Hugo E. Ratier*
El antropólogo Hugo Ratier falleció el 22 de septiembre de 2021. Ha sido una de las figuras más destacadas del campo antropológico argentino. Formó parte de las primeras generaciones de estudiantes de la carrera de antropología de la Universidad de Buenos Aires allá por los primeros sesentas, quienes contribuyeron a dar forma a la antropología social en nuestro país. Se integró tempranamente a la Dirección de Extensión Universitaria de la Universidad de Buenos Aires. En este ámbito, llevó adelante uno de los mejores programas de vinculación entre universidad-comunidad entre 1956 y 1966: Hugo primero se abocó al plan de reactivación de bibliotecas populares en pleno auge del folklore y luego se sumó a la tarea del centro de salud de Isla Maciel (Dock Sud-Avellaneda) para reconstruir las migraciones de la población del pueblo correntino de Empedrado hacia la periferia metropolitana. A partir de esas experiencias, escribió tres obras fundamentales para el debate intelectual, político y social argentino: “Villeros y Villas Miseria”, “El Cabecita Negra” y “La Medicina Popular”. En el año 1973 tuvo un papel destacado en la renovación de los programas de estudio de la antropología en la Universidad de Buenos Aires; además, participó de la creación de la carrera de antropología en la entonces Facultad Provincial de Mar del Plata y de proyectos de vivienda popular propiciados por la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UBA. Con el advenimiento del golpe de estado cívico-militar de 1976, se exilió en Brasil donde prosiguió con su vida académica a través del estudio de migraciones y campesinado. A su regreso al país, en 1985, se desempeñó de manera continuada como investigador y profesor de la Universidad de Buenos Aires y tuvo una participación central en la creación y consolidación de la carrera de antropología en la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires. Durante los últimos treinta años y hasta su muerte se dedicó de manera apasionada al estudio de los pueblos rurales, etapa en la que diseñó creativamente trabajos de campo que albergaran a estudiantes de antropología de distintas instituciones del país.
A pocas semanas de su fallecimiento, la Revista Cuadernos de Antropología Social tiene el honor de publicar un texto inédito de Hugo Ratier, cuya redacción concluyó el 24 de diciembre de 2020. Agradecemos profundamente a Ricardo Abduca por confiarnos esta maravillosa pieza antropológica y literaria para su difusión y a Adriana Stagnaro, pareja de Hugo, por su calidez y entusiasmo para que esta publicación sea posible. Extendemos nuestra gratitud a Fernando Balbi por su cuidadosa y amorosa lectura y edición del texto original.
Las editoras
El 31 de diciembre de 2020 Hugo Ratier me remitió esta hermosa etnografía. Diciéndome, con generoso exceso: “…esto es un poco tu culpa, por lo que dijiste en el prólogo sobre mi experiencia del Delta.1 Se me ocurrió ver qué tanto me acordaba, y fue bastante. Le agregué, aunque no debía, una zambita que compuse alguna vez, sacable por completo. El resultado fue un texto etnográfico a décadas [de] distancia. Ahora no sé qué hacer con él, salvo pasárselo a los amigos. La duda es si publicarlo en algún lado. Por cierto no pienso agregarle bibliografía, no cabe”.
Tampoco cabe duda de que este texto tiene que ser publicado.2 La descripción viva muestra la impronta de esa experiencia juvenil, que es puesta por escrito setenta años después. Revelando con qué experiencias alguien se hace etnógrafo.
El trabajo no es un borrador; muestra una escritura cuidada y aparece concluido y fechado. Por suerte podemos leerlo.
La letra de la zamba, (¿habrá tenido música?) es anterior a la redacción etnográfica. Es justo que las dos se impriman juntas, pues así fue como él las hizo circular. Y porque es otra muestra del lugar de enunciación de la obra de Hugo: una producción académica que a la vez es parte de la cultura popular argentina.
Ricardo G. Abduca
Profesor Asociado Regular, Instituto de Investigaciones en Diversidad Cultural y Procesos de Cambio. Universidad Nacional de Río Negro, Sede Andina, Bariloche.Correo electrónico: rabduca@unrn.edu.ar
Hugo E. Ratier
Siguiendo una clasificación de Marcelo Bórmida, voy a intentar recordar lo que fue mi experiencia de vida allá por mis 14 años cuando viví tres meses en una isla del Delta del Paraná, absolutamente integrado con una familia nativa al punto que los de afuera creían que yo era un integrante más.
