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Artículo
Milena C. Morlesín
https://orcid.org/0000-0002-8682-9148
Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano (INAPL) / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). 3 de febrero 1378 (CP C1426BJN), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. E-mail: mile.morlesin@gmail.com
Agustín M. Agnolin
https://orcid.org/0000-0003-0064-6242
Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano (INAPL) / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). 3 de febrero 1378 (CP C1426BJN), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. E-mail: agusagnolin@yahoo.com.ar
Recibido: 15 de marzo de 2022
Aceptado: 20 de julio de 2022
Resumen
Las prácticas mortuorias de los grupos indígenas de Patagonia han sido objeto de numerosas descripciones por parte de viajeros y etnógrafos, componiendo un extenso corpus de información que se inicia en el siglo XVI y continúa hasta la actualidad. En este trabajo se compila y sistematiza la información escrita existente sobre las prácticas funerarias de los tehuelches de tiempos históricos. Se relevaron datos referentes al tipo y características de los entierros, su acompañamiento y los ritos asociados. Se evalúa la presencia de variabilidad en términos temporales y espaciales, haciendo énfasis en la existencia de discontinuidades en aspectos como el entierro en chenques de piedra o en estructuras de madera. Los resultados apuntan a la existencia de prácticas compartidas sobre una amplia región, pero también de una marcada variabilidad a lo largo del tiempo. La información relevada resulta de utilidad para las investigaciones arqueológicas de momentos históricos y periodos previos, contribuye al conocimiento de los cambios experimentados por estas poblaciones tras el contacto con los europeos y permite discutir la existencia de variaciones a lo largo de los cinco siglos documentados en las fuentes escritas.
Palabras clave: Tratamiento funerario; Fuentes escritas; Momentos históricos; Investigaciones arqueológicas
Tehuelche mortuary practices in Patagonia, Argentina: patterns, changes and implications. A bibliographical analysis
Abstract
The mortuary practices of the indigenous groups of Patagonia have been the subject of numerous descriptions by travelers and ethnographers, composing an extensive corpus of information that begins in the 16th century and continues to the present day. This paper compiles and systematizes the existing information on burial practices among Tehuelches of historical times. Data regarding the type and characteristics of burials, grave goods, and associated rites was collected. The presence of temporal and spatial variability is evaluated, emphasizing the existence of discontinuities in aspects such as burial in stone mounds or wooden structures. Results show the existence of shared practices over a wide region but also a marked variability over time. The information gathered here is useful for archaeological research of historical moments and earlier periods, contributes to the knowledge of the changes experienced by these populations after the European contact, and allows discussing the existence of variations over the five centuries documented in the written sources.
Keywords: Burial practice; Written sources; Historical times; Archaeological research
Introducción
Las poblaciones tehuelches de Patagonia han sido descriptas desde el siglo XVI en adelante por diversos exploradores, naturalistas, geógrafos, etnógrafos, lingüistas y misioneros, entre otros, cuyos relatos detallan su estilo de vida (Bernal, Mameli y Barceló, 2011; Boschín y Nacuzzi, 1979; Cirigliano, 2016; Embon, 1950; Escalada, 1949; Nacuzzi, 1990, 2005; Rodríguez y Delrio, 2000) (para una recopilación de las fuentes principales ver Martinic, 1995). Este rico corpus documental brinda elementos que permiten discutir el carácter de los cambios sociales y culturales que vivieron esas sociedades en los últimos 500 años. En este trabajo nos enfocaremos en las prácticas funerarias tehuelches, temática ampliamente abordada a lo largo de los años, principalmente en las investigaciones que recuperan datos mortuorios de estos relatos y establecen comparaciones con el registro arqueológico (Cassiodoro y García Guraieb, 2009; Castro, 2009; de Jong, Serna, Mange y Prates, 2020; Flensborg, 2012; García Guraieb, 2010; Gómez Otero y Dahinten, 1997-1998; Goñi, 2010; Gordón, 2010; Guichón, 1994; Latcham, 1916; Martinic, 1995; Morlesín, 2019; Priegue, 2002; González, 1979; Rizzo, 2018; Vignati, 1923, 1930b; Zilio, 2015; entre otros). Si bien existen trabajos que analizan estas prácticas en toda su complejidad para la región entre el Estrecho de Magallanes y el río Santa Cruz (Martinic, 1995), la mayoría se ha centrado en un área en particular (Zilio, 2013) o en aspectos puntuales tales como el tipo de estructura utilizada (Goñi, 2010; Zilio, 2013) y los sacrificios realizados y sus implicancias sociales (González, 1979). Como resudo, hasta el momento no se cuenta con un análisis bibliográfico sistemático de las prácticas mortuorias tehuelches en el territorio de la Patagonia. Así, en este trabajo se compila y sistematiza la información existente acerca de las prácticas funerarias tehuelches de tiempos históricos con el propósito de realizar un análisis crítico de las fuentes, presentar sus características principales y discutir su variabilidad en términos espaciales, temporales y sociales. Dado que ocurrieron cambios sociales, tecnológicos y económicos de relevancia durante el período analizado (Martinic, 1995), nos interesa evaluar la existencia de modificaciones en prácticas culturales no directamente asociadas a la subsistencia. Consideramos que tal información resulta de utilidad para las investigaciones arqueológicas de momentos históricos y periodos previos, contribuyendo al conocimiento de los cambios experimentados por estas poblaciones tras el contacto con los europeos.
