0000-0001-6482-3514 Ramiro Segura[1][2][3]
Anthropology, pandemic and city. Notes on distance in anthropological research in urban contexts
Antropologia, pandemia e cidade. Notas sobre a distância na pesquisa antropológica em contextos urbanos
“Egisto dice que es de otra época llorar por las distancias, igual que es de otra época llorar y asustarse cuando alguien enferma de tuberculosis. En nuestro tiempo han desaparecido las distancias y ha desaparecido también el miedo a la tuberculosis. Gracias a los aviones y a los antibióticos han desaparecido estas dos calamidades”.
Natalia Ginzburg, La ciudad y la casa
En este artículo me propongo reflexionar sobre la distancia en la investigación antropológica en contextos urbanos. Más precisamente, busco echar luz sobre las distancias involucradas en el proceso de comprensión de la vida urbana en un escenario atravesado por un acontecimiento radicalmente novedoso: la pandemia de COVID-19 en la Argentina. La distancia física -en las formas de “aislamiento social”, “cuarentena”, “confinamiento”, “distanciamiento social”, “huidas”, “éxodos” y “cierres”- ha estado en el centro de las regulaciones espacio-temporales desplegadas por diversos agentes para desacelerar los contagios y minimizar los efectos deletéreos de la pandemia de COVID-19. A la vez, al mismo tiempo que transformaban de manera vertiginosa la vida cotidiana en las ciudades, estas regulaciones -como muestra de la simetría entre vida cotidiana y antropología- dificultaban el acercamiento antropológico (basado en la proximidad, la permanencia prolongada e incluso la corresidencia en el campo) para comprender sus impactos diferenciales en la vida urbana.
Se trata de un escenario muy distinto al que Albina le plantea a Giussepe en el pasaje de la maravillosa novela epistolar de Natalia Ginzburg (2017) citado como epígrafe. La ilusión de ubicuidad generada por la supresión o reducción de la distancia física por medio de tecnologías del transporte como los aviones -la aniquilación del espacio por el tiempo propia de la reproducción del capital que profetizaron Marx y Engels (2015) en el Manifiesto Comunista- y la celebración de los avances de la medicina en la producción de antibióticos contra las enfermedades, parecieron ser desmentidos abruptamente con la emergencia de la pandemia de COVID-19 en la vida cotidiana. En razón de unos pocos días, estas certidumbres fueron globalmente puestas en cuestión: se multiplicaron las barreras y las regulaciones sobre la movilidad cotidiana, lo que incrementó las distancias físicas entre (para retomar el título de la novela de Natalia Ginzburg) “la ciudad y la casa”, así como también se generalizó el temor al contagio ante la ausencia de vacunas o tratamientos para un virus desconocido. En pleno siglo XXI, el principal dispositivo disponible para controlar el virus fue la “cuarentena”, que trajo al presente figuras de otros tiempos como la “ciudad de la peste” (Foucault, 1989) y que generalizó el “miedo a tocar” (Sennett, 1997) cuerpos, superficies, objetos.
En este artículo, parto de la idea de que vida urbana, antropología y pandemia comparten la plural y polisémica categoría distancia, siempre tensada entre usos “literales” y “metafóricos” (Ginzburg, 2000, p. 11). Mientras los primeros refieren a la proximidad o la lejanía en el espacio geográfico (distancia física), los segundos suelen remitir a desigualdades de ingresos, diferencias culturales y posiciones estructurales, entre otros procesos sociales expresados en distancias (simbólicas). Las ciencias sociales han mostrado las interrelaciones entre ambas nociones. Tempranamente, autores como Simmel (1986) y Evans-Pritchard (1977) alertaron contra la habitual lectura especular del espacio (la tesis del espejo), en la que las distancias físicas se corresponden mecánicamente con (o expresan las) distancias sociales, y sugirieron en su lugar el análisis de las cambiantes ecuaciones entre ambas distancias . Por su parte, las investigaciones en proxémica (Hall, 1972) han enfatizado el modo culturalmente situado y variable en que se experimenta y significa la distancia física, con lo cual abrieron un campo de investigación fecundo. Y en el caso específico de la antropología, se ha discutido largamente acerca de la relación entre distancia geográfica y alteridad, entre lo próximo y lo lejano (Barth, 1989; Abu-Lughod, 1991, 1997; Althabe, 2006), en la definición del objeto de investigación.
En estas notas sobre la distancia busco reflexionar, entonces, sobre el modo en que la pandemia y las políticas para combatirla y/o gestionarla operaron sobre las distancias en la vida urbana, así como sobre las estrategias de investigación desplegadas desde un enfoque antropológico en un contexto paradojal: mientras la regulación de la pandemia colocó en el centro una persistente pregunta antropológica sobre las cambiantes ecuaciones entre proximidad y distancia en la vida urbana, eran esas mismas regulaciones las que obturaron (o, al menos, dificultaron) la investigación antropológica de esas dinámicas.
El artículo se organiza en cinco breves notas que abordan dimensiones epistemológicas, metodológicas y sustantivas de la distancia en el entrecruzamiento entre ciudad, antropología y pandemia. La primera nota señala la relevancia de la distancia para la comprensión de las interacciones sociales en la vida urbana. La segunda problematiza los obstáculos que la antropología como disciplina colocó al abordaje de la vida urbana, fundados precisamente en la distancia. Las siguientes dos notas presentan algunas reflexiones sobre pandemia, ciudad y antropología a partir de los resultados de exploraciones colectivas realizadas en tiempos de aislamiento y distanciamiento respectivamente. La quinta nota se detiene en una descripción de las políticas de la distancia durante la pandemia y sus efectos en la vida urbana. Cierra el artículo un breve epílogo sobre las distancias en plural (tanto las que se relacionan con las interacciones urbanas como las involucradas en la práctica de la antropología) como un campo de lucha.
