0000-0002-2661-8285 Cecilia Benedetti[1][2][*]
¿Es la cultura un aspecto o un instrumento del desarrollo, entendido en el sentido de progreso material; o el objetivo y la finalidad del desarrollo, entendido en el sentido de realización de la vida humana bajo sus múltiples formas y en su totalidad? (Sahlins, cit. en Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo, 1997, p. 11)
Estas palabras del antropólogo Marshall Sahlins introducen el Informe nuestra diversidad creativa, elaborado en 1996 por la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo de la Organización de las Nacionales Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés). Este documento suele ser destacado por su importancia en relación con las transformaciones que han atravesado las conceptualizaciones y orientaciones en el campo cultural en las últimas décadas. Junto con el nuevo protagonismo de la noción antropológica de cultura, la emergencia de su concepción como recurso o herramienta con múltiples fines -económicos, políticos, sociales- constituye un nuevo eje central.
Mientras que hacia la segunda mitad del siglo XX las vanguardias latinoamericanas planteaban como lema “modernizar la nación” (Nivon, 2014), en la actualidad, las políticas culturales abordan problemáticas como el desarrollo, la inclusión social, las diversidades identitarias, las desigualdades de género, la ampliación de derechos, la sustentabilidad medioambiental, entre otras (Bayardo, 2008; Vich, 2014). Al mismo tiempo, la consideración de aspectos culturales, simbólicos o identitarios no se restringe a dichas políticas y adquiere protagonismo en nuevos espacios institucionales.
En la actualidad, las perspectivas centradas en la cultura como recurso, es decir, aquellas que destacan su utilidad y su capacidad para resolver problemas (Yúdice, 2002), cobran protagonismo en las agendas neoliberales globales; atraviesan las políticas públicas de los distintos Estados y se modelan a través de diversos acentos, orientaciones y fricciones en contextos sociohistóricos particulares. Impulsadas por organismos internacionales como la UNESCO, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), entre otros, se han propuesto hacia una diversidad de sectores sociales en condiciones muy heterogéneas, como formas de enfrentar problemáticas económicas, políticas y sociales. Se destacan en esta línea las consecuencias negativas que implicó la experiencia neoliberal en América Latina, marcada por la reorganización del Estado, las privatizaciones, los procesos de desindustrialización, los altos índices de desempleo y el aumento de la pobreza tanto en los sectores urbanos como rurales. En este panorama, los sujetos -en tanto protagonistas y hacedores de sus propias prácticas culturales/artísticas- se apropian creativamente, negocian, plantean sus propias agendas y reivindicaciones y despliegan procesos de organización política colectiva. De este modo, las prácticas artísticas y culturales se erigen como territorio de disputa, como espacio para la demanda de reconocimiento tanto simbólico como material y como ámbito de activismos desplegados por una diversidad de agentes.
En este sentido, mientras se presenta a la cultura como recurso para promover el desarrollo y la mejora de las condiciones de vida de poblaciones cada vez más afectadas por las consecuencias del neoliberalismo, frecuentemente se apela a que sean los propios sujetos afectados -excluidos, vulnerabilizados- los protagonistas de gestionar y desarrollar dichas mejoras. Así, el paradigma participativo se extiende al campo cultural como instancia de construcción de subjetividades neoliberales, e involucra a sujetos y comunidades, concebidos como colectivos responsables, autónomos y autorregulados (Coombe y Weiss, 2015; Quintero y Sánchez Carretero, 2017). Al mismo tiempo, se articula con la valoración del rol de la sociedad civil para la construcción de la democracia y la gobernabilidad propulsada desde los organismos internacionales y fundaciones privadas (Dagnino, Olivera y Panfichi, 2006). En esta línea, Dagnino señala la confluencia perversa entre los proyectos construidos para la ampliación de la ciudadanía y la consolidación democrática tras el fin de las dictaduras en América Latina y la apropiación de la participación como estrategia para el ajuste neoliberal (Dagnino, 2003). Cabe destacar que las políticas culturales han sido consideradas como instancias claves para la democratización en la posdictadura, atravesadas por los debates sobre la necesidad de la promoción, no de una única cultura legítima, sino de todas las culturas representativas de la sociedad (García Canclini, 1987; Landi, 1987). En términos amplios, tal como muestran diversos trabajos del dossier, las primeras transformaciones en torno a la concepción de cultura están marcadas por los cambios vinculados a la construcción democrática.
Asimismo, el giro neoliberal ha implicado una nueva articulación entre la esfera cultural y la económica, implicada en la concepción de la cultura como recurso. Yúdice se refiere a la “culturización de la economía”, en tanto la cultura se transformó en la lógica del capitalismo contemporáneo (Yúdice, 2002). En la misma dirección, Comaroff y Comaroff señalan que, a la vez que las diferencias culturales son convertidas en mercancías, las mercancías son aprehendidas en términos de experiencia y afectividad (Comaroff y Comaroff, 2011). En este marco, la consideración de la cultura como propiedad presenta una nueva visibilidad. Según Anderson y Geismar (2017), la misma se vincula en buena medida con las definiciones de UNESCO, que incluyen - más allá de los monumentos históricos, el arte y las antigüedades - a expresiones, habilidades y prácticas diversas en el discurso y la política de la propiedad cultural. Coombe y Weiss destacan la extensión de las actitudes posesivas respecto de la cultura, necesarias para su concepción como recurso y su participación en las relaciones de mercado. Por ejemplo, en el campo del patrimonio, asistimos a la consolidación de técnicas de mapeo e inventario cultural centradas en la posesión cultural, que hacen legibles a las prácticas culturales a través de nuevas formas de documentación, archivo y publicación (Coombe y Weiss, 2015).