Materiales: fuentes consultadas
Se utilizaron todas las fuentes editas del período comprendido entre los primeros contactos con sociedades europeas (inicios del siglo XVI) hasta la primera mitad del siglo XX. Se priorizaron aquellas con mayor confiabilidad, utilizando como criterio que se trate de relatos de primera mano resultantes del contacto directo con grupos indígenas (Rodríguez y Delrio, 2000). Sin embargo, existe un conjunto de fuentes en las cuales no resulta del todo claro definir si la información proviene del contacto directo o de relatos de terceros (e.g. Falkner, [1744-1751]19111 fue incluido y contrastado con los relatos de mayor confiabilidad). La región analizada comprende la Patagonia central y meridional, entre el río Chubut y el Estrecho de Magallanes (Figura 1), al este de la Cordillera de los Andes. No obstante, se incorporaron datos provenientes de regiones ubicadas al norte del límite trazado ya que presentan información relevante de poblaciones etnográficamente diversas y provenientes tanto del norte como del sur del río Chubut (Claraz, [1865-1866]1988; Cox, [1862-1863]1909; Falkner, [1744-1751]1911).
Figura 1. Mapa de la región analizada indicando los principales rasgos geográficos, ríos y localidades mencionadas en las fuentes.
Para evaluar dichos relatos se tomó en cuenta que fueron elaborados bajo diversos intereses y propósitos: misioneros, naturalistas, etnográficos, de exploración militar, cartográficos, entre otros, por lo que pueden observarse diferencias entre ellos que responden a los objetivos particulares de los autores. Por lo tanto, se registró la región de estudio de cada autor, si fue testigo ocular de lo que refiere u obtuvo la información a través de informantes indígenas o terceras personas. En los casos en que alguno de estos datos no estaba claramente descripto, se lo consideró como indeterminado. A su vez, se consultaron trabajos arqueológicos, históricos y etnográficos resultado de entrevistas y testimonios a individuos integrantes de diversas comunidades indígenas de la región (Tabla 1).
Autor |
Año de publicación |
Año del relato |
Región recorrida |
Tipo de relato |
Testigo ocular prácticas mortuorias |
Fuente de la información |
Richaard Hakluyt |
1904 |
1589 |
Patagonia. Puerto Deseado |
Recopilación de viaje de Francis Pretty |
NO |
Primera mano |
Aaron Embon |
1950 |
1599 |
Puerto Deseado. Estrecho de Magallanes |
Recopilación de viaje de Olivier van Noort |
NO |
Primera mano |
James Burney |
1806 |
1616 |
Puerto Deseado |
NO |
Primera mano |
|
Thomas Falkner |
1911 |
1744-1751 |
Patagonia Meridional |
Misión evangelizadora - Exploración científica |
Indeterminado |
Información de primera mano y de terceros |
Pedro Lozano |
1836 |
1745 |
San Julián |
Recopilación de los relatos de la misión evangelizadora de los padres Cardiel y Quiroga |
SI |
Primera mano |
Héctor Ratto |
1930 |
1766 |
Puerto Deseado. Tierra del Fuego |
Recopilación viaje de Manuel Pando |
NO |
Primera mano |
Antonio de Viedma |
1980 |
1780 |
Inmediaciones de San Julián. Puerto de Santa Elena, Estrecho de Magallanes |
Exploración científica y política |
SI |
Primera mano |
José de la Peña |
1914 |
1789 |
Puerto Deseado |
Relato de navegación |
Indeterminado |
Indeterminado |
Robert Fitz-Roy |
1839 |
1826-1827 |
Bahía San Gregorio |
Exploración científica |
SI |
Primera mano |
Titus Coan |
1879 |
1833 |
San Gregorio |
Misión evangelizadora |
NO |
Primera mano |
Dumont-d’ Urville |
1841 |
1841-1846 |
Estrecho de Magallanes (Puerto Pecket) |
Relato de navegación - Exploración científica (botánica) |
SI |
Primera mano |
Allen Gardiner |
1852 |
1845 |
San Gregorio |
Misión evangelizadora |
Indeterminado |
