0000-0003-2300-6563 Isabelle Coutant[1][*]
La Maison de Justice1 de Montverny, un municipio popular de la región parisina, está situada en un departamento de cuatro ambientes, en la planta baja de un edificio, en la entrada de un barrio “difícil”. Todos los miércoles a la tarde, un/a delegado/a del procurador recibe a los adolescentes que cometieron un delito por primera vez (es decir, desconocidos para los servicios de la policía y de la justicia), junto con sus padres y, llegado el caso, sus víctimas. Las audiencias tienen lugar cada media hora. El delegado procede a recordarles sus obligaciones ante la ley o a mediar, antes de anunciar la propuesta de la falta de mérito o bien su presentación ante el tribunal. No hay ni toga, ni decorado, ni abogados. La tarea del delegado es intentar que el joven comprenda lo que se le recrimina y que se comprometa a no repetirlo, e incluso a “enmendar” el hecho. Los delegados del procurador en general son exmagistrados, policías, gendarmes, abogados, educadores habilitados por los magistrados, a quienes se les paga por cada intervención.
La señora Colin quien antes ejercía como abogada, trabaja ahora como delegada en tres Maisons de Justice del municipio. Aquel día trabajó en ocho expedientes: un adolescente convocado por “violencias” en el ámbito educativo, otro por haber insultado a una docente, otro por posesión de una pequeña cantidad de cannabis, tres adolescentes citados por cometer daños (como grafitis en una pared de su municipio), dos por el robo de una calculadora en la vitrina de un supermercado, un menor por portación de armas (una navaja mariposa), otro por su ausentismo escolar, y el último por extorsión. La semana anterior, también se habían presentado varios casos de robo, violencia y daños, y un adolescente fue interpelado por conducir sin registro, y otro por intrusión en un establecimiento escolar. Eran principalmente varones, en su mayoría de medios sociales modestos. La mayor parte de estos chicos vive en condominios de viviendas sociales2 de los municipios aledaños, y otra parte -cuyos padres pertenecen más bien a las fracciones superiores de las clases populares, incluso a la clase media baja- vive en barrios de viviendas unifamiliares. Los registros elaborados durante los meses anteriores -esto es, entre enero y marzo de 1999- ofrecen un panorama más claro de la composición social del público: en el 16% de los casos no se menciona el estatuto del padre y esto se debe a su fallecimiento o al abandono del hogar; el 12% de los padres está sin empleo; al 40% de los padres se los puede vincular con la franja superior de las clases populares; y al 10%, a las profesiones intermedias. En el 40% de los casos, las madres no tienen actividad alguna. Y cuando trabajan, en su mayoría son empleadas, especialmente en el sector dedicado a los servicios particulares. En el 25% de los casos, el niño no vive con sus dos padres. Un tercio de las familias se componen de cinco o más niños (esencialmente familias magrebíes o africanas). Si nos remitimos a los apellidos, los niños “provenientes de la inmigración” y los franceses “de origen”, uno y otro representan alrededor de la mitad de esta muestra.
La delegada comenta su jornada, pensativa luego de la conversación que acaba de tener con el joven convocado por portación de armas: “Con frecuencia, lo que resulta difícil en la Maison de Justice es que todos estos chicos nos dicen: ‘Pero usted no puede entender porque no viene de nuestro mundo.’ Y esto, responder a esto, no es fácil. Porque tienen razón”.
Alude también a las observaciones de otros adolescentes, interpelados por portar bombas lacrimógenas, y que parecen haber desestabilizado su propio sistema de valores: “A menudo lo que me dicen es: ‘Usted no puede entender, no utiliza el transporte público, no vive donde nosotros vivimos.’ Y es verdad que no puedo comprender”. También se pregunta sobre lo que se pone en juego en el marco de ultrajes a las fuerzas del orden: cuando los jóvenes evocan los incesantes controles policiales de los que son objeto, y refieren el enojo y la humillación que a veces les provoca, suele quedarse sin argumentos y dudar de la legitimidad y el alcance de su discurso. Se encuentra así en la disyuntiva entre una concepción puramente técnica de la justicia (administrar justicia) y una concepción más social que contemple las condiciones de vida de los adolescentes: en un contexto de creciente intolerancia hacia los delitos menores, para adoptar una postura, ella se ve obligada a cuestionar su propia ética y preguntarse sobre la manera correcta de intervenir.
Sin lugar a dudas, los años 1990 y 2000 marcan un cambio en Francia: mientras que desde la Ordenanza de 1945,3 los jóvenes delincuentes también eran considerados como jóvenes “en peligro”, la economía moral4 contemporánea en torno a este tema reactiva en parte valores y representaciones heredados del siglo XIX, por lo que cada vez más se percibe a los jóvenes bajo la única perspectiva del peligro que representan. Los discursos y las políticas que se les destinan se refieren a una filosofía individualista, fundamento ideológico de esta economía moral. El individuo es libre, responsable de sus actos, él razona en términos de costo-beneficio, como el actor económico racional de la teoría liberal. Para reducir la delincuencia, es necesario aumentar su costo, de ahí el endurecimiento de las políticas represivas hacia los jóvenes en el transcurso de ese período. El léxico que se despliega en el espacio público alrededor del “civismo” a veces se acompaña de una representación de la juventud popular como radicalmente “otra”, sin educación, sin referencias: es posible preguntarse si la connotación moral que la rodea no autoriza los comentarios sobre los “salvajes” o la “escoria”, palabras que utilizaron algunos políticos por ese entonces, así como la representación de las violencias juveniles como violencias puramente “gratuitas”.