El artículo invitado que inicia el dossier, escrito por la antropóloga Regina Bendix -reconocida investigadora en el área de los estudios sobre folklore, patrimonio y turismo- problematiza sobre la conformación de las prácticas culturales desde lo común hacia la propiedad y su inclusión en las deliberaciones de organismos internacionales como la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (WIPO, por sus siglas en inglés). Así, la autora se pregunta “cómo surge la conciencia reflexiva necesaria para aislar los elementos de la cultura y dotarlos con valor simbólico, así como económico” (Bendix, en este volumen). Explora la noción de los comunes y las dificultades para definir relaciones de posesión entre la definición de colectivos y ciertas prácticas culturales. Recorre el camino que hizo posible la noción de propiedad cultural, desde “vivir la cultura” a “honrar la cultura”, considerando la labor de folkloristas y antropólogos en la fragmentación y definición de estas prácticas culturales, la importancia de las industrias culturales y la actuación de los procesos patrimoniales en estas operaciones.
El siguiente artículo invitado, a cargo de Víctor Vich -un referente en los estudios sobre cultura, política(s) y gestión cultural en Latinoamérica-, nos introduce a otro de los ejes que pretendimos problematizar desde este dossier; nos referimos a las discusiones en torno a los procesos de politización del arte y la cultura (Bayardo, 2000; Wright, 2004; Mouffe, 2014) y a los usos y apropiaciones que los propios hacedores culturales realizan del recurso de la cultura. Siguiendo a Chantal Mouffe, en tiempos en los que se suele postular que no habría espacio para un arte crítico y subversivo de las formas dominantes, ya que “cada gesto crítico es rápidamente recuperado y neutralizado por las fuerzas del capitalismo corporativo” (Mouffe, 2014, p. 93), también hay quienes proponen que las nuevas formas de producción -fuertemente atravesadas por lo simbólico- pueden permitir el surgimiento de nuevos tipos de resistencia. Aquí, el arte y la cultura se convierten en una herramienta de disputa política, tanto de denuncia como de imaginación hacia otras formas más igualitarias, democráticas y justas de vida. De hecho, tal como viene sosteniendo Vich en sus producciones, el trabajo en cultura es visto como “un trabajo para transformar las normas o habitus que nos constituyen como sujetos, para deslegitimar aquello que se presenta como natural (y sabemos histórico), y para revelar otras posibilidades de individuación y de vida comunitaria” (Vich, 2014, p. 19).
Siguiendo esta línea, Vich analiza en su aporte para este dossier una intervención urbana realizada por la artista Carmen Reátegui que tuvo como protagonista a un árbol cortado bajo un proceso de modernización urbana de un distrito limeño, en Perú. El autor analiza cómo ese arte de “reparación” funciona a la manera de un “testimonio de la barbarie”, al tiempo que se revela como un “ritual de sanación”. Aborda las sucesivas presentaciones públicas del árbol en diferentes espacios, considerando las interacciones y afectos que moviliza entre quienes transitan el espacio público. Frente a la creciente instrumentalización de la cultura, reflexiona sobre los modos en que estas intervenciones se constituyen como “estrategia para revelar una verdad política situada en las ruinas del presente” (Vich, en este volumen).
Mientras que el artículo de Bendix nos permite considerar una de las transformaciones centrales que atraviesan las políticas en torno a la cultura como recurso, el artículo de Vich nos introduce en el campo de las prácticas que la politizan. En esta línea, la convocatoria del presente dossier partió del interés por reunir investigaciones etnográficas que desplegaran una mirada crítica del campo cultural a partir del análisis de usos sociales, políticos y/o económicos del arte y la cultura, considerando las formas y prácticas emergentes que surgen en las articulaciones y fricciones implicadas en estos procesos sociales. A continuación, presentaremos los artículos recibidos, que permiten recorrer/reflexionar sobre diversos aspectos que atraviesan estas problemáticas.
Los artículos que presentamos en un primer eje del dossier nos permiten dirigir la mirada hacia las particularidades que implica la gestión de la cultura en el contexto contemporáneo. En este sentido, iluminan, entre otros aspectos, la diversidad de actores sociales involucrados en el diseño, gestión e implementación de dichas políticas y sus vínculos, fricciones y negociaciones. El abordaje etnográfico que los distintos artículos despliegan resalta la necesidad de trascender el modelo que aún tiende a pensar la formulación de políticas como procesos lineales y mecánicos que vienen de arriba hacia abajo, para proponer un abordaje centrado en resaltar la complejidad y lo desordenado de estos procesos, en particular, las maneras ambiguas y disputadas en las que las políticas son promulgadas y recibidas por la gente (Shore, 2010). En esta línea, las propuestas conceptuales contemporáneos advierten acerca de la necesidad de concebir a las políticas (culturales) en un sentido amplio, y así trascender la mirada hacia la exclusividad estatal (Álvarez, Dagnino y Escobar, 1999; Rotman, 2001; Ochoa Gautier, 2002; Chauí, 2008, 2013; Vich, 2014; Cardini, 2015) e incorporar “tanto las prácticas y formas de producción realizadas por agentes no estatales como a los destinatarios de estas” (Crespo, Morel y Ondelj, 2015, p. 9).