Al menos desde los tempranos trabajos de Georg Simmel (1986), la distancia constituye una categoría central de la reflexión socioantropológica sobre la vida urbana. Al cuestionar el determinismo espacial de finales del siglo XIX, Simmel sostuvo que el espacio es una forma que, en sí misma, no produce efecto alguno. Por evidente que parezca, no son las formas de la proximidad o la distancia espaciales las que producen los fenómenos de la vecindad o la extranjería. Lo que tiene importancia social no es el espacio en sí, sino el eslabonamiento y la conexión de las partes del espacio producto de procesos sociales. “Somos a cada instante aquellos que separan lo ligado o ligan lo separado”, escribió este autor en un bello ensayo titulado Puente y puerta (2001a, p. 45-46). El punto de partida, entonces, no es el espacio, sino la interacción social que separa y que une, que fija y que delimita, que aproxima y que aleja. La acción recíproca que tiene lugar entre las personas -sostuvo- se experimenta como el acto de llenar un espacio: es la interacción social la que torna en algo lo que estaba previamente vacío; lo llena en tanto que lo hace posible. A la vez, cuando el producto de la interacción social cristaliza en una forma espacial, tiene efectos en las futuras interacciones: la proximidad o la distancia física no determinan las relaciones de amistad o la enemistad, pero son un factor que cualifica esas relaciones.
Una de las figuras centrales del pensamiento simmeliano en torno a la distancia es la del extranjero/extraño. De acuerdo con Frisby (2007), el término alemán Fremde puede significar tanto “extranjero” como “extraño”, y la reflexión de Simmel se mueve en el amplio espectro que va de la frontera territorial a la distancia social. El extranjero/extraño constituye una forma sociológica que condensa la unión entre opuestos: movimiento-fijación y proximidad-distancia. La unión entre la proximidad y el alejamiento, que para Simmel se contiene en todas las relaciones humanas, toma en el extranjero/extraño una forma que puede sintetizarse de este modo: la distancia, dentro de la relación, significa que el próximo está alejado, pero el ser extranjero significa que el lejano está próximo.
El extranjero/extraño como síntesis entre lo próximo y lo lejano nos invita a pensar en una cualidad característica que el propio Simmel (2001b) resaltó de la vida urbana: la experiencia cotidiana que combina la proximidad espacial y la distancia social. En efecto, una característica típicamente urbana es la disociación entre las distancias espaciales y sociales; es decir, que una parte importante de la vida cotidiana en la ciudad supone estar espacialmente próximo de personas que son socialmente distantes. Al respecto, Richard Sennett (2019) identificó “la huida” de la ciudad y “el aislamiento” del otro en la ciudad como dos formas de larga data de la evitación y el rechazo de la alteridad en el espacio urbano. Formas extremas y nunca realizadas plenamente, en la medida en que las interdependencias sociales vuelven a poner en contacto lo que el proyecto urbano excluye (De Certeau, 2000). Entre ambos polos, y de modo más habitual, lo que se observa es una creciente diferenciación que separa espacialmente a las clases sociales en la ciudad y experiencias cotidianas de desigualdad que se tramitan en interacciones sociales que asumen formas diversas de la discriminación y el racismo (Wieviorka, 2009), la desatención cortés (Goffman, 1979) y el cosmopolitismo (Appadurai, 2015).
En síntesis, antes que un contrapunto estático entre nosotros/próximo y otro/distante, en el espacio urbano se despliega una dinámica de diferenciación situada, relacional y relativa, e históricamente cambiante. Precisamente en esta compleja red interaccional de comunicaciones y de transacciones, y de las respuestas jerárquicas y diferenciadas que esta provoca, las ideas de Simmel habilitan el estudio antropológico de las interacciones y las fronteras de clase, género y etnia en la ciudad. Sin embargo, durante mucho tiempo, la antropología guardó silencio sobre estas dinámicas sociales en el espacio urbano. Y el fundamento para renunciar a la porción (siempre creciente) de la experiencia humana que se desplegaba en las ciudades descansó precisamente en la distancia. O en la falta de ella. Lo urbano visto (equívocamente) como un fenómeno demasiado próximo, demasiado familiar, el terreno de lo propio y lo mismo. Por ello, me gustaría discutir esta idea en la nota siguiente.
La antropología ha tenido, en efecto, una relación compleja con la ciudad como terreno de exploración. Mientras grandes metrópolis coloniales como Londres y París fueron habitualmente el punto de partida de las expediciones antropológicas hacia el resto del mundo, estas ciudades paradigmáticas para la teoría urbana occidental (Robinson, 2002; Roy, 2009) quedaron fuera del campo de indagación antropológica durante finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX.
Sabemos que los procesos de descolonización de Asia y África iniciados en la segunda posguerra dieron lugar a la (auto)crítica de la disciplina: la relación con el colonialismo, las tendencias al exotismo en la construcción del objeto y al aislamiento en la delimitación del campo, el predominio de enfoques sincrónicos y las descripciones en “presente etnográfico” insensibles a la heterogeneidad y a los cambios y los conflictos de las sociedades analizadas, entre otras características del abordaje “clásico”, fueron puestas en discusión.
