0000-0002-5252-9841 Facundo Petit[1][2][*]
Music, noise… or silence?Contradictions of the Buenos Aires City government in the assessment of street music
Música, barulho... ou silêncio?Contradições do governo da ciudade de Buenos Aires na avaliação da música de rua
El ruido en las ciudades latinoamericanas es un fenómeno sociocultural complejo que recientemente comenzó a ser tenido en cuenta por la antropología (Domínguez Ruiz, 2011, 2014, 2015a, 2015b; Bieletto-Bueno, 2017; Cardoso, 2019; Petit, 2020a). En el marco de estas investigaciones, se entienden la sonoridad y la escucha en relación con la experiencia social, histórica y cultural que surge de habitar distintos espacios (Feld, 1996). A partir del interés creciente de la antropología por indagar de manera explícita y centrada en la dimensión aural de la vida urbana, se ha propuesto que se trata de un giro sonoro y aural extendido a partir de la combinación de los sound studies con las ciencias sociales (Samuels, Meintjes, Ochoa y Porcello, 2010; Granados, 2018; Domínguez Ruiz, 2019). Si bien el tema del ruido urbano ha sido definido desde la década de 1960 sobre la base de la acústica (Thompson, 2002; Bijsterveld, 2008), los usos y efectos de los ruidos molestos exceden esta dimensión, pues repercuten en la implementación de políticas públicas, el diseño de las normas jurídicas, así como en la conformación de alteridades que habitan y transitan la ciudad. La antropología, en este sentido, puede cumplir un importante rol al identificar a los grupos sociales que son silenciados cuando sus prácticas sonoras son puntualizadas, sancionadas y proscriptas por los sistemas de poder.
En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), la música callejera es una práctica históricamente asentada en los espacios públicos (Veniard, 1999, 2014), en especial aquellos destinados al transporte. Se trata de personas que ejecutan música a cambio de la colaboración con dinero por parte de un público en movimiento, constituido principalmente por transeúntes. Por supuesto que esta definición es incompleta, y un análisis etnográfico de la práctica nos permite identificar otras clases de intercambios y emociones puestos en juego en la cotidianeidad (Picún, 2014; Petit y Potenza, 2019a).
En este texto retomo el conflicto que se produjo entre músicxs callejerxs1 y el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (GCBA) a partir del debate legislativo y social que se desató en 2018 por la reforma del Código Contravencional.2 Como señalan Lorenzo (2018) e Infantino (2021), la iniciativa de ley 1664-J-18 -aquella impulsada para reformar el Código Contravencional- fue propuesta por el bloque conformado por legisladores de los partidos políticos oficialistas PRO (Propuesta Republicada) y CC ARI (Coalición Cívica Afirmación para una República Igualitaria). La preocupación entre lxs músicxs estaba centrada en el artículo 82,3 vinculado a la sanción de quien por medio de ruidos molestos (por su volumen, reiteración o persistencia) “perturba el descanso o la tranquilidad pública”. El código entonces vigente admitía únicamente la denuncia privada por parte de la ciudadanía. Sin embargo, con la reforma propuesta, ya no sería necesario que la denuncia proviniera de un ciudadano específico, lo que permitiría la intervención de autoridades estatales sin denuncia mediante. Es decir, se admite la actuación policial de oficio, con la posibilidad de realizar arrestos, multas y requisamiento de instrumentos.
Esto provocó la movilización de distintos colectivos de artistas callejerxs, con intervenciones artísticas en la calle donde funciona la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, así como la difusión de esta situación en sus actuaciones callejeras. Lxs artistas buscaron dejar asentado un posicionamiento con respecto a su derecho históricamente legitimado de ejercer su profesión en el espacio público urbano, y así comenzaron a visibilizar que se trata de una práctica laboral que les permite ganarse el sustento diario. A su vez, estos colectivos de artistas comenzaron a generar articulaciones políticas con los legisladores de bloques opositores y otros funcionarios públicos (Infantino, 2021, p. 21). Como se puede notar, este proceso activó una alarma entre lxs músicxs y otrxs artistas callejerxs, y constituyó un quiebre en su práctica, los llevó a reunirse y reflexionar sobre el rol que cumplen en el entramado urbano. En definitiva, ¿cuál sería el criterio de molestia atribuido al sonido para discernir entre música y ruido?
Una idea que recorre este texto es que el uso de la categoría de ruido molesto por parte de los sistemas de poder no es inocente, sino que se trata de una categoría lo suficientemente amplia como para proscribir y sancionar aquellas prácticas que se escapan del control estatal. Para este análisis se retoma la conceptualización y relación entre música, ruido y poder propuesta por el economista francés Jacques Attali (1995). En definitiva, cuando por parte de instituciones del Estado se señala la práctica sonora y audible de cualquier sujeto o grupo social como un problema que amerita la intervención policial, lo que se busca es silenciarlos. Considerando la condición marginal de lxs músicxs callejerxs (Picún, 2014; Bieletto-Bueno, 2019a) -pues se trata de una práctica laboral informal, expuesta a los avatares del espacio público-, en este artículo me propongo analizar ciertas contradicciones que ha demostrado el GCBA en su valoración de la música callejera. ¿Cómo convive el hecho de clasificar legalmente a la música callejera como un ruido molesto y, a la vez, de promocionarla como un elemento de la identidad porteña?4 ¿No es acaso el ruido, aquí, una excusa para controlar una práctica callejera?