Primera mano |
Rodolfo Casamiquela |
1988 |
Mitad siglo XIX |
Santa Cruz |
Etnografía |
SI |
Entrevista a mujer tehuelche |
Guillermo Cox |
1909 |
1862-1863 |
Patagonia Septentrional |
Exploración |
SI |
Información de primera mano y de terceros |
Abraham Matthews |
1995 |
1864-1894 |
Valle del río Chubut |
Colonizador |
SI |
Primera mano |
Jorge Claraz |
1988 |
1865-1866 |
40 km al norte del río Chubut. Valcheta |
Exploración científica |
NO |
Primera mano |
George Musters |
1997 |
1869-1871 |
Patagonia en general. Especial énfasis en el Río Mayo, Ñorquinco y Maquinchao |
Exploración |
SI |
Primera mano |
Ralph Williams |
1913 |
1874 |
Patagonia Meridional |
Gobernador de las colonias |
Indeterminado |
Indeterminado |
Francisco Moreno |
1969 |
1876 |
Chocongueyu, zona del Limay. Chubut |
Exploración científica |
SI |
Primera mano |
Francisco Moreno |
2007 |
1877 |
El lago Argentino y los Andes Meridionales |
Exploración científica |
SI |
Primera mano |
Enrique Ibar Sierra |
1939 |
1877 |
Lago Argentino |
Exploración científica |
SI |
Primera mano |
Julius Beerbohm |
1877 |
1877 |
Santa Cruz |
Exploración |
NO |
Indeterminado |
Nicanor Larraín |
1883 |
1883 |
Puerto Deseado |
Exploración científica |
Indeterminado |
Indeterminado |
Carlos Spegazzini |
1884 |
1884 |
Santa Cruz. Isla Pavón |
Exploración científica |
Indeterminado |
Indeterminado |
Girolamo Roncaglia |
1884 |
1884 |
Área entre el rio Santa Cruz y el Estrecho de Magallanes |
Exploración científica (botánica) |
Indeterminado |
Indeterminado |
Agustín del Castillo |
1887 |
1887 |
Santa Cruz |
Exploración científica (actividad minera) |
Indeterminado |
Indeterminado |
Ramón Lista |
1975 |
1879 |
Patagonia Meridional |
Exploración militar |
Indeterminado |
Primera mano |
Ramón Lista |
2006 |
1894 |
Patagonia Meridional |
Exploración militar |
Indeterminado |
Primera mano |
Conde Henry De la Vaulx |
1901 |
1896-1897 |
Confluencia del rio Senguer con el Apeleg. Colhue Huapi. Choiquenilahue. Valle del rio Senguer |
Exploración (aventurero) |
NO |
Primera mano |
Clemente Onelli |
1998 |
1898 |
Paradero Shehuen Aike, en la zona del río Chalía y el Chico, Santa Cruz. Oeste de Chubut. Lago Argentino |
Exploración |
SI |
Primera mano |
Maria Clarisa Moyano |
1948 |
Fines siglo XIX |
Patagonia Meridional |
Exploración |
Indeterminado |
Indeterminado |
Hesketh Vernon Prichard |
1902 |
1900 |
Santa Cruz. Tal vez también zona del rio Mayo |
Exploración |
Indeterminado |
Indeterminado |
Celia Priegue |
2002 |
Primera década siglo XX |
Lagos Viedma, San Martín y Cardiel |
Etnografía |
NO |
Entrevista a mujer tehuelche |
Celia Priegue |
2007 |
Primera década siglo XX |
Lagos Viedma, San Martín y Cardiel |
Etnografía |
NO |
Entrevista a mujer tehuelche |
José Pozzi |
1936 |
Primera década siglo XX |
Indeterminada. Río negro, Chubut o Santa Cruz |
Etnografía |
SI |
Primera mano |
Maggiorino Borgatello |
1924 |
Primera década siglo XX |
Patagonia Meridional |
Misión evangelizadora |
SI |
Primera mano |
Tomás Harrington |
1946 |
1911-1935 |
Oeste de Chubut |
Exploración científica (lingüística) |
Indeterminado |
Primera mano |
Bruno Nordang |
1938 |
1916 |
Patagonia en general |
Exploración científica (agrimensor) |
Indeterminado |
Indeterminado |
Herbert Childs |
1997 |
1936 |
Reserva del río Zurdo |
Relato memorias de Santiago “El Jimmy” Radboone |
SI |
Primera mano e información de terceros |
Ana Aguerre |
2000 |
1933-1950 |
Río Pinturas |
Etnografía |
NO |
Entrevista a mujer Tehuelche |
Alejandra Siffredi |
1969-1970 |
1950 |
Santa Cruz (¿reserva de Cerro Ìndice?) |
Etnografía |
NO |
Información de terceros |
Tabla 1. Detalle de las fuentes escritas consultadas e incluidas en este trabajo.