No era antropólogo ni pensaba serlo, pero creo que fue la experiencia más antropológica de mi vida.
Así clasificábamos los dos espacios que los turistas llamaban el Tigre y el Delta. Llegué a la Isla con mi tío Arnaldo y su hijo Roberto o Robertito un par de años menor que yo. El tío era fanático del Delta, y lo enfrentaba con una pequeña lancha llamada Pepita. Se había estacionado en un terreno cercano a una familia de isleros, con los que trabó amistad. Luego construyó una casa en palafita, a la que llamaba “el rancho” pero que era mucho más que eso. Más adelante se enemistaría con los isleños que lo acusaban de querer robarle las tierras. Eso bastante después de lo que quiero contar ahora.
Sería hacia 1948 y el tío nos propuso pasar una temporada larga con la familia Moreno. Estuvimos los tres meses de vacaciones. Mis padres no estaban muy seguros de que soportara la experiencia. Propusieron una semana de prueba junto con mi primo. Tengo una muy vívida visión de cuando concluyó esa semana y mis padres vinieron a ver cómo me había ido. Yo me agarré al borde de una embarcación navegando hacia ellos. Estaba dorado por el sol, hasta me sentía fuerte. Les hice señas, muy sonriente. Los vi hasta asombrados de mi buen talante. Allí les dije que me quedaba, que la estaba pasando bien.
El Delta era una rareza en los fondos de Buenos Aires. Único. Un mundo fluvial, embarcado sobre ríos y arroyos. Allí no se caminaba, se navegaba. Ni parecido al resto de la región pampeana.
Los Moreno eran un matrimonio y catorce hijos. Don Miguel, entrerriano, fue bajando desde su tierra natal hasta afincarse en el arroyo La Rinconada, cercano al Paraná de las Palmas y al Canal Honda. Su mujer, doña Jacinta, le dio muchos hijos. No sé si los recuerdo a todos. El Chino, el mayor de los varones, Miguelito, de nuestra edad, Rodolfo, más chico, muy moreno, y algún otro chico. Entre las mujeres Dora, la mayor, partió tempranamente hacia tierra para trabajar en servicio doméstico. Alicia era la más rubiona de todas, cerca de los 30 tal vez, y una morena de largas trenzas Erminda. Después las más chicas, Pelusa, 10 años tal vez, muy hermosa, dorada y enrubiecida por el sol, Cata, 3 o 4 años, que se me pegó cariñosamente. Las chiquitas como que nos disputaban cariños y mimos. Las hermanas mayores cuidaban a los más chicos.
Eran tiempos de pleno empleo, en el primer peronismo, y todos trabajaban en alguna changa: endicamientos, zanjas, construcciones vinculadas a los turistas con casas y muelles en la zona. Pero el trabajo principal de la familia era cazador-recolector. Cazaban nutrias y carpinchos, las primeras con trampas y los carpinchos linterneando de noche, con escopetas. Vendían los cueros. Lo más frecuente y rendidor de sus actividades era el corte, preparación y venta de mazos de junco. Se hacía en las playas del Paraná de las Palmas en especial en bajamar, como llamaban a la bajante del río.
Se pescaba también, en especial con espineles que se tendían en las orillas, atados a ramas. Había bagres, bogas, dorados, surubíes. Pero la familia prefería la carne vacuna que se compraba en la lancha carnicera o en la lancha colectiva que pasaba diariamente por allí. No consumían mucha leche y a menudo desayunábamos con avena diluida en agua. El pan también llegaba vía lancha. No recuerdo muchas compras a la lancha almacenera o panadera, pero debía haberlas.
En mi larga permanencia solía vestir un mameluco azul. Siempre. Con él me tiraba al agua y luego se secaba al sol. Me bañaba en el río, con jabón. Andábamos en muchas tareas y dormíamos todos juntos en la cocina, habitación amplia. Se tiraban mazos de junco en el piso y sobre ellos una lona. Nos acostábamos en montón. Bromeábamos. Si entraba algún gato, lo agarrábamos y lo tirábamos a los compañeros. Al despertarnos íbamos hacia el muelle y, bajando la escalera hasta el agua, nos lavábamos.