Uno de los objetivos de la investigación que acá se presenta fue comprender las causas de esta creciente intolerancia. El dispositivo que ofrecieron las audiencias para adolescentes en las Maisons de Justice permitía responder a esta cuestión sobre la base de una etnografía, y a partir de la recomposición de un espacio de los puntos de vista (Bourdieu, 1993a). Desde enero a junio de 2001, observé en total alrededor de sesenta audiencias, consulté expedientes, así como también informes realizados por los educadores, y tuve entrevistas con profesionales y con justiciables (víctimas y familias de adolescentes imputados). Las audiencias en las Maisons de Justice pueden comprenderse como una forma de traducción de esta economía moral “en actos”. Menos formales que en los tribunales, estas audiencias dejan libre curso a la palabra de unos y otros: ellas se presentan como una caja de resonancia de diferentes sistemas de valores, como una escena en la que se confrontan el discurso del procurador o el de sus delegados (la exposición de la lógica del derecho, cristalización de la moral social dominante), el sistema de valores de los jóvenes puesto en cuestionamiento, el de las víctimas, llegado el caso, y los principios educativos de los padres.
Pero estudiar una economía moral “en actos” significa también participar ya no solo intelectual -como sucede en la esfera pública, cuando uno se confronta con una lógica de debate, de argumentación-, sino también emocionalmente. Desde luego, comprender sociológicamente una posición, un discurso, supone una empatía por parte del investigador: se trata de colocarse en el lugar del investigado “con el pensamiento”, hasta tal punto que uno se dice que, si se estuviera en su lugar, pensaría, sentiría, reaccionaría como él (Bourdieu, 1993b, p. 925). En el transcurso de la investigación, por lo tanto, uno mismo puede sentirse “conmovido” por lo que escucha, desestabilizado en su propio sistema de valores, del mismo modo que la delegada mencionada al comienzo de este texto. Sobre todo en este tipo de configuraciones donde se confrontan varios discursos, se escuchan los argumentos de ambas partes y se es testigo de sus angustias. Inicialmente me había embarcado en la idea de cuestionar la construcción política y mediática de la desviación juvenil y me daba cuenta, a través del discurso de las víctimas, de la gravedad del clima social que se estaba generando -justamente, las elecciones presidenciales del 2002, con la llegada del líder de la extrema derecha en segunda vuelta, serían en parte la expresión de ello-. La denuncia judicial de las víctimas expresaba una denuncia social más amplia, como la inquietud frente al desclasamiento asociada al hecho de vivir o de trabajar en barrios degradados. Al mismo tiempo que comprendía la angustia de las víctimas, también descubría la de los padres de los adolescentes implicados ante el poder de atracción de la cultura de la calle y su carácter apremiante sobre los adolescentes. Esto fue lo que me condujo a considerar seriamente el trabajo de los delegados del procurador y a preguntarme por las consecuencias sobre los jóvenes, sobre su visión del mundo.
Después de poner en evidencia las transformaciones de las políticas y de los discursos sobre la delincuencia juvenil a partir de la posguerra, y con el fin de dar cuenta de las evoluciones de la economía moral subyacente, en este trabajo examinaré el lugar que ocupan las Maisons de Justice en esta historia. Me interesaré entonces en la manera en que los delegados del procurador proceden para desestabilizar a los adolescentes e inducirlos a cuestionar su propio sistema de valores, apoyándose finalmente menos en el derecho mismo que en el ethos de las víctimas y de los padres y, lo que parece aún más eficaz, en sus emociones. De esta manera, mostraré que esas audiencias también pueden ser escenario de una desestabilización para los profesionales, quienes a veces, al confrontarse con la angustia de algunas familias y con los argumentos de los adolescentes más reactivos, se ven obligados a interrogarse sobre lo que hacen.
“Francia no posee niños en cantidad como para permitirse omitir todo aquello que pueda hacer de ellos seres sanos. […] La cuestión de la infancia culpable es una de las más urgentes de la época presente”, puede leerse en los argumentos de la Ordenanza del 2 de febrero de 1945 sobre la delincuencia juvenil. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Francia carece de mano de obra para reconstruir el país, y la mirada que tiene sobre su juventud está impregnada por este contexto. La filosofía que subyace a esta ordenanza va a estructurar el conjunto de las políticas hasta los años 1990. Por medio de ella, es la sociedad en su conjunto la que debe asumir su responsabilidad en la educación y protección hacia los niños, niñas y adolescentes. Los jóvenes delincuentes son considerados, por lo tanto, también como jóvenes “en peligro” y la acción educativa prevalece por sobre la sanción (Sire-Marin, 2009; Sallée, 2016).
En la misma población, predomina también la tolerancia: “La juventud debe transcurrir”. En los medios populares, el paso por el mundo de las bandas es una etapa casi normal de la juventud masculina, un momento de interiorización de los valores de virilidad, más tarde transferibles al mercado del trabajo (Willis, 1977, 1978; Mauger y Fosse-Poliak, 1983). Los desbordes se canalizan al interior del mismo grupo obrero, finalmente, la moral de “las clases populares respetables” se impone a la totalidad del grupo, y la inserción en la actividad laboral viene a completar la formación del joven, ya que los trabajadores adultos que están a su alrededor ofician de educadores (Hoggart, 1970). Los desórdenes son objeto de una autorregulación, la conversión del mundo de las bandas al mundo del trabajo es en cierto modo “espontánea” debido a la homología de los dos universos en términos de valores y de normas: la moral de las clases populares es relativamente autónoma en este ámbito, y se aleja la justicia hacia “el mundo de los otros” (en este caso, al mundo de las clases dominantes -la expresión es de Hoggart (1970, p. 117)-).
A partir de los años 1970, este equilibrio se desestabiliza. El desempleo masivo, la precariedad, la profusión de las modalidades de empleo conducen a una desestructuración de las clases populares. En los grandes conjuntos habitacionales, la moral popular no posee más la seguridad ética que tenía en los antiguos barrios populares “integrados” (Chamboredon y Lemaire, 1970). La distinción entre “ellos” y “nosotros” ya no separa tanto las clases populares de los otros grupos sociales (Hoggart, 1970), sino las fracciones estables de las clases populares de una parte de la juventud que vive en condominios de viviendas sociales, alterizada y con frecuencia racializada (Terrio, 2009): “ellos” son esos jóvenes a quienes ya no se los comprende y a quienes el mercado laboral ya no logra integrar. La moral de las clases populares “respetables” ya no consigue imponerse al conjunto del grupo; la cultura de la calle se autonomiza con respecto a la cultura obrera y se radicaliza (Bourgois, 2001; Coutant, 2005, 2010). Mientras que la mejora de las condiciones de vida en las esferas populares se había traducido en una mayor flexibilidad de las costumbres (Hoggart, 1970), su deterioro se acompaña por un endurecimiento de las relaciones (Mucchielli, 2001).
