0000-0003-4192-6873 Víctor Vich[1][*]
Secularizing the aura: the tree of life by Carmen Reátegui
Secularizando a aura: a árvore da vida de Carmen Reátegui
Al sur de la ciudad de Lima, en la urbanización llamada “Los cedros de Villa”, ya casi no quedan cedros y su principal avenida es hoy un terral lleno de desmonte. Sin embargo, no fue así en las décadas pasadas. Muchos vecinos dan testimonio de un espléndido camino, construido a la sombra de muchos árboles (cedros y eucaliptos), cuyo despliegue terminaba poco antes del mar.
“Te lo voy a contar como una anécdota de vida”, me dijo Carmen Reátegui cuando la entrevisté en su propia casa, a pocas cuadras de ahí. “Lo que sucedió en esta avenida fue un exterminio, una matanza de árboles”. El responsable de tal hecho fue el entonces alcalde de Chorrillos, Pablo Gutiérrez, quien comenzó su gestión en 1979 y fue reelecto hasta en cuatro periodos ediles. (Imágenes 1, 2 y 3).
Este alcalde se hizo muy popular por ser partícipe en muchos actos controversiales (a inicios de los años ochenta quiso derrumbar el muro del Club Regatas Lima), pero sobre todo porque en 1984 dinamitó las partes bajas del “morro solar” para intentar construir una carretera que conectara al distrito de Chorrillos con la playa “La Chira”. Como consecuencia de los derrumbes ocasionados por el conjunto de explosiones, el mar comenzó a romper de una nueva forma y así la bellísima playa de “La Herradura” terminó sin arena y los surfistas, indignados, perdieron el lugar donde se formaban una de las mejores olas de la ciudad. Por si fuera poco, el proyecto de la mencionada carretera nunca se concretó. Poco antes de morir, Pablo fue candidato a la alcaldía de Lima por el fujimorismo.
A finales de los años noventa, Carmen y su familia decidieron mudarse a la zona de Villa, compraron un terreno y comenzaron a construir una casa. Entre las idas y venidas a dicho lugar, Carmen observó que una tala indiscriminada se estaba produciendo en una avenida. Bajo la supuesta necesidad de ensanchar los carriles, el mencionado alcalde no tuvo compasión con ese grupo de árboles que, según los entendidos, podrían haber estado ahí más de 150 años. Ese día, ya en el año 2000, como quien llega a un lugar luego de la guerra, Carmen se detuvo a contemplar, con horror, los cadáveres por los suelos. “La modernidad es otra forma de barbarie; este hecho me confrontó con algo irreparable”, me dijo en la entrevista. Crispada y con mucha cólera ante lo sucedido, observó los muñones amputados y muchos troncos por los suelos, pero uno de ellos capturó toda su atención. Se trataba de un tronco grande, inmenso, cuya forma la impactó profundamente. Carmen no solo se sintió profundamente atraída por ese resto del árbol, sino que además se sintió políticamente responsable; se convenció de que tenía que hacer algo con él.
Entonces, apareció una idea y no lo dudó un instante. Contrató una grúa y, con la ayuda de siete personas, recogió el viejo tronco y se lo llevó al terreno donde estaba construyendo su casa. Fue muy difícil trasladarlo y, más aún, encontrarle un lugar adecuado. Al final de la tarde, cuando ya todos se habían ido y Carmen se encontraba en estricta soledad, volvió a mirarlo y sintió nuevamente su impacto estético y político: “¿Qué te han hecho? ¿Qué te he hecho?”, se preguntó a sí misma. “¿Qué voy a hacer contigo?”, le preguntó al árbol.
Sabemos que el arte es un discurso destinado a producir representaciones que nos hacen ver algo que se encuentra invisibilizado a razón de defensas personales, inercias cotidianas o intereses políticos. El arte no es un simulacro, sino la construcción de una forma que se esfuerza por atestiguar alguna verdad, un sentido distinto de la historia personal o colectiva. Esta era, en efecto, la historia sobre un árbol en la que no se sabía quién lo había sembrado, pero sí quién lo arrancó criminalmente de su lugar. Se trataba de una historia que permitía visibilizar la ansiedad descontrolada de una modernización pésimamente entendida. Carmen se había formado como artista en la Escuela Nacional de Bellas Artes y conocía bien muchas de las estrategias del arte contemporáneo. Sabía, por ejemplo, que el arte no solo podía construir un objeto sino que además podía generar una nueva mirada o, más teóricamente, producir algún tipo de posibilidad escópica. Entonces, con muchísima pasión comenzó a trabajar en ello.
