0000-0001-6773-7240 Jesica Carreras[1][2]
To the rhythm of the feast. Ethnography of festive communal cooking in Cusi Cusi (puna of Jujuy, Argentina)
Ao ritmo da fiesta. Etnografia da cozinha festiva comunitária em Cusi Cusi (Puna de Jujuy, Argentina)
Desde un enfoque interdisciplinario arqueológico y antropológico, nuestro equipo de investigación aborda las diferentes formas de narrar el pasado por parte de la comunidad de Cusi Cusi (puna de Jujuy, Argentina) (Vaquer, Petit y Di Tullio, 2020). Entendiendo que la historia local no solo se cuenta con las palabras, sino también con el cuerpo, hace unos años, las autoras de este trabajo comenzamos a investigar desde una mirada etnográfica la preparación y consumo de un plato tradicional andino, la kalapurca.1 Esta receta es transmitida de generación en generación y se prepara en diferentes festividades comunitarias desde el origen del pueblo (Carreras y Pey, 2019). Durante las fiestas, es cocinada colectivamente en manos de las mujeres cuseñas y se sirve a centenas de comensales. Nos hemos dedicado a comprender en detalle las etapas de preparación, ingredientes, herramientas, gestos, saberes y narrativas involucrados en su cocción durante la fiesta del 3 de mayo, en la que se celebran el aniversario del pueblo y las fiestas patronales.
A partir de nuestro trabajo de campo, año a año fuimos involucrándonos más en el proceso culinario, desde intentar replicar el desmenuzamiento (o “tizado”) de la carne junto a las cocineras (Pey y Carreras, 2020); hasta, finalmente, ser oficialmente delegadas a cumplir tareas específicas. Fue durante nuestra última experiencia en la que nuestro propio cuerpo nos invitó a levantar la mirada de la olla. Desde muy temprano en la madrugada, se nos había encomendado la tarea de desmenuzar toda la carne para la kalapurca. Pero, de un momento a otro, nuestros torpes y pausados gestos de tizado pasaron de ser suficientes a estar “fuera de ritmo”: nos sentimos lentas. Pero ¿lentas respecto de qué? Afuera, se escuchaba cada vez más cercana la banda de sikuris2 junto con los gritos y risas de su cohorte de danzantes que, trasnochados, esperaban con ansias un reconfortante plato de kalapurca. Toda la cocina adquirió un ritmo vertiginoso. Las cocineras corrían de un lado a otro, cortaban, mezclaban y condimentaban con movimientos muy rápidos. Imitándolas, aceleramos el desmenuzamiento, a la vez que se asignaron más ayudantes para la tarea. Pronto, sikuris y danzantes ocuparon todo el patio de la cocina, trayendo consigo no solo la música sino y, sobre todo, lo que empezamos a comprender conceptual y corporalmente como el ritmo de la fiesta.
Es así cómo, a partir de la propia experiencia, nos acercamos al ritmoanálisis de Lefebvre y Régulier (2004), una propuesta que nos permitió abordar nuevas escalas para seguir profundizando nuestro estudio sobre la cocina comunitaria local. Esta herramienta analítica resultó de utilidad para conocer y caracterizar el ritmo de la fiesta y el ritmo propio de la cocina comunitaria, y entender de qué forma se encuentran relacionados. Para ello, aquí exploraremos tres momentos de la fiesta: la víspera, el auge y el fin.3 Nos interesa, como objetivo último, abordar el entramado de relaciones sociales que surgen de las superposiciones de estos ritmos, y que se expresan en la relación entre fiesta y comida.
Actualmente, el calendario festivo andino se compone de diversos tipos de celebraciones, cada una con sus particularidades (Romero, 2008). Hay fiestas cívicas (por ejemplo, el aniversario de los pueblos) que suelen coincidir con celebraciones religiosas (por ejemplo, las fiestas patronales). Este vínculo no es casual, sino que se relaciona con la incorporación de territorios a los Estados nación durante el siglo XX, y se eligió como fecha de fundación de los pueblos aquella coincidente con el calendario litúrgico de los santos patrones de la fe católica protectores de la comunidad (Ossio, 2008). Otro tipo de fiestas cívicas son aquellas que se enmarcan en el calendario nacional, como son las fiestas patrias. Por otro lado, existen otras que se vinculan con el calendario productivo, agrícola y pastoril (por ejemplo, la señalada, el carnaval y la celebración de la Pachamama) (Merlino y Rabey, 1978).
Para poder comprender qué implica celebrar en los Andes, es necesario conocer cómo se habita y se comprende el mundo en estos lugares. La totalidad cosmológica andina comprende humanos, animales, plantas, piedras, cerros, agua y otros elementos del paisaje. En sus vínculos, se revelan las relaciones de este mundo con otros mundos, que forman parte del mismo universo de relaciones posibles. El ordenamiento del cosmos se da como resultado de intercambios, de pactos que se establecen entre muchos seres. Esos acuerdos deben ser renovados y renegociados de forma cíclica para garantizar la perpetuación de la vida (Cavalcanti-Schiel, 2007).
Al respecto, compartir alimentos es la base de la producción de sociabilidades, reciprocidades y relaciones entre personas humanas, pero también con todo el espectro de seres que componen el cosmos. No solo los humanos comen o tienen hambre. Otros seres, otros lugares, también se encuentran hambrientos y son alimentados y agasajados, cada uno con sus propios gustos culinarios (Fernández Juárez, 1995; Vilca, 2012; Salas Carreño, 2019). En las fiestas andinas, la comida juega, entonces, un rol protagónico. En estos eventos comunitarios, en las celebraciones de lo extraordinario, a través del ofrecimiento de comida y de bebidas se generan y regeneran relaciones de poder, se producen alianzas, se come con otros y otras, humanos y no humanos (Appadurai, 1981; Weismantel, 1988; Pazzarelli, 2012). Las comidas festivas se vinculan con determinados aspectos políticos, demostraciones de poder, dominación, identidad del grupo, relaciones y asimetrías económicas; se constituyen como un elemento fundamental en la construcción y mantenimiento de las relaciones sociales (Dietler y Hayden, 2001; Bray, 2003).