Lo que hoy se conoce como “antropología urbana” se consolidó a la luz de estas discusiones durante las décadas de 1960/70, cuando “la tendencia de los antropólogos a ir a las ciudades (o simplemente a permanecer en ellas) se hizo realmente pronunciada” (Hannerz, 1993, p. 11) debido a: 1) los vertiginosos procesos de urbanización de sociedades no occidentales, territorios tradicionales de la investigación antropológica, que comenzaron a agruparse y describirse bajo la etiqueta de “Tercer Mundo”; 2) el redescubrimiento de la etnicidad y la pobreza como “problemas urbanos” en los Estados Unidos; y 3) el impacto de la migración internacional del trabajo (y, en menor medida, de los refugiados políticos) en las ciudades europeas de posguerra. “Se habían especializado en ‘otras culturas’ -escribió Hannerz-, pero las habían buscado lejos; ahora las encontraban en los barrios socialmente inferiores” (1993, p. 11)
Sin embargo, además de estos procesos geográficamente diferenciados y sus impactos en la práctica de la “antropología metropolitana”, resulta relevante prestar atención también a las tradiciones locales de distintas “antropologías periféricas” o “antropologías nacionales” sobre las que Hannerz -como muchos otros- no habla. Como señaló acertadamente Teresa Caldeira (2007), el silencio respecto de la propia ciudad nunca fue una posibilidad universal. Para las “antropologías periféricas”, la realización de trabajo de campo en contextos urbanos dentro de la propia sociedad ha sido una característica constante, debido fundamentalmente a la ausencia de territorios coloniales que precisamente fueron la condición de posibilidad de las “antropologías metropolitanas”. En efecto, las producciones antropológicas singulares y creativas en diversas latitudes dentro de lo que actualmente se engloba bajo la idea de “sur global” solo parcialmente han cumplido con las exigencias de distancia, alteridad y comparación propias del “estilo internacional”. Pese a todo, estas condiciones no han sido obstáculo para que estas antropologías hayan investigado con éxito su propia sociedad y cultura, lo que muestra “que la alteridad es menos una exigencia inmutable de método que un efecto de poder” (Caldeira, 2007, p. 21).1 En definitiva, si la descolonización de la disciplina en los países centrales enfatizó la necesidad de traer la antropología a casa (Jaffe y de Koning, 2016), en otras latitudes esta se practicó desde sus inicios “en casa”.
De todos modos, las exigencias disciplinares -especialmente un persistente exotismo (Herzfeld, 1987)- se mantuvieron activas durante mucho tiempo en las antropologías metropolitanas y periféricas en el estudio de la ciudad. La combinación de criterios de residencia y alteridad para delimitar un “otro” localizado en una parte específica del espacio urbano, al que muchas veces se lo imaginó mucho más aislado y fijo de lo que realmente está, constituyó una operación recurrente de “etnologización” (de La Pradelle, 2007) o “tribalización” de la vida urbana (Prato y Pardo, 2013). En las últimas décadas, la innovación principal no fue dónde estudiar (como hemos comenzado a señalar, las y los antropólogos hacía tiempo que estudiaban en ciudades), sino que se relacionó fundamentalmente con qué estudiar en ellas y con cómo hacerlo. La transformación consistió en un progresivo desplazamiento del foco en grupos delimitados y de pequeña escala viviendo en la ciudad a análisis multiescalares de los procesos sociales y urbanos. Antes que una localización aislada, autónoma y culturalmente exótica, el lugar es un “punto de encuentro” (Massey, 2012) entre procesos diversos y agentes heterogéneos involucrados en la “producción de la localidad” (Appadurai, 2015), que adquiere su singularidad por el modo de conexión con el resto de los lugares (y por el modo de relación de los habitantes en ese lugar), en una cambiante geometría del poder.
El estudio de la pandemia abona a profundizar esta reflexión sobre “campo antropológico” (más interconectado, menos cerrado) y “alteridad” (más relacional, menos fija), lo cual redefine el lugar que habitamos y que investigamos: “la antropología en casa”. Nos encontramos ante una pandemia global y, a la vez, necesariamente situada en lugares concretos. En cada uno de esos lugares, con sus específicas configuraciones de alteridad y estructuras de desigualdad preexistentes, convergieron y se entrelazaron de modo específico flujos diversos (de personas, virus, políticas, vacunas…) de escalas múltiples (globales, nacionales, locales), que desplegaron modos situados de experimentar la pandemia.
Sin embargo, la pandemia -más específicamente, las políticas con que se intentó regularla- supuso un desafío: ¿cómo desplegar un abordaje antropológico “desde casa”? En la medida en que, como la inmensa mayoría de la población, las y los antropólogos estuvimos sujetos a medidas de “distanciamiento” y/o “aislamiento”, ¿cómo aproximarnos, observar, dialogar, interactuar con las personas con quienes convivimos “en casa”? Muestra inapelable de la simetría entre vida urbana cotidiana e investigación antropológica, ambas atravesadas por las mismas regulaciones sociales, ambas cargadas de incertidumbres, temores y esperanzas, ambas buscando reflexivamente otorgar sentido a las continuidades, los cambios y las alternativas futuras que se abrieron a partir de la pandemia.