Las poblaciones consideradas son grupos cazadores-recolectores cuya principal fuente de subsistencia fue la caza del guanaco (Lama guanicoe) y el choique (Pterocnemia pennata). Estas adoptaron el uso del caballo hacia el siglo XVIII (Martinic, 1995), lo que permitió ampliar los rangos de movilidad y modificar sus estrategias de caza. Dichos grupos han sido reunidos bajo el término tehuelche, segmentándolos en diferentes denominaciones según su ubicación geográfica, pero considerados culturalmente homogéneos. Así, los aónikenk se ubicarían principalmente al sur del río Santa Cruz y los teuschen entre el río Santa Cruz y el río Chubut o Limay/Negro (Casamiquela, 1965; Escalada, 1949; Martinic, 1995; Nacuzzi, 2005). Dado que estas divisiones no resultan del todo claras y han sido obtenidas en base a reconstrucciones lingüísticas (Nacuzzi, 2005), en este trabajo optamos por emplear un criterio amplio y considerarlos en su conjunto.
Para analizar las fuentes se privilegió la búsqueda de patrones y tendencias, por lo que se realizó un análisis cualitativo de una amplia serie de dimensiones particulares de las prácticas mortuorias. Ellas fueron: las características y la ubicación del entierro, el tipo de entierro (primario o secundario), la existencia de cementerios, quiénes participaban del entierro, el tratamiento y la posición de los cuerpos en la inhumación, la presencia de bienes, los ritos, cantos y las características del luto. Se construyó una base de datos con dichas variables a los fines de analizar cada texto en sí mismo, cruzar la información entre autores para encontrar diferencias y similitudes e inferir si se corroboran, complementan o contradicen (Fiore, 2002; Saletta, 2015). Asimismo, se contabilizaron las descripciones de dichas dimensiones para ponderar su frecuencia. Así, se elaboró un registro que tomase en cuenta una mayor variedad de aspectos que los empleados en trabajos previos, los cuales se enfocaron en elementos específicos (Bernal, Maneli y Barceló, 2011; Castro, 2009; de Jong et al., 2020; Gómez Otero y Dahinten, 1997-1998; Zilio, 2015). Consideramos que esto permitirá identificar y superar algunos sesgos propios de las fuentes, vinculados al contexto histórico de producción y a la fuente de información utilizada en los relatos (Buscaglia, 2019).
Resultados
Características y ubicación de los entierros
Los primeros registros, los diarios de viaje en Puerto Deseado de Pretty (Hakluyt, [1589]1904) y van Noort (Burney, 1806; Embon, 1950), describen entierros humanos cubiertos de piedras, en algunos casos pintadas de rojo, decoradas y con los dardos del difunto dispuestos por encima. Por su parte, Le Maire y Schouten (Burney, [1616]1806) consideran que se cubrían los cuerpos con piedras para evitar que fuesen comidos por animales. Estos relatos estarían haciendo referencia a los clásicos chenques descriptos en la literatura arqueológica regional, conformados por un montículo de rocas y fechados hacia el Holoceno tardío (Zilio, 2013, 2015). De hecho, en el interior de Patagonia se han detectado chenques con piedras pintadas de rojo, coincidiendo con lo descripto en las fuentes (Franco, Guarido, Montenegro y Ambrústolo, 2012).