El estudio etnográfico que da origen a este texto comenzó en 2017 y se extendió hasta 2019, cuando me interesé en la cantidad de músicxs callejerxs que habitan cotidianamente el transporte subterráneo de la ciudad de Buenos Aires. Estaba interesado en la organización interna e informal de lxs músicxs callejerxs (Petit y Potenza, 2019a), cómo se distribuían y convivían en el espacio subterráneo, y cómo esos ritmos sociales y rutinas tenían un claro efecto en la composición del paisaje sonoro (Schafer, 2004) del mundo subterráneo urbano. Si bien existen permisos formales otorgados por el GCBA, lo que prima en la cotidianeidad del espacio es una organización informal que se adecúa a las necesidades de lxs músicxs callejerxs. Se trata de un sistema autogestionado de turnos que asegura que cada músicx pueda tocar lo suficiente para hacer de su práctica artística un trabajo. En este sentido, un punto de partida para comprender el conflicto es que lxs músicxs, al igual que otrxs artistas callejerxs, desarrollan su práctica a medio camino entre lo artístico y lo laboral (Infantino, 2011; Petit y Potenza, 2019a).5
Este estudio fue planteado en el marco de una investigación doctoral (Petit, 2020a), en la que indagué en las relaciones entre la sonoridad, la escucha y el espacio urbano a partir de una etnografía multisituada, definida como aquella que “sale de los lugares y situaciones locales de la investigación etnográfica convencional al examinar la circulación de significados, objetos e identidades culturales en un tiempo-espacio difuso” (Marcus, 1995, p. 96). A partir de este criterio metodológico, abordé distintos sujetos, espacios y tiempos de la ciudad (Petit y Potenza, 2019a; Petit, 2020b, 2022a, 2022b). El objetivo consistió en contar con el registro de diversas experiencias de escucha en la Ciudad de Buenos Aires, que me permitieran profundizar en la dimensión social y urbana del fenómeno sonoro y aural. Dicho registro de campo fue articulado a partir de distintas herramientas propias del trabajo etnográfico, como la sistematización de un diario de campo y la realización de entrevistas semiestructuradas (Guber, 2001). Así, fui manteniendo diálogos y entrevistas con distintxs músicxs callejerxs, y también los acompañé en sus trayectorias subterráneas, observando sus actuaciones y los efectos en el entorno. Asimismo, observé y escuché los efectos del entorno sobre sus actuaciones. A su vez, apelé a elementos de una investigación centrada en lo sonoro, e incorporé herramientas de la etnografía sonora (Alonso Cambrón, 2010; Petit, 2022b), como la escucha flotante, el registro sonoro a través de grabaciones y entrevistas centradas en la dimensión sonora y aural del espacio urbano. Es decir, modos a través de los que lxs investigadorxs de campo abrimos la escucha al entorno y a las escuchas de nuestrxs interlocutores.
De esta manera, lxs músicxs callejerxs me aportaron elementos para el análisis, tanto desde su rol en cuanto “compositores” del paisaje sonoro como en su experiencia de habitar y transitar el espacio urbano ejerciendo una actividad específica. Cuando en junio de 2018 viajé de Tilcara6 a Buenos Aires para continuar con la investigación de campo, me encontré con este temor de lxs músicxs por la iniciativa del GCBA, resumida en la posibilidad de que la música fuera considerada un ruido molesto. Un mes antes había entrevistado a los ingenieros acústicos encargados de desarrollar el mapa de ruido de Buenos Aires7 y a la física que redactó la Ley 1540/04,8 y entre otras cuestiones habíamos abordado el tema del ruido físico del transporte subterráneo. Debido, principalmente, al pobre mantenimiento de las formaciones y de la infraestructura, los niveles de ruido del subterráneo resultan dañinos para la salud (Cristiani, 2013). Pero nunca me dijeron nada de lxs músicxs del subte.9 En medio del trabajo de campo etnográfico, este conflicto por la definición semántica (¿música o ruido?) de una práctica urbana identitaria de la ciudad de Buenos Aires despertó mi interés.
En este sentido, cabe distinguir que el sonido y el oído tienen un comportamiento físico y fisiológico que es estudiado por distintas ciencias (ingeniería, física, biología) en su dimensión acústica. En ese sentido, cualquier sonido puede ser medido para identificar si constituye un ruido, pues la definición indica que un ruido es un sonido que supera aquellos niveles a partir de los que, por su intensidad o persistencia, puede generar un daño ambiental o corporal. Sin embargo, ¿es este criterio aplicable a una práctica cultural?
Este artículo busca responder a esta serie de interrogantes, y se divide en tres segmentos. El siguiente aborda brevemente cómo surge la categoría de ruidos molestos en la ciudad de Buenos Aires. Luego, planteo un recorrido por la música callejera en la ciudad, articulado por antecedentes en ciudades latinoamericanas sobre este fenómeno y por los estudios sociales de la movilidad urbana. En ese mismo segmento presento el conflicto de 2018 por la reforma del Código Contravencional. Finalmente, analizo algunas contradicciones en los modos en que el GCBA ha reconocido, patrimonializado y perseguido a lxs músicxs callejerxs. Busco dilucidar, en última instancia, aquello que subyace a este uso del ruido con que el Estado moderno pretende controlar y silenciar aquellas prácticas que se escapan de su mirada (y oído).
Desde la consolidación de Buenos Aires como una ciudad moderna, en el pasaje al siglo XX, el ruido ha funcionado como una categoría lo suficientemente amplia para definir la sonoridad de distintos espacios, sujetos y grupos sociales (Petit, 2022a). Esto puede ser rastreado a través de una variedad de documentos legales y políticas gubernamentales cuyo objetivo ha sido regular la producción sonora y audible de la ciudad. Uno de los primeros antecedentes es bastante remoto. Ya en el año 1869, el Código Civil formulado por Vélez Sarsfield incluía en su artículo 2618 la siguiente afirmación:
El ruido causado por un establecimiento industrial debe ser considerado como que ataca el derecho de los vecinos, cuando por su intensidad o continuidad viene a ser para ellos intolerable, y excede la medida de las incomodidades ordinarias de la vecindad.
A partir de este hito, han existido diversos intentos por controlar y regular las emisiones acústicas en el ámbito público, sintetizados en códigos, ordenanzas municipales, leyes de tránsito, resoluciones y proyectos legislativos; en conjunto, estos documentos podrían situarse como antecedentes de la Ley 1540/04 y el Decreto Reglamentario 740/07 que rigen actualmente para toda la ciudad.
La categoría de ruidos molestos constituye un punto en común en estos documentos. Una de las diferencias sustanciales, sin embargo, es cómo se los ha definido a lo largo de la historia. En un primer momento, la molestia tuvo un criterio necesariamente subjetivo, según la cual cada vecino partía de una valoración de su experiencia de escucha para proceder a la denuncia pública. En este sentido, la escucha se acercaba a la categorización propuesta por el etnomusicólogo Ramón Pelinski (2007) en torno a los modos en que percibimos el entorno sonoro: una escucha distraída; una escucha minuciosa, analítica y atenta; y una escucha dialéctica, “sedimentación de aprehensiones pasadas revividas en el presente, sea en el recuerdo, sea en ocasión de impresiones presentes que nos evocan aprehensiones sonoras privilegiadas del pasado” (Pelinski, 2007, p. 9). Entonces, cualquier sonido puede resultar molesto o intolerable y ser considerado un ruido, por su volumen, persistencia, reiteración, interrupción o irrupción en distintos contextos.