En las próximas dos notas, entonces, desarrollaré algunas reflexiones sobre la distancia producto de un conjunto de exploraciones colectivas realizadas durante la pandemia. Si esta fue inicialmente pensada (y, para la mayoría de las personas, fenomenológicamente experimentada) como un acontecimiento disruptivo que instituía un antes y un después nítido, su prolongación en el tiempo, la transformación de los escenarios epidemiológicos, políticos y sociales y sus impactos diferenciales en los distintos sectores sociales mostraron que nos encontrábamos ante un proceso abierto. Las exploraciones realizadas en este contexto cambiante, condicionadas por las medidas de “aislamiento” y “distanciamiento”, buscaron comprender la experiencia urbana ante estas nuevas coordenadas espacio-temporales, lo que permitió simultáneamente reflexionar sobre la distancia en la investigación antropológica. Se trata de exploraciones, búsquedas realizadas más o menos a tientas, en una terra incógnita, una antropología en casa y mayormente desde la casa.
El decreto del 20 de marzo de 2020 por medio del cual el Poder Ejecutivo nacional dispuso el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) en todo el territorio de la República Argentina interrumpió de manera abrupta las dinámicas urbanas cotidianas. Con la excepción de aquellas actividades consideradas “esenciales” (personal médico, fuerzas de seguridad, servicios de recolección, comercios de cercanía, etc.), la inmensa mayoría de las prácticas fueron puestas en suspenso y algunas de ellas se desplazaron a soportes digitales, como el caso de la “educación a distancia” y el “teletrabajo”. El eslogan oficial “Quedate en casa” condensó el horizonte espacio-temporal del ASPO: restringir al mínimo la circulación cotidiana como medio para disminuir la circulación del virus y, consecuentemente, reducir la cantidad de personas afectadas por la enfermedad.
En un contexto inédito en nuestras biografías y estando sujetos a las medidas de aislamiento vigentes para la mayoría de la población, con Sergio Caggiano diseñamos y coordinamos la implementación de una entrevista telefónica sobre el impacto del ASPO en la vida cotidiana en La Plata. Se trató de explorar a distancia los efectos del distanciamiento. Además de dos secciones “clásicas” -la primera, con preguntas sobre la persona entrevistada y su unidad doméstica; la segunda acerca de las modificaciones en las rutinas cotidianas-, la entrevista finalizaba con la solicitud a las personas entrevistadas de fotografías de su autoría que mostraran la casa propia durante la cuarentena y/o lugares que la persona entrevistada veía de una manera diferente al modo en que lo hacía antes de la pandemia. Se realizaron 90 entrevistas por medio de un muestreo intencional que buscó cubrir heterogéneas y desiguales situaciones ante la pandemia, teniendo en cuenta principalmente la condición laboral y la localización de la vivienda, aunque se intentaron captar también diferencias etarias y de género.
Las imágenes producidas por las personas entrevistadas y su análisis fueron publicadas en los últimos dos años (Segura y Caggiano, 2021; Caggiano y Segura, 2022). Aquí me interesa reflexionar especialmente sobre la casa y sus pliegues como un modo de comprender la modificación de las distancias durante la pandemia. En efecto, la casa no solo fue una caja de resonancia de las transformaciones espacio-temporales que introdujo el ASPO, sino que estuvo en el centro de estas transformaciones. La ausencia de posesión de una vivienda, en algunos casos, la imposibilidad de quedarse dentro de la casa, en otros, la inadecuación del espacio doméstico a la situación pandémica en la mayoría de las familias, la modificación de los modos de uso y de la casa misma en todos los casos, muestran el impacto de las políticas de aislamiento en la escala de la vivienda.
Un conjunto significativo de las imágenes producidas por las personas entrevistadas representaba lugares y situaciones que buscaban comunicar transformaciones significativas en el cotidiano. Esas imágenes -cuyos temas y encuadres están transversalmente presentes en distintos tipos de personas entrevistadas, localizaciones en la ciudad y tipología de viviendas- fueron agrupadas analíticamente en cuatro categorías: redistribuciones, prolongaciones, umbrales y salidas. Sin minimizar matices, diferencias y desigualdades ancladas en la clase, el género, la edad, el lugar y sus intersecciones, estas categorías sintetizan la gramática socioespacial de la vida cotidiana durante la pandemia, al menos en el contexto inicial de aislamiento.2
-Redistribuciones. Se trataba de fotografías que mostraban cómo se reorganizaron (diferencialmente) las formas en que se conectan los lugares y la distribución espacio-temporal de las prácticas diarias involucradas en el habitar. La casa incorporó un conjunto de funciones y prácticas que, en general, se realizaban fuera: paradigmáticamente, trabajo, estudio y recreación. Estas redistribuciones nos recuerdan que, antes que un objeto fijo o un contenedor estático, la casa es un proceso (Miller, 2001) en el que se encuentran y sedimentan diversas prácticas y discursos que producen específicas materializaciones que reconfiguran el cotidiano (Segura, 2021). Más allá de la concreción de un plano o proyecto arquitectónico, la verdadera casa es una obra en curso (Ingold, 2011, p. 231). La casa real “nunca está lista”, fundamentalmente porque ella misma “es una reunión de vidas, y habitarla es unirse a la reunión” (Ingold, 2012, p. 30).