Esta transformación de la economía moral alrededor de la delincuencia juvenil encuentra su traducción en el ámbito político y jurídico a partir de los años 1990: la preocupación por las víctimas y por responder a la sensación de inseguridad -especialmente para frenar el avance del Frente Nacional [Front National], partido de extrema derecha- llevan a una menor tolerancia. “Tags”, “grafitis”,“chantaje” hacen su aparición en el índice del nuevo código penal (respectivamente unidas a las clásicas categorías de daño y extorsión). Surgen nuevos delitos: la intrusión en un establecimiento escolar, el ultraje a la bandera, la reunión en el hall de un edificio. Muchos “desbordes” son entonces recalificados en el registro penal, al mismo tiempo que algunos comportamientos hasta entonces regulados por otras instituciones (especialmente la educación nacional -el servicio público de educación-) son llevados a la justicia. En el mismo movimiento, comienza la preocupación por los “incivismos” de la juventud. Este término, que aparece en los trabajos de criminología de EE.UU. a mediados de los años 1970, se populariza mediante la “teoría de las ventanas rotas” en los años 1980: un daño no arreglado podría promover otros daños, y la falta de civismo sería un factor de agravamiento de la delincuencia en un barrio determinado (Wilson y Kelling, 1994). Esta teoría, contestada sin embargo por otros autores (Wacquant, 1999), influencia la política de “tolerancia cero” en la ciudad de Nueva York. Para el sociólogo Sébastian Roché (1996), los incivismos (daños en los buzones, olor a orina en los huecos de las escaleras, ruidos, vidrios rotos, grupos de jóvenes groseros, y a veces agresivos, reunidos en la entrada de los inmuebles) se oponen a los civismos como “la cortesía, la deferencia, el respeto hacia el otro”. Muchos trabajos se interrogan sobre la crisis de la moral contemporánea cuya señal sería esa falta de civismo. El Institut des hautes études de la sécurité intérieure (IHESI) -Instituto de altos estudios en seguridad interior-, más tarde Institut national des hautes études de sécurité (INHES) es uno de los lugares de difusión de esas nociones, como también de la representación de la desviación subyacente, a través de una escala de violencias urbanas (Bonelli, 2008). La prensa divulga el término a fines de los años 1990, y desde entonces también está presente en la retórica pública acerca de la seguridad (Roché, 2000).
Estos cambios en las representaciones de la delincuencia juvenil, y en lo que concierne su tratamiento, se traducen en un desplazamiento de los diferentes partidos hacia la derecha del escenario político: los partidos conservadores ya no tienen el monopolio del registro acerca de la seguridad, y el partido socialista se interesa en este tema a partir del coloquio de Villepinte en 1997,5 bajo el argumento de que las clases populares son las principales víctimas de la inseguridad. Las élites políticas se alejan de las explicaciones sociológicas interesadas en las determinaciones sociales de las conductas y las acusan de angelismo, movimiento que se inscribe en una tendencia más general de la devaluación del discurso de las ciencias sociales en el mundo occidental contemporáneo sobre temas con fuerte carga moral, y cuyo tratamiento se vincula con la creación de una frontera entre el bien y el mal (Hage, 2003).
Los años 2000 marcan una aceleración en el plano jurídico, con una orientación hacia medidas más represivas, más encierros, una baja en la edad de la responsabilidad penal, y un acercamiento entre el sistema judicial de los menores de edad con el de los mayores. Al mismo tiempo, la responsabilidad parental está cada vez más implicada. En el transcurso de los años 2000, se reformó doce veces la ordenanza de 1945 (Bailleau, 2009; Sire-Marin, 2009). La ley del 3 de agosto 2002 prevé el establecimiento de centros educativos cerrados, así como sanciones educativas a partir de los diez años de edad. La ley del 31 de marzo de 2006 crea el contrato de responsabilidad parental con posibilidad de suspender los subsidios familiares. El 28 de junio de 2006, Nicolas Sarkozy, por entonces ministro del Interior, hace una declaración al gabinete que pone en cuestión la filosofía de la justicia de menores, argumentando que “los menores de 1945 no tienen nada que ver con los negros enormes de los actuales suburbios”. La ley sobre reincidencia del 10 de agosto de 2007 extiende la pena de reclusión “mínima” (es decir, el encarcelamiento automático en caso de reincidencia) a los menores de edad. Un decreto del 1º de julio 2008 que crea el archivo Edvige, retirado provisoriamente, prevé registrar a los adolescentes, a partir de los trece años, “susceptibles de perturbar el orden público”. El informe de la comisión Varinard6 del 3 de diciembre de 2008 está en consonancia con estos cambios: principalmente, propone bajar de trece a doce años la posibilidad de encarcelar a los adolescentes sospechosos de crimen, y de dieciséis a catorce años la edad de detención provisoria para los delitos. Una ley de junio de 2009 convierte la pertenencia consciente a una banda (más precisamente, a un grupo con “la intención” de perpetrar actos violentos) en un delito sancionable con tres años de encarcelamiento y con 45.000 euros de multa. Las reestructuraciones de la Protección Judicial de la Juventud,7 que a partir de entonces debe solo consagrarse al cuidado de los jóvenes delincuentes (mientras que, hasta ese entonces, también intervenía en los casos de jóvenes “en peligro”), vienen a completar estas transformaciones, así como la disyunción operada a partir de ese momento entre las categorías de “jóvenes peligrosos” y de “jóvenes en peligro” (Sallée, 2016).