Se filtraba el agua en un filtro de piedra con un agujerito abajo por donde pasaba el líquido que se recogía en un recipiente. Pero a menudo bebíamos agua del río, en especial cuando remábamos. La cocina era económica, de hierro, y había un horno de barro del cual -recuerdo- salió una vez un delicioso carpincho bien adobado.
El lugar dependía del municipio de San Fernando, de donde salía la lancha colectiva llamada Delta Blanca. Yo, personalmente, siempre vine de Tigre en la Miss Delta, Interisleña. El viaje duraba más de una hora, tal vez dos, hasta el muelle Felicitas, el más cercano a nuestra casa (voy a llamarla nuestra para asimilarme al grupo).
Tomar la lancha colectiva era algo especial para los nativos. Había un conductor de la embarcación y uno o dos jóvenes llamados marineros. Solíamos conocerlos y a menudo subíamos al techo de la lancha para charlar con ellos. Nos facilitaban la colocación de equipajes en el techo y a veces los ayudábamos en el amarre de la lancha a los distintos muelles y en ayudar al desembarco y embarco de pasajeros, a los que se les daba la mano.
Era común que caminaran por los bordes de la lancha, afuera, en eso que se llamaba botazos. Por ahí iban hacia el conductor o hacia los muelles. Detalle: andábamos descalzos casi siempre. No en la lancha, claro. Cuando llegábamos a destino, desde donde nos esperaba una canoa, nos sacábamos el calzado y arremangábamos los pantalones para no mojarlos.
Los Moreno nos mandaban una canoa. Con ella encarábamos lo que llamábamos la zanja, en verdad un canal que comunicaba las inmediaciones del muelle de Canal Honda con nuestro arroyo. A veces la zanja no tenía agua suficiente. En ese caso el remero bajaba y empujaba la canoa por la popa. A veces la arrastraba en seco. Si la navegación era imposible, había que encarar la ruta al Paraná de las Palmas, mucho más lejana y con cierto oleaje y corrientes en contra.
En la zanja abundaban las arañas y sus telarañas, que molestaban. A veces poníamos un remo parado en la proa para irlas cortando mientras navegábamos. Llegados al arroyo todo era más fácil.
Detalle sobre los pies: los de los isleros eran duros, como callosos. Por ejemplo Erminda que pisó un carretel con una aguja encajada hacia arriba. Rompió la aguja y la planta del pie quedó intacta. Ellos cuando empujaban a botador caminaban agarrados por el borde de la embarcación. Sus dedos eran prénsiles. Se reían de mis pies, como cabeza e´tortuga. Ellos podían contar separando uno a uno los dedos de los pies.
Había prácticamente un viaje diario hacia el muelle Felicitas, de Canal Honda, para buscar mercadería. Comestibles, pilas para linterna (llamadas elementos, se hablaba de linternas con hasta 8 elementos, buenas para cazar). Lo más pesado eran las baterías de automóvil encajadas en una caja de madera con manija. Eran fundamentales para escuchar la radio, único medio asequible en la isla. Pesaban mucho.
Con el tiempo yo iba remando hasta el muelle. El remar se llamaba dar. Había tres modos: darle a remo, con los dos; darle a pala, con un solo remo, y darle a singue, también con un solo remo, desde la popa y girando el remo en ocho. Venía del inglés single. Sin remos, se le daba a botador, con un palo que trabajaba en el fondo o en las costas. No siempre había remos a mano, y se utilizaba cualquier madero que hiciera las veces.
Mi primo Roberto trataba de hacerme quedar mal con los Moreno. Para guardar su lugar de experto en isla, con algo de rivalidad fomentado por sus padres que me consideraban modelo, frente a los problemas de Roberto para concluir la escuela. Era falso: yo no era modelo, también me costó bastante el secundario pero los tíos pensaban que no.
Un día que íbamos con la canoa, me hizo bajar en una orilla y se marchó, abandonándome, riéndose de mi situación. Los muchachos me rescataron.
Cierta vez discutíamos (y competíamos) sobre los lugares que conocía cada uno en el país. Él me dijo: ¿conocés debajo de la casa? O sea bajo los postes de la palafita, lleno de objetos varios. Dije que no, y señalándome a los circunstantes exclamó ¿Ven? ¡Ni debajo de la casa conoce! Hubo mucha risa.
