la inoculación y en las campañas, tal como ha sucedido en Estados Unidos, Brasil y Rusia. Estos expertos recomiendan fuertemente a las fuerzas políticas volcar todos sus esfuerzos en separar las políticas sanitarias de cualquier interés político. En su lugar, sostienen la necesidad de mostrar a la población que las decisiones en materia sanitaria están fundadas en criterios estrictamente científicos, siguiendo principios de orden biomédico: deben mostrar a la población que sus decisiones se basan en “evidencias”. Además, aconsejan que las políticas de salud pública sean encaradas por “expertos no partidistas”, es decir, “técnicos neutrales”. En efecto, esta ha sido la actitud de virólogos, infectólogos, inmunólogos y epidemiólogos, quienes han intervenido de manera directa o indirecta en el debate público para desmentir supuestas cualidades adversas de las vacunas o aclarar dudas, con el propósito de brindar tranquilidad y certidumbre. Desde ya que estas recomendaciones parecen sumamente razonables. Sin embargo, presentan una dificultad: presuponen que las decisiones de política pública son aceptadas por una población ideal y racional, sin que se interpongan sus valores, identidades e historias. Una ciudadanía que será iluminada pedagógicamente por la razón. De ningún modo pretendo relativizar o ignorar las bases científicas de las decisiones de política sanitaria, sino simplemente tener en cuenta qué sucede con ellas cuando ingresan a las arenas políticas. Y lo político no puede ser visto como una suerte de elemento contaminante del discurso científico en el que se fundarían las políticas sanitarias; en todo caso, es la perspectiva (comprensible, la única que pueden tener) de divulgadores científicos en sus más variadas formas.
En el caso argentino, el consenso sobre la vacunación como un instrumento para la superación de la pandemia, como salvación ante la posibilidad de enfermar, ser hospitalizado y morir, nunca pareció ser impugnado. La esperanza seguía depositada en las vacunas y la vacunación (pensadas como valores bien establecidos), pero su concreción dependió de una compleja contienda en la que la credibilidad dependió de un trabajo de continua recreación de una confiabilidad socavada, una constante renovación de la credibilidad del gobierno nacional. ¿Se discutió sobre la eficacia y seguridad de las vacunas y sobre la marcha del proceso de vacunación? Sí, pero también se discutió sobre probidad, moralidad. La confianza dependió en gran medida de una continua tarea de asepsia por parte especialmente del gobierno nacional (pero no solo), a la espera de una nueva imputación de inmoralidad de sus oponentes. Así, la esperanza que podían brindar las vacunas estuvo fuertemente condicionada no solo por las limitaciones señaladas del mismo proceso de vacunación, sino por una contienda moral que, en más de una ocasión, devolvió las incipientes imágenes de un futuro pospandémico a los atolladeros de un presente perpetuo.
En Parque Jurásico, la famosa película de Steven Spielberg de 1993 (basada en el libro homónimo de Michael Crichton, de 1990), uno de los personajes principales, el matemático Ian Malcolm (encarnado por el actor Jeff Goldblum), pronuncia un recordado parlamento: “La vida se libera. La vida se expande a nuevos territorios. Dolorosamente, tal vez incluso peligrosamente. Pero la vida encuentra un camino” (con un sutil “eh” entre “vida” y “encuentra”). Malcolm expresó esto luego de que se descubriesen cáscaras rotas de huevos de dinosaurio, lo que evidenciaba que se habían estado reproduciendo pese a que, como prevención, habían sido clonados como hembras por manipulación cromosómica. Pero como en su generación habían utilizado ADN anfibio, las hembras pudieron reproducirse por partenogénesis.
Del mismo modo, la investigación en antropología se abrió y se abre camino en condiciones críticas como las que prevalecieron en el 2020 y buena parte de 2021, por una doble razón: metodológicamente, porque ya existen experiencias de investigación empírica que han tratado de subsanar las dificultades para estudiar desde un punto de vista etnográfico escenarios de acceso y permanencia compleja o directamente imposible, apelando a distintas estrategias; teórica y analíticamente, porque hay cuestiones sustantivas que deben ser mejor entendidas respecto de la naturaleza de esos escenarios; y porque también hay interrogantes disciplinares que están plenamente vigentes, ahora como perplejidades del mundo que, por el momento (y vaya a saber hasta cuándo), habitamos.
Así, la pandemia se presentó como una ocasión propicia para pensar si alguno de los usos de “crisis” resulta fértil para delimitarla conceptualmente y, a la vez, orientarla en cierta dirección a partir de su inserción en un programa de investigación específico. De los varios usos posibles, es necesario distinguir, primero, el más usual: “crisis” como sinónimo de una patología y, por ende, de una normalidad perdida a la que se debe retornar; es el uso que a menudo invoca la economía como saber. Segundo, lo que podríamos llamar narrativas de crisis (Hay, 1995) o crisis como narrativa (Visacovsky, 2018), una perspectiva que nos permite estudiar ciertos modos públicos de narrar situaciones sociales críticas, poniendo énfasis en las propiedades performativas del lenguaje. Como vimos, estos esquemas se relacionan con las temporalidades históricas nacionales e influyen en las expectativas y las acciones futuras. Tercero, crisis como alteración radical de la experiencia temporal, que inaugura un tiempo de incertidumbre que quiebra la previsibilidad cotidiana. En mi caso, llevé adelante mi estudio de la pandemia de COVID-19 encarando los problemas inherentes a cada uno de estos usos, las líneas de investigación correspondientes y las posibles conexiones entre ellas.