Esta evolución, más radical que en otros países europeos (Bailleau, 2009), entra en contradicción con el auge paralelo de los derechos de los niños, bajo el impulso de disposiciones europeas e internacionales. Además de una parte de los profesionales responsables de la justicia de menores (que atenúan los discursos alarmistas sobre la delincuencia juvenil recordando que el 80% de los adolescentes vistos por un juez no reinciden), tanto los representantes de UNICEF como la defensora de los niños8 expresan su preocupación por estos cambios. En cierto sentido, denuncian las contradicciones de la economía moral contemporánea sobre el tratamiento de la infancia y la adolescencia: efectivamente, al mismo tiempo que llama a reconocer los derechos específicos, esta economía también prevé su avasallamiento en determinadas situaciones (ya sea en la administración de la delincuencia, o en la retención de los niños de familias extranjeras en situación irregular en el territorio).
Es en este contexto que la creación de las Maisons de Justice cobra sentido. Las primeras aparecen a comienzos de los años 1990, bajo la iniciativa de los procuradores y de los representantes locales preocupados por ofrecer una respuesta a los delitos menores e incivismos, hasta entonces no declarados ante la policía o archivados por la fiscalía, con el fin de responder a la sensación de inseguridad de la población, en parte responsable del crecimiento del voto a favor de la extrema derecha. Oficializadas en 1998, las Maisons de Justice se multiplican en el transcurso de los años 2000 en todo el territorio, a menudo cerca de los barrios “sensibles”. En su concepción inicial, sobre todo impulsada por actores sensibles a los valores políticos de izquierda, la cuestión era intervenir antes que el tribunal, a partir de la mediación y la reparación penales, tener en cuenta a las víctimas y proponer una tercera vía en el tratamiento de los delitos menores: el objetivo era superar la oposición entre prevención y represión, ofreciendo una respuesta sin sancionar en sentido estricto. En la práctica y en la gran mayoría de los casos, las audiencias concluyen en una suerte de “falta de mérito bajo condición de no reincidencia”. El procurador dispone de tres años para decidir posibles actuaciones judiciales.
La pedagogía del derecho que los delegados del procurador ponen en funcionamiento puede adoptar la forma de “lecciones de moral”, porque el objetivo es disuadir al adolescente de toda reincidencia. Esta lección de moral descansa en parte en argumentos, en una demostración, un llamado al civismo, una reflexión acerca de la función de la ley. El delegado puede, por ejemplo, explicar por qué el encubrimiento es tan condenable como el robo, por qué las violencias, incluso leves, son sancionadas, haciendo referencia a las consecuencias de esas prácticas para la vida en sociedad si cada uno actuase de ese modo. O bien explicar que los tags y los daños en un municipio generan gastos que se pagan con los recursos públicos y, por lo tanto, con los impuestos municipales que podrían utilizarse de una mejor manera para otras inversiones. Pero el delegado jamás puede estar seguro de que los adolescentes acepten los argumentos y la racionalidad jurídica y cívica, menos aún cuando a veces manifiestan su resistencia, mostrando un silencio obstinado o haciendo referencia a su propio sistema de valores.
Un adolescente, convocado por “amenaza de muerte” hacia un agente de seguridad de un supermercado que lo había injustamente acusado de robo, explicó de este modo a una delegada que solo eran palabras, corrientes en el “lenguaje de la calle”: “Usted eso no lo sabe, pero es el lenguaje de la calle. Nosotros hablamos así. Cuando decimos ‘te voy a matar’, es una broma”. A la delegada, que le replicó que en un negocio conviene utilizar el “lenguaje común”, el “lenguaje de todos”, y que la mayor parte de la gente -ella incluida- entienden esa amenaza literalmente, el hermano mayor, presente en esa audiencia, le respondió: “Ve, yo soy capaz de adaptarme. Ve, hoy, yo con usted hablo normalmente. Pero si me ve en mi barrio, voy a hablar como mi hermano. Es solo una manera de decir”. Aunque la delegada no lo demostró, ese diálogo la perturbó un poco. Más tarde, ella comentará la escena por pedido mío:
¿Usted entiende señora que decir ‘te voy a matar’, en el plano penal, es una amenaza de muerte? ¿Usted educó a su hijo con ese sentimiento, diciéndole: ‘Si alguien te molesta, o tenés la impresión de ser víctima de una injusticia, tenés que responder: te voy a matar’? ¿Usted lo educó así? [La madre responde con una negativa. Comprensiva, la delegada concluye la audiencia diciéndole al chico:] ‘Hay que controlarse, y controlar lo que uno dice. Vas a seguir topándote con situaciones injustas, hay que aprender a manejar todo eso’. (Sra. Colin, delegada del procurador, 31 mayo de 2001)
Si los delegados no logran llegar a los jóvenes mediante el registro jurídico, entonces en el posterior intercambio intentan desestabilizarlos de otro modo, buscan “conmoverlos”, activando el registro afectivo, provocando emociones. A principios de siglo, al dirigirse a unos maestros, Émile Durkheim insistía en el vínculo entre educación moral y sentimientos:
Es difícil que el niño acepte un castigo del que no ve el sentido. […] Es necesario, por lo tanto, que el maestro no deje debilitar, por el uso, su sensibilidad profesional. Es necesario que se interese bastante en sus alumnos para no mirar sus faltas con lasitud, con indiferencia; es necesario que sufra por ellas, que se lamente, y que exteriorice sus sentimientos. (Durkheim, 1974, p. 168)
De un delegado a otro, las técnicas varían y también las emociones que se buscan. Esto también depende de la manera en que el joven reacciona ante lo que sucede. Algunos delegados primero hacen uso del registro de la amenaza: se trata, por lo tanto, de atemorizar al chico, de darle la impresión de que su expediente está en suspenso durante tres años, como una espada de Damocles lista para caer en caso de reincidencia (ya que el procurador dispone de tres años para decidir sobre eventuales actuaciones judiciales), de que perciba la gravedad de las consecuencias para su inserción profesional, si se le registraran antecedentes penales.