Así, una línea que atraviesa los primeros cuatro artículos del dossier son las tensiones y contradicciones que se despliegan en la gestión de las políticas públicas en la articulación entre hacedores culturales -artistas urbanos de la ciudad de Rosario (Godoy), artistas y trabajadores de políticas socioculturales de Uruguay (Simonetti), músicos callejeros de la ciudad de Buenos Aires (Petit) y teatristas comunitarios en la provincia de Buenos Aires (Fernández)- y agencias estatales. Asimismo, las diversas etnografías dialogan con los lineamientos y tendencias impulsados por los organismos internacionales y los agentes financiadores a través de la cooperación internacional, que en materia de políticas culturales van instalando y moldeando los discursos autorizados para gestionar la cultura.
Los artículos de Sebastián Godoy y Paula Simonetti problematizan sobre la implementación de las perspectivas enfocadas en la cultura como recurso en las políticas culturales latinoamericanas. Las reflexiones presentadas por Godoy se sitúan en la ciudad de Rosario, en la provincia argentina de Santa Fe. Fomentadas por el BID, las iniciativas culturales se han presentado como nuevas alternativas económicas frente a las problemáticas de desindustrialización de la ciudad, a la vez que se han articulado con la recuperación del espacio público tras el fin de las dictaduras. El trabajo muestra cómo estas políticas implicaron nuevas formas de codificación de prácticas preexistentes. El autor recorre los modos en que se fueron instalando las hoy denominadas “Artes urbanas” en la ciudad de Rosario, en un principio a partir de la ocupación de los espacios públicos en manos de una juventud que se apropiaba de la calle como ámbito de participación y experimentación desde tiempos posdictatoriales. Dichas prácticas fueron paulatinamente absorbidas por el gobierno local desde los tempranos 2000, momento a partir del cual comenzó a gestarse el proceso el proceso de institucionalización como un dispositivo municipal -la Escuela Municipal de Artes Urbanas- emplazado en una espacialidad urbana reconvertida. Aquí, la cooperación internacional tendiente a financiar propuestas de asistencia y contención de las juventudes vulnerables, las políticas de “regeneración” urbana y la participación de artistas locales se entrecruzan en un proceso de dos décadas que muestra, justamente, la complejidad y la ambigüedad de estos procesos.
La investigación de Simonetti tuvo lugar en las ciudades de Montevideo y Paysandú (Uruguay) durante los gobiernos progresistas del Frente Amplio. Desde una perspectiva que aborda las políticas socioculturales entre las enunciaciones y las implementaciones, considera las transformaciones en las áreas culturales estatales a partir de las nuevas orientaciones hacia los sectores definidos como excluidos por las políticas sociales. Su abordaje se centra en los trabajadores -talleristas, gestores, mediadores, técnicos-, aquellos que desarrollan las políticas “en terreno”, que constituyen figuras intermedias en general desatendidas en estudios concentrados sobre todo en las formulaciones y diseños de las políticas, o en determinar los “impactos” en sus destinatarios. Atiende las trayectorias, condiciones materiales de trabajo y representaciones acerca de su acción. Su propuesta es justamente centrarse en los trabajadores para analizar y evidenciar la tensión entre las formulaciones de “escritorio” y las complejidades del “territorio”, pero también entre fines artístico-culturales y fines sociales, entre lógicas laborales e institucionales y lógicas militantes. Al mismo tiempo, la autora reflexiona sobre la implementación de los paradigmas participativos, para exponer cómo estos lineamientos implican la asignación de tareas y actividades en forma desigual en los diferentes sectores de la población.
Ambos artículos muestran la relevancia que adquieren las políticas culturales frente a la necesidad de nuevas fuentes económicas, pero también como forma de gestionar el “riesgo social”. En este sentido, permiten complejizar los usos del arte/cultura para la inclusión/transformación social en los que suele evidenciarse una superposición de ciertos sentidos diferenciales que transitan entre un paradigma preventivo/asistencial y otro inclusivo y/o transformador (Kantor, 2008; Roitter, 2009; Avenburg, Cibea y Talellis, 2019). Así, en algunas ocasiones, “la cultura aparece como un instrumento compensatorio ante procesos de vulnerabilidad y desintegración social” (Lacarrieu, 2009, p. 115), mientras que en otras, se cuestiona la discursiva de control de las poblaciones y se alienta “el diseño de estrategias redistributivas, ancladas en un paradigma de derechos, que disputen inequidades y garanticen igualdad en el acceso, participación y producción cultural” (Infantino, 2019, p. 40). Estas disputas de sentidos y apropiaciones disímiles del recurso de la cultura alertan acerca del avance, tal como sostiene Simonetti, de una agenda de “impactos” sociales y económicos de las artes y la cultura, en los que prima un uso utilitario de dicho recurso, desde el que frecuentemente se desplaza “el debate político y la dimensión necesariamente ideológica (y espinosa) del valor público de la cultura, para adoptar un vocabulario técnico” (Simonetti, en este volumen).