En el año 1920 surgieron los primeros sistemas de medición del sonido, y con ello la posibilidad de manipularlo en función de una impronta higienista que se instaló en las ciudades modernas, dentro de lo señalado por Emily Thompson (2002) como el deseo moderno por controlar el sonido:
El problema del ruido fue amplificado en la década de 1920 por las acciones de los expertos en acústica. Al igual que los músicos, estos hombres construyeron nuevos medios para definir y lidiar con el ruido en el mundo moderno. Por primera vez, científicos e ingenieros tuvieron la posibilidad de medir el ruido con instrumentos electroacústicos, y con esta habilidad para medir, sobrevino un poderoso sentido de superioridad y control. (p. 119, traducción propia)
Es en 1920, entonces, que comienza un proceso que alcanza sus resultados en la década de 1960, momento en que se internacionalizan los estándares de salud acústica urbana. Fue alrededor de estos años que el ruido se consolidó como un contaminante de la vida en la ciudad, al nivel de problemas hasta entonces clásicos, como la suciedad del aire y el agua (Armus, 2007; Petit, 2022a). Sin embargo, como señalan García Ruiz y South (2019, p. 7) desde el derecho penal y la criminología, sobre la base del trabajo de Bijsterveld (2008), existe una jerarquía sensorial en Occidente que posiciona al ojo y la vista por sobre los demás sentidos, y así el ruido se convierte en un problema desatendido. Más allá del consenso internacional en cuanto a los estándares sobre la protección medioambiental, la cuestión del ruido urbano presenta complejidades -como su carácter efímero y la ambigüedad individual y cultural sobre la molestia- que hacen que las normas y respuestas sobre la contaminación acústica resulten dispares e ineficaces en los sistemas urbanos modernos (García Ruiz y South, 2019).
Desde 1960 hasta la actualidad, se ha generado un consenso científico de acuerdo con el cual el ruido es medido en torno a características inherentes al sonido (intensidad y frecuencia, entre otras que involucran una matemática compleja). El dato sonoro es, entonces, una unidad medible, comparable y contrastable compuesta por decibeles (dB) y frecuencias (Hz), que definen el modo de comprender el sonido y la escucha en los paradigmas hegemónicos de la medicina, el urbanismo y la legislación. Sin embargo, como señala con mucho tino la antropóloga Domínguez Ruiz (2015a):
Sólo en la medida en que el ruido se reconozca como una elaboración de la cultura estaremos en la posibilidad de comprender mucho mejor este fenómeno; y es que al dimensionarlo socialmente, el ruido deja de ser simplemente un desecho sonoro -deļ¬nición por demás inútil porque refiere al mismo tiempo a todo y a nada- y se convierte en un fenómeno que encarna múltiples expresiones de la cultura. (p. 27)
Al explorar la categoría del ruido, se revelan distintas dimensiones de la experiencia y la convivencia urbana. La que me interesa en este artículo es la interrelación entre la esfera política, en este caso, el orden que se plantea desde el Estado sobre el espacio urbano, con las prácticas sociales y sonoras que se apropian de los espacios y sus reglas y los transforman, reconvirtiendo los espacios en lugares (De Certeau, 2000; Delgado, 2007). El ruido suele ser el eje conceptual de las políticas de silenciamiento urbano (Hofman y Atanasovsky, 2017). En Buenos Aires, precisamente, revisar la historia nos permite dar cuenta de cómo existen prácticas sonoras actualmente inaudibles, a raíz de un control eficaz por parte del Estado concentrado en la eliminación de distintos trabajos informales, entre ellos algunos de índole artística.
Aquí podría centrarme en los changadores que trasladaban el equipaje de quienes llegaban en tren a la ciudad y ofrecían su servicio con gritos y cantos. O cómo en 1770 el gobernador Bucarelli dio “un ejemplo de respeto hacia el vecindario” cuando restringió los toques de campana del Cabildo (De Lafuente Machaín, 1968, p. 8). Ejemplo extendido un siglo después, en 1882, al toque de las campanas de otros templos religiosos y edificios públicos situados en el centro de Buenos Aires, que en días de acuerdo y vísperas “formaban un conjunto ensordecedor” (De Lafuente Machaín, 1968, p. 8).10 Sin embargo, el caso más claro para este artículo se encuentra en la figura del organillero. En países como Chile o México, el oficio del organillero ha sido declarado patrimonio cultural (Ruiz Zamora, 2001), y forma parte del paisaje sonoro contemporáneo de ciudades como Ciudad de México, Valparaíso y Santiago de Chile. Sin embargo, en Buenos Aires, como veremos a continuación, no se escuchan organillos desde 1918.
La música en los espacios públicos ha tenido un lugar fundamental en la historia de la sonoridad de Buenos Aires. Sin embargo, esta ha sido generalmente olvidada por la literatura académica y los relatos oficiales. Entre las excepciones, el historiador Juan María Veniard (1999) cuenta que, entre 1890 y 1915, “Buenos Aires conoció en sus calles el bullicio musical de órganos y organitos (organillos), orquestas ambulantes, bandas de música, bandas y conjuntos carnavalescos, sones y pregones de vendedores, cornetas, cornetines, y silbatos de llamadas, campanas y campanillas” (p. 384). Siguiendo a este autor, en las calles de Buenos Aires se oyó la música de bandas oficiales militares y municipales; también de las “bandas de alemanes”, formadas por migrantes de ese país que recorrían las calles tocando canciones a cambio de dinero.