La primera instalación pública del árbol se produjo en la plaza central del distrito de Surco, nada menos que el Viernes Santo del año 2002. Carmen pensó bien el conjunto de resonancias que el árbol podía activar ese día. Pensó, por ejemplo, que, como Cristo, ese árbol estaba injustamente muerto pero que si algo pasaba (en la tierra o en los cielos), podía comenzar a resucitar y adquirir un carácter sagrado (“aurático”) y heroico. “El día que lo encontré, lo lavé como quien recoge un herido y quise resucitarlo”, me había dicho también.
Carmen recurrió a su tradición familiar para diseñar su propuesta. Su bisabuelo, Pedro Rosselló, fue un emigrante español (mallorquín) que llegó a Lima para poner un negocio de mármoles. Dicha empresa existe todavía y gracias a ella pudo conseguir un buen pedazo de mármol travertino de los Andes peruanos. Talló entonces una base simple, clásica, cuya forma no compitiera con el tronco muerto al cual decidió colocar de cabeza, pues se trataba de subrayar cómo las raíces habían quedado sin tierra. De otro lado, Carmen optó por trabajar con detentes a fin de involucrar a la población. Como se sabe, los detentes son ese tipo de escapularios que, siglos atrás, sirvieron para proteger el corazón de los guerreros y que hoy atestiguan el poder de un objeto sagrado.
Ese día, por la mañana, Carmen llevó el árbol a la plaza central de Santiago de Surco, colocó algunos detentes en su mismo tronco y puso otros a disposición de los asistentes. Muy pronto, la gente se fue acercando y fue colocando otros más como ofrendas o como marcas de peticiones diversas. Muchos de los transeúntes comenzaron a acercarse con respeto y con devoción. “Lo que estoy viendo es a Cristo crucificado”, dijo una persona. Otras optaron por persignarse de la misma manera en que lo hacen cuando ingresan a una iglesia o cuando se colocan para rezar frente a la imagen de un santo católico. Poco a poco, el tronco de árbol fue vistiéndose de detentes y peticiones hasta que su presencia se confundió con las procesiones de la Virgen Dolorosa y del Cristo Yacente que pasaron por su costado. Fue un momento conmovedor (Imagen 4).
Ese día, Carmen había contratado una pequeña empresa de grabación audiovisual y por la noche calculó que podría tener alrededor de ocho horas registradas. Lamentablemente, solo pudo recuperar unos pocos minutos, pues el dueño de dicha empresa (un fundamentalista religioso) quedó horrorizado con tal idolatría (ante el panteísmo latente que habita históricamente en la cultura peruana) y borró buena parte de la grabación. Carmen me contó que la mayoría del material fílmico desapareció casi de manera similar al holocausto producido con los árboles en la calle. Sin embargo, este nuevo hecho no consiguió desanimarla. Ella estaba convencida de que su intervención había sido tan contundente, tan hermosa y contundente, que comenzó a pensar en un nuevo lugar, en una especie de segunda estación.
La segunda presentación del árbol, en el 2002, se realizó gracias al apoyo de la Dirección General del Centro Cultural de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, el día de Santa Rosa de Lima. Esta vez, no fueron detentes los objetos elegidos, sino rosas rosadas: la imagen más característica del culto a la santa limeña. Ese día, ahí, en el Parque Universitario, el árbol se transfiguró en la imagen de un santo y nuevamente activó un ritual en el cual la muerte y la resurrección dejaron de ser opuestos para convivir simultáneamente. Esa noche, el público sintió que los momentos de duelo pueden ser también momentos heroicos de sanación y vuelta a la vida (Imagénes 5 y 6).
La última estación fue en el cementerio de Villa María del Triunfo, nada menos que el Día de los Muertos, el 30 de noviembre de 2004. Carmen colocó el árbol a la entrada del cementerio y muchísimas personas (se trata del camposanto más concurrido en la ciudad) pudieron acercarse. Esta vez, los objetos elegidos para homenajearlo fueron rosas blancas, las cuales se propusieron nuevamente dignificar su cuerpo mutilado y darle nueva vida a ese tronco viejo al que las celebradas políticas modernizadoras habían convertido en un resto o en un franco desperdicio.
Esa mañana en el cementerio, mientras Carmen documentaba lo que iba sucediendo alrededor del árbol, una mujer le preguntó sin malicia: “¿Turista?”, “No, soy artista -le dijo amigablemente-; he venido a rendirle homenaje a un árbol desterrado”. Ambas se quedaron conversando y minutos después dicha mujer dejó también una rosa sobre su tronco. Lo cierto es que los significados y las interpretaciones comenzaron a multiplicarse: “parece un cáliz invertido”, dijeron unos. “Es como la victoria de Samotracia”, sugirió Gustavo Buntinx. “Yo lo veo como un kero ceremonial andino” opinó alguien más (Imágenes 7, 8 y 9).