Las celebraciones, además, se presentan como una manera de ocupar, recorrer y representar los espacios (Ossio, 1988, 2008). Se distinguen por su carácter multisensorial, donde no solo la comida y la bebida son los elementos fundamentales, sino que también lo son las danzas, la música, las representaciones y expresiones artísticas. Las fiestas, con todos los elementos que las caracterizan y distinguen, se constituyen como prácticas de memoria, en las que se recuerda, pero donde también se renuevan pactos sociales (Cánepa, 2008). Son eventos especialmente relevantes a nivel social, ya que los pueblos actúan como centros de reunión de familiares que han emigrado, representantes y visitantes de otros pueblos, pero también representantes institucionales locales. Además, se insertan en esquemas relacionales que involucran tanto personas como seres tutelares y poderosos en términos de propiciación y reciprocidad. La suspensión o postergación de dichas celebraciones, por lo tanto, implica un quiebre en ciertos pactos que se establecen con seres tutelares poderosos (Pelegrín y Forgione, 2020).
En la localidad de Cusi Cusi viven 243 personas (Instituto Nacional de Estadística y Censos -INDEC-, 2012). El pueblo opera como cabecera del municipio homónimo dentro del departamento de Rinconada (puna de Jujuy) (Figura 1). Se localiza a 3800 msnm, muy cerca del límite geográfico actual entre Argentina y Bolivia.4 Fue fundada en 1954 y, en la actualidad, el pueblo se compone de viviendas, una plaza principal, un edificio municipal, una subcomisaría, un Centro de Integración Comunitario, una Unidad Sanitaria y dos instituciones educativas públicas (Escuela Primaria N° 127 y la Escuela Polimodal N° 1). Frente a la plaza principal se emplaza un edificio de la Iglesia católica y, además, cuenta con cinco templos evangélicos. Tiene dos clubes deportivos (Los Pumas del Pukará y el Club River Plate de Cusi Cusi) y, a nivel organizacional administrativo, posee una comisión vecinal y una comunidad aborigen (Orqho Runas)5 con sus autoridades correspondientes.
La actividad económica tradicional es el pastoreo de camélidos y ovinos. Algunas familias también cultivan, aunque son muy pocas las que se reconocen como agricultoras. De hecho, la identidad del pueblo se construye en torno a un discurso pastoril (Carreras y Pey, 2019). Cada 3 de mayo, en Cusi Cusi se celebra el aniversario de la fundación del pueblo y las fiestas patronales en honor a la Santa Cruz y Señor del Milagro.6 Es una celebración multitudinaria, para la que se invita y hospeda a diversos grupos de personas: autoridades municipales y provinciales, una banda de sikuris de alguna localidad del municipio o pueblos aledaños (esto varía año a año), familias de los pueblos bolivianos con los que se mantienen relaciones de reciprocidad (los pueblos de Quetena y Soniquera), “residentes” (como se les llama a los cuseños y cuseñas que ya no viven en el pueblo y que llegan desde otros lugares), investigadores y, en menor medida, turistas.
Generalmente, aunque la fecha coincida con un día de semana laborable, los festejos se planifican para el fin de semana y suelen ocupar de dos a tres días. Los eventos más importantes se reservan para el sábado. Ese día tiene lugar el acto central, de carácter cívico y protocolar, del cual participan invitados e invitadas del gobierno provincial, representantes de distintas instituciones cuseñas, representantes de pueblos vecinos y fuerzas de seguridad (policía, gendarmería y militares). Todas las actividades del acto son anunciadas y orientadas por un locutor: se cantan el himno nacional y el himno a la bandera argentina, se brindan discursos a cargo de autoridades y se hace alusión a diversas problemáticas que se deciden previamente entre diferentes actores de la comunidad.7 Luego, se lleva a cabo un desfile formal en el que están representados todos los grupos y sectores del pueblo e invitados, con estandartes y banderas identificatorios. Luego, hacia el mediodía, se invita el almuerzo a todos los invitados e invitadas.
A su vez, se celebra la fiesta patronal. Si bien ambas celebraciones se encuentran relacionadas, hay actividades en las que se distinguen y diferencian. Previo al acto cívico, las personas que profesan la fe católica realizan una procesión por las calles principales del pueblo, llevando en alza las dos urnas que contienen al Señor del Milagro y la Santa Cruz, que son guiados por la banda de sikuris, quienes, al llegar a la puerta de la iglesia, continúan tocando. Hacia la noche de ese mismo día, tienen lugar la sikuriada y la cuarteada, danzas celebratorias tradicionales también registradas en otros lugares de los Andes (Bugallo, 2018). Más tarde, se brinda un baile en el salón polideportivo, donde tocan bandas de cumbia invitadas y se baila y bebe hasta la madrugada. El domingo a la mañana es el momento en que se realiza la kalapurqueada, que consiste en el servido de la kalapurca a todas y todos los invitados que se acerquen. Su importancia, en gran parte, reside en que se trata de una comida reconfortante que brinda energía a aquellos que han estado despiertos festejando toda la noche (Montecino, 2003); en especial, a los sikuris. Finalmente, después del mediodía, los visitantes comienzan gradualmente a volver a sus hogares, hecho que marca el fin de la fiesta.