El organito u organillo es un instrumento portátil compuesto por un rodillo y por una serie de púas, al que se le adosan estructuras metálicas que permiten reproducir mecánicamente distintas melodías a partir de una manivela. Acaso el primer músico callejero de Buenos Aires, el instrumentista es el organillero que, acompañado por algún animal (es difundida la imagen del organillero junto a un mono), interpretaba melodías en las calles porteñas a cambio de propina (Veniard, 2014, p. 103). Los organilleros, generalmente italianos, utilizaban sus dispositivos para reproducir tangos y recibir algunas monedas a cambio, hasta que fueron prohibidos por una ordenanza municipal en 1918. Fernández (2020) analiza este proceso histórico a partir de una nota publicada en Caras y Caretas, titulada “El organito”, firmada por A. López el 2 de noviembre de ese año. En un segmento dice:
El organito se ha ido, pero en las pobres almas, quedó la embalsamación sonora de sus cornetas y cilindros, latiendo... Una ordenanza municipal de hace algunos meses, desterró los organitos de todo el perímetro de la urbe, más allá del Once, de Constitución, de Palermo. Fué una sabia disposición cumplida. (López, 1918, en Fernández, 2020, p. 69)
Como siempre existen grietas y fisuras en el control, por eficaz que pueda ser considerado, esta información puede corregirse a partir de distintos documentos. Entre ellos, me interesa resaltar el caso de “Manu Balero” (1929-1998), el último organillero de Buenos Aires que, acompañado de dos cotorritas, entretenía a los transeúntes (Fernández, 2020, p. 75).11
Además del organito, la música callejera de Buenos Aires contemplaba al hombre orquesta y a los mendigos que aprovechaban su conocimiento para tocar algún que otro instrumento y ofrecer canciones a cambio de una limosna (Veniard, 1999). Estos procesos contribuyeron gradualmente a la construcción de un estereotipo en torno a la figura del músico callejero como un sujeto pobre, marginal y mendigo (Picún, 2014; Bieletto-Bueno, 2019a), al igual que con el busking, nombre en inglés para referir a esta práctica (Prato, 1984; LaBelle, 2010; Bennett y Rogers, 2014).
En consecuencia, se produjo una asociación directa del músico callejero como un ejecutante artístico de baja calidad: “tengamos en cuenta que en Buenos Aires los músicos de un poco mejor nivel tenían puestos fijos en fondas o circos de segunda categoría” (Veniard, 1999, p. 388). Al respecto, es interesante aquello que señala Bieletto-Bueno (2019a, p. 310) sobre cómo la marginalización y la valoración estética negativa de la música callejera se desarrollan tomando como parámetro un espectáculo musical “puertas adentro”, que la ideología dominante adoptó como legítimo. En este proceso opera la influencia de un “régimen aural” específico, concepto que la misma autora elabora sobre la base del trabajo de Sterne (2003), y que entiende como las “estructuras culturales y socio-políticas que predisponen a las personas a determinadas reacciones para ciertos sonidos, moldean las formas de percepción y determinan las categorías de clasificación sonora, al tiempo que distribuyen dichas categorías de manera diferencial” (Bieletto-Bueno, 2019b, p. 118).
En la actualidad, si bien el estereotipo persiste en el sentido común de muchos ciudadanos, la realidad es otra. En Buenos Aires, hay músicxs que reproducen el aspecto clásico del cantor acompañado por un instrumento, generalmente la guitarra criolla o la acústica, mientras que otros optan por profesionalizar sus propuestas, incorporando amplificadores y armando conjuntos de dos y hasta tres integrantes. En este sentido, lxs músicxs callejerxs son trabajadores que sostienen su vida a partir de la retribución económica voluntaria de su público. Como contraparte, ofrecen un repertorio musical, un acceso al arte y la cultura conformado por una diversidad de propuestas artísticas callejeras libres y gratuitas, que ha tendido a democratizar el acceso a una esfera artística de calidad en espacios destinados a otros usos sociales.
La amplia diversidad de músicxs que pueden encontrarse en el espacio público de Buenos Aires responde a cuestiones biográficas y musicales (Petit, 2021).12 Todxs tienen sus historias, estrategias, repertorios, luchas, victorias y fracasos. Los une, sin embargo, el hecho de que son artistas y trabajadores. Los reúne la calle, denominador común para todos estos espacios urbanos donde prima lo ambulante y lo “permanentemente emergente” (Delgado, 2007, p. 12). La experiencia de habitar cotidianamente la calle, espacio regulado por el Estado, los obliga al diálogo y la negociación por los espacios, tanto entre sí como con otros trabajadores, pasajeros y autoridades oficiales. Trabajar en estos espacios implica apropiárselos, conocer y componer sus dinámicas, poner el cuerpo frente a las autoridades que desean ordenarlos (Petit y Potenza, 2019a). La literatura angloparlante previamente citada, dedicada al estudio de la música callejera o busking, desconoce lo laboral como un aspecto central de esta práctica, lo cual sí es destacado en textos latinoamericanos (Picún, 2013; Herschmann y Fernandes, 2014; Enríquez Macías, 2015; González Goyeneche y López García, 2017; Argüello González, 2018; Jara y Muñoz, 2018).
Resulta llamativo que, en los estudios sociales sobre movilidades urbanas (Cresswell, 2006; Sheller y Urry, 2006) que plantean un acercamiento a los modos en que los sujetos habitan los espacios de tránsito, no haya demasiadas referencias en relación con aquellos sujetos que se desplazan porque el espacio está en movimiento, pero cuya agenda no consiste en viajar, sino en trabajar. A partir de este nuevo giro, la pretensión fue situar la experiencia de los sujetos en el contexto de sus viajes cotidianos, entendiendo que “moverse es […] una forma de habitar la ciudad, es decir, una práctica significativa que implica algo más que el mero hecho de ir de un lugar a otro” (Zunino Singh, 2013, p. 196). En esta línea, por ejemplo, hay estudios que, más centrados en una perspectiva sobre el trabajo, se han dedicado a la práctica de la venta ambulante (Perelman, 2013; Fernández Álvarez, 2019), y también a los artistas circenses callejeros (Infantino, 2011). Sin embargo, si bien lxs músicxs callejerxs constituyen presencias ineludibles en un recorrido por el espacio público porteño -y especialmente en el subterráneo-, han sido grandes ausencias en las investigaciones sociales, con excepción de algunas menciones en trabajos centrados en la sonoridad del mundo subterráneo de Buenos Aires (Polti y Partucci, 2011), en los sistemas de exclusión social que operan en este ámbito público (Reingold, 2015), y en las redes sociales que se tejen en el espacio urbano a través de la música (Fernández, 2015).
La precariedad del trabajo de lxs músicxs callejerxs de Buenos Aires ha derivado en que los grupos de artistas se organizaran políticamente en los últimos años. En el marco del conflicto de 2018 por la reforma del Código Contravencional, Julieta Infantino (2021) señaló que esta disputa:
consolidó la organización colectiva que venía gestándose en años anteriores para demandarle al Estado la garantización del derecho al trabajo callejero, al uso de la ciudad, a la libertad de expresión en el espacio público y a la valorización de las prácticas artísticas autogestivas e independientes como constitutivas del espacio público urbano y como patrimonio de la ciudad. (p. 2)
En este sentido, el lema adoptado por parte de lxs artistas en sus performances cotidianas y en las protestas frente a la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires consistió en que “El arte callejero no es delito”. En diciembre de 2018, la reforma del Código Contravencional fue aprobada; la sanción indica: “cuando el origen de los ruidos provenga de la vía pública -y aclara- con excepción de las manifestaciones artístico-culturales a la gorra” (artículo 87, énfasis mío). De esta manera, la presión de lxs artistas surtió efecto en el debate legislativo y fortaleció los procesos de politización de la cultura (Infantino, 2021).