Los dos artículos analizan estas tensiones en los discursos de hacedores culturales -artistas, militantes, gestores, agentes estatales- considerando sus condiciones de trabajo y de continuidad de las políticas que gestionan. En esta línea, los trabajos de Petit y Fernández también proponen una mirada hacia los hacedores culturales, pero indagando en los vínculos (tensos) que despliegan artistas y agencias estatales y los sentidos (frecuentemente divergentes) que ambos otorgan a las prácticas artísticas. Petit aborda ciertas contradicciones que ha demostrado el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (GCBA) en su valoración de la música callejera, a partir de su intento por reformar el código contravencional porteño introduciendo la posibilidad de cercenar esta actividad mediante denuncias anónimas por “ruidos molestos”. El autor, así, se pregunta: “¿Cómo convive el hecho de clasificar legalmente a la música callejera como un ruido molesto y, a la vez, de promocionarla como un elemento de la identidad porteña?”. Presenta un pormenorizado análisis del surgimiento de la categoría de ruidos molestos en la ciudad de Buenos Aires y el lugar contradictorio que ocupó históricamente la música callejera en dicha ciudad, frecuentemente evaluada más como ruido que como música. El autor concluye que las contradicciones que estudia permiten
arriesgar que lo que molesta no es la práctica musical en sí, sino la fuga de poder que se produce al establecer pautas de organización informales y autogestionadas en el espacio público. Entonces, la reforma del Código Contravencional con estas particularidades constituyó una manera con la que el Estado buscó ordenar la sonoridad del espacio público y, a la vez, ejercer el control sobre un grupo social. (Petit, en este volumen)
En una línea similar, el trabajo de Fernández alerta acerca de las posibilidades, imposibilidades y tensiones en la vinculación entre un grupo de teatro comunitario -Cruzavías- y la administración cultural local del partido bonaerense de Nueve de Julio (provincia de Buenos Aires). La autora propone explorar la articulación del grupo comunitario con distintas áreas del Estado a partir del análisis de los instrumentos normativos específicos, las estrategias desplegadas por el grupo y las instancias de diálogo y tensión con el Estado y la comunidad. Aborda la tensión entre sentidos diferenciales de las políticas culturales y -en términos de García Canclini (1987)- entre un paradigma de democratización cultural y otro de democracia cultural.
Cabe destacar que, en vínculo con el Movimiento Iberoamericano de Cultura Viva Comunitaria, desde mediados de los años 2000 se fue instalando cierto viraje en la conceptualización de las políticas culturales y del rol del Estado como garante de las necesidades y demandas de la sociedad civil (Turino, 2013; Vich, 2014; Infantino, 2019).1 No obstante, dicho movimiento -cercano a un paradigma de democracia participativa- sigue entrelazándose y enfrentándose con otros sentidos de las políticas públicas que, como analiza Fernández, suelen observarse de manera más generalizada en las gestiones locales y responderían a la noción de “llevar la cultura al pueblo”, a través de eventos, construcción de infraestructura o promoción de espectáculos. Asimismo, la autora propone analizar las acciones del grupo de teatro comunitario como un trabajo territorial que implica una acción “continua, comprometida y personalizada, que se sostiene desde el afecto y la escucha frente a las necesidades del barrio” (Fernández, en este volumen) y que suele entrar en tensión con las articulaciones “por convenio” /a término que se realizan con el municipio.
Esto nos lleva a un último eje que Fernández y otros artículos de este dossier recorren y que resulta central para analizar el campo de la gestión de las políticas culturales actuales. Gran parte de ellas se sostienen en la articulación entre hacedores independientes y agencias estatales a partir de la generación de proyectos a término. Trabajar por proyectos renovables que se negocian periódicamente con los Estados locales o que se ganan -a través de concursos por becas y subsidios- pone en evidencia la precariedad e inestabilidad de la mayor parte de los instrumentos de financiación de la cultura en la actualidad. Y, por supuesto, tal como señalamos anteriormente, se entrelazan con la presión que se ejerce sobre la cultura en términos de requisitos de eficacia y/o rentabilidad, así como con las condiciones precarias de desarrollo del trabajo cultural.
Tal como señalamos al inicio, las nuevas conceptualizaciones en torno a la cultura están estrechamente relacionadas con las discusiones respecto de la noción de desarrollo. Hasta las últimas décadas del siglo XX, enmarcada en la teoría de la modernización, su concepción hegemónica sostenía que era necesario eliminar los rasgos definidos como tradicionales de las culturas campesinas e indígenas para lograr el crecimiento económico, a la vez que sus definiciones postulaban al modelo occidental como parámetro para medir el relativo atraso o progreso de los demás pueblos (Viola, 2000; Monreal Requena, 2003). Sin embargo, en el contexto neoliberal comenzaron a consolidarse nuevas perspectivas que se definen en términos de “desarrollo con identidad”. La dimensión cultural -que había estado excluida, marginada o considerada secundaria en los paradigmas de desarrollo- adquiere centralidad (Edelman y Haugerud, 2005), ya sea como “capital” en vinculación con los intereses del mercado, ya sea como aspecto implicado en una definición de desarrollo no reducida a lo económico (Benedetti, 2014).