Al final del día, Carmen estaba contenta y se dio cuenta de que él árbol se integraba adecuadamente al lugar; por eso pensó en donarlo y convertir al cementerio en su última morada. Entonces, hizo las coordinaciones respectivas y consiguió los permisos municipales. Sin embargo, una semana después, Carmen encontró al árbol sin cuidado, rodeado de una pequeña instalación con los colores que el alcalde de entonces había utilizado en su campaña electoral. Por supuesto, se indignó mucho y decidió llevárselo nuevamente a su casa. Hoy es ese el lugar donde se encuentra y ahí yo lo vi, asombrado, hace muy poco: solemne, majestuoso, perturbadoramente sublime (Imagen 10).
Regresemos a la teoría recordando que el crítico Nelson Goodman propuso hace un buen tiempo cambiar una vieja pregunta, “¿Qué es el arte?”, por “¿Cuándo hay arte?” (1990, 87). De hecho, luego de todos los cambios estéticos ocurridos a lo largo del siglo XX, vale decir, luego de la intensa experimentación ocurrida en todas las formas y los materiales posibles, hoy el arte ya no puede ser definido solo por sus características intrínsecas, sino sobre todo por la forma en la que un objeto cualquiera puede comenzar a funcionar de una manera distinta. En efecto, hoy sabemos que, bajo el aura del arte, un objeto se vuelve otra cosa y puede comenzar a significar mucho más allá de sí mismo.1
Ante un sistema económico que instrumentaliza todo lo que encuentra a su paso y que somete todo al principio de rentabilidad, hoy buena parte del arte contemporáneo ha optado por intervenir en el espacio público y activar el deseo de producir nuevos vínculos humanos. En la actualidad, muchos artistas saben que los objetos pueden “transfigurarse” y cambiar la forma en la que son mirados. De hecho, lo interesante de esta intervención radica en que la presencia del tronco suspende nuestra mirada habitual; puede decirse que “investido con los mantos sombríos de lo sublime” (Escobar, 2015, p. 86), ese tronco despliega, por un lado, la huella de su antigua plenitud, pero, por otro, da cuenta del tipo de violencia que la cultura necesita para autoafirmarse en el mundo. Podría decirse que esta presencia refiere tanto a la intensidad del mundo natural como a la barbarie humana.
Gustavo Buntinx (2008) ha subrayado cómo los traumas de la historia reciente se han vuelto motivos de procesamiento y simbolización artística; cómo una buena parte del arte contemporáneo intenta producir recomposiciones simbólicas en el contexto de un tipo de sociedad que suele optar por desentenderse de lo sucedido y que vive obsesionada con “modernizarse”, sin importarle su sostenibilidad en el futuro.
Desde ahí, podemos decir que este árbol no parece ser solo un árbol; es también el signo de toda una maquinaria extractiva que en el Perú continúa desarrollándose sin marcos normativos adecuados. Digámoslo de otra manera: esta intervención representa un hecho ocurrido en un distrito limeño, pero su alcance simbólico es mucho mayor si consideramos que la tala ilegal en los bosques del Perú es uno de los más graves problemas medioambientales por la enorme cantidad de mafias existentes, por los muchos muertos que ya pueden contarse y por la pasividad de los gobiernos de turno. Ninguno de los últimos presidentes de la República han hecho nada al respecto. Aunque ya existe un decreto que declara de interés nacional la lucha contra ella, lo cierto es que, salvo raras y aisladas excepciones, sigue sin existir una decidida voluntad política para afrontar el problema con decisión y coraje. El problema de la tala ilegal de madera ha sido explicado así:
Como nadie controla en el bosque, el mecanismo es sencillo: declaran la tala de una especie certificada, pero en sus camiones transportan los troncos de otra especie en extinción. Dicen que talan en un bosque permitido, pero en realidad lo hacen en una comunidad nativa. Cortan setecientos árboles y solo declaran la mitad. En el Perú existen ocho millones de hectáreas de bosques concesionados para la extracción: casi tanto como siete millones de canchas de fútbol juntas. Un informe de la revista Scientific Reports asegura que más del sesenta por ciento de las concesiones otorgadas por el Estado peruano sirven de fachada para blanquear la madera. (Zárate, 2018, p.33)
En ese sentido, la importancia de intentar restaurar el aura (es la distancia la que vuelve “radiante” a un objeto especial) en el arte contemporáneo viene siendo reclamada por críticos como Ticio Escobar y Gustavo Buntinx. Carmen sostiene que lo suyo es un arte de “reparación”, un proyecto que utiliza esa historia sobre la matanza de árboles para entrar en contacto con una dimensión nueva de la vida colectiva. De hecho, el tronco de este árbol es una presencia extremadamente material, pero hay algo en su imagen puesta en el pedestal que nos lleva a otro lado, hacia una especie de “secularización del aura” que hoy pareciera ser de vital importancia para la vida futura (Escobar, 2015, p. 70).