Dentro de estas organizaciones, algunas han surgido en otros reclamos de los últimos años contra la política punitiva del GCBA, como el Frente de Artistas Ambulantes Organizados (FAAO), que se agrupó en un contexto de violencia creciente hacia los artistas por medidas del gobierno porteño durante 2015. Por su parte, la agrupación Trabajadores de la Cultura Ambulante (TCA) tuvo su origen durante el conflicto de 2018, y está conformada principalmente por músicxs y artistas de las líneas H y A del subte, aunque está abierta a artistas de toda la ciudad.13
Como podemos notar, la exposición de lxs artistas callejerxs a las intervenciones policiales se ha intensificado en las últimas décadas. De hecho, en medio de la pandemia de COVID-19, que interrumpió el trabajo callejero y visibilizó más que nunca la precarización de lxs artistas, el GCBA emitió una resolución. Esta implicaba que lxs artistas debían solicitar un permiso por cada comuna en la que desarrollen su actividad, un trabajo burocrático engorroso si consideramos la amplia movilidad inherente a su práctica.14 A su vez, dicha resolución iba en contra de un trabajo legislativo y de diálogo que la TCA y otros colectivos han estado desarrollando dentro de la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en la búsqueda por consensuar modos de organización que no fueran excluyentes de la actividad.15 En otros términos, existe un interés y tiempo dedicado por estas agrupaciones para ser parte de los términos con que se define y regula su actividad, lo que otorga un carácter formal a los sistemas de organización y de convivencia que, de hecho, utilizan en su experiencia diaria. Lxs músicxs son trabajadores y artistas callejeros que viven de sus prácticas callejeras, y esa identidad se ve permanentemente cuestionada por mensajes contradictorios del GCBA, que continuaré explorando en el siguiente apartado.
En el año 2016, una serie de afiches publicitarios fueron pegados en las paredes de la ciudad de Buenos Aires, bajo el lema: “Vamos a disfrutar la Ciudad”. Uno de ellos, además, tenía inscripta la frase “Vamos a desconectar”, que presentaba una situación propia del subte. Un músico, en un túnel, con un set de teclados enchufados a un amplificador. Una guitarra eléctrica descansa más atrás en un soporte. Varios transeúntes se han detenido a apreciarlo. Uno parece estar por sacarle una fotografía o filmarlo con su celular. Otra transeúnte está en el movimiento propio que caracteriza a este espacio público. Más allá de la invitación a desconectar, todo está conectado (figura 1).
Claramente es el subte, y claramente es Buenos Aires. Nos lo indica el techo abovedado, el mosaico de las paredes y los isologos oficiales del GCBA. La imagen no sorprende: transitar en subte es habitar la sonoridad parcialmente compuesta por una gran cantidad de músicxs que transforman cotidianamente a estos espacios en escenarios emergentes (Petit y Potenza, 2019a; Petit, 2021). Quizás sea por eso que para la campaña publicitaria se haya elegido -entre una inmensa variedad de posibilidades- esta referencia para visibilizar la identidad de la ciudad de Buenos Aires. Se asume, así, que lxs músicxs callejerxs y el medio de transporte subterráneo son parte de la identidad de la ciudad, y que esta relación, cristalizada en la imagen, es digna de ser mostrada.
Dos años después de esta publicidad, comenzó el debate por la reforma del Código Contravencional, mediada por la apertura de la sanción por ruidos molestos. De acuerdo con lo planteado por la música y antropóloga uruguaya Olga Picún (2013) acerca de las expresiones musicales en los espacios públicos de Buenos Aires: “la condición de ruido molesto que plantea el Código Contravencional, asociada a la arbitrariedad de quienes aplican la ley, parece predominar frente a los demás mecanismos de regulación de las actividades de los músicos callejeros” (p. 91). Así, este mecanismo legal ha funcionado como el fundamento para el desalojo de lxs músicxs del espacio público, la aplicación de multas, el requisamiento de instrumentos y el eventual encarcelamiento.
Las noticias y el ámbito académico reaccionaron ante esta posibilidad, sujeta a debate legislativo, de que la música callejera pudiera ser arbitrariamente considerada un ruido molesto (Lorenzo, 2018; Petit y Potenza, 2019a, 2019b; Infantino, 2021). El primer paso consistió en difundir estos hechos entre lxs artistas callejerxs de la ciudad, para lo cual la organización política entre ellxs fue fundamental. De esta manera, cada vez más músicxs comenzaron a congregarse en reuniones semanales. En el caso de la línea H de subterráneo, el espacio elegido fue un entrepiso amplio de la estación “Parque Patricios”, lugar donde los músicxs de vagón se organizan en sus recorridos (Petit y Potenza, 2019a). Estas reuniones dieron lugar a la gestión de diferentes eventos e intervenciones artísticas frente a la Legislatura de la CABA para manifestar públicamente el descontento y la preocupación por este recurso jurídico.
De esta manera, durante la segunda mitad del año 2018, la Legislatura fue un punto de reunión para quienes estuvieran en contra de la reforma del Código Contravencional. Allí se organizaron festivales artísticos contra la criminalización del arte callejero, a partir de la gestión de colectivos de artistas autoconvocados.16 El mecanismo consistió en la instalación de un escenario ambulante en la puerta de la Legislatura, donde lxs artistas iban desarrollando diversas performances asociadas a sus actuaciones cotidianas, mientras otrxs se encargaban de entregar panfletos y participar de los debates legislativos. Sin embargo, en una jornada de reclamos, a unos 40 metros del escenario ambulante, el GCBA permitió la instalación de otro escenario, donde actuó la banda de música de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires (Potenza, Comunicación personal, 2 de agosto de 2022). En este sentido, la Ciudad -con mayúscula- buscaba competir sonoramente con las manifestaciones artísticas callejeras de la ciudad.