Con posterioridad a estos documentos hay escasa información sobre la temática, hasta que doscientos años después se describen estructuras de entierro sumamente diferentes. Los primeros en mencionarlas son Cardiel y Quiroga, quienes describen en la bahía de San Julián una estructura confeccionada de ramas de forma cónica, similar a una choza, con una entrada y banderas plantadas a un lado (Lozano, [1745]1836). Sus características y ubicación a orillas del mar, coinciden con las descripciones de Falkner ([1744-1751]1911) de entierros similares, unas décadas posteriores. Si bien debe tenerse en cuenta que el autor pudo estar reproduciendo la información obtenida a partir de sus encuentros con el padre Cardiel. A su vez, Fitz Roy y Parker King (Fitz-Roy, [1826-1827]1839) relatan e ilustran la presencia de una estructura similar a orillas del Estrecho de Magallanes, también asociada a banderas (Figura 2). De la Vaulx ([1901]2008) observa en el oeste de Chubut, a fines del siglo XIX, una construcción análoga en ruinas: “una especie de rancho de ramas entrelazadas” (p. 150), junto a la cual había una caña, posiblemente el asta de una bandera. Estas estructuras fueron recurrentemente interpretadas como de origen Mapuche o Tehuelche Septentrional (Lozano, [1745]1836, Mandrini, 2000). Sin embargo, dada la amplia dispersión geográfica de los hallazgos y su frecuente mención2, parece improbable que se trate de una práctica exclusivamente vinculada a la presencia de poblaciones de origen septentrional en la región. En este sentido, mientras que este tipo de entierro aparece asociado a grupos tehuelches meridionales (Fitz-Roy, [1826-1827]1839), resulta desconocido para la región pampeana o la Araucanía (Montero, 2009). A pesar de la amplia dispersión geográfica de estos entierros, su uso resultaría acotado en el tiempo, ya que no hay menciones a su empleo con posterioridad a las primeras décadas del siglo XIX.
Figura 2. Toldería junto a una estructura de entierro de ramas tipo “choza cónica”, con banderines y cueros de caballo montados sobre palos en Bahía Gregorio en 1827 (Fitz-Roy, [1826-1827]1839, p. 94).
Las estructuras mencionadas difieren de las descriptas entre 1830 y 1965, las cuales consisten en simples pozos3, generalmente circulares4 y abiertos con las manos o con la ayuda de algún implemento de madera o metal (Claraz, [1865-1866]1988; Coan, [1833]1879; Larraín, 1883; Matthews, [1864-1894]1995; Onelli, [1898]1998; Roncaglia, 1884; Schmid, [1858-1865]1964). En contraste con estas descripciones, Spegazzini (1884) sostiene que los entierros se realizaban bajo una mata de calafate en las mesetas, por lo que los cuerpos se enterraban a poca profundidad y quedaban expuestos al carroñeo de zorros y perros. Tal descripción indica un tratamiento mortuorio que podríamos considerar expeditivo (Walthall, 1999), que se contradice con los testimonios previamente relevados.
En cuanto a las estructuras de entierro denominadas chenques5, son escasamente mencionadas en la literatura con posterioridad al siglo XVI y XVII y están ausentes de los relatos del siglo XVIII y principios del XIX. Recién en los relatos de la segunda mitad del siglo XIX vuelven a ser mencionadas. De este modo, Musters ([1869-1871]1997) es el único autor posterior al siglo XVI que describe a los chenques de piedra o ramas como una modalidad de inhumación contemporánea a su presencia en la región. Asimismo, aporta como dato que el tamaño de estos túmulos de piedra dependía de la riqueza o influencia del fallecido. El testimonio de Musters difiere del brindado por viajeros posteriores, los cuales sostienen que el entierro en chenques era una práctica en desuso (Claraz, [1865-1866]1988; De la Vaulx, [1901]2008; Moreno, [1877]2007; Nordang, 1916; Onelli, [1898]1998). No obstante, en todas estas fuentes se consideraba que el cambio en las modalidades de entierro era relativamente reciente y que estas prácticas perduraban en la memoria de los tehuelches. Esto último se evidencia en la acción de agregar nuevas piedras o ramas al pasar delante de un chenque y dejar ofrendas (e.g. hilos de los ponchos) (De la Vaulx, [1901]2008; Moreno, [1877]2007; Musters, [1869-1871]1997). De hecho, en algunos casos se recordaba qué persona estaba enterrada (e.g. Musters describe que sus acompañantes le mencionan que en un gran chenque estaba enterrado un cacique), así como la causa de muerte (Claraz, [1865-1866]1988; Cox, [1862-1863]1909 y Moreno, [1877]2007 indican que los chenques conformados por ramas eran para personas que habían muerto por hipotermia).
Es interesante remarcar que los chenques conformados por pilas de ramas han sido escasamente documentados en la literatura etnográfica y arqueológica, pero se encuentran bien representados en los relatos de viajeros del siglo XIX. Su bajo potencial de preservación los habría hecho escasamente visibles para los etnógrafos, arqueólogos y aficionados de los siglos XX y XXI. El resultado sería la absoluta preeminencia de los chenques de piedra en los registros. Asimismo, se debe remarcar que la mención a este tipo de estructuras se da únicamente en la zona norte del área, por lo que cabe la posibilidad de que haya sido una práctica regional no extendida a todo el espacio estudiado. Asimismo, la mayoría de los relatos indican que su confección era una práctica antigua, caída en desuso hacia el siglo XIX.