-Prolongaciones. Dos grupos de imágenes frecuentes representaban prácticas de prolongación del espacio de la vivienda más allá de sus límites materiales. Contra su aparente estabilidad y fijeza, la casa opera como nodo de flujos e intercambios de diversa escala y naturaleza. Por un lado, se conecta con el exterior a través de una red de infraestructuras. Por otro lado, se prolonga de un modo más corporal y sensible por medio de ventanas, terrazas, balcones y patios que permiten “mirar” más allá de sus paredes y en algunos casos “oxigenar” una cotidianeidad signada por el aislamiento en la vivienda. Mientras que en el primer tipo de prolongaciones las fotografías representaban medios de comunicación por los cuales se establecían vínculos con el exterior o capturas de pantalla de las videollamadas que representaban el espacio virtual en que los encuentros (laborales, educativos, familiares, festivos) se producían durante el ASPO, el segundo tipo de prolongaciones consiste en tomas panorámicas cuyo punto de vista coincide con la posición desde la cual la persona entrevistada prolonga (visualmente) su experiencia más allá de los límites materiales impuestos por los muros que la conforman. De esta manera, mientras las redistribuciones indicaban la concentración y el solapamiento de diversas prácticas hacia el interior de la vivienda, por medio de las prolongaciones el espacio era ampliado y proyectado hacia otras espacialidades conectadas con la dinámica y la experiencia que se tenía de ella durante el aislamiento.
-Umbrales. Además de redistribuciones y de prolongaciones, durante el ASPO proliferaron los umbrales: imágenes que representaban zonas de transición entre la casa y la calle, entre el adentro y el afuera, con la presencia de productos higiénicos (alcohol en gel o en aerosol, lavandina, desodorantes, toallas descartables y barbijos) localizados cerca de la puerta y de los accesos. Los umbrales marcan el cambio, regulan y dotan de sentido al acto de interacción productor del cambio (Stavidres, 2016). La experiencia del umbral (Benjamin, 2016) marca la creciente ritualización de prácticas como salir y entrar a la casa. Mary Douglas (1973) destacó la relación entre ritual y peligro, especialmente en los rituales de pasaje que suponen un cambio de estado para la persona que los transita. La cuarentena impuso, entonces, una creciente ritualización y reflexividad sobre prácticas anteriormente rutinarias e irreflexivas como salir a la calle.
-Salidas. La existencia de umbrales, rituales y precauciones diversas indican la existencia de salidas en el ASPO. La movilidad no desapareció, sino que se reconfiguró con el predominio de circuitos de proximidad, motivados por compras, trámites y cuidados, que tendencialmente generaron movilidades de escala y frecuencia reducidas. Las excepciones a este patrón de movilidad se ubican a ambos polos de esta situación: de un lado, las personas que no salen nunca de sus casas; del otro, trabajadores esenciales que continúan con sus labores habituales. Las redistribuciones en el interior de la casa, las prolongaciones más allá de ella y los umbrales que regularon los tránsitos expresan las transformaciones en las gramáticas espaciales de habitar en pandemia y aislamiento.
Una figura común de las fotografías producidas en esta exploración es la del pliegue (Mongin, 2006): de un lado, prácticas exteriores a la casa se repliegan y producen redistribuciones de espacios, tiempos y actividades en el interior; del otro, prácticas situadas dentro de la vivienda se despliegan y generan prolongaciones más allá de sus paredes. La casa, antes que objeto estable, se muestra como proceso abierto al devenir, materialización inestable de prácticas y discursos del habitar. Y entre los repliegues y despliegues propios de redistribuciones y de prolongaciones, los umbrales (pliegues en sí mismos) regulan los desplazamientos, los atravesamientos y las movilidades a escalas diversas: la casa, la calle, el comercio, el trabajo, la ciudad.
Durante 2021, nos involucramos colectivamente en una exploración de más largo aliento: una investigación comparativa sobre la experiencia de la pandemia en áreas de expansión de seis aglomerados urbanos de distintas regiones de la Argentina.3 A los fines de estas notas, aquí me detendré exclusivamente en algunos aspectos de la investigación que llevamos adelante en la periferia oeste de La Plata en el marco del proyecto.
El trabajo de campo en esa ciudad se desarrolló entre inicios de mayo y finales de agosto de 2021, período signado por las medidas de Distanciamiento Social Preventivo y Obligatorio (DISPO), y que coincidió con la segunda ola de la pandemia y el inicio de la vacunación masiva. Además de la observación en terreno, se realizaron 30 entrevistas en profundidad a habitantes de la zona sobre la vida cotidiana del grupo doméstico durante la pandemia, a partir de un muestreo que contempló especialmente la desigualdad residencial, el género y la edad de las personas entrevistadas. Además, se replicó la exploración anterior sobre la vida cotidiana en tiempos de ASPO, y se solicitaron fotografías tanto respecto del “ahora” de la entrevista como del año transcurrido en pandemia al momento de la entrevista. Como señaló Latham (2003) con respecto al método del diario-fotografía para el análisis de la movilidad, este tipo de estrategia supone la colaboración activa de nuestros interlocutores en el campo, minimiza la intervención del investigador sobre qué y cómo se registran las cosas, y permite el acceso a datos densos producidos por las personas participantes, quienes tienen un lugar preponderante en lo que se captura.