La mayoría de los delegados también buscan provocar culpabilidad en los adolescentes. Por eso, en los casos en que se oponen dos partes, aprecian la presencia de las víctimas durante la audiencia, y que ellas expongan el sentido de su denuncia. Una docente manifiesta así su decepción y angustia después de que uno de sus alumnos le robara su celular en una clase. El incidente la desestabilizó profundamente (señaló haberse sentido “shockeada”, “dolida”), y la hizo dudar sobre el vínculo establecido con sus alumnos. Esta joven profesora de lengua aprovecha también la audiencia para relatar el tiempo que pasa en los transportes públicos para ir a trabajar (tres horas por día), las agresiones verbales que a veces sufre en el camino, entre la estación de tren y el colegio, la cantidad de horas que pasa preparando sus clases, sus intentos pedagógicos para incentivar a sus alumnos. El desfasaje entre este esfuerzo y la actitud de éstos vuelve difícil el ejercicio del oficio. En otra ocasión, una mujer cercana a los sesenta años cuenta que tuvo que hacer sus trayectos entre su domicilio y su lugar de trabajo caminando, temprano a la mañana y tarde a la noche, después que le robaran su ciclomotor:
Vine para explicarte, le dice al joven. Trabajo, no tengo mucho dinero, y por eso no tengo auto, tengo un ciclomotor. Vivo a quince kilómetros del restaurant donde trabajo, termino tarde, a las doce de la noche, y cuando todos los clientes se van tengo que lavar los platos. Y hay días que comienzo a las siete. El otro día, cuando te llevaste mi ciclomotor, tuve que volver caminando, y fue necesario que me levantara muy temprano para tomar el colectivo y llegar a horario al restaurant. (Relato aportado por la Sra. Colin, delegada del procurador, 31 de mayo de 2001)
La delegada que me refiere la escena describe la angustia del chico “que ya no sabía qué hacer para disculparse”. Algunos jóvenes entrevistados en su domicilio, algún tiempo después de la audiencia, me hicieron saber la vergüenza que sintieron en el encuentro con las víctimas, por la imagen de ellos mismos que quedaba en evidencia y en la que no se reconocían.
La mayor parte del tiempo, las víctimas esperan que los adolescentes imputados “comprendan”; en general, el resarcimiento solicitado es simbólico (por ejemplo, que el chico exprese su reconocimiento del daño causado). Y los delegados no aprecian mucho a las víctimas que solicitan una indemnización económica demasiado importante, especialmente cuando no hay un daño material. La “buena” víctima, aquella que permite que el delegado haga su trabajo, es una víctima que expresa su sufrimiento y el deseo de una reparación puramente simbólica, y para el delegado tiene el rol de un auxiliar moral. Los delegados también aprovechan la presencia de los padres, así como la humillación que significa el ser citado por la justicia, para culpabilizar a los chicos, provocarles vergüenza y a veces, incluso, hacerlos sufrir. Así, se escuchan frases como: “¿Usted se da cuenta lo que significa para sus padres, que son personas honestas, que jamás tuvieron un problema con la justicia, que se esfuerzan por educarlo, verse obligados a venir acá?”.
Las reacciones de las familias varían de acuerdo con sus características sociales. Los padres que poseen una posición social estable, que pertenecen a fracciones superiores de la clase popular o a la clase media baja, tienen tendencia a relativizar el acontecimiento, a calificar la conducta de su hijo como un “error de juventud”. La intervención judicial viene a apoyarlos en su discurso educativo: por ejemplo, pueden acompañar el discurso del delegado y decir “ves, te lo había dicho”. Desde este punto de vista, lejos de cuestionarlos, la autoridad del delegado viene en cierto modo a reforzar su autoridad, a validar sus advertencias. Por el contrario, para aquellos que ya tienen condiciones de vida difíciles, el contacto con la institución judicial representa la gota de agua que rebalsa el vaso. Los padres en una situación de precariedad social, las madres solteras, los padres inmigrantes dramatizan la situación, se preocupan por el futuro de sus hijos, y a veces expresan su desánimo. También se sienten juzgados como “malos padres”. Como esos padres inmigrantes al borde de las lágrimas, que confiesan su angustia y dicen no comprender, ya que ellos nunca robaron, “ni siquiera un boleto de subte”. O esas madres, silenciosas durante la audiencia, que más tarde explican durante las entrevistas que no pudieron hablar porque sentían “demasiada vergüenza”. En el transcurso de una audiencia, una madre soltera se desplomó al recordar su periplo por las instituciones desde hacía varios meses para que le brindaran asistencia educativa: al vivir en un condominio de viviendas sociales y trabajar como cajera con horarios por turnos, no siempre lograba controlar las idas y venidas de su hijo y no se sentía tranquila respecto de la gente que frecuentaba. Primero había solicitado ayuda en la comisaría, donde sin maldad se habían burlado de ella y de su ansiedad, al mismo tiempo que la remitieron hacia la trabajadora social del municipio. Esta última le explicó a la madre que su hijo no hacía suficientes travesuras para que una asistencia educativa le fuera asignada. La madre esperaba que el paso por la Maison de Justice le permitiera interpelar al juez, pero una vez más consideraron el delito (el robo de un CD en una vitrina) muy leve para activar un procedimiento de ese tipo; se vio nuevamente sola -y, por tal motivo, responsable- frente al niño.