Como anticipamos, esta investigación consistió en un trabajo de campo orientado por pautas etnográficas (Rockwell, 2009), mediante observaciones participantes durante la fiesta del pueblo de 2022, los días 6 a 8 de mayo. Teniendo en cuenta que nuestro eje es la cocina festiva comunitaria, nos propusimos (y les propusimos a las cocineras del evento) adoptar un rol activo en las tareas culinarias. Esto nos brindó la oportunidad de revisar expresiones no verbales, determinar interacciones y comprender de qué manera los participantes se comunican (Valles, 1999; Guber, 2001). A su vez, consideramos que es necesario integrar, a las experiencias de campo, las dimensiones personales, afectivas y socioculturales de los y las investigadoras, buscando el descentramiento del rol tradicional de quien hace etnografía (Citro, 1999; Wright, 2022). En esta línea, hacer etnografía implica un distanciamiento y una participación crítica, corporal e intelectualmente comprometida (Rigby, 1985, en Wright, 2022), en la que nuestro cuerpo de etnógrafas atraviesa momentos de contradicciones, y donde debemos estar atentas a estos procesos. Como herramienta de registro de la experiencia, cada una de las autoras empleó un diario de campo y notas de voz grabadas que luego fueron transcritas. También realizamos un registro fotográfico y audiovisual con el aval de los interlocutores e interlocutoras. Finalmente, los datos obtenidos fueron comparados, analizados e interpretados desde una perspectiva ritmoanalítica sobre la que repararemos a continuación.
Cocinar y comer son siempre actos situados y multisensoriales en los que se sintetizan diversos aspectos de la vida social de las personas. En términos de Mauss, la comida puede considerarse un “hecho social total”, y es a partir de ella y de las formas particulares de prepararla que se expresan elementos identitarios de una comunidad y de su memoria colectiva (Pernasetti, 2011; Aguirre, 2017). En esa línea, cocinar y comer son procesos que están insertos dentro de cosmologías específicas, de formas de entender y ordenar el mundo, y que se orientan por una manera de hacer cotidiana, aprendida y repetida en la práctica mediante gestos (Giard, 1999).
Pero, a su vez, estas prácticas -como todas las actividades de las personas- se encuentran regidas por ritmos. Según Lefebvre (2004), el ritmo es inseparable de la comprensión del tiempo y el espacio e implica un gasto de energía, pero la clave para su definición está en la repetición. No hay ritmo sin repetición de sonidos, movimientos, gestos, acciones o situaciones; y en esas repeticiones suelen surgir diferencias. No se trata de una repetición monótona infinita de un mismo movimiento, sino que, en su secuencia, existen pequeñas variaciones que nos permiten identificar un nacimiento, un crecimiento, un apogeo, una decadencia y un fin del ritmo.
Como ya adelantamos, la identificación y análisis de los ritmos se denomina ritmoanálisis, y puede aplicarse a diferentes escalas de los fenómenos sociales que se estudien, desde los ritmos más internos (los del propio cuerpo), hasta los más externos o generales (que rigen, por ejemplo, a toda una ciudad). A la hora de analizar estos ritmos, Lefebvre y Régulier (2004) sugieren que el o la ritmoanalista debe emplear sus propios ritmos como referencia, empezando por lo corporal. En definitiva, y como señala Mauss, el cuerpo es “el primer instrumento” y “medio técnico más normal” de las personas (Mauss, 1979, p. 342), y la experiencia situada es clave a la hora de percibir los cambios de ritmo.
Si pensamos en la propia experiencia en torno a la cocina diaria, sabemos que están involucrados diferentes ritmos, desde la producción, compra o adquisición de los ingredientes de cada comida, hasta los particulares de la cocción y preparación de los alimentos. Todas esas actividades pertenecen al orden de los ritmos cotidianos u ordinarios y corresponden a un tiempo lineal. Sin embargo, en el caso de festividades especiales, se activan otro tipo de ritmos, los extraordinarios. Cocinar en este tipo de ritmo implica una organización específica, darles de comer a distintos tipos de invitados, e involucra aspectos de la gastronomía local vinculados intrínsecamente a nociones identitarias. Cada festividad, entonces, crea sus tiempos y ritmos particulares, donde los gestos y discursos son previstos en una determinada secuencia. Estas celebraciones suelen ejecutarse de manera cíclica, en fechas u ocasiones acordadas, e intervienen en el tiempo cotidiano, puntuándolo (Lefebvre, 2004).
Teniendo en cuenta ambos contextos, es decir, el cotidiano y el festivo o ceremonial, se distinguen dos clases de ritmos: “el ritmo del yo” (que se ejecuta durante prácticas más privadas) y el “ritmo de los otros” (que es el de las actividades hacia afuera, hacia lo público) (Lefebvre, 2004). Este último suele implicar gestos y actividades prepautadas y orientadas por un protocolo, ajustado a tiempos y expectativas de comportamiento determinados por el carácter del rito en el que se enmarcan, como por ejemplo, los tiempos de cocina y servido, la disposición de los platos, las palabras que se enuncian, entre otros aspectos. Sin embargo, la puesta en acción de uno u otro ritmo no es necesariamente excluyente. En un mismo momento, en un mismo lugar, pueden coexistir ambos, lo que da lugar a polirritmias. Es decir, tanto en términos de lo cotidiano como de lo extraordinario, las vidas de las personas se componen de múltiples ritmos simultáneos, que se encuentran relacionados. Entonces, el ritmoanálisis es una herramienta analítica de utilidad para abordar las cocinas comunitarias festivas en los Andes, que, como veremos, son momentos extraordinarios en los que se ponen en juego diversos factores clave en la constitución de los grupos sociales.
Durante la pandemia de COVID-19, en 2020 y 2021, los cuerpos se configuraron como peligrosos, la cercanía con los otros se convirtió en un riesgo mortal y, por lo tanto, los eventos masivos se postergaron o reconfiguraron (Carreras y Petit, 2022). En dicho contexto, la fiesta del pueblo se desarrolló, pero a pequeña escala y sin invitados. En 2022, ya con un relajamiento de las medidas de distanciamiento social, se pudo planificar y llevar a cabo en una escala mayor, incluso, que la alcanzada prepandemia. Con carácter multitudinario, se estimaba que participarían entre 600 y 700 personas.