Los vínculos previos en el campo por parte de integrantes del equipo de investigación fueron clave para el acceso y el desarrollo de esta propuesta de trabajo colaborativo. Por las condiciones de distanciamiento vigentes al momento del campo, algunas de las entrevistas fueron realizadas de manera virtual, pero en la mayoría de los casos nos desplazamos a los lugares de residencia de las personas entrevistadas. La labor en terreno a través del encuentro y la copresencia supuso negociaciones con nuestros propios modos de quedarnos en casa en tiempos de DISPO, con las dinámicas de nuestros espacios cotidianos y, por supuesto, con los cuidados y las dinámicas de las unidades domésticas que nos dejaron “entrar” a sus barrios y a sus casas. Estas instancias de negociación constituyeron, además, un espacio-tiempo rico para comprender los modos en que las personas llevaban a la práctica el distanciamiento en un contexto de prolongación de la pandemia. Asimismo, el envío de fotografías por parte de las personas entrevistadas con posterioridad a la entrevista a través de medios digitales -especialmente WhatsApp- permitió en muchas ocasiones continuar el diálogo y repreguntar a partir de lo que mostraban las imágenes recibidas, dando lugar a un espacio-tiempo de interlocución presencial y a distancia prolongado y clave para la comprensión de los modos de habitar en pandemia.
El análisis de la pandemia desde el oeste de La Plata no solo mostró inadecuaciones con la política pública -no todas las personas tenían una casa en la que quedarse o condiciones sociales, económicas y laborales para no ir a trabajar o para trabajar y estudiar desde su casa, así como no todas tenían un comercio de proximidad, una plaza o un cajero bancario cerca de la vivienda-, sino también un modo distintivo de vivir el tiempo pandémico en relación con los lugares centrales de la ciudad. La periferia como lugar moduló la experiencia de la pandemia (Segura y Pinedo, 2022) y en esto fue clave la producción de la distancia. Además de los atributos geográficos preexistentes en el área analizada (localización distante del centro, urbanización reciente, amplia superficie, baja densidad, heterogeneidad tipológica, desigualdades socioespaciales), la reactualización de las fronteras entre “la ciudad” y “la periferia” por medio del despliegue de un conjunto de dispositivos en el marco de las políticas de aislamiento y distanciamiento social (cercos y retenes, controles policiales, permisos para la circulación, entre otros) moduló una “experiencia común” (Segura, 2015) durante la pandemia en la periferia. La experiencia recurrente del cerco y el control policial que impedía el acceso al centro de La Plata -“entrar a la ciudad”- constituyó una especificidad del habitar la pandemia desde -y crecientemente en- la periferia.
A la vez, por medio de la exploración de las prácticas de habitar se identificaron distintas formas de quedarse en la periferia, que implicaron diversos modos de entrar y salir durante la pandemia. Estas ambivalencias situadas se expresaron por medio de ecuaciones que precisamente buscaron captar las tensiones específicas de los modos de habitar cada espacio residencial, así como también -por comparación- dar cuenta de las diferencias y de las desigualdades en esos modos de habitar la periferia.4
Barrios populares: entre el cuidado comunitario y la proximidad como riesgo. Las estrategias de autocuidado que implicaron intervenciones comunitarias sobre el espacio físico circundante se entrelazaron con barreras y fronteras reforzadas por dispositivos estatales que hicieron del control territorial y la movilidad popular uno de sus focos privilegiados: “quedarse en casa” se volvió una experiencia ambigua, heterogénea y desigual. La cercanía y la proximidad permitieron activar redes de ayuda y solidaridad, organizarse colectivamente e intentar sostener la educación intermitente y distanciada que ofrecieron las instituciones escolares. Sin embargo, la cercanía barrial y familiar, reforzada al profundizarse las distancias y fracturas con la ciudad, fue percibida como problemática cuando los brotes de la enfermedad alcanzaron a las familias y profundizaron los temores al contacto. Si los distanciamientos y aislamientos pudieron ser interpretados como modos de cuidado, no por ello perdieron su efecto de profundización, multiplicación y distribución desigual del sufrimiento social.
Quintas productivas: continuidad laboral y reorganización comunitaria. En tanto la producción de alimentos fue considerada parte de los trabajos esenciales durante el período de aislamiento, quedarse significó para las y los productores la continuidad de las labores en las quintas, aunque con nuevas modalidades y prácticas de cuidado. El espacio compartido de producción y residencia (pequeñas casillas en lotes productivos, con déficit de infraestructura y servicios, y con elevados índices de hacinamiento) permitió mantener el aislamiento y continuar la actividad sin necesidad de circulación. Al mismo tiempo, al igual que lo que sucedió en los barrios populares, algunas tareas específicas vinculadas a la alimentación se volvieron centrales, con un aumento de la demanda y nuevas estrategias de reparto y distribución para evitar al máximo posible la circulación y el contacto. Esto significó negociaciones con los controles de seguridad que no los dejaban circular sin el permiso correspondiente. Así, para las organizaciones comunitarias, las “entradas” fueron restringidas y se multiplicaron “salidas” específicas en un circuito reducido, en un quedarse que tenía que conjugar el aislamiento con la garantía de la circulación de los alimentos.
Barrios de clases medias: redes barriales y circuitos de proximidad. Las personas entrevistadas destacaron las cualidades de su lugar de residencia para atravesar la pandemia. Esta valoración descansó en dos atributos: el entorno y las redes. Por un lado, los beneficios del entorno barrial -la naturaleza, el verde, el sol, lo abierto y espacioso, la disponibilidad de patio en las casas- para quedarse en contraposición con la vida en un departamento en el centro de la ciudad. Por el otro, las redes preexistentes, tanto presenciales como virtuales, se actualizaron durante la pandemia. Además de la colaboración a familias afectadas por la enfermedad, los grupos de WhatsApp vecinales se activaron para generar un circuito local de comercialización de alimentos, cosmética y vestimenta. La creciente centralidad del espacio barrial en las formas de habitar durante la pandemia se expresó en el predominio de circuitos de proximidad: realizar las compras en el mismo barrio y en zonas aledañas, así como reemplazar el centro de La Plata por centralidades ubicadas en la localidad próxima de Olmos.