Para muchos padres inmigrantes, esta preocupación está acrecentada por una representación binaria del recorrido de la vida (el buen camino/el mal camino), en la que el contacto con la institución judicial marca un compromiso con “el mal camino”. Su propia visión del mundo judicial es, por tal razón, también binaria: están aquellos que tienen que enfrentarse a esta institución, y aquellos que no. Estar confrontados a ella significa ser clasificados en la categoría de los delincuentes y poner todo en duda: el honor familiar y, a menudo, lo que motivó el proyecto migratorio, esto es, una esperanza de ascenso social. Como sus condiciones de vida en Francia desestabilizan su modo de educación (aunque solo fuera mediante el cuestionamiento del castigo físico por parte de las instituciones), a veces los padres inmigrantes contemplan reenviar al niño “al pueblo” como la única solución de la que disponen para llevarlo por el “buen camino”. Desamparados, en ocasiones suspiran: “Si usted tiene la solución, dígamela”. O bien arrojan, con una agresividad contenida: “Lléveselo, póngalo en un hogar o en el ejército, yo ya no sé…”. Finalmente, los padres inmigrantes padecen las órdenes contradictorias y sienten que son el blanco de ellas: las normas que conciernen la protección de la infancia invalidan en parte sus modos de educar. Tienen la impresión de que la justicia francesa les dice que son demasiado autoritarios, y al mismo tiempo que no lo son suficientemente puesto que no logran “controlar” a sus hijos. No saben cómo competir con la fuerza de atracción de la cultura de la calle, tienen la sensación de que sus hijos “se evaporan”.
Al contrario del discurso político-mediático reinante, los comportamientos desviados de los adolescentes pueden, en efecto, inscribirse en una o varias morales específicas particularmente opresivas, sobre todo en torno a la defensa del honor, de la reputación (Lepoutre, 1997; Bourgois, 2001; Sauvadet, 2006). Como las normas y los valores adyacentes son promovidos -y su no respeto castigado- por los grupos de pares que en esencia se frecuenta (aunque no de modo exclusivo) en el espacio de la calle, se los asocia, en este sentido, a una cultura de la calle, a un ethos de calle. Algunas investigaciones sobre los jóvenes que ocupan el espacio público de los condominios de viviendas sociales (Marlière, 2005), así como las observaciones de los jóvenes entrevistados que denuncian algunas prácticas como inmorales (por ejemplo, robar la cartera de una anciana), permiten suponer que existe una pluralidad de códigos morales. Sin embargo, todo un conjunto de fórmulas parece atravesarlos: “permanecer en guardia”, “ser agresor más que víctima”, “no ser un soplón”, “no ser un payaso”, “no ser confianzudo”, “tu amiga es tu bolsillo”, etc. A través de ellas se decretan reglas de conducta: arreglar los asuntos entre ellos, sin que intervenga una tercera institución; preservar su reputación; esconder sus potenciales debilidades. En este sistema de valores, el uso de la fuerza física para defenderse en caso de agresión está legitimado. Lo mismo sucede con ciertas prácticas que permiten “hacerse un nombre”, y que se apoyan en una lógica del desafío o en la exhibición de competencias específicas (como los rodeos, los grafitis). En lo que concierne a la intrusión en los pequeños negocios ilegales, el posicionamiento moral es más ambiguo: algunos, adolescentes al mismo tiempo que lo asumen, pueden por ejemplo intentar disuadir a sus hermanos menores de involucrarse en él, y alentarlos a estudiar en la escuela. De manera general, se percibe o se vive esta inserción como transitoria, y se supone que se la interrumpe con el paso a la edad adulta (aquellos que, cercanos a los treinta, aún trafican en la calle no son bien vistos) (Coutant, 2005, 2010). A veces las audiencias en la Maison de Justice pueden hacerse eco de este sistema de valores, especialmente cuando se trata de justificar la violencia en una perspectiva de autodefensa, o de banalizar algunas maneras de ser o de hablar, así como ciertas prácticas, tales como el grafiti. Sin embargo, por lo general, los adolescentes se sienten bastante incómodos defendiéndolo delante de sus padres, y permanecen más bien silenciosos y lacónicos cuando se les ordena dar explicaciones.
Desde luego, si algunas veces cuando están juntos desvalorizan de modo explícito los principios educativos parentales, considerando que son “a la vieja usanza”, “retrasados”, “como en el pueblo”, desfasados con respecto a los valores juveniles, esto no impide que para ellos sea difícil soportar ver a sus padres sufrir por ellos. Cuando se les pide a algunos adolescentes entrevistados en su domicilio, luego de su paso por la Maison de Justice, que comenten esta experiencia, ellos evocan el dolor o la vergüenza de haber llevado a sus padres a esa institución y de haber sido la causa de su sufrimiento. La Sra. Colin estima que, si los padres lloran, “hay un 90% de chances que al niño le afecte un montón”. Recuerda una audiencia en la que el joven estaba muy conmovido al ver a su madre deshecha: enojado, le había pedido que dejara de preocupar a su madre mencionándole las penas en prisión a las que se exponía por robo. En otra ocasión, frente a un adolescente sin palabras, ella terminó evocando la enfermedad de su madre para que reaccionara, explicando que, en semejante situación, en lugar de provocarles más preocupaciones a sus padres era preferible “apoyarse mutuamente”. En tales momentos, no es raro que los adolescentes se pongan a llorar.