En un comienzo yo acompañaba a los muchachos en sus viajes fluviales, por ejemplo para ir al almacén. Un día que volvíamos de allí a la casa, en plena Canal Honda (una avenida para nosotros, con tráfico de lanchas y barcos) mis compañeros largaron los remos, se tiraron en el fondo de la canoa, y me anunciaron:
No tuve más remedio que sentarme en la bancada y remar. No me dieron la menor indicación ni corrigieron lo que yo hacía. Fue mi bautismo de río. Algo que me resultaba difícil era el darle a pala. Se remaba con un solo remo y la canoa no se descolocaba, iba derecha. Uno tendía a remar primero de un lado, levantar el remo y darle del otro. Los isleros no.
En general yo llegué a ir todos los días hasta el Felicitas. Una hora de remo ida, y otra de vuelta. Me salieron callos en las manos, en las falanges, que conservé mucho tiempo después, ya fuera de la isla.
Teníamos vecinos. Don Miguel el Canario, oriundo de las islas Canarias fuera de la ruta hacia el almacén. Y el Vasco Navarro, vasco de esa región española. Nosotros lo creíamos apellido. Navarro nos paraba casi siempre en nuestro camino a Canal Honda, para pedirnos que le trajéramos cosas y a veces que le lleváramos las pesadas baterías para recargarlas. Esos favores se devolvían si el Vasco pasaba hacia otro lado.
El arroyo que conducía hasta la Zanja era estrecho. En alguna época del año era invadido por camalotes, planta acuática que dificultaba pasar. Teníamos que cortarlas a machete. El paisaje con muchos árboles y los camalotes en flor era hermoso. A ello se unía la sorpresa de una blanquísima garza elevándose de golpe. La Zanja estaba bordeada de casuarinas. Yo, si no se pasaba por la Zanja por la poca agua, si no bastaba con empujar la canoa y superar el barro, volvía atrás. Nunca usé la ruta del Paraná de las Palmas, no me animaba.
Miguelito iba a menudo a buscar gente al muelle Felicitas para llevarla a la casa. Cargaba la canoa al máximo con equipaje y pasajeros, se acuclillaba en la popa y remaba a pala. También se bajaba si hacía falta empujar. Yo nunca adquirí el equilibrio que los isleros mantenían sobre las embarcaciones. Caminaban sin problemas acomodándose al balanceo del oleaje. Yo tenía que agacharme y agarrarme de los bordes de la embarcación.
Embarcaciones mayores encaraban la Zanja, siempre que hubiera agua suficiente para circular. Recuerdo una vez en que yo volvía del almacén, giré en el muelle Felicitas buscando la zanja y encontré el camino tapado por un barco grande. Me arrimé. Ellos tomaban mate y charlamos.
Ahí observaban la corriente y calculaban cuanto tardaría. Expertos en los movimientos del río. Creo que yo pasé antes que ellos. Me impresionó su sujeción tranquila al movimiento de la naturaleza.
Después de transitar por arroyos estrechos, el muelle Felicitas nos conectaba con la civilización. Era blanco, sólido, muy bien construido. Remábamos entonces hacia la derecha por Canal Honda, rumbo al destino comercial que llamábamos el almacén. Los turistas lo llamaban El Recreo. Se llamaba El Fondeadero, y pasaban alojados allí los fines de semana. Nosotros solo con mi tío ocupamos una vez una de las habitaciones, en tiempo de inundación, y el agua nos invadió. Las frazadas chorreaban agua.
El dueño del almacén era don Lilo, italiano, y lo ayudaba un hijo de unos 30 años. El local adonde acudíamos era un típico almacén rural de ramos generales, con herramientas, algunos muebles, rollos de alambre, altas estanterías con mercadería y muchas bolsas con arroz, harina, legumbres. Creo que tenían un surtidor también que no noté, vinculados que estábamos a la tracción a sangre.
Traíamos una larga lista de pedidos que el hijo del dueño iba satisfaciendo sin ningún apuro. Nosotros tampoco lo teníamos. Nos sentábamos sobre las bolsas, bebíamos una ginebra y mirábamos. Quietos. Examinábamos a los turistas que entraban y circulaban con vestimentas algo exóticas para nosotros.