Los preparativos comenzaron con bastante antelación al evento. En abril se solicitó a los vecinos y vecinas, mediante altoparlante, que ordenaran los frentes de sus casas. El pueblo tiene que encontrarse en buen estado para recibir a los visitantes. A su vez, se podía ver en las calles a niños, niñas y jóvenes con uniforme escolar, profesores y policías practicando los pasos y el orden para el desfile central del festejo. Reuniones, comisiones de trabajo, toma de decisiones, invitaciones; organizar una fiesta implica una planificación detallada de muchos aspectos diversos. Y, como ya hemos mencionado, la comida ocupa un lugar central.
Cocinar para muchas personas involucra una planificación culinaria festiva (Carreras, 2022), desde quiénes compran o donan los ingredientes de las comidas, quiénes cocinan, quiénes comen primero y quiénes último, quién aprovisiona los utensilios con los que se cocina, se sirve y se come. Y claro, involucra prácticas y técnicas culinarias que, en un evento grande, depende de las manos de varias cocineras. Uno de los aspectos más importantes es el aprovisionamiento de los ingredientes para preparar las comidas. El jueves previo a la fiesta se envió una comitiva hasta La Quiaca8 para comprar aquellos productos que en Cusi Cusi no se consiguen: acelga, papines, zapallo, limones, cebolla, verdeo, ají locoto, bebidas (gaseosas y vino), panes, servilletas de papel y sal. También, durante los días previos, se acumularon grandes cantidades de tola9 en los patios de los lugares donde se iba a cocinar, que sería el combustible principal para la preparación de todas las comidas.
La participación y organización del evento la llevan a cabo los diferentes grupos e instituciones locales. El viernes por la tarde, las autoridades de la comunidad aborigen convocaron a una reunión en la que se dividieron las comisiones de trabajo y se asignaron cuatro frentes de cocina en lugares diferentes y a cargo de grupos distintos. Si bien nosotras ya hemos realizado trabajo de campo etnográfico en la cocina durante otras fiestas del pueblo, fue la primera vez que formamos parte de una de las comisiones y fuimos contadas como colaboradoras dentro de la organización de la fiesta. Nos indicaron que ayudaríamos en el centro cívico a María, una de las representantes de la comunidad aborigen que fue designada como cocinera encargada de este frente. El grupo de ayudantes de cocina estaba conformado, además, por varias mujeres de la comunidad de diferentes edades. En el transcurso de esta reunión se decidió el menú para los dos días de la fiesta: para recibir a los invitados, el sábado por la mañana se serviría mate (o alguna otra infusión ya sea café o mate cocido con azúcar) con bollo (pan horneado); para el almuerzo, asado con mote (maíz hervido) con ensalada y sopa; y finalmente, kalapurca y sopa para el domingo a la mañana. A los invitados también se los divide en grupos de acuerdo con los lugares desde los que visitan o a los sectores que representan. Así, el centro cívico sería el lugar donde se le daría de comer a “los residentes”, quienes se calculó que serían aproximadamente 110 personas.
El predio del centro cívico cuenta con dos salones grandes (donde podrían sentarse los comensales en sillas frente a grandes tablones de mesa) y un patio central con varias habitaciones adosadas (Figura 2). Una de ellas, en la cotidianeidad opera como “cocina techada”, con una pileta con mesada, un freezer, un armario/alacena y un anafe industrial con tres hornallas a garrafa (Figura 3). Allí, esa misma tarde, se nos asignó la primera tarea, que consistió en contabilizar y chequear todos los utensilios. Dentro del armario se acumulaban tazas y platos y, a un costado, ollas de diversos tamaños, que luego fueron lavadas en el patio con una manguera. María tenía un inventario impreso, en el que, a medida que contábamos platos, tazas, cucharas y cuchillos, iba controlando y dando cuenta, muchas veces, de que lo inventariado no coincidía con los objetos efectivamente presentes.
La planificación culinaria festiva requiere, además, que se cocinen con anticipación determinados ingredientes y alimentos, ya sea porque implican muchos pasos de preparación o porque llevan mucho tiempo de cocción. Al tratarse de un evento de cocina colectiva, el principal centro de cocción sería un fogón que delimitaron con ladrillos huecos en el patio durante la tarde el viernes. Así, ese día se hirvió la quinua y se exprimieron limones (que luego se emplearían para elaborar jugo de quinua);10 se cocinó el mote que acompañaría tanto el asado del sábado como también la kalapurca del domingo; se lavó la lechuga para la ensalada; y se elaboró yasgua11 (también conocida como llajwa o ajicito). Todas las actividades que requirieron agua o fuego se desarrollaron en el patio; el exprimido y corte de frutas y verduras se efectuaron dentro de otro de los recintos conectados al patio que contaba con mesas. Las mujeres de la comitiva del centro cívico fuimos las encargadas de llevar a cabo todas estas tareas, menos la preparación de la carne del asado, que quedó a cargo de dos hombres y se realizaría el mismo sábado.
Como hemos mencionado, todo ritmo tiene un nacimiento (Lefevre, 2004) y, en este caso, la planificación previa marca el inicio del ritmo culinario festivo. Las experiencias de fiestas anteriores, el protocolo involucrado en el cocinar durante un momento extraordinario, y cierta expectativa de lo impredecible son factores que marcan el ritmo de la víspera. La organización de la fiesta se caracteriza por desarrollarse de forma lenta, pausada, ordenada y regulada. Además, las tareas culinarias llevadas adelante el día anterior no ocuparon enteramente el tiempo de las cocineras, sino que alternadamente cada una retornaba a su casa, en una polirritmia que involucra espacial y temporalmente las tareas festivas y las tareas cotidianas.