Este paradigma propone dinamizar procesos de desarrollo a partir de la revalorización de prácticas diversas que expresan las identidades y las diferencias culturales (Aguilar Criado, 2003). Mientras que anteriormente, nociones como identidad cultural o conocimiento tradicional se circunscribían a instituciones culturales o de preservación, en la actualidad constituyen categorías que adquieren visibilidad en los agentes del desarrollo. Así, organismos internacionales como el BID o el Banco Mundial incluyen entre sus objetivos recuperar y preservar las tradiciones, sostener la cultura intangible (Benedetti, 2021). Al mismo tiempo, estos enfoques surgidos en la agenda neoliberal proponen que el desarrollo debe construirse desde “abajo”, contemplando las diferencias locales y culturales (Manzanal, 2013). Sin embargo, las múltiples exigencias y los complejos procedimientos requeridos por los organismos que los promueven no conducen a una mayor flexibilidad y consideración de las particularidades locales, sino a aprender sus lenguajes y gramáticas y ajustarse a sus requisitos, por lo cual amplios sectores sociales son excluidos de sus proyectos (Benedetti, 2022). Estas perspectivas también son promovidas como “sustentables” y enfatizan en el cuidado ecológico en la dinamización del desarrollo, aspecto que ha sido definido por Escobar (2007) como la “desarrollalización del medioambiente”. En esta línea, los pueblos indígenas suelen ser definidos por su rol en la conservación de los recursos naturales, aspectos que han sido problematizados a través de nociones como “nativo ecológico” (Ulloa, 2004) o “indio global con aureola verde” (Dumoulin, 2005). De todos modos, estos enfoques son promovidos en espacios donde priman políticas neoliberales extractivistas y pese a ellos, se registra la persistencia de los conflictos socioambientales.
Esto ha generado transformaciones tanto en producciones que históricamente han circulado en los mercados, como en otras que ahora empiezan a comercializarse. Al mismo tiempo, implica nuevas formas y procesos de trabajo, nuevas relaciones en el marco de estos, así como nuevas relaciones entre los productores y sus prácticas. En línea de lo señalado por Bendix en el artículo de este volumen, expresan el paso de “vivir” la cultura a poseer la cultura.
Los pueblos originarios han sido uno de los destinatarios centrales de estos enfoques. Según los discursos de los organismos que los fomentan, sus aspectos identitarios son considerados positivos para los procesos de desarrollo; a la vez que destacan los índices de pobreza que registran estos pueblos (Benedetti, 2014). Al mismo tiempo, el “desarrollo con identidad” se enmarca en el giro desde los modelos identitarios asimilacionistas hacia las denominadas políticas de reconocimiento o multiculturales,2 lo cual enlaza la afirmación de la diversidad y la comercialización de las diferencias (Comaroff y Comaroff 2011; Coombe y Weiss 2015). En términos generales, este modelo de desarrollo ha recibido numerosas críticas. En efecto, se ha señalado que no fueron efectivos en términos de reducción de la pobreza y las inequidades, y sus dificultades para la incorporación de las lógicas locales y las perspectivas indígenas y campesinas (Valencia-Perafán, Le Coq, Favareto, Samper, Sáenz-Segura y Sabourin, 2020).
El artículo de Marina Matarrese reflexiona sobre las perspectivas centradas en la cultura como recurso y las transformaciones en el fomento artesanal en la provincia de Formosa (Argentina) en las últimas décadas a partir de la producción de cestería del pueblo pilagá. El trabajo presenta las primeras acciones en torno a la promoción de las artesanías como fuente de ingresos para las comunidades indígenas en la provincia hacia la década de 1970, contexto en el cual adquirió protagonismo el Consejo Federal de Inversiones, entre otros actores. Analiza el surgimiento de la producción de cestería pilagá en la década de 1980 en el contexto de las transformaciones legislativas provinciales -y también nacionales- vinculadas a los pueblos originarios, contemplando sus transformaciones en la interacción entre políticas culturales y los contextos socioeconómicos. Mientras que, en principio, el fomento a estas piezas se centró en una mirada esencialista sobre la identidad indígena, luego se acrecentó el interés por su consolidación como fuente de trabajo. Los enfoques globales en torno a la cultura como recurso para el desarrollo adquieren relevancia en la provincia hacia 2000, en el marco de las críticas condiciones de pobreza registradas con el avance neoliberal. Esto supuso un nuevo énfasis en la innovación por sobre la noción de “preservación”. Al mismo tiempo, la promoción a las artesanías se enlaza con el fomento al “turismo étnico” en las políticas provinciales. En términos generales, el trabajo permite comprender el dinamismo que atraviesa a la producción artesanal indígena, frente al sentido común que relaciona su carácter identitario con su inmutabilidad a lo largo del tiempo.