Recuerdo una señora que se me acercó y me preguntó:
- ¿Vas a la escuela, querido? ¿A qué escuela vas? - A la del Arroyón -repuse, mencionando a la que cursaron mis amigos. Yo iba a segundo año del secundario.
Ellos contenían la risa. A mi me gustó para comprobar cómo me había integrado al ambiente. Plena observación participante.
Completados los encargos y cargada la canoa, regresamos a casa. Ahí fue que largamos las risas contenidas. ¿Viste al gordo ese? ¿Y a la vieja de verde? Eso me sirvió para entender la actitud del nativo frente al otro cultural. Lo que muchas veces decimos como el paisano es serio, reservado, no se manifiesta. Frente a nosotros los de afuera, digamos. El sentido del humor se reserva para momentos de intimidad.
En una ocasión vinieron un grupo de chicos a visitar a los Moreno, y anduvimos con ellos por la isla. Llegamos a un montecito de frutales. Creo que eran ciruelas. El dato sirve para verificar que algo se plantaba en ese núcleo cazador-recolector. Eso y algunos canteritos de verduras a cargo de las chicas, no demasiado cuidados. En la isla probé por primera vez la llamada chaucha de metro.
Los chicos se animaron a arrancar y comer algunas frutas.
- ¿Tu vieja no se enoja? -me preguntó uno. Evidentemente me integraba a los hijos de doña Jacinta. - No -repuse asumiendo la familia.
Lo recuerdo porque siempre ese era mi deseo. Avances hacia una antropología que todavia no ejercía. ¿O si?
También con mi primo Roberto, años antes, viajamos a Córdoba. ¿Once años tal vez? Allí Roberto se hizo amigo y andaba con unos chicos que alquilaban burros. Nativos de esa Santa Rosa de Calamuchita, dueños de la tonada esdrújula. Ellos también se reían de su clientela turística, y nosotros con ellos. Se llamaban los Bertaina. Le debo bastante a Roberto en esa orientación etnográfica. Cabe acotar que Roberto, porteño, adoptó la tonada cordobesa y prácticamente se hizo cordobés.
De ahí me quedó la costumbre de inclinarme hacia los de abajo.
De vez en cuando se cazaba. Íbamos de noche, en la canoa, remando silenciosamente, con escopetas. Lo fundamental era una gran linterna, de muchas pilas o elementos, que alumbraba como un reflector. Estábamos con las orejas atentas al ruido que provocaban los carpinchos entre la maleza, en general los juncos. Los muchachos sabían imitar el sonido que emiten esos animales. Creo que para ubicar a las hembras. Cuando se escuchaba caminar a un animal, se preparaban las armas y la linterna. Al tenerlo cerca se la encendía y se lo encandilaba. Eso se llamaba linternear. Entonces se disparaba. Luego imagino que se completaba la tarea degollando a la presa.
El cuero del carpincho tenía muy buen precio y su carne, bien preparada, era deliciosa. Recordaba al cerdo.
En especial, se cortaba junco. Al que los locales llamaban unco. Trabajábamos con hoces, pero más frecuentemente con los llamados cortadores, un mango de madera y una pieza de metal cortante adosada a él. Antes de salir se los afilaba bien con una piedra ad-hoc.
El momento especial era cuando el río estaba bajo, lo que se llamaba bajamar. Ahí se destapaban las matas de junco verde. Había tipos de junco, renoval, resacal y otros que no recuerdo, según su grado de madurez.
La familia toda se desplazaba hacia lo que se llamaba la playa. Los Moreno preparaban la más grande de sus canoas, a motor, que se llamaba Talan-talan, abreviada como la Talan. Tenía nada menos que un motor de Ford-Te (1920?). Creo que se agregaban algunas canoas remeras a remolque. Al llegar, la gente se desparramaba por las matas y empezaban a cortar. Eso requería habilidad. Con la mano izquierda se juntaban los tallos de junco, los más posibles, y con la derecha armada de hoz o cortador, se cortaban los tallos. Cuando se alcanzaba cierto tamaño, se ataba el conjunto con una atadura de junco. Eso constituía un mazo. Se lo llevaba hasta la canoa donde se lo estibaba prolijamente. Había embarcaciones mayores, las chatas, con mucha mayor capacidad de carga. A veces se las alquilaba para aumentar la pila de mazos.