En relación con la ubicación de los entierros, independientemente de la modalidad, encontramos diferencias marcadas entre los relatos. Por un lado, algunas fuentes sostienen que los cuerpos se depositaban en los puntos más altos y llamativos de la región (De la Vaulx, [1901]2008; Hakluyt, [1589]1904; Nordang, 1916). Onelli ([1898]1998) sostiene que cuando el fallecido era un cacique o jefe, era depositado en los puntos más altos, que se destacaban sobre la llanura. Por el otro, hay quienes sostienen que los entierros se realizaban en las cercanías de los campamentos (Childs, [1936]1997; Fitz-Roy, [1826-1827]1839; Siffredi, 1969-1970), así como también cerca de cuerpos de agua, ya que: “no queremos que nuestros muertos tengan que padecer esa terrible privación de la falta de agua” (De la Vaulx, [1901]2008: 132). Asimismo, Schmid ([1858-1865]1964) sostiene que el lugar de elección para el entierro respondía únicamente a la facilidad que brindaba el suelo para realizarlo, prefiriéndose los médanos. En caso de que el suelo en las cercanías del campamento no fuese propicio, se transportaba el cuerpo a un lugar más conveniente. Estas diferencias presentes entre los relatos podrían significar que se trataba de una práctica variada a lo largo de la extensa región, ya que diversos autores la han registrado a partir de sus vivencias en primera persona (De la Vaulx, [1901]2008; Fitz-Roy, [1826-1827]1839; Onelli, [1898]1998).
Las mismas fuentes reconocen la existencia de cambios en las ubicaciones y técnicas elegidas para llevar adelante sus entierros. En este sentido, la presencia de colonos y exploradores, que solían saquear sepulcros, habría llevado al desarrollo de estrategias para evitar estas actividades. De este modo, y dado que no se cuenta con testimonios indígenas sobre esta práctica, Onelli ([1898]1998) considera que habían dejado de utilizarse puntos sobresalientes del paisaje para realizar entierros y se había comenzado a evitar que las ceremonias fuesen vistas por extraños, debido a los continuos saqueos de los exploradores. En consonancia con esto, Childs ([1936]1997), Claraz ([1865-1866]1988), De la Vaulx ([1901]2008) y Priegue (2007), mencionan que se llevaban adelante diversas tácticas para evitar el saqueo, las cuales consistían en la vigilancia de las tumbas y/o en no marcar el lugar de entierro. Según De la Vaulx ([1901]2008), su guía le mencionó que cuando la tumba se hallaba en las cercanías del rancho de un colono “se esfuerzan en que la tumba quede lo más disimulada que se pueda, porque tienen miedo de que un brujo cristiano se meta con su hermano muerto en la última morada” (p. 125).
Así, los grupos de cazadores patagónicos pasaron de elegir los puntos más llamativos del paisaje a enterrar a sus difuntos en lugares poco visibles, no señalizados, apartados y escondidos, que no llamasen la atención, como el pie de barrancas o matas (ver Goñi, 2010).
Tipo de entierro: primario y secundario
La modalidad de entierro fue abordada por diversos autores a lo largo del tiempo y algunos de estos hicieron menciones especiales acerca de si se trataba de entierros primarios o secundarios (terminología empleada en las investigaciones arqueológicas). En relación con esto, Falkner ([1744-1751]1911), basándose probablemente en informantes tehuelches meridionales que visitaban la región pampeana, menciona que la práctica común era, en una primera instancia, enterrar los huesos previamente descarnados. En un segundo momento, antes de que se cumpla un año, desenterrarlos, dejarlos blanquear y secar (posiblemente sobre una plataforma de cañas o ramas), para finalmente trasladarlos al lugar definitivo de entierro a orillas del mar. Claraz ([1865-1866]1988) también menciona la ejecución de tal práctica, indicando que luego del entierro primario y pasado determinado tiempo, los huesos eran desenterrados y depositados en un cementerio. Es complejo indicar si esta era la práctica habitual o si simplemente se trataba de una excepcionalidad. En este sentido, ambos autores tratan con grupos que estaban de viaje en regiones lejanas a su lugar de origen. De acuerdo con esto, es posible que esta práctica fuese implementada por los grupos tehuelches más sureños cuando se encontraban de viaje en la región pampeana o norpatagónica y segmentaban en el tiempo las instancias del tratamiento mortuorio para poder enterrar a sus muertos en su región de pertenencia al regreso de sus viajes.