Barrios cerrados: reforzamiento de fronteras y renegociación del adentro. La mudanza a estos barrios antes de la pandemia había significado un quiebre en sus formas de habitar la ciudad: modificación de los circuitos cotidianos, mayor contacto con la naturaleza, incremento de distancia (y tiempo) respecto del centro, disminución del temor a ser víctima de un delito y debilidad de los nuevos lazos vecinales. Sobre esa trayectoria se montaron las transformaciones que trajo la pandemia. Para algunas personas, el ASPO no implicó una pérdida de circulación urbana cotidiana, aunque impactó en la circulación nacional e internacional. En cambio, quedarse implicó negociaciones sobre quién podía entrar al barrio y cómo se habilitarían o restringirían esos ingresos, ya que se trata de contextos urbanos donde el porcentaje de población que posee casas de fin de semana y/o de veraneo es alto y el uso de estas viviendas se intensificó en pandemia. Asimismo, la regulación de los espacios comunes fue una problemática en las urbanizaciones cerradas. Estaban quienes sostenían que al interior del barrio no debía cumplirse con las medidas de aislamiento y/o distanciamiento, y quienes creían que los espacios comunes del barrio cerrado tenían que regirse por las restricciones estatales. En síntesis, mientras no sufrieron la imposibilidad de salir de sus barrios, tuvieron problemáticas comunes con respecto a los criterios para entrar al barrio que rigieron tanto para sus familiares y amigos como para propietarios no residentes y trabajadoras de casas particulares.
Esta breve síntesis ilumina las modulaciones que espacio residencial y clase social establecieron ante la experiencia común de quedarse en la periferia, al desplegar modos específicos de entrar y salir (de la casa, el barrio y la periferia) durante la pandemia. La distancia diferencial entre sectores sociales respecto del lugar de trabajo, de los lugares de aprovisionamiento, de las demás personas y de los contagios se encuentra en el centro de estas ecuaciones cambiantes del quedarse llevadas adelante por las y los habitantes que, como se desprende de lo expuesto, en cada tipo de espacio residencial buscaron establecer formas situadas de la proximidad y el distanciamiento.
La distancia en la vida urbana es una cuestión política: la distancia física entre los espacios residenciales de distintas clases sociales; la expulsión, segregación o evitación de la alteridad, ya sea étnica, racial o religiosa; la homogeneidad o la heterogeneidad de barrios, escuelas y espacios de ocio; los modos de interacción entre personas diferentes y anónimas en el espacio público… Estos y muchos otros procesos sociales urbanos involucran políticas de la distancia en la vida urbana.
Las regulaciones implementadas para combatir la pandemia, en forma de “aislamiento” y “distanciamiento”, se sobreimprimieron a un territorio atravesado por múltiples modos de la distancia física y la social. En un ensayo escrito a inicios de la pandemia (Segura, 2020), me preguntaba por los efectos de las -en ese contexto- ineludibles medidas de “distanciamiento”, “aislamiento” y “cuidado” sobre un entramado socioespacial desigual y el riesgo de potenciar y legitimar tendencias preexistentes respecto del miedo a tocar a ciertas personas, a evitar ciertos lugares, a separarse de los otros. En síntesis, a mi entender, en ese momento, la ecuación entre distancia y cuidado oscilaba entre cuidar al otro (próximo) para cuidarnos o cuidarnos (distanciándonos) de los otros.
Muy rápidamente, ante el distanciamiento fundado en razones epidemiológicas, se desplegaron diversas políticas de la distancia más allá -y en diálogo- con las regulaciones estatales (ASPO y DISPO). En un extremo se encuentra una utopía tecnoexperta (Martucelli, 2021) que, radicalizando las regulaciones del ASPO, busca estructurar la vida social a distancia sin ningún o con muy escaso contacto físico, potenciando la digitalización, el teletrabajo, el e-learning, la telemedicina, el delivery, las pruebas deportivas sin público, entre otras formas. No se trata de fenómenos nuevos, pero la pandemia potenció las tendencias que buscan instaurarlo como “nueva normalidad”. Por supuesto, los límites de esta utopía durante la pandemia fueron los “trabajos esenciales” para la reproducción de la vida (muchos de ellos, paradójicamente, muy mal pagos) que requieren movilidad y copresencia, así como también las desigualdades sociales en las posibilidades de acceso a vivienda, infraestructura y conectividad para desplegar diversas facetas de la vida “a distancia”.
En el otro extremo, en abierta reacción al ASPO y el DISPO, se encuentra la política que Pablo Semán y Ariel Wilkis (2021) denominaron economía moral de la proximidad, para la cual distanciarse físicamente significa poner entre uno y el otro una distancia moral, una enemistad, una duda, tal vez una acusación (algo así como “¿qué pensás, que estoy enfermo, pensás que te voy a contagiar? ¿Que fui imprudente?”). Desde esta perspectiva, la proximidad social como proximidad moral impone la obligación de estar cerca y la necesidad de justificar por qué uno se aleja. Para los autores, la resistencia (en el caso argentino, agrego, minoritaria) a las medidas de aislamiento y distanciamiento descansaría en esta economía moral de la proximidad.