Las reacciones de las familias y de los adolescentes, tanto como la reflexión sobre su trabajo, pueden originar dilemas para los delegados. En efecto, la desestabilización en ciertos casos opera en sentido inverso y el profesional puede acabar interrogándose por la legitimidad de su función. En general, los delegados son bastante escépticos en lo que refiere al sentido de su intervención, por ejemplo, en materia de infracción de la legislación sobre estupefacientes -en este caso, la posesión de una pequeña cantidad de cannabis-: no saben muy bien qué discurso adoptar, al margen de que sea un hecho prohibido por la ley. Tampoco se sienten siempre muy cómodos en lo que respecta el agravio a las fuerzas del orden, y les parece que los adolescentes pueden percibir los reiterados controles como una provocación. La sensibilidad de los delegados con el sistema de valores de los adolescentes y con las dificultades que los padres expresan, la consideración que tienen del entorno en el que viven, de la atracción por la cultura de la calle, dependen de experiencias sociales anteriores en el transcurso de las cuales su propio sistema de valores ya pudo verse desestabilizado. Es el caso de la Sra. Colin, la delegada mencionada al comienzo de este texto. Contestataria, originaria de las clases populares, no siempre se siente completamente en su lugar en el universo de la magistratura; a veces siente vergüenza en momentos de sociabilidad profesional, cuando se confronta con los gustos y las prácticas culturales distinguidas de sus colegas. Ya había sentido con fuerza esta ilegitimidad cultural en el momento de la oposición en el concurso de la École Nationale de la Magistrature [Escuela Nacional de la Magistratura] que reprobó antes de orientarse nuevamente hacia la profesión de abogada (y luego de delegada):
Por eso comprendo totalmente a la gente que recibo en la Maison de Justice. Esos chicos que piensan que no van a poder lograrlo porque comenzaron de cero. Estoy ahí para decirles que es falso. Yo sé que se puede comenzar de muy abajo y lograrlo. (Sra. Colin, delegada del procurador, 31 mayo de 2001)
A medida que avanzaba en su recorrido escolar y profesional, ella tomó conciencia de la relatividad de su visión del mundo, de su carácter socialmente situado. En el camino, sus valores cambiaron: ella cuenta que, por ejemplo, al comienzo de su carrera, su aprehensión de las situaciones estaba manchada por un racismo heredado de su padre, un comerciante de barrio relativamente modesto, y que el hecho de trabajar con familias inmigrantes la condujo a cuestionarlo. La confrontación con la realidad complejizó su análisis, y esto sacudió sus prejuicios. Habida cuenta de su historia social, acostumbrada a preguntarse sobre aquello que daba por sentado, ella presta suma atención a los argumentos que los adolescentes le refieren o, llegado el caso, sus familias. Considera que ellos “no están totalmente equivocados” cuando se refieren a su entorno para justificar sus comportamientos: “Al chico que vi ayer, se lo convocó porque llevaba una navaja mariposa [descubierta durante un cacheo], me dijo: ‘Cuando bajo del tren, hay seis [adolescentes] encerrándome. ¿Qué quiere que haga?’ ¿Qué se debe responder a eso?” (Sra. Colin, delegada del procurador, 31 mayo de 2001).
El ejercicio profesional, por lo tanto, puede modificar algunas disposiciones morales, pero esto supone, para su pleno funcionamiento, una predisposición a la duda vinculada a la historia social. Por el contrario, la Sra. Vincent, otra delegada del procurador, en raras ocasiones se desestabiliza con los argumentos que le presentan, ya sea que provengan de los jóvenes o bien de sus padres. Tiene tendencia a reducirlos a “pretextos” o a “mala fe”. Es minuciosa, se involucra en su rol, dedica tiempo a conversar con los adolescentes, a argumentar en distintos registros, pero manifiesta menos empatía que otros profesionales, parece como si la eventual angustia la afectara menos. Por ejemplo, sobre los padres que expresan su desesperación, su sentimiento de estar atrapados en un sistema de órdenes contradictorias, puede decir que seguramente no son honestos y que reaccionan cuando hay un objetivo económico:
¡Qué fácil es eso! Dicen que la ley francesa les impide ser severos, y por lo tanto la sociedad francesa es responsable de que los chicos no respeten a sus padres y cometan actos delictivos… A menudo, sucede eso cuando uno les pide una reparación. (Sra. Vincent, delegada del procurador, 3 mayo de 2001)
Podemos establecer la hipótesis de que esta seguridad proviene de un habitus infalible y de experiencias sociales relativamente homogéneas. Ella encarna los valores y el estilo de vida de la burguesía tradicional: su padre era apoderado de un banco, su madre provenía de la gran burguesía inglesa. Casada con un médico, obtuvo el concurso de la Agrégation en Lettres, pero interrumpió su carrera para criar a sus tres hijas que lograron con éxito sus estudios en prestigiosas carreras como Medicina y Derecho. Ella participó activamente en su club de tenis y en el marco de actividades de patrocinio, paralelamente retomó sus estudios de derecho por una curiosidad intelectual hasta defender su tesis, y volvió a la actividad profesional cuando sus hijas ya eran autónomas. En ningún momento se le presentó la duda sobre sus elecciones y su sistema de valores. De acuerdo con su propio recorrido, ella cree que las madres deberían ocuparse más de sus hijos y está de acuerdo con la idea del sujeto responsable:
[Para] los chicos, uno sigue lo que se dice en la televisión: si existe la delincuencia es debido a la miseria y al desempleo, por lo tanto, no se puede hacer nada en contra de la delincuencia. Hubo intentos por suprimir los subsidios familiares, no fue bien visto, dijeron: para un menor que hace tonterías, vamos a suprimir los recursos de toda la familia, no es una solución. Pero hay que encontrar una solución… O una manera de presionar o una manera más pacífica para procurar que la familia se sienta nuevamente responsable de sus hijos. (Sra. Vincent, delegada del procurador, 3 mayo de 2001)
Si la actitud hacia los padres se debe en parte a la historia social, también depende de la experiencia de los profesionales como padres. Los delegados que sufrieron cuestionamientos personales en el transcurso de la educación de sus propios hijos se muestran relativamente tolerantes. El procurador, que se hace cargo él mismo de algunas audiencias, al finalizar una de ellas confiesa:
También tengo la experiencia de tratar con niños, no siempre me las arreglé bien con los míos… Hay cosas que uno puede comprender. El hecho para los padres de no poder hacer todo se puede comprender. Hay momentos, pienso que ocurre en todas las familias, donde no se ve la solución, se está tan sumergido en un problema que no se ve el mal funcionamiento de todo. (Sr. Brossard, procurador, 16 mayo de 2001)
En ocasiones, al final de la audiencia, le suele decir a los adolescentes: “Los padres, ahora, ya hicieron la mayor parte. Con su corazón de padres, sus posibilidades y sus torpezas. Ahora, es usted quien debe tomar las riendas de su destino”.