Tal como se puede advertir en el artículo de Matarrese, en el contexto neoliberal, el turismo ha adquirido protagonismo en el marco de las perspectivas de la cultura como recurso, vinculado en buena medida a nuevas formas definidas como “responsables” y “sustentables” desde las agendas globales. En las últimas décadas, estas modalidades se han fomentado entre pueblos indígenas en situaciones heterogéneas, lo cual desencadenó diversas discusiones sobre identidad, economía y desarrollo. Mientras que en general se reconoce la vinculación entre dichas modalidades de turismo y las políticas de reconocimiento a la diversidad, encontramos diferentes perspectivas sobre el tema. Algunos autores enfatizan que este tipo de turismo promueve definiciones étnicas en línea con los imperativos del multiculturalismo neoliberal (Guilland y Ojeda, 2013) o con las ideologías poscoloniales desde la perspectiva occidental dominante (Coronado, 2014). Otros reconocen estos aspectos, pero también remarcan los usos políticos de estas modalidades, en relación con reclamos territoriales y otros derechos (por ejemplo, Cunha Lustosa y Almeida, 2012; De la Maza, 2017; Bustos Zúñiga, 2011). Por otro lado, ciertos debates refieren a la tensión entre los aspectos económicos y las diferencias culturales (Cole, 2005), entre “compartir la cultura” y “vender la cultura” (Leite y Graburn, 2009). La discusión se plantea entonces en términos de la pérdida de autonomía de los pueblos sobre sus representaciones culturales -la denominada “disneylandización de las diferencias culturales” (Appadurai, 2014)- frente a los aspectos creativos e inesperados que pueden surgir en estas dinámicas (Ruiz Ballesteros y Hernández-Ramírez, 2010; Martínez Mauri, 2012), que trascienden la lógica neoliberal a la vez que la desafían.
Estas discusiones son recuperadas en el artículo de Jaqueline Brosky, centrado en las tensiones a partir de la incorporación del coro de niños de la comunidad mbyá guaraní Pindo Poty en el marco de un proyecto turístico en la provincia de Misiones (Argentina). El trabajo aborda las propuestas vinculadas a la cultura como recurso y el fomento al turismo en espacios donde las transformaciones neoliberales han restringido los recursos disponibles para la subsistencia. Esto ha implicado nuevas relaciones entre la comunidad y sus prácticas, donde se pone en juego el poder por el control en el marco de la mercantilización. Por un lado, se considera la conformación de un límite entre aquello que puede ser incorporado a la exhibición turística y aquello que permanecerá oculto, a la vez que se disputa un ritmo propio de exhibición. Por otro lado, estas formas son recreadas con nuevos contenidos políticas en el marco de las demandas de reconocimiento y acceso a los recursos de las comunidades.
La nueva relación entre cultura y medioambiente también se ha expresado en las formas de politización de diversos sectores urbanos y rurales que recuperan estos temas en sus prácticas artísticas y culturales, tal como veremos más adelante a través del trabajo de Tozzoni y Lobba Araujo.
No se trata, en ningún sentido, de que lo simbólico reemplace a la política ni de que hoy se le pida al arte todo lo que la política tiene miedo de realizar luego de su retirada neoliberal (Rancière, 2005, p. 67), sino de constatar que el campo cultural, lejos de ser entendido como una esfera separada, autónoma y supuestamente destinada al “entretenimiento”, siempre ha optado por intentar articularse con la política mostrando sus intereses ocultos, deconstruyendo sus simplificaciones teóricas y aportando nuevas prácticas y representaciones. (Vich, 2021, p. 13)
En línea con los usos del arte como estrategias de disputa política para cuestionar el ordenamiento hegemónico (Williams, 1977), diversas propuestas argumentan que las prácticas artísticas pueden convertirse en herramienta hacer “visible aquello que el consenso dominante tiende a ocultar” (Mouffe, 2014, p. 99), y así desplazar aquello que “no tenía razón para ser visto, [haciendo] escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar, [o haciendo] escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido” (Rancière, 2013, p. 46). En este sentido, distintas propuestas que emergen y dialogan con los estudios del arte y la política -desde la filosofía, las artes, la sociología y la antropología- comienzan a atender a las prácticas de sujetos y colectivos que trascienden las instituciones del arte y su “ilusión de autonomía” (Bourdieu, 1995) para atender cada vez más a prácticas artísticas que asientan su valor y legitimidad en torno a su vinculación con la vida cotidiana, con la política y con la realidad social (García Canclini, 2010).