Detengámonos en la estrategia formal de esta intervención. La artista recupera un objeto socialmente violentado y su acto consiste básicamente en producir un nuevo encuadre. Coloca el tronco en un pedestal y lo hace dialogar con los imaginarios religiosos y con la gente en distintos espacios públicos. El pedestal produce el aura como un dispositivo que activa una forma distinta de hacer el tronco visible. Teoricemos más: la artista escinde al objeto en dos. Bajo esta intervención, el árbol aparece como dividido entre su identidad original y su apariencia actual, vale decir, entre la violencia antigua y el ritual nuevo, entre su pasada conversión en desperdicio y su recuperación y fuga hacia otro lugar (Imagen 11).
En suma, este proyecto de Carmen Reátegui surge de la necesidad de restaurar el aura como una estrategia para revelar una verdad política situada en las ruinas del presente. Esta intervención funciona como un testimonio de la barbarie, pero también se revela como un ritual de sanación. Es tanto una crítica a un mundo desencantado como un intento por recuperar la noción de lo sagrado. Sin embargo, es preciso subrayar lo siguiente: el aura no sirve aquí para elitizar el arte, sino, curiosamente, para promover una nueva comunicación entre las personas. Hoy, en efecto, es el propio arte el que trata de “entrar” y “salir” del mismo arte como “una lógica no de liquidación, sino de transfusión hacia el cuerpo social agónico” (Buntinx, 2008, p. 34).
En la literatura peruana, específicamente, en la novela titulada El zorro de arriba y el zorro de abajo, hay un pasaje que captura muy bien la densidad vital de un árbol. Se trata de un largo pasaje donde José María Arguedas va contando distintos hechos de su estadía en Arequipa y de su impresión al entrar en contacto con un imponente pino situado en el patio de la casa de Reisser y Curioni. Con mucha emoción, Arguedas cuenta que un día se acercó a él y oyó algo inédito. Ese pino lo recibió con ternura y derramó sobre su cabeza toda su música y su intensidad. El pasaje acaba de la siguiente manera:
Yo le hablé a ese gigante. Y puedo asegurar que escuchó y guardó en sus muñones y fibras, en la goma semitransparente que brota de sus cortaduras y se derrama, sin cesar, sin distanciarse casi nada de los muñones, allí guardó mi confidencia, las relevantes íntimas palabras con que le saludé y le dije cuán feliz y preocupado estaba, cuán sorprendido de encontrarlo allí. Pero no le pedí que me transmitiera sus fuerzas, el poder que se siente al mirar su tronco desde cerca. No se lo pedí. Porque cuando llegué a él, yo estaba lleno de energía, y ahora abatidísimo; sin poder escribir la parte más intrincada de mi novelita. Quizá por eso lo recuerdo, ahora que estoy escribiendo nuevamente un diario, con la esperanza del salir del inesperado pozo en que he caído. (Arguedas, 1988, p. 145)
Lejos de cualquier determinismo decimonónico, Arguedas sabía bien que sin un contacto con la materialidad de la naturaleza, la cultura se debilita y se empobrece. En este pasaje, la cultura solo puede sostenerse gracias a la presencia de la naturaleza que finalmente también se transfigura en otra cosa. El árbol es aquí la sangre misma de la tierra que activa la producción de la cultura en un juego de relaciones y sobredeterminaciones. Probablemente, Carmen sintió lo mismo que José María Arguedas. Me contó además que no pudo dejar de asociar ese árbol con los desaparecidos durante la época de la violencia política.
En suma, esta intervención intentó producir una poderosa crítica hacia el presente y tuvo como interés mostrar un imaginario de pérdida y de ausencia. ¿Dónde nos encontramos hoy como sociedad? ¿Qué es el progreso? ¿Qué es la modernidad? ¿Qué es lo que debemos proteger? Ese resto del árbol nos confronta con el anónimo lugar de los perdedores. Sus pliegues politizan la realidad y convocan hacia la producción de una nueva ética, que no es otra cosa que una nueva mirada capaz de activar otro tipo de relación.
El Perú es un país que nunca acepta sus errores y que opta por convivir cínicamente con ellos. Hoy vivimos al interior de una arcaica concepción del “progreso” entendida salvajemente como la negativa a ponerle límites al capital. El arte, sin embargo, es un discurso que siempre convoca a una verdad. Por eso, esta intervención optó por activar una experiencia estética para mostrar la naturaleza como lo que en tanto comunidad seguimos perdiendo. En su inquietante silencio, este árbol no tiene miedo de mostrarle su pequeña historia: su solitaria -pero intensa- resonancia política.