Las audiencias para menores de edad que transcurren en la Maison de Justice pueden analizarse como una economía moral en actos. Analizar desde el punto de vista sociológico estas audiencias implica considerar seriamente la cuestión de la moral social -más precisamente, de la educación moral- e intentar ir más lejos que los discursos sobre una “crisis de la moral” relativamente abstracta. Es comprender que lo que está en juego alrededor de los incivismos y de la pequeña delincuencia juvenil proviene sobre todo de una exacerbación de las tensiones entre varios sistemas de valores, de una disyunción creciente entre la moral de la calle (suponiendo que haya una sola) y la moral de las clases populares respetables (en el sentido de Hoggart, 1970) por un lado, y la moral valorada por las instituciones (sobre todo la escuela y la justicia), por el otro.
Esta disyunción hace que los agentes institucionales que tienen una función en la educación moral (acá, los delegados del procurador) tengan el rol de transmisores, de traductores entre los diferentes ethos. El provocar emociones en los adolescentes (atemorizar, dar vergüenza, hacerlos sufrir) es una palanca que permite perturbar su sistema de valores: en la práctica, trabajar sobre la moral, es trabajar con y sobre los sentimientos. A la vez, este tipo de actividad puede provocar una desestabilización, más o menos importante según la historia de cada uno, en la persona responsable de intervenir. La propensión a la duda en los diferentes profesionales parece depender en parte de su trayectoria y de la homogeneidad más o menos amplia de sus diferentes experiencias sociales. También es más o menos importante en función de su propia experiencia como padres. Las dudas, los dilemas, los desacuerdos son todos indicios de lo que opera en la economía moral contemporánea alrededor de la juventud popular, símbolo de la nueva cuestión social. Estos indicios dan cuenta de las tensiones y contradicciones de nuestras sociedades, entre la alterización o criminalización de jóvenes infractores y los requerimientos de más derechos y protecciones hacia los niños, niñas y adolescentes. En esta perspectiva, la responsabilidad creciente de los padres respecto de la desviación juvenil puede interpretarse como un reconocimiento de la impotencia de nuestras políticas frente a estos dilemas.
La autora agradece a sus colegas, Didier Fassin y Jean-Sébastien, y a la editorial La Découverte, por su autorización para que este artículo sea publicado nuevamente en una versión adaptada y actualizada.
[1] . El objetivo de las Maisons de Justice et du Droit (MJD), oficializadas por la Ley nº 98-1163 del 18 de diciembre de 1998, es asegurar una presencia judicial en los barrios de las grandes zonas urbanas, contribuir a la prevención de la delincuencia y ayudar a las víctimas. En el plano penal, se abocan a hechos de poca gravedad e intervienen antes del tribunal, en nombre de la fiscalía. Para sus promotores, las Maisons de Justice -en su origen pensadas como una “tercera vía” (entre la falta de mérito y la actuación judicial)- constituyen una forma de respuesta alternativa a la falta de mérito (Wyvekens, 1998; Commaille, 2000).
[2] . En francés, se designa a estos barrios de viviendas sociales resultantes de la construcción de grandes complejos construidos en la década de 1960 con el término “cités”. Estas “cités”, cuyos habitantes se han visto precarizados fuertemente desde la crisis económica de la década de 1970, suelen estar negativamente connotadas, asociados en las representaciones a las violencias urbanas y a la delincuencia. Para remediar esta situación, desde principios de la década de 1980, el Estado ha desarrollado una “política de la ciudad” [politique de la ville] destinada a reducir las desigualdades territoriales.
[3] . Esta ordenanza, redactada tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, consideraba la delincuencia juvenil como una de las cuestiones más urgentes de la época y estableció la primacía de la educación por sobre lo represivo. Creó una jurisdicción especializada para menores cuya vocación primera era la protección.
[4] . La noción de economía moral reenvía a la propuesta de Didier Fassin, quien reivindica la doble herencia de E. P. Thompson y de L. Datson, en su artículo “Les économies morales revisitées” de 2009 publicado en la revista Annales: esta noción designa “la producción, la distribución, la circulación y el uso de las emociones y de los valores, de las normas y de las obligaciones en el espacio social”. Alrededor de un problema determinado, las representaciones de lo que es justo, moralmente bueno, varían a lo largo del tiempo. Estas representaciones circulan de un país a otro, de una institución a otra, e influyen en las prácticas de los profesionales responsables de su abordaje (véase la introducción de Fassin y Eideliman, 2012).
[5] . Se trata del encuentro organizado en octubre de 1997 por el gobierno de Lionel Jospin en Villepinte (en Seine-Saint-Denis, departamento del noreste de París), momento en que se produjo la “ruptura” en el debate político francés en lo que a la seguridad respecta. Ante una derecha que encarnaba el orden, el Partido Socialista colocó la seguridad como la segunda prioridad nacional para luchar contra la delincuencia menor en los barrios sensibles [N. de la T.].
[6] . Esta comisión, integrada por parlamentarios y diversos profesionales abocados al tratamiento de la delincuencia juvenil, presidida por un catedrático de Derecho (André Varinard), fue encomendada por el entonces ministro de Justicia para desarrollar propuestas de reforma a la ordenanza de 1945 relativa a los menores delincuentes.
[7] . La Protección Judicial de la Juventud (hasta 1990 llamada Educación vigilada [Éducation surveillée]) depende del Ministerio de Justicia; sus educadores son responsables del seguimiento de las medidas y sanciones educativas, así como de las penas que pronuncian las jurisdicciones penales para menores de edad.
[8] . Esta función se instituyó por una ley del 6 de marzo de 2000. El presidente de la república nombra por decreto al defensor de los niños, autoridad independiente, por un mandato de seis años no renovable. Su objetivo es promover y defender los derechos fundamentales de los niños (tales como los definen la ley y la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, firmada por Francia en 1990).
[9] Financial disclosure Esta investigación fue realizada en el marco de mi tesis de doctorado en sociología en la École des hautes études en sciences sociales [Escuela de altos estudios en ciencias sociales] de París, y financiada gracias a un contrato como funcionaria de la École normale supérieure [Escuela normal superior] del Ministerio de Investigación y Educación Superior.