Un peligro presente en la playa eran las rayas que nadaban ocultas pegadas al fondo. El llamado flechazo de sus colas dañaba mucho. Se trataba de matarlas con un golpe de hoz o cortador.
Don Miguel Moreno nos pagaba un peso por mazo. A toda la familia. Yo, inútil para esa tarea de corte y amarrado, solo conseguí una vez un peso.
Cargadas al máximo las embarcaciones partíamos todos rumbo a la playa de secado, un terreno despejado en alguna isla. Ahí imagino que se hacía la primera contabilidad. Se descargaba, se deshacían los mazos y se extendía el junco verde sobre la playa. Allí había de permanecer secándose al sol hasta ponerse amarillo. No conozco al detalle lo que seguía, como se embalaba de nuevo el junco y se lo cargaba en chatas. Ahí no servían las embarcaciones menores pues la mercadería debía llegar al puerto de Tigre. Era muy usado el junco para tejer canastos y armar esterillado de bancos o sillas. Años después su uso decayó y se plantó formio.
Lo que sí recuerdo es que había guitarras, música y mucha alegría a la vuelta del corte.
Había todo un entramado comercial entre los recolectores y los transportistas del junco, que cobraban lo suyo. No sé nada de eso. Yo fui solo cortador, y no muy bueno.
Al atardecer, siempre, el aire se llenaba de mosquitos ávidos de chupar nuestra sangre. Yo, a instancias de mi madre, había llevado citronela, repelente casi desconocido, pues no había otros. Llegada la hora nos guarecíamos dentro de casa. Había algunas ventanas con rejillas. Ante las picaduras procedíamos a rascarnos con entusiasmo. Había espirales pero se las cortaba en pedacitos y se encendían en las habitaciones de noche. No duraban mucho.
Afuera, si había que hacer algo, se encendía un montón de resaca -basura vegetal que traía el río- lo que generaba un humo espeso que algo espantaba a los mosquitos. Y a uno.
No teníamos luz eléctrica y nos alumbrábamos con faroles a kerosén, los llamados Petromax. Yo no era muy hábil para alcanzar la mecha y prender el artefacto por lo que, un día que estaba en la casa de mi tío, tomé la canoa y fui a lo de los Moreno para que me ayudaran. Lo hicieron. Puse el farol encendido en la popa de la canoa y remé. La luz atrajo a una feroz mosquitada que me picaba ávida la espalda. No tenía más remedio que seguir remando, incentivado por los bichitos. Fue infernal. Nunca más con una luz a la hora de los mosquitos.
Creo que los isleros tienen cierta inmunidad a las picaduras. Se rascaban y ya.
La radio era el único medio al exterior. No se escuchaban las grandes cadenas nacionales, las redes de Belgrano, El Mundo y Splendid. Casi en el extremo izquierdo del dial estaba Radio del Pueblo dedicada por completo a las clases populares. Tenía un escuchadísimo radioteatro de temas gauchescos que los Moreno seguían fielmente. En cierto momento sus episodios teatralizados eran montados en pueblos del interior. En nuestro caso en un teatro de Tigre. Se esperaba con ansiedad ese momento.
Las mujeres, en general, montaban sus canoas y, a remolque de una embarcación a motor, muy emperifolladas, navegaban hacia el teatro. Era conmovedor ver la larga fila encarando hacia el pueblo. A veces varones también. Una vez contaban conmovidos que apareció un caballo en escena.
La música para bailar también dependía del receptor. No recuerdo si había otro tipo de aparato al efecto.
Pero se tocaba música también, y se cantaba. Miguelito fue creciendo como guitarrista. Era la época de auge del folklore y todos sabíamos las letras. Si bien aquí me centro en mi primera estada en el delta, volví muchas veces después.
Venían guitarreros a tocar con él, como que tenía fama. Los recuerdo afinando las cuerdas, tocando los tonos con el otro y de repente decir: Lágrimas y sonrisas. y arrancaba con el valsecito. Hubo acordeonas también, creo.
Había un gran patio de tierra, que se barría, bordeando algunos árboles. La casa estaba al borde de ese patio, y allí almorzábamos con mesas y sillas. Recuerdo que me divertía sentarme en la galería de la casa y ver jugar a los gatitos. Un espectáculo. Por ahí andaba los perros también, en especial Gol, gran cazador.