Como parte de esta contradicción, a igual sonido, uno era definido como música, con el apoyo de las autoridades, mientras que el arte callejero era ruido. En este proceso operaba una clara etnofísica (Wright y Otamendi, 2017), que atribuye al mismo estímulo valores culturales totalmente distintos. A su vez, podemos considerar que lo que se prioriza, en definitiva, es la valoración subjetiva involucrada en la escucha de un sonido, condicionada por criterios individuales, sociales y existenciales (Pelinski, 2007; Rivas, 2019). En esta definición, se estaban dejando de lado los parámetros absolutos involucrados en la legislación actual. Eso abre el juego a la ambigüedad, y posibilita esta definición diferencial de manifestaciones sonoras equiparables. En definitiva, ¿es el ruido físico lo que causa problemas a los sistemas de poder? ¿Se trata de una afición acrítica por el silencio, de la búsqueda implacable por adecuarse a la agenda higienista de las ciudades “modernas”?
Si consideramos los aportes de Attali (1995) sobre las dimensiones sociales del ruido y la música, podemos encontrar otros sentidos e implicancias que el ruido adquiere para los sistemas de poder. Para este autor, una escucha atenta de la materia sonora permite dar cuenta de los anuncios con que la sociedad busca cuestionar los órdenes establecidos. En la base del pensamiento de Attali está presente una estrecha relación entre el ruido, la música, la sociedad y el poder. De hecho, una de sus propuestas es que no se deberían disociar los códigos sociales de los códigos musicales, ya que las rupturas sociales están, en general, precedidas por cambios en la música, en los modos de audición y en el sistema económico. Entonces, como parte del análisis de la “economía política de la música” (Attali, 1995, p. 33), Attali afirmó que el poder hegemónico está sustentado por una sucesión de órdenes que se perciben agredidos por aquellos ruidos proféticos que pretenden la creación de nuevos órdenes. Es por ello que los sistemas de poder están siempre alertas al ruido, que suele contener en sí el germen de la subversión y la ruptura social. Continuaré con esta idea más adelante.
En el trabajo de campo y de archivo, he identificado otras contradicciones del GCBA en la valoración de la música callejera que pueden plantear nuevas interpretaciones de lo que resulta molesto a los oídos del Estado. Además de las publicidades señaladas, también existe la Declaración 308/2009, que señala: “la legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires declara su reconocimiento a las expresiones artísticas-musicales de los llamados ‘músicos callejeros’ que se desempeñan en espacios de uso público”. En esta declaración, se exige al Poder Ejecutivo realizar las gestiones necesarias para asegurar la reproducción de esta actividad.
Con el propósito de reflexionar acerca de la situación de lxs músicxs callejerxs, una frase de uno de los músicos de la línea H sintetiza lo que representa el arte callejero en Buenos Aires, como patrimonio cultural de la ciudad, que, en tanto, debe ser debidamente acompañado por políticas culturales impulsadas desde el ámbito estatal. Este músico me señalaba la necesidad de:
incentivar un poco el arte urbano; somos un patrimonio de la ciudad nosotros. Y es más, de hecho, hay un decreto por ahí dando vueltas, años 2000 y pocos, salió un decreto declarando al artista urbano patrimonio de la ciudad. No es nada, más que una declaración, no implica ningún beneficio, pero marca. (Registro de campo, músico de la línea H de subte, Ciudad de Buenos Aires, junio 2018)
En este sentido, la declaración anterior, junto con la Ley 1227 que establece los criterios del patrimonio cultural de la ciudad, constituyen antecedentes jurídicos que plantean el valor social y cultural de la práctica artística callejera para la identidad de la ciudad de Buenos Aires.
Por su parte, desde el año 2015 comenzaron a aparecer pianos eléctricos en algunas estaciones del subte, como Juramento, de la línea D, y Las Heras, de la línea H. Esto responde a una estrategia de marketing que reunió a una tienda de instrumentos musicales (Baires Rocks) y a Yamaha Corporation, conocida marca japonesa, con el objetivo de promover la cultura musical (figura 2). En este caso, la invitación también es a “desconectar” a través de la música, y cualquier pasajero puede detenerse y hacer uso del instrumento. Al igual que con lxs músicxs callejerxs, se plantea un posible intercambio, y se puede compartir en las redes digitales un video del uso del piano. En varias ocasiones, como pasajero y como investigador, he escuchado desde lejos acordes sueltos, melodías tocadas al pasar, y hasta shows improvisados en los que algún músicx se detenía a tocar durante un tiempo. En estos casos, ni el intérprete ni la audiencia casual consideraron que esta performance, si bien disfrutada, deba ser retribuida con dinero.
Esta serie de contradicciones permite arriesgar que lo que molesta no es la práctica musical en sí, sino la fuga de poder que se produce al establecer pautas de organización informales y autogestionadas en el espacio público. Entonces, la reforma del Código Contravencional con estas particularidades constituyó una manera con la que el Estado buscó ordenar la sonoridad del espacio público y, a la vez, ejercer el control sobre un grupo social. El espacio es concebido desde la abstracción profesional (Lefebvre, 2013), es decir, se lo desea formatear para lo que fue diseñado -un lugar de paso y espera-, desarticulando con ello algunas de las prácticas callejeras que convierten estos espacios en lugares habitados. Para ello, se promueve la intervención de las autoridades estatales, y reunir así todas las manifestaciones acústicas bajo el paraguas conceptual del ruido. La búsqueda, a partir de la lucha social, de un nuevo reconocimiento de la práctica musical y laboral que compone la sonoridad subterránea de la ciudad de Buenos Aires constituye una respuesta ante una potencial política de silenciamiento urbano (Hofman y Atanasovski, 2017). Este aspecto, de hecho, remite a las experiencias negativas de algunxs músicxs que fueron expulsados del espacio urbano en otros países europeos y latinoamericanos.
¿Qué implica, entonces, el ruido como forma de control de las expresiones sonoras y musicales en el espacio urbano? Durante una instancia de trabajo de campo, un músico sentenció: “ofrecemos arte, y creo que eso es zona peligrosa, de alguna forma es zona peligrosa para ellos” (Registro de campo, músico de la línea H de subte, ciudad de Buenos Aires, junio 2018). El control o la necesidad de controlar siempre deviene de algo o alguien considerado peligroso, dañino, desajustado, anómalo. Como dice Attali (1995): “el cambio se inscribe en el ruido más rápidamente de lo que tarda en transformar la sociedad” (p. 14). Para él, el ruido contiene en sí la potencia del cambio, de la subversión, del futuro. Es aquí donde subyace el carácter peligroso de la música callejera. No es tanto en su contenido musical, sino en el rol social de lxs músicxs y el sonido en la sociedad.