A su vez, la pandemia volvió a colocar en el centro de los debates públicos y científicos la pregunta fundacional de la antropología: el estatuto de la racionalidad y el pensamiento humano. Debates tales como la existencia o no del virus y la pandemia, su índole “natural” o creada por los seres humanos, su circulación (ya sea accidental o con objetivos malignos), el papel de las vacunas y su eficacia (por nombrar solo algunos aspectos) no solo tomaron la forma de una confrontación (por ejemplo, desde el ámbito científico, entre “ciencia” e “ignorancia”, o entre “racionalidad e irracionalidad”). Las dimensiones de estas polémicas a escala global no solo rehabilitaron la discusión antropológica entre universalismo y relativismo, sino que también nos confrontaron con nuestra responsabilidad en situaciones críticas, donde lo que está en juego es la salud pública.
También me he detenido en considerar cómo la pandemia y las consiguientes restricciones a la circulación de personas plantearon serios desafíos a la investigación social en general y a la etnográfica en especial. En otro texto (Visacovsky, 2021) abordé el tema del trabajo de campo a la distancia como una de las posibles (pero no la única) respuesta ante la inaccesibilidad o imposibilidad de permanencia en los ámbitos de estudio empírico, cuyos elementos centrales volví a exponer aquí. He tratado de mostrar que las dificultades en la investigación han sido una gran ocasión para pensar qué estamos haciendo, qué pretendemos lograr con lo que hacemos o qué podemos esperar de lo que hagamos, qué podemos pedirle al trabajo de campo en un contexto crítico y qué no. Este tiempo ha resultado adecuado para pensar y llevar a la práctica formas de investigación etnográficas en las cuales nuestra presencia en el terreno se torna imposible o discontinua. También, pensar y desarrollar formas de investigación con pretensiones de conocimiento etnográfico en situaciones extraordinarias puede proporcionar elementos para interrogar y evaluar las maneras usuales en que trabajamos etnográficamente. Lo que quiero decir es que la excepcionalidad nos obliga a preguntarnos cómo estudiar la realidad de una cierta manera y si ese modo nos proporcionará lo que buscamos en términos de perspectiva de conocimiento, algo que no sucede si nuestros modos de examinar la realidad son asumidos sin más. Una consecuencia importante de todo esto es que lo que pensemos y hagamos tendrá seguramente efectos en nuestras investigaciones durante los tiempos que percibimos y definimos como “normales”.
A mi juicio, el estado de la disciplina puede evaluarse mejor a partir del modo en que responde ante situaciones excepcionales. Si la antropología (como otras ciencias sociales) nos ofrece la posibilidad de estudiar tantos aspectos de esa generalización que llamamos “pandemia”, también esta última (en sus diversas manifestaciones) pudo facilitar la formulación de preguntas sobre cómo pensamos como antropólogos.
Al comenzar este ensayo, invité a los lectores a reflexionar sobre la esposa de Lot a través de su representación en un cuadro de John Martin. Sostuve que su destino trágico fue consecuencia de su afán por mirar. Me la imaginé consciente de lo que le esperaba si desafiaba la orden divina, pero a la vez presa de un impulso irrefrenable por conocer qué estaba sucediendo. Puede que, además, su obstinación por mirar respondiera a la tristeza de dejar toda una vida atrás o al pavor que despertaba saber que centenares o miles de personas estaban muriendo mientras ella huía. Quizá, aunque fuese por pocos segundos, ella se vio ante una disyuntiva, que resolvió en un instante: su voluntad de mirar pudo más que cualquier mandato. Pensé que durante los tiempos pandémicos quienes estudiamos eventos críticos debimos afrontar un dilema parecido: mirar lo más cerca posible la calamidad que se extendía ante nuestros ojos o voltear nuestros rostros para dirigir la mirada solo al camino que nos permitiese alejarnos, ponernos a salvo y esperar que todo concluyese. Aquí, tomé partido por la importancia de encarar los estudios de las calamidades que nos tocan y nos tocarán vivir, por lo que implican respecto a aumentar nuestro conocimiento sobre ellas y por su potencial para expandir los horizontes de la antropología.
El presente trabajo es una reelaboración del presentado en la mesa redonda: “La construcción de conocimiento antropológico en los escenarios contemporáneos. Desafíos prácticos, epistemológicos y políticos”, en el marco de las X Jornadas de Investigación en Antropología Social Santiago Wallace, “Experiencias cotidianas en horizontes inciertos: implicancias para el quehacer antropológico”, el 23 de noviembre de 2022 en la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Mi agradecimiento por la gentil invitación a la directora de la Sección Antropología Social del Instituto de Ciencias Antropológicas, la Dra. Virginia Manzano.
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[1] Financiamiento: Este trabajo se realizó en el marco Proyecto de Investigación Plurianual (PIP) 11220200101683CO: “Imágenes de futuro, respuestas a la incertidumbre y crisis sanitaria. Un estudio histórico y etnográfico sobre la construcción social de confianza en las vacunas en el contexto de la pandemia de COVID-19 en la Argentina”, financiado por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) bajo la dirección de Sergio E. Visacovsky; y el PICT 2020 Serie A-01600. “La construcción de la confianza en la campaña de vacunación en el marco de la pandemia de COVID-19 en la Argentina: un estudio histórico y etnográfico”, PICT-2020-SERIEA-01600, Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación, bajo la dirección de Adrián Carlos Alfredo Carbonetti.