En la madrugada del sábado, varias cocineras nos encontramos abocadas a diversas tareas. El fuego se mantuvo prendido en el patio desde la tarde anterior, por lo que solo fue necesario avivarlo. María nos dio la tarea de rallar zanahorias y cortar zapallo, acelga y apio para la sopa mientras ella trozaba carne. Hacía mucho frío (entre -9 y -5° C), por lo que lo hicimos dentro de la cocina techada. Más tarde, afuera, la olla con agua ya hervía arriba del fogón, pero aún nos quedaban muchas verduras para cortar y no estábamos avanzando a la velocidad que la cocinera a cargo necesitaba. Otra cocinera empezó a apurarnos y a cortar ella misma a una velocidad admirable teniendo en cuenta que lo hacía con un cuchillo desafilado. María, junto al fuego, apuraba el proceso (Figura 4). Hacer la sopa en un contexto de cocina colectiva tiene un ritmo propio, que en este caso puso en tensión nuestros “ritmos del yo”. Todos los pasos de la preparación deben estar sincronizados, aunque estemos trabajando en espacios diferentes: el cortado de la verdura, la carne, el mantenimiento del fuego. Las manos de las cocineras, en este caso las nuestras, también se convierten en una herramienta clave. La velocidad con la que cortábamos nosotras, acostumbradas a cocinar en cocinas a gas y no tanto en fogones a leña, atentaba contra los tiempos propios de hacer una sopa cuseña.
Durante la mañana, el movimiento de la cocina fue continuo, con ingredientes que iban y venían, ollas y fuentones que escaseaban, gente sumándose a las tareas culinarias, otros organizando y planificando horarios y tareas. Arriba del fuego, en muchas ollas se cocinaban ingredientes para ese día, pero también para el día siguiente, de acuerdo con los tiempos de cocción de cada preparación. Las cocineras, mientras cortan, revuelven, añaden, lavan y condimentan, suelen congregarse alrededor del fogón. Allí cuentan historias (y algún que otro chisme), hacen bromas entre ellas y, a medida que el tiempo lo permite y de manera turnada, aprovechan para desayunar (Figura 5). La cocina del centro cívico fue el primer lugar en recibir a las y los invitados, a quienes se los esperó con el desayuno (Figura 6). Con la llegada de las visitas, los ritmos de la cocina cambiaron. Comenzamos a observar pulsos de personas, no solo de aquellas que se acercaban a tomar su desayuno, sino de ayudantes y cocineras, que se sumaban de acuerdo con las necesidades de la cocina.
Mientras tanto, sobre un playón de cemento contiguo, a unos metros del centro cívico, varios policías uniformados ensayaban la marcha para el desfile. Desde el patio, podíamos observarlos intentar con dificultad la postura y sincronización de los pasos una y otra vez. Muchas de las cocineras también marcharían, ya fuera representando al cuerpo de cocineras escolares o como miembros de la comunidad aborigen, uniformadas de acuerdo con uno u otro caso. Si bien no contaban con los tiempos para ensayar el paso, sí debían reservarse unos minutos para cambiarse velozmente la vestimenta: un delantal totalmente limpio las representantes de cocineras, pantalón de vestir negro y camisa blanca las que representarían a la comunidad aborigen. En ambos casos, una pulcritud y prolijidad bien contrastante con la de los verdaderos atuendos empleados durante labores culinarias.
A las 11 comenzó la procesión de los santos, acompañados por los fieles y la Banda de Sikuris “Quillaca” de Exaltación de Loma Blanca (quienes marcan el ritmo del paso). Al terminar el trayecto planificado, los santos fueron ubicados junto a la gran bandera nacional de la tarima donde se ubicarían las autoridades provinciales (Figura 7). Los sikuris permanecieron tocando y danzando animadamente frente a la capilla de la iglesia católica. Poco a poco, la plaza y alrededores recibía a mucha gente expectante por el acto, que comenzó con el locutor anunciando la entrada de la Banda Militar “Éxodo Jujeño”.12 Esta ingresó a la plaza tocando y marchando al ritmo de “Avenida de las camelias”, lo que generó una superposición sonora (y rítmica) muy notoria sobre la música de los sikuris, que seguían tocando vivamente y danzando en ronda. La banda militar se formó en tres líneas del lado opuesto de la plaza, cada músico tocando rígido en su lugar hasta terminar la pieza (Figura 8).
Consideramos esta apertura una síntesis del carácter dual de la fiesta (cívico-militar, por un lado, y religioso, por el otro) y la polirritmia que ello implica. No solo en lo musical, sino también en las disposiciones de los cuerpos. Y aquí volvemos a poner el foco en las cocineras. Cuando llegó su turno en el desfile, apuradas y ya vestidas, se alinearon en una posición rígida y con los brazos a un costado, caminando con un paso medio y firme con la cadencia que marcaba la marcha que sonaba. Todos los participantes del desfile marchaban siguiendo una cadencia militarizada, correspondan o no a fuerzas de seguridad. Ellas lo hacían sincronizadas mirando al frente, como si se tratara de un solo cuerpo cuyas manos, por cierto, por primera vez, en horas, estaban quietas (Figura 9). Durante el desfile, entonces, el “ritmo del yo” de cada una de ellas fue reemplazado por el “ritmo de los otros” o, en otras palabras, por el ritmo de un cuerpo de cocineras que marchaba representando a la cocina comunitaria que, más tarde, alimentaría a los y las festejantes.