Attali (1995) lo aclara cuando caracteriza al juglar durante la Edad Media: “su modo de vida itinerante hace de él un personaje poco recomendable, cercano al vagabundo o al ratero” (p. 26). El ruido tiene en sí una dimensión cosmológica que desafía los límites del todo ordenado. Si el control por parte del Estado es efectivo, entonces, estamos ante una reducción del ruido para una institucionalización del silencio (Attali, 1995, p. 15). Al categorizar la música callejera como un potencial ruido, el arte pasa a ser otro sonido no deseado que debe ser controlado, considerando que el ruido es una cuestión de higiene sobre la que el Estado tiene potestad de acción. Sin embargo, a la vez, se está asumiendo el miedo, el temor ante lo que escapa del control, la potencia de un cambio que debe ser rápidamente reprimido.
El ingeniero Horacio Cristiani (2013) desarrolló una investigación donde aplicó distintas variables para la medición de los niveles sonoros del subterráneo porteño. A partir de este estudio, planteó que la contaminación acústica de todas las líneas -con excepción de la línea A, que se modernizó por esos años- se encuentra en un nivel “claramente inaceptable”. En este sentido, lxs músicxs no violan el Código Contravencional ni la ley municipal contra el ruido, pues no emiten sonidos dañinos para la salud o el ambiente. Su práctica es desarrollada en un sector público y en movimiento. No existe una retribución obligatoria por su actuación (Petit y Potenza, 2019a). Se trata de pasajeros que pagan el pasaje que les permite transitar en el subte. ¿Cuán arbitrario podría ser, entonces, considerarlos como productores de ruidos molestos, en convivencia con la sonoridad propia del subterráneo? ¿Cuál es, en suma, el criterio de escucha planteado por el Estado para discernir un ruido de un no-ruido?
Al proscribir legalmente una práctica social y sonora, el efecto buscado es el silenciamiento. En este sentido, a lo largo del siglo XX hubo ruidos que fueron considerados inútiles o innecesarios, actualmente inaudibles en tanto la economía sonora moderna logró eliminarlos de una posible escucha cotidiana (Petit, 2022a). En su trabajo sobre la falta de reconocimiento que históricamente ha sufrido la población afrodescendiente en Argentina, Cirio (2015) señaló cómo durante el siglo XVIII existieron diversos intentos del gobierno colonial por proscribir la música de los negros esclavos. Específicamente, se buscó silenciar la sonoridad del tambor, “quintaesencia identitaria” de los afroargentinos (Cirio, 2015, p. 97), que era la base de bailes considerados indecentes: “unos y otros sabían que el tambor era menos inofensivo de lo que parecía. La trasgresión de su silencio era expresamente condenada. Sin embargo, el tambor siguió y sigue sonando” (Cirio, 2015, p. 98). Estos distintos elementos permiten relativizar las formas que puede adoptar una política de silenciamiento urbano (Hofman y Atanasovski, 2017), entendida aquí como la censura que sufre un sujeto a raíz de sus prácticas sonoras, por parte de un sector social y político, con el objetivo de desterrar un sonido de la escucha urbana.
Proscribir una práctica social reduciéndola a solo una de sus dimensiones, la sonora, implica desconocer la continuidad social y cultural de determinados grupos, su raigambre histórica y el profundo sentido de identidad y patrimonio con los distintos espacios urbanos. En esta línea, si ampliamos la definición de ruido, podemos ver cómo este altera el orden -ambiental, social, político- de la ciudad, donde el monopolio del orden sonoro lo tiene -¿lo tiene?- el Estado. Con respecto a esto, Attali (1995) se ha preguntado:
¿Quién no presiente que hoy el proceso, llevado a su extremo límite, está a punto de hacer del Estado moderno una gigantesca fuente única de emisión de ruido, al mismo tiempo que un centro de escucha general? ¿Escucha de qué? ¿Para hacer callar a quién? (pp. 16-17)
Lo que se busca callar, al parecer, son todas aquellas prácticas que desarticulan e incomodan la escucha del Estado. Pero lo que molesta no es el fragor -en la definición de ruido, estrépito o estruendo que resuena- de las actuaciones callejeras, sino la apropiación material y simbólica del espacio por parte de sujetos que se escapan del control público y hasta impositivo de las ciudades.
Si bien la acción de lxs músicxs callejerxs con respecto al Código Contravencional tuvo repercusiones positivas, la victoria no fue definitiva, ya que tanto el espacio público como el concepto de ruido continúan en disputa. Una vez concluido el debate, el ojo -oído- punitivo se posó sobre lxs músicxs que utilizan amplificadores para desarrollar su actividad, una herramienta fundamental para muchos considerando las condiciones acústicas en que se desenvuelven. El criterio utilizado volvió a ser el ruido físico, a partir de los parámetros establecidos en la Ley 1540/04. En esta línea, quisiera plantear si acaso estamos tan lejos de que el ruido sea utilizado como un medio para gradualmente desprofesionalizar la actividad artística y laboral callejera. Es decir, que se desactive la diversidad de propuestas artísticas callejeras libres y gratuitas, tendientes a brindar acceso popular a una esfera artística de calidad. Y, yendo más lejos, que se devuelva al músico callejero a su estado original de mendigo y artista de segunda clase, que toca en soledad y por unas monedas que le permitan llegar al día siguiente. Esta es también una instancia en la que deberá seguirse la resistencia continua y dinámica de lxs artistas y trabajadores callejerxs frente a los avances del Estado por ordenar el espacio público y silenciar a sus ciudadanos. Porque, como me dijo una pasajera mientras esperábamos el subte E: “Acá con el ruido de los coches, ¿te va a molestar la música?”.
En este texto busqué plasmar una reflexión crítica, desde mi experiencia como antropólogo, sobre las consecuencias sociales que tiene el ruido cuando es manipulado por los sistemas de poder. En las ciudades modernas, el ruido tiene ciertas connotaciones semánticas e implicancias sociales y políticas. En 2018, cuando la música producida por artistas y trabajadores callejerxs de Buenos Aires corrió el riesgo de ser definida como un ruido molesto, el correlato consistía en reducir una práctica social, artística, histórica y pública a su aspecto acústico. Es decir, la música como un sonido no deseado y contaminante, que debe ser medido, controlado y mitigado para asegurar la convivencia ciudadana. De esta inversión semántica (atribuirle al sonido-música las características del sonido-ruido), se abre la posibilidad del Estado de definir lo no deseado y controlarlo por medios legales preexistentes. Por ello, la antropología tiene un importante rol a la hora de identificar estas situaciones protagonizadas por grupos precarizados, marginalizados e históricamente perseguidos. En este caso, propuse situar la música callejera de Buenos Aires en el marco de aquellos estudios que la comprenden como una práctica laboral, social, cultural e histórica que excede lo acústico.