Fuentes posteriores mencionan el traslado tanto de los huesos como de los cuerpos en cada cambio de campamento (Roncaglia, 1884), por largas distancias para enterrarlos en lugares particulares (Priegue, 2007). Si bien es posible que ambos testimonios se refieran a los entierros secundarios, esta práctica es descripta sin mayores precisiones como antigua y en desuso al momento de la documentación. Por su parte, Pozzi (1936a) menciona la doble inhumación como una creación reciente con el objeto de evitar el saqueo de las tumbas por parte de los colonos y viajeros. Tal vez fuese análoga a la documentada por Pritchard (1902), quien menciona que, pasado un año, se desenterraban los adornos de plata posicionados junto al difunto, si bien no parece haber una manipulación o transporte del cuerpo. Contrariamente, Childs ([1997]1930) describe que Radboone presenció la remoción de un individuo por parte de un familiar de este y su reentierro en un cementerio tehuelche situado en el borde de un farallón. En este caso no se observa el descarne de los huesos, sino que se enterraba provisoriamente en las cercanías del campamento.
En algunos escritos, se encuentra claramente documentado que los individuos enterrados no eran luego removidos. Tal es el caso de Onelli ([1898]1998), quien presencia el entierro de un anciano, al año siguiente regresa y encuentra el cuerpo dentro de la tumba. Lo mismo puede decirse de los entierros del siglo XX documentados por Siffredi (1969-1970), Aguerre (2000) y Priegue (2007).
En conclusión, pareciera ser que hacia fines del siglo XIX y principios del XX, el traslado de los restos era raramente realizado. De acuerdo a los testimonios, esto habría sido más frecuente en momentos previos, aunque desconocemos el contexto específico en el que se ejecutaba dicha práctica ya que las fuentes no profundizan en este aspecto. Su abandono pudo deberse al proceso de sedentarización experimentado por los grupos tehuelches en esos momentos (Martinic, 1995; Priegue, 1997; entre otros). Esto, sumado a la pérdida de los espacios tradicionalmente utilizados para los entierros, como sería la costa del mar, habría limitado la ejecución de dichas modalidades de inhumación.
Áreas formales de entierro
Algunos autores han negado la existencia de áreas formales de entierro, también denominadas cementerios, entre los grupos tehuelches (Schmid, [1858-1865]1964), mientras que otros contradicen esta noción. Como se ha mencionado en el apartado anterior, existen diversos ejemplos en los cuales se registra una manipulación y traslado de los restos a lugares de entierros recurrentes. En este sentido, en el siglo XVIII, Falkner ([1744-1751]1911) menciona la existencia de cementerios ubicados a orillas del mar. A su vez, en el siglo XIX, Claraz ([1865-1866]1988) hace mención sobre un entierro secundario, que luego de esqueletizado el cuerpo, fue trasladado a un cementerio. A inicios del siglo XX, Radboone menciona el uso de cementerios para un entierro secundario perteneciente al grupo de Mulato, dejando entrever el carácter tradicional de su uso (Childs, [1936]1997). En este sentido, Musters ([1869-1871]1997) describe la existencia de antiguos cementerios indígenas, asociados a artefactos líticos en superficie. Lista ([1879]1975) menciona la existencia de cementerios y describe las condiciones de preservación de los huesos y el acompañamiento mortuorio. De la Vaulx ([1901]2008) establece que en el valle del río Apeleg hay un cementerio indígena y encuentra en una de las tumbas una cuna hecha de cañas adornadas con dibujos, sobre la cual encuentra el esqueleto de un niño. Por sus características deduce que fue elaborada en momentos previos a la adopción del caballo. En consonancia con los testimonios previos, Pati, entrevistada por Aguerre (2000), menciona sin brindar mayores detalles la existencia de antiguos cementerios en el río Pinturas. Por su parte, desde fines del siglo XIX, se documenta la adopción de modalidades de entierro foráneas, ya que Moreno ([1877]1969) da cuenta del entierro de un cacique y su mujer en un “cementerio cristiano” (p. 29). A mediados del siglo XX, se establecieron dichos cementerios con tumbas identificadas con cruces o con postes de metal y alambrados en las reservas tehuelches del lago Cardiel (M. C. Morlesín y A. M. Agnolin, observaciones personales, 2020) y Camusu Aike (Rodríguez, 2010).
En la mayoría de las fuentes la información es escueta. Se considera que el motivo de ello puede recaer, una vez más, en el deseo de no socializar sus prácticas con los extranjeros a los fines de evitar profanaciones. Estas últimas se orientaron al robo de objetos de plata (Priegue, 2007) y de restos óseos, particularmente cráneos (Podgorny, 1998). Sin embargo, no puede negarse que la ausencia de información pueda deberse a diversos motivos, entre ellos a que los cronistas no presenciaron tales prácticas o decidieron omitirlas de sus relatos o a que los grupos indígenas simplemente no llevaban adelante tal modalidad de entierro. En cualquier caso, el uso de espacios formales de entierro no parece haber sido universal y posiblemente fuese una práctica en desuso hacia el siglo XIX.