En ese patio había bancos largos de madera donde nos sentábamos. También se jugaba al fútbol allí.
Don Miguel manejaba una disciplina especial. No les pegaba a los chicos, salvo cuando ponían algo en peligro. Le pegó a uno de ellos porque rompió un palo del muelle, y le hizo reparar la rotura. Otra vez, creo que fue Miguelito, a modo de chiste le disparó en la cabeza a su hermano Chino con un rifle de aire comprimido. El balín no lastimaba mucho, pero dolió. Ahí el padre lo castigó.
Había romances. El Negro Luis, hijo de Miguel el canario, se enamoró de la rubia Alicia. Hacían romance medio escondidos. Por fin, practicaron el matrimonio por rapto. Se embarcaron y fugaron.
Producido el hecho, don Miguel y alguno de los hijos armados con escopetas partieron en busca de los fugados. Parecía que sabían donde estaban. Ubicados, los apuntaron con las escopetas y los regresaron a la casa (o “las casas”, como se les decía). A punta de escopeta los regresaron a su pago, y formalizaron la pareja. No recuerdo si se casaron formalmente.
No recuerdo tampoco si fue en esa ocasión cuando practicaron una minga techera. Se juntaron un montón de amigos y construyeron un rancho sobre pilotes para la nueva pareja. Elegían un buen lugar, cortaban troncos y usaban clavos y alambres. Se construía en tiempo record y se festejaba el final de la construcción con comidas y bebidas. En esos momentos los terrenos eran libres, supongo que tierras fiscales.
Volví muchas veces. Cantaba con ellos folklore, tangos y valsecitos criollos. Me querían o nos queríamos. Cuando les conté que estudiaba antropología por cierto no lo entendieron bien. Traté de conectarlos con el folklore.
Pero se fueron yendo a tierra, abandonando la casa, el patio y los muelles. Yo iba a veces a casa de mi tío Arnaldo. Los Moreno encontraron trabajo en tierra.
Chino, el mayor, aguantó bastante. Se iba quedando. Como me dijo a mí en la Isla aguantaba. Aunque sea tiraba un anzuelo y sacaba algún pescado. No faltaba comida.
Una de esas veces vi la canoa de don Miguel. Estaba solo, con espineles y una escopeta, vivía como sin rumbo. Me hizo señas, arrimamos las dos canoas y charlamos. No sé donde vivía en esos vagabundeos solitarios.
Me contó que toda su familia estaba en la zona de Tigre. No recuerdo exactamente dónde, pero a la orilla de un curso de agua. Él no aguantaba evadir el arroyo, no podía vivir fuera del agua. Subía a la canoa, cargaba algunas cosas, y regresaba a su pago. Estaba días, no sé donde dormiría, pero navegaba semanas por su viejo terruño.
Eso fue todo. No los vi más. La Isla se iba despoblando de nativos y llenándose de turistas y casas coquetas. Había gente que explotaba montes de sauce y otras explotaciones. Pero nada que ver con mis amigos isleros.
Buenos Aires, 24 de diciembre de 2020.
La palabra bajamar siempre me impresionó aludiendo a lo fluvial. Armé esta zambita, entonces, recordando el corte de junco y la forma de hablar de mis amigos.
Vámonos para la playa
que es tiempo de bajamar
afilen hoces muchachos
que hoy salimos a cortar
Mi islera me está esperando
ayá' juera la he de hallar
cinturita de unco verde
florcita del Paraná.
No se olviden las guitarras
porque me quiero cantar
una zambita en la noche
cuando vuelva de cortar
que así somos los unqueros
del delta del Paraná
Qué bonita está la playa
lindas se ven las canoas
levantando marejada
con el filo de la proa
Al agua pronto muchachos
a meternos en las matas
que hay que juntar muchos mazos
antes de dir pa´las casas
Y cuando salga la luna
yo quiero verla brillar
para cantar con mi negra
la zamba del Paraná
La que cantan los unqueros
cuando vuelven de cortar
[1] . Se refiere a Ratier, Hugo E., 2018: Antropología rural argentina, Buenos Aires, Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, pp. 11-24. http://publicaciones.filo.uba.ar/antropolog%C3%ADa-rural-argentina-tomo-i