Al finalizar el acto, el locutor anunció qué lugar, de los cuatro estipulados, se le había asignado a cada grupo para ir a almorzar. En el centro cívico se había planificado darles de comer a las y los residentes y a los cuseños y cuseñas. Las ayudantes en la cocina nos apresuramos a volver a nuestras tareas asignadas. Todos y todas las involucradas en las tareas culinarias sabíamos de antemano qué rol cumpliríamos en el servido de la comida. Es que, entre el fin del desfile y la llegada de los comensales, el tiempo que transcurre es lo que se tarda en recorrer los 200 metros que separan la plaza del centro cívico. En uno de los cuartos se gestó el locus de servido del almuerzo. Cuatro personas sentadas en cuclillas con un fuentón frente a ellos conformaban la parte fija de la cadena: servían el mote, los papines, la ensalada y la carne de llama. La parte móvil de esta cadena éramos las personas encargadas de hacerles llegar a los comensales sus platos de comida y sus cubiertos (Figura 10). Con un plato vacío cada uno, pasábamos por esta cadena de servido, terminando con un plato repleto de comida que entregábamos cuando veíamos manos vacías (Figura 11).
Lo primero en agotarse fueron las cucharas, y luego los platos. En los otros tres lugares donde se estaba dando de comer, se terminó la comida. Solo quedaba en el centro cívico, donde estábamos nosotras. Por ello, muchas personas hambrientas comenzaron a llegar enviadas desde las otras cocinas. En vez de 110 personas (lo que se esperaba) se terminó dando de comer a 300, lo cual excedió los espacios y la vajilla pensados para recibir a los comensales. La comida no puede faltar, y se les da de comer a todas aquellas personas que se acerquen. Dos mujeres se colocaron en el centro del patio y comenzaron a lavar apresuradamente los platos de aquellos comensales que comenzaban a retirarse, y se incorporaron como un paso a la cadena de servido (Figura 12). Una vez lavado el plato, los servidores lo tomábamos y nos dirigíamos nuevamente al cuartito donde se había gestado el locus de servido.
Si bien la fiesta se encuentra siempre muy planificada, ante la llegada de los visitantes se generan momentos vertiginosos, en los que dicha planificación colapsa y se empieza a improvisar. No todo funciona a la perfección. Hay una necesidad de atender y de mostrar que se está atendiendo, y que se lo hace de la mejor manera posible. Y donde lo vertiginoso también viene de la mano del ritmo que marcan las contingencias de la fiesta, desafiando continuamente al protocolo.
El domingo, la mayoría de las personas que formaban parte de la organización llegaron al centro cívico sin dormir. La fiesta del sábado por la noche se había extendido hasta la madrugada y, ya fuera por el ruido o por haber participado del baile, muy pocos pudieron realmente descansar. Muy temprano a la mañana ya se había reactivado la cocina, aunque a esa hora todavía éramos pocas. María, preocupada porque el día anterior habíamos pasado frío, nos dio la tarea de tizar la carne para hacer la kalapurca dentro de uno de los cuartitos, el mismo que el día anterior se había convertido en el locus de servido del almuerzo.
A lo largo de gran parte de la mañana fuimos las únicas tizadoras. Lo primero que nos trajeron fue una olla grande repleta de vértebras del cogote de varias llamas (Figura 13). Sobre un tablón de madera, frente a un gran fuentón de plástico, nos dispusimos a realizar la tarea del desmenuzamiento. Vértebra a vértebra, íbamos despojándolas de su carne y dejando el hueso lo más limpio que pudiéramos. La carne, aún tibia, calentaba nuestras manos congeladas. Durante nuestra experiencia de campo en la fiesta de 2019, nos habían enseñado a tizar la carne. Imitando los movimientos de las otras cocineras, intentábamos extraer los “hilitos” largos de carne característicos de la kalapurca. La técnica de ellas consistía en arrancar un pedazo grande, y luego, con movimientos rápidos y precisos de sus dedos, realizar el deshilachado (Pey y Carreras, 2020). Solo contábamos con esta experiencia previa para realizar la tarea que nos habían asignado. Mientras tizábamos, inseguras, cada vez que María se acercaba, le preguntábamos si lo estábamos haciendo bien, a lo que ella siempre respondía que sí, que estaba bien, sin prestarle mucha atención a la producción real de hilitos que estábamos logrando a nuestro ritmo. Afuera, ya entrada la mañana, se habían ido acercando varias personas a colaborar con los preparativos. Mientras desayunaban junto al fuego, entre charlas y puestas al día de lo que había sucedido la noche anterior, algunas de las ayudantes de cocina avivaban el fuego y revolvían el contenido de las ollas.
Sin embargo, como mencionamos en la introducción, nuestra lentitud puso por un momento en peligro el ritmo de hacer la kalapurca, al igual que nos había sucedido el día anterior con la sopa. La llegada de la banda de sikuris, con gente danzando alrededor de ellos, trajo a la cocina del centro cívico el ritmo de la fiesta, marcado por la música, la exaltación producida por el alcohol, pero, sobre todo, por la necesidad de servir esta comida cuanto antes. La llegada de los sikuris necesariamente aceleró la preparación de la kalapurca, porque ellos son los principales destinatarios de esta comida. Mientras tanto, a los comensales que iba llegando se les daba pan y mate, para mantener “entretenido” el estómago. Pero no era suficiente. Es que los sikuris son protagonistas de la fiesta y como tales cumplen un rol social muy marcado. Su llegada hizo que la cocina tuviera que adaptarse, y apurar los procesos de preparación y servido.
La kalapurca se empezó a servir alrededor de las 11.30 de la mañana. Se prepararon dos ollas diferentes, una elaborada con mote de trigo y otra con mote de maíz, que había sobrado del día anterior. En el salón central del centro cívico habían armados tablones de madera, y cuando llegaron algunos de los visitantes bolivianos, se los hizo sentar en este espacio. Previamente, al igual que había sucedido el día anterior, las personas de la organización nos asignaron distintas tareas a los colaboradores. El servido de la comida se convierte en un acto performático, en el que cada servidor debe recorrer los espacios donde se encuentran los comensales, en este caso el salón y el patio, anunciando qué contiene la olla que lleva en sus manos. De esta forma, nosotras fuimos recorriendo el lugar, reiteradas veces, al grito de “ajicito” y “kalapurca”, que fueron las tareas de servido que se nos habían asignado. Cada comensal puede repetir la cantidad de veces que desee, y algunos llegan a comer hasta seis platos de kalapurca (Figura 14).