Muchas de esas prácticas, que tal como proponen diversos autores se agrupan, aún sin consenso total, bajo el neologismo conceptual de artivismo, arte activista o activismo artístico (Delgado, 2013; Raposo, 2015; Aderaldo, 2019) u otras conceptualizaciones semejantes, permiten dirigir nuestra mirada hacia “nuevos” cruces, solapamientos, porosidades, usos y apropiaciones de las artes como un recurso político para la denuncia, el cuestionamiento y la acción transformadora de nuestras desiguales sociedades. Utilizamos la idea de novedad entre comillas, porque claramente los “usos” crítico-políticos de diversas prácticas artísticas tienen una genealogía de larga duración. Las vanguardias artísticas e intelectuales de principios del siglo XX, los movimientos críticos, militantes y/o experimentales de los años sesenta y setenta (García Canclini, 2010; Richard, 2011; Longoni, 2014; Verzero, 2013; Mercado, 2018) han sido largamente estudiados en estos sentidos. E incluso, los estudios del folklore y la cultura popular tienen una larga tradición en evidenciar características críticas en torno a las distintas manifestaciones populares; desde los carnavales y sus mecanismos de inversión y subversión (Bajtín, 1985; Martín, 2008), hasta los cantos de protesta (Lombardi Satriani, 1978), o las tácticas populares cotidianas (De Certau, 1996), solo por mencionar algunos ejemplos que nos deberían alertar permanentemente a ser cautelosos en relación con la antedicha noción de “novedad”.
No obstante, tal como lo muestra la creciente atención desde la antropología a los cruces entre performances, repertorios de protesta, organización colectiva en demanda de derechos culturales, activismos y las artes -en sentido amplio y en sus múltiples cruces-, sus vínculos en torno a temas de agenda pública son cada vez más frecuentes e invaden/irrumpen en los casos de estudio etnográficos (Winokur, 2020; Infantino, 2021; Morel, 2022).
De hecho, un eje interesante que cruza los tres artículos que cierran este dossier se vincula con que los casos etnografiados -prácticas y producciones artísticas colectivas que van desde muestras fotográficas y murales a conjuntos musicales y/o performativos- emergen en vínculo con el activismo en torno a diferentes tópicos que irrumpen y se abren espacio en la agenda pública: el (trans)feminismo, o la sistemática violación de derechos de mujeres y disidencias; la ecología o la devastación de la naturaleza; y adosados a ellos, la posibilidad de imaginación creativa en torno a modalidades alternativas de vida, organización y acción colectiva. Así, eventos específicos como el Ni Una Menos de 2015, el Primer Paro Nacional de Mujeres de 2016 o el incendio en la Patagonia del 9 de marzo de 2021 son analizados como los sucesos disparadores para la organización colectiva de grupos de artistas/activistas que encuentran en la expresión artística un recurso para la disputa política con el fin de imaginar y disputar vidas más vivibles (Butler, 2017).
El artículo de Malena Oneglia analiza un conjunto de prácticas performativas, poéticas y activistas desarrolladas por “Resquicio Colectivo”, un colectivo artivista de la ciudad de Rosario (Santa Fe, Argentina), atendiendo a los efectos performativos de las prácticas desplegadas. De acuerdo con el análisis propuesto por la autora, el colectivo estudiado propone “producir huecos, grietas, intersticios. Desdibujar fronteras. Entablar diálogos, poner en movimiento. Trazar nuevas líneas que abran espacios y sentidos dando lugar al entre” (Oneglia, en este volumen). La autora aporta un detallado análisis de las performances artivistas realizadas por el colectivo estudiado; performances que se activan en 2016 a partir de la crudeza y multiplicación de las noticias sobre los femicidios cometidos en el territorio nacional. Oneglia recorre la génesis, conformación, trayectoria del colectivo y sus modos organizativos y de producción artística, que permiten evidenciar “esos espacios entre medio en los que arte y política se articulan y dialogan poniendo en jaque las tradicionales formas de concebir la puesta en escena de los cuerpos en la arena pública”. La estetización de lo poético-político, según la autora, “crea intervenciones performáticas que buscan producir un cuerpo concreto, colectivo, sensible y en movimiento” (Oneglia, en este volumen).
El siguiente artículo, de María Alma Tozzini y Juan Lobba Araujo, indaga en torno a los procesos de visibilidad/invisibilidad de las poblaciones afectadas tras el incendio del 9M del 2021, en el noroeste del Chubut, Patagonia argentina. A través del estudio de dos eventos que se propusieron exhibir manifestaciones artísticas con la temática del 9M -específicamente, muestras fotográficas y realizaciones murales-, los autores proponen analizar de qué forma las obras artísticas lograron interpelar marcos de visibilidad asentados en el territorio y mostrar sujetos políticos agenciados. El artículo recorre entonces, a través del análisis de las obras (fotografías y murales) y de la voz de sus realizadores, algunos de los ejes que desnudó el incendio: tragedia, catástrofe, shock, desigualdad, negligencia estatal, pérdida, donaciones irrisorias. Aquí, los autores comparten las búsquedas que los y las artistas fueron realizando en torno a denunciar, poner en escena, hacer visible y cuestionar. A partir de diversos recursos estéticos/compositivos, a través de la descontextualización de los objetos y el uso de metáforas, y también a partir de la denuncia abierta y transparente, las fotografías y murales que Tozzini y Lobba Araujo analizan permiten evidenciar las potencialidades del arte para movilizar lo que los autores estudian, siguiendo a Butler (2010) como marcos de reconocibilidad de la vulnerabilidad.