Entre estos extremos (el primero, que disocia completamente la relación entre distancia física y proximidad social; el segundo, que busca hacer coincidir plenamente ambas distancias), en nuestras exploraciones identificamos un escenario con muchos matices y variaciones: diversas y cambiantes modalidades de resolver las tensiones entre distancia y proximidad en la vida urbana, sujetas a desiguales condiciones sociales y espaciales (vivienda, trabajo, conectividad, localización, etc.) y a la temporalidad de la pandemia como proceso que se prolongaba en el tiempo a la vez que se modificaban los escenarios políticos, económicos, laborales, educativos y epidemiológicos.
Como sea, por la acción combinada de múltiples agencias que no se circunscriben a las posiciones polares señaladas, la pandemia catalizó un conjunto de tendencias urbanas preexistentes (y diferencialmente experimentadas) que implicaron la reelaboración de las ecuaciones de distancia y proximidad en la ciudad: nuevas centralidades en las áreas de expansión urbana y circuitos de proximidad de naturaleza diversa (comercial, laboral, de ocio, etc.); modalidades virtuales (a distancia) de trabajo, educación y consumo, así como expansión de diversas economías de plataforma; tendencias contrapuestas en la movilidad urbana (planes para una movilidad más sustentable, activa y equitativa; “éxodo urbano” en clases altas y medias que potencia la dependencia del automóvil); reorganización de las interdependencias y los arreglos familiares, con marcados clivajes de género y edad; entre otras.
En este sentido, la vida y la política urbana en la pospandemia -entendida no solo como aquello que viene después de la pandemia, sino como la forma en que la pandemia se inscribe en la vida social- deberá lidiar con las proximidades y las distancias que se han producido durante dicho período, sin perder de vista la dimensión política que está en juego en la definición de esas distancias.
El tiempo y el espacio son categorías básicas de la existencia humana, a pesar de que rara vez discutimos sus significados e incluso habitualmente los tornamos autoevidentes. Sin embargo, como remarcó David Harvey (1998), “por debajo de la apariencia de las ideas de sentido común y presuntamente ‘naturales’ sobre el espacio y sobre el tiempo, yacen ocultos campos de ambigüedad, contradicción y lucha” (p. 229). En esta dirección, en este artículo intenté mostrar que, contra la habitual apariencia de inmutabilidad, categorías como distancia (en sus usos literales y metafóricos) constituyen un campo de lucha vinculado con los procesos de reproducción de la vida social y también de la producción del conocimiento antropológico.
Las reflexiones surgidas en el marco de exploraciones colectivas acerca de la experiencia de habitar durante la pandemia en contextos urbanos buscaron tematizar la distancia en diversos campos en el cruce entre ciudad, pandemia y antropología. En este sentido, intenté moverme en un espectro relativamente amplio, que va desde los debates en la antropología respecto de la distancia en la construcción del objeto de indagación hasta las transformaciones socioespaciales de la vida urbana por los efectos del ASPO y el DISPO, pasando por las estrategias metodológicas “a distancia” que permiten comprender los cambios en las ecuaciones entre proximidad y distancia en la vida urbana. Al respecto, me gustaría sugerir que, en cada uno de estos campos, la distancia no es un atributo inmutable de la realidad sino el producto de prácticas sociales en pugna donde, según los casos, se define tanto lo que es susceptible de abordaje antropológico como también las dinámicas de las desigualdades de recursos, existenciales y vitales que se suelen expresar ellas mismas en distancias (físicas y sociales).
Las ideas iniciales para este artículo fueron presentadas y discutidas en la Mesa Redonda “La construcción de conocimiento antropológico en los escenarios contemporáneos. Desafíos prácticos, epistemológicos y políticos”, desarrollada en el marco de las X Jornadas de Antropología Social “Santiago Wallace”. Agradezco a las y los colegas de la Sección de Antropología Social del Instituto de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, muy especialmente a Virginia Manzano, por la invitación.
Parte de las reflexiones que se presentan en este trabajo son producto del Proyecto PISAC-COVID 00035 “Flujos, fronteras y focos. La imaginación geográfica en seis periferias urbanas de la Argentina durante la pandemia y la pospandemia del COVID-19”. Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica - Consejo de Decanos en Ciencias Sociales. Investigador responsable: Ramiro Segura.
[1] En esta misma dirección, alejándose del exotismo canónico de la antropología metropolitana, Mariza Peirano (2007) reflexionó sobre las “alteridades en plural” presentes en el desarrollo de la antropología en Brasil. De esta manera, identificó cuatro tipos ideales de alteridad en la antropología brasileña: alteridad radical (grupos indígenas), contacto con la alteridad (relaciones entre indígenas y poblaciones no indígenas), alteridad cercana (grupos urbanos) y alteridad mínima (antropología de la antropología). Nótese la convergencia entre las “alteridades cercanas” de la vida urbana exploradas por la antropología brasileña y la figura del extraño/extranjero propuesta por Simmel como entrecruzamiento entre proximidad física y distancia social.
[2] El análisis detallado de estos procesos, así como las fotografías que dieron pie al análisis se encuentran en Segura y Caggiano (2021).
[3] Me refiero al proyecto “Flujos, fronteras y focos. La imaginación geográfica en seis periferias urbanas de la Argentina durante la pandemia y la postpandemia del COVID-19” (PISAC-COVID 00035), financiado por la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica y desarrollado por ocho nodos federales con mi dirección. Para más información se puede consultar el blog del proyecto: https://imaginaciongeografica.wordpress.com/
[4] Una descripción detallada de estas distintas ecuaciones se encuentra en Segura, Musante, Pinedo y Ventura (2022).