El servido de la kalapurca marca el fin de las tareas culinarias que les corresponden a los organizadores como anfitriones, y con ello, se inicia el fin de la fiesta. El patio del centro cívico, que hasta pocas horas antes había sido el centro de la actividad culinaria y donde la fiesta había tenido su último auge, comienza a vaciarse lentamente. Pocas personas, la mayoría del comité organizador, permanecen en el lugar. Porque, si bien el servido a los invitados ha finalizado, las tareas culinarias continúan. Es momento de repartir lo que ha sobrado, ingredientes y comidas. Pero también es necesario ordenar, limpiar, inventariar. Y de hacer balances y evaluar el resultado de la fiesta. El patio vuelve a ser patio, deja de ser cocina. El ritmo de fin de fiesta está marcado, además, por el cansancio. Tras todo ello, los organizadores y cocineras se retiran a sus hogares para así volver, lentamente, al ritmo cotidiano del descanso del domingo.
Nos propusimos explorar el entramado de relaciones sociales que se activan a partir de la relación entre comida y fiesta comunitaria, desde un ritmoanálisis en un contexto festivo indígena y rural. Esto nos ha permitido identificar múltiples ritmos marcados por materialidades, actores y simbologías propias de estos eventos extraordinarios. Aquí presentamos una mirada sobre un evento único; que, aunque se repite año a año con ciertas estructuras y actores involucrados (al igual que lo que sucede con los ritmos), nunca es igual a los anteriores.
La fiesta del 3 de mayo es un evento importante en el calendario cuseño que, como tal, se encuentra atravesado por protocolos y etiquetas que marcan de qué forma se tienen que hacer las cosas, lo que se espera de otros, pero también lo que ellos mismos esperan que los otros hagan cuando los roles se intercambian y visitan otros lugares. Las fiestas son, además, una puesta en escena permanente, un montaje en el cual se busca mostrar al pueblo desde una óptica específica. Esto se vincula, también, con la identidad y con la manera en que las personas buscan proyectarse ante la mirada externa. Con sus escenarios, actores, musicalización y ritmos, buscan presentar a la comunidad de determinada manera ante los visitantes, partiendo de ciertos momentos planificados.
A gran escala, la fiesta tiene un ritmo intrínseco que, como se evidencia en la superposición musical del acto principal, está marcado por una polirritmia. En particular, podemos observar cómo el carácter dual de la celebración impone dos formas rítmicas muy distintas: una corresponde a la formalidad de lo cívico-militar, la otra corresponde a la alegría y exaltación de los sentidos que caracteriza a las festividades andinas. Un ritmo no anula al otro, de hecho, ambos coexisten, se alternan y, por momentos, hasta se superponen temporal y espacialmente (recordemos las dos bandas tocando en simultáneo alrededor de la plaza). Sin embargo, atraviesan a los cuerpos de maneras muy distintas. El primero implica un ordenamiento, una uniformidad programada en los tiempos, movimientos y apariencias. Sobre estas últimas, lo que se busca exhibir hacia el otro u otra es el orden, la pulcritud (por ejemplo, los pedidos de limpieza de las calles del pueblo y los uniformes impolutos del desfile) y la eficiencia (todo se encuentra perfectamente planificado según un cronograma). A nivel corporal, este ritmo se manifiesta claramente en la seriedad gestual y la sincronización de pasos durante el desfile. Se trata de una sincronización impuesta que requiere ensayo y que no puede sostenerse mucho tiempo. Es un ritmo espacial y temporalmente limitado al acto cívico. La forma rítmica de la festividad andina religiosa, en cambio, se caracteriza por la danza, el desborde y la alegría. Es un ritmo que, con sus variaciones, presenta mayor constancia y propagación. De hecho, es el que va a sostenerse durante las dos jornadas de la mano de sus protagonistas, los sikuris; y llega a incidir hasta en el propio ritmo de la cocina.
Ahora bien, en la cocina comunitaria festiva en sí confluyen muchos ritmos distintos, que se encuentran marcados por una disrupción de lo cotidiano. Entre esos ritmos hay algunos que se asocian al producir y criar ingredientes localmente, como llamas y quinua, ritmos de la organización y preparación de comidas, del servido de estas; ritmos propios de los cuerpos que comen y beben. En la víspera, la expectativa de lo que va a suceder tiene un rol protagónico. Durante la planificación culinaria festiva, se dividen las comisiones de trabajo y se toman decisiones a un ritmo pausado, controlado, reflexivo. Se construye un imaginario sobre lo que debe ser la fiesta. La cocina comunitaria es el lugar donde se materializa este imaginario, y una memoria colectiva e identitaria que se traduce en qué comidas son las que se van a cocinar para darles de comer a los invitados.
A su vez, en las actividades de atender y dar de comer se ponen en juego reglas implícitas de comensalidad y de reciprocidad entre anfitriones y visitantes. Sin embargo, como hemos visto, por más planificada que se encuentre la fiesta, ante la llegada de los invitados todo se acelera, los roles se diluyen, y muchas veces la organización colapsa. Es que ciertas reglas de la comensalidad y de la reciprocidad se imponen al asumir el rol de anfitriones, donde todo tiene que suceder rápido y bien, y nadie puede quedarse sin comer, o mismo sin repetir cuantas veces lo desee. El ritmo vertiginoso de los momentos de servido durante el auge de la fiesta se impone por el encuentro con el otro, y por los roles de anfitrión e invitado de cada uno de los actores. Estos roles, sin embargo, son intercambiables. En cada encuentro con otros y otras se producen y reproducen estas reglas, enmarcadas en estos protocolos festivos. Cuando los y las cuseñas participan de eventos celebratorios en otros pueblos, también asisten con expectativas de lo que debería suceder, que se traducen en su propia fiesta.