Pero ¿qué es el ruido? ¿Es cualquier fuente acústica cuyo volumen se encuentre por encima de lo planteado por la ley? ¿Qué diferencia, entonces, la materialidad desatendida del subte del músicx callejerx que toca en el andén? Si bien la música puede ser medida en decibeles, ¿puede ser ese el fundamento para silenciar una práctica urbana? Estas preguntas retóricas surgen de analizar las contradicciones de clasificar legalmente la música callejera como un ruido no deseado y, a la vez, de promocionarla como un elemento de la identidad porteña. Siguiendo estas contradicciones, el ruido constituye una excusa para controlar una práctica callejera. Me pregunto, entonces, si los vendedores ambulantes tuvieran algún sonido característico asociado, como lo es la música para el músico, no sería ese el punto de ataque para intervenir esta práctica permanentemente vedada y perseguida por el Estado porteño y sus sistemas de control. ¿Cuáles son los criterios para definir qué es un ruido en la ciudad? Las contradicciones son claras. Los afiches analizados muestran a un músico conectado a un amplificador, al igual que los pianos que se encuentran en las estaciones de subte: justamente aquello que luego de la reforma del Código Contravencional comenzó a ser sancionado.
Para los científicos sociales, principalmente para quienes construimos nuestras investigaciones en diálogo con el campo, el tema del ruido constituye cada vez más un interés. No solo porque se ha instalado en las últimas décadas como un problema ambiental que las ciudades deben combatir y, de hecho, son muchas las disputas vecinales generadas por ruido que han encontrado cauce legal en los últimos años. También, porque el ruido es una categoría que define alteridades. Aquellos, los otros, definidos ambigua e intencionadamente, son quienes producen el ruido que debe ser silenciado. Bajo esta premisa, el sistema de control del Estado se ha posado y ha eliminado gradualmente distintas figuras del espacio público porteño. En definitiva, el ruido constituye una herramienta flexible para beneficio de los sistemas de poder, pues a través de ella es posible identificar y sancionar a grupos marginalizados, que en el fragor de cada salida callejera se escapan del control.
Agradezco al CONICET por la beca doctoral que me permitió desarrollar la investigación que derivó en mi tesis doctoral y el presente artículo. A mi director, Pablo Wright, y a mi esposa, Jesica Carreras, por las lecturas y conversaciones iluminadoras. A Nahuel Potenza por su apoyo y presencia en el trabajo de campo. A las evaluaciones anónimas recibidas, que contribuyeron a una mayor claridad conceptual en el texto. Finalmente, al conjunto Rumbo Subterráneo y todxs lxs demás músicxs callejerxs por dejarme ser parte, aunque sea por un rato, de la escena interna de su valiosa práctica.
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[1] . Elijo usar la letra ‘x’, socialmente aceptada y difundida como parte de un lenguaje más inclusivo, con el fin de dar cuenta de la diversidad de sujetos e identidades que componen la escena de la música callejera contemporánea en Buenos Aires. La ‘x’ puede pronunciarse como ‘e’.
[2] . Conjunto de normas que apunta a regular y sancionar aquellas conductas de los ciudadanos que impliquen un daño o un peligro para terceros. El Código Contravencional de la CABA corresponde a la Ley 1472, con sus sucesivas modificaciones.
[3] . Este tema fue brevemente analizado en una nota escrita y publicada en el fragor del conflicto (Petit y Potenza, 2019b). De allí retomo algunos elementos que deseo problematizar y profundizar en este artículo.
[4] . Porteñx es el gentilicio de los sujetos, espacios e instituciones de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la metrópolis más poblada y transitada diariamente de Argentina.
[5] . Esta cuestión fue ampliamente abordada en Petit y Potenza (2019a). Sin embargo, considerando que es central para este trabajo, cabe precisar que lo laboral recae en que, a través de esta actividad, lxs músicxs generan un sustento económico que la convierte en su principal medio de trabajo.
[7] . El mapa de ruido más reciente fue publicado en 2018 y puede consultarse en https://epok.buenosaires.gob.ar/pub/mapa/apra/medicion_de_ruido/
[8] . Ley que, junto con el Decreto Reglamentario 740/07, establece los parámetros para prevenir, controlar, regular y corregir la producción de ruido en el municipio de la ciudad de Buenos Aires.
[10] . Si bien el uso de estos campanarios en la actualidad cotidiana es esporádico, las 53 campanas de nueve edificios históricos de la ciudad han sido las protagonistas de varios conciertos dirigidos por el compositor y campanero valenciano Llorenç Barber. El primero fue en 1998, y se encuentra registrado en un documento audiovisual: https://www.youtube.com/watch?v=_4G9yRmpVkA. Algunos documentos gráficos al respecto se encuentran en http://campaners.com/php/fonedor.php?numer=1541
[11] . Un registro audiovisual de su espectáculo se encuentra en https://www.youtube.com/watch?v=ZwFykR_Timg
[12] . El trabajo que aquí referencio es un ensayo sonoro y audible que da cuenta de la diversidad de estilos musicales que pueden oírse en un recorrido por los espacios subterráneos de la ciudad.
[14] . Las comunas son un tipo de subdivisión política y administrativa que rige en la ciudad desde el año 2005. En Buenos Aires hay 15 comunas, y cada una de ellas comprende varios barrios. De allí la complejidad para solicitar tantos permisos en una actividad tan dispersa.
[15] . Esto me fue comunicado por uno de los referentes de TCA, con quien mantengo un contacto recurrente tras haberlo conocido en mi trabajo de campo en Buenos Aires.
[16] . Julieta Infantino (2021, p. 22), antropóloga que hace varios años trabaja en torno a colectivos de artistas callejeros, elaboró en un trabajo un listado de varias de las organizaciones culturales que participaron de los reclamos: Cámara de Clubes de Música en Vivo (Clumvi); Cultura Unida; Movimiento de Espacios Culturales y Artísticos (MECA); Sociedad Argentina de Músicos (Sadem); Circo Abierto; Frente de Artistas Ambulantes Organizados; Espacios Escénicos Autónomos (Escena); Trabajadorxs Feministas de Espacios Culturales; Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans (Fiera); y Abogados Culturales.