Así, emergen y se posicionan en un plano de lo visible/reconocible las poblaciones vulneradas en tanto privadas del derecho a la vivienda, que pasan de ser visibilizadas como “usurpadores”/“damnificados” a sujetos políticamente agenciados; o bien a ocupar un lugar preponderante la crítica a los modelos de “desarrollo” forestales que -conjuntamente con el avance del negocio inmobiliario que “consume” territorio-, se visibilizan como la causa de los incendios. En este sentido, los autores ubican las manifestaciones artísticas en el amplio abanico de prácticas artísticas ecológicas, ya que asumen, con matices, una actitud reivindicativa de la naturaleza y crítica a los excesos del ámbito político económico y social que dominan el planeta bajo el sistema capitalista.
La denuncia de las normatividades del sistema capitalista conlleva tanto las búsquedas de alternativas de vida más vivibles, como la incansable puesta en evidencia de las aberraciones a las que nuestras sociedades han arribado y continúan reproduciendo. En esta línea, la irrupción de los feminismos y (trans)feminismos ha sido uno de los temas centrales en los últimos años. Particularmente en Argentina, y tal como destacan diversos autores, dicha irrupción se consolidó de la mano de la potencia performativa que esos movimientos adquirieron en las calles a partir de protestas y denuncias como las que emergen bajo la consigna del Ni Una Menos (2015) y la llamada “Marea Verde”, movimiento en torno a la demanda por la legalización del aborto (2018). El artículo de Kaplan y País Andrade, desde un enfoque socioantropológico -que releva la mirada (tras)feminista e interseccional- justamente propone abordar la interpelación que ejercen los debates actuales de los movimientos sociales de mujeres y LGBTIQ+ a partir de la observación analítica de la experiencia de un “bloco” de tambores desarrollada en una villa localizada en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y llevada a cabo durante el 2021 y 2022.
Desde un abordaje etnográfico, las autoras recorren la (trans)formación grupal y subjetiva de este colectivo de mujeres movidas por la intención de agenciar a aquellas con las que comparten su arte, situación que permite observar el complejo entramado entre el Estado, lo cultural y los territorios. Presentan entonces las dificultades y los desafíos que la organización autogestiva y feminista implica. Las autoras argumentan que
en este entramado, las chicas del bloco entienden la práctica cultural/artística como una herramienta para hacer las vidas más vivibles en dos sentidos complementarios: la enseñanza de esta herramienta artística, por un lado, y generando construcción de un espacio político de ocio, por otro. (Kaplan y País Andrade, en este volumen, destacado en el original)
Así, las mujeres con las que trabajan negocian, resisten y tensionan temas de agenda que despliegan otras formas de organización colectiva: a partir del enseñar/aprender esta herramienta de lucha/artística/transformadora, a la par de generar espacios de placer compartido.
Resulta interesante vincular estos planteos con la pregunta por los alcances y limitaciones de estas estrategias de disputa y transformación social desde el arte y la cultura. Tal como lo destacan distintos artículos del dossier y específicamente el de Kaplan y País Andrade, frecuentemente nos movemos en “espacios donde la precariedad de la vida toda nos enfrenta a tambores que no suenan y a voces que desafinan en un mundo que parece ser de algunxs y no de todxs” (Kaplan y País Andrade, en este volumen).
Para finalizar esta presentación, queremos agradecer a Hernán Morel (editor adjunto de Cuadernos y gran colega) por el acompañamiento y el valioso trabajo realizado para poder concretar este dossier. Su colaboración fue fundamental para arribar a este resultado. También a Virginia Manzano, por abrir la posibilidad para esta publicación en la revista y por su generosidad y calidez en el trabajo compartido. Asimismo, agradecemos a Marcelo Pautasso por su gran dedicación y a nuestros/as compañeros/as editores/as de la revista -Mariana García Palacios, María Inés Carabajal, Florencia Corbelle, Soledad Cutuli, Lena Dávila, Juan Engelman, Sofía Varisco y Lucas Barreto- por su compromiso con el trabajo editorial en este número (y los otros) de la revista, que posibilitan el acceso libre y democrático a la producción académica.
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[1] . Por Movimiento Iberoamericano de Cultura Viva Comunitaria entendemos aquellos procesos que, a partir de la asunción de Gilberto Gil como ministro de cultura de Lula da Silva en 2004, fueron instalando nuevos lineamientos en materia de políticas culturales, en los que al Estado se le atribuyeron los roles de promotor y regulador de las demandas de la sociedad civil, y debe entonces “crear condiciones y mecanismos para que sus ciudadanos no solo accedan a los bienes simbólicos, sino también produzcan y vehiculicen sus propios bienes culturales, movilizando su contexto local como sujetos activos de esos procesos” (Freire et al., 2003, en Savazoni, 2016, p. 53). Este movimiento iniciado en Brasil tuvo luego una trascendencia iberoamericana que se plasmó de diversas maneras y que tuvo concreciones en políticas específicas en los diversos territorios. Para profundizar al respecto, véase Turino (2013), Calabre y Rebello (2014), Savazoni (2016), Santini (2017), entre otros.
[2] . Dichas políticas se llevaron adelante en contextos de ajuste estructural; de este modo se destaca la relación entre el neoliberalismo y el multiculturalismo en términos de nuevas formas de gubernamentalidad (Hale, 2002; Postero, 2009).