En este contexto, el ritmo de la fiesta y el de la cocina son complementarios, se desarrollan de forma superpuesta y retroalimentada. La cocina comunitaria festiva se encuentra permanentemente interpelada por la fiesta, pero al mismo tiempo, no hay fiesta sin comida. En esta articulación de las dos rítmicas, se definen y redefinen los roles sociales que deben ocupar los distintos grupos. La relación entre anfitriones e invitados pone en permanente tensión el éxito del evento, donde los invitados cumplen un papel fundamental en los festejos. Son los que sostienen la alegría, los que musicalizan y bailan, en definitiva, los que hacen que la fiesta sea lo que es.
De hecho, los y las cuseños consideran que, aunque se haya celebrado de manera local, los dos años previos no se pudo festejar el 3 de mayo ya que no hubo invitados. Además, fueron momentos de mucha tristeza y temor. La fiesta es alegría, y fundamentalmente el desborde se produce al juntarse y celebrar con otros y otras. Durante los años pandémicos, hubo una disrupción de lo cotidiano, pero también del ritmo que se espera para los contextos extraordinarios. Los invitados son uno de los aspectos centrales de toda celebración. Así como no hay fiesta sin comida, tampoco hay fiesta sin invitados. Dar de comer y beber son aspectos clave del evento, y están pautados, organizados y realizados de acuerdo con los protocolos y el carácter identitario de las comidas cocinadas. La comida (y sus comensales) en este contexto actúa, entonces, como mediadora de la circulación y flujo de energía, necesaria para mantener el ritmo de la fiesta.
Agradecemos a la Comunidad Aborigen Orqho Runas y a la Comisión Municipal de Cusi Cusi por su cálida invitación a ser parte, una vez más, de los festejos comunitarios del pueblo. También a las cocineras cuseñas por compartir saberes, sabores y ritmos con nosotras. Finalmente, queremos hacer una mención especial a nuestras abuelas que, si bien partieron durante el tiempo de escritura de este trabajo, aún nos siguen acompañando gesto a gesto en la cocina.
Cari, E. (2021). Las bandas de sikuris y el culto a la Virgen de Copacabana en la Quebrada de Humahuaca. Recuperado de: https://museoterry.cultura.gob.ar/noticia/las-bandas-de-sikuris-y-el-culto-a-la-virgen-de-copacabana-en-la-quebrada-de-humahuaca/
INDEC (2012). Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas. Cartografía y códigos geográficos del Sistema Estadístico Nacional Recuperado de http://www.indec.gov.ar/nivel4_default.asp?id_tema_1=2&id_tema_2=41&id_tema_3=135
[1] La kalapurca es una comida generalmente elaborada con cebolla, mote de maíz o trigo, caldo de llama, puré de tomates, orégano y sal, y cuyo ingrediente principal en Cusi Cusi es carne de llama desmenuzada. En otros lugares se caracteriza por la presencia de piedras calientes en su cocción y servido (de allí su nombre: en aymara, qala es piedra, y phurk’a es la acción de asar) (Montecino, 2003; Cerrón Palomino, 2006). Sin embargo, en Cusi Cusi, las piedras son un ingrediente ausente, que hacen que la kalapurca aquí sea parecida a otras, pero distinta a todas (Carreras y Pey, 2019).
[2] Las bandas de sikuris son “grandes grupos de músicos y músicas que ejecutan sus instrumentos en ofrenda a la Virgen. Pueden identificarse por su vestimenta y el nombre de la agrupación impreso en bombos, gorras y estandartes. El sonido de sus sikus, matracas, redobles, bombos y platillos, resuenan en la inmensidad de los cerros y hacen vibrar los cuerpos andantes” (Cari, 2021, p. 1).
[3] Aquí retomamos la propuesta de Cánepa (2008), quien señala estos tres momentos, la víspera, el día central y la despedida, como las partes constitutivas de las fiestas.
[4] El territorio fue parte del Estado boliviano hasta que, en 1938, se reglamentó el tratado de límites territoriales Carrillo-Diez Medina, dictado en 1925 (Carreras y Pey, 2019).
[5] Esta nuclea a personas de la comunidad a partir de la identificación y pertenencia étnica y se adscribe como comunidad quechua.
[6] La comunidad aborigen (cuya composición es independiente de la religión de sus miembros, sean evangélicos o católicos) se encarga de la fiesta de aniversario. La organización de las fiestas patronales depende de los miembros de la Iglesia católica local. La compra de comida y de bebida corre por cuenta de las respectivas instituciones (Carreras y Pey, 2019). A diferencia de otros casos andinos (por ejemplo, Van Kessel, 1992), no tenemos registro de la figura del alférez como costeador de la fiesta.
[7] Si bien entendemos que pueden existir contradicciones entre lo nacional/patrio y lo étnico local, en este trabajo reparamos en la coexistencia de estos elementos en el contexto festivo. No ha sido el eje de nuestra investigación explorar las posibles contradicciones. Muchas de las tradiciones culturales festivas se enmarcan en categorías que complementan lo indígena y lo nacional. Sin embargo, este tema es de una complejidad mayor que la explicitada aquí. Para explorarlo en profundidad, es necesario hacer hincapié en el derrotero histórico de la región en el marco del fenómeno colonial, que en este caso excede los objetivos propuestos.
[8] A unas cinco horas desde Cusi Cusi por camino de ripio, es la ciudad más al norte de Argentina. Limita con la ciudad boliviana de Villazón.
[9] La tola (Fabiana densa) es un arbusto que se encuentra en los sectores aledaños al pueblo, y que suele ser el combustible vegetal que más se utiliza en las cocinas puneñas.
[10] El jugo de quinua se elabora procesando en licuadora la quinua hervida con el agua y jugo de limón (en esta ocasión, se exprimieron 15 limones para 2,5 kilos de quinua), y se le agrega canela y azúcar a gusto.