Participación de los entierros
Quienes participaban de los entierros es un dato registrado a partir del siglo XVIII en adelante. Las fuentes coinciden en que son los familiares del difunto quienes realizan los preparativos y llevan adelante el entierro. Particularmente son las mujeres, y en general las ancianas, quienes se ocuparían de todas las tareas (Childs, [1936]1997; Falkner, [1744-1751]1911; Matthews, [1864-1894]1995; Onelli, [1898]1998; Priegue, 2007; Roncaglia, 1884; Schmid, [1858-1865]1964; Sifrredi, 1969-1970; Viedma, [1780]1837). Sin embargo, se observan algunas contradicciones en torno al rol que los varones cumplían en los entierros. Algunos relatos indican que son los varones de la familia del fallecido quienes cavaban la fosa (Siffredi, 1969-1970). En este mismo sentido, Onelli ([1898]1998) es requerido por un grupo de ancianas para cavar una fosa. Contrariamente, Schmid ([1858-1865]1964) sostiene que los hombres no intervenían en ningún aspecto del proceso, el cual era realizado únicamente por mujeres, incluso “ningún hombre acompañaba al muerto hasta su tumba” (p. 186).
La abundancia de testimonios, algunos documentados por testigos de todo el proceso, y las contradicciones en estos, apuntarían a la variabilidad en la práctica y a la segmentación de estas actividades entre los géneros.
Tratamiento y posición de los cuerpos
En el apartado sobre el tipo de entierro, se incluyó información relacionada con las técnicas de traslado y reentierro de los cuerpos. En este, se detallarán los tratamientos a los cuales fueron sometidos los cuerpos de los fallecidos y su posición en el entierro. Al igual que el apartado anterior, sólo a partir del siglo XVIII las fuentes consignan esta información.
La preparación de los cuerpos fue una tarea fundamentalmente realizada por mujeres. Al menos en dos relatos se describe el escenario en el cual un miembro del grupo está gravemente herido o enfermo y que, al creerse que va a morir inminentemente, las mujeres intervendrían asfixiándolo, ya sea sentándose encima de ellos (Onelli, [1898]1998) o tapándole la boca y la nariz con una tela (Matthews, [1864-1894]1995). Con posterioridad a la muerte se les quebraba la columna vertebral haciendo presión a mano o mediante el uso de un cuchillo para permitir la manipulación del cuerpo y obtener la postura en que se lo quería enterrar (Childs, [1936]1997; Larraín, 1883; Onelli, [1898]1998; Siffredi, 1969-1970). Así, se plegaban las rodillas hacia el pecho, en posición genupectoral (Childs, [1936]1997; De la Vaulx, [1901]2008; Larraín, 1883; Nordang, [1916]1938; Onelli, [1898]1998; Schmid, [1858-1865]1964; Siffredi, 1969-1970) y en algunos casos se ataba el cuerpo con un lazo para mantener la posición deseada (Matthews, [1864-1894]1995; Onelli, [1898]1998).
Algunos relatos indican que al fallecido se lo peinaba, se le cambiaban sus ropas habituales y se las reemplazaba por sus mejores prendas. A su vez, se le colocaban hilos de plata trenzados en el pelo, se lo adornaba con brazaletes, anillos, pendientes, collares de plata, con cuentas de colores ubicadas por el cuerpo y plumas (Aguerre, 2000; Childs [1936]1997; De la Vaulx, [1901]2008; Falkner, [1744-1751]1911; Lozano, [1745]1836; Schmid, [1858-1865]1964).
Finalmente, los cuerpos eran colocados en posición fetal (Aguerre, 2000; Childs, [1936]1997; De la Vaulx, [1901]2008; Lista, [1894]2006; Matthews, [1864-1894]1995; Musters, [1869-1871]1997; Onelli, [1898]1998; Schmid, [1858-1865]1964; Siffredi, 1969-1970). Contrariamente, Cardiel y Quiroga (Lozano, [1745]1836), Roncaglia (1884), Moreno ([1876]1969, [1877]2007) y Musters ([1869-1871]1997) describen que los individuos eran enterrados sentados. A su vez, algunos autores afirman que los cuerpos eran enterrados con su cabeza orientada hacia el este (De la Vaulx, [1901]2008; Musters, [1869-1871]1997), mientras que otros consideran que tenían orientación oeste (Gardiner, 1845 en Despard, 1852), “hacia la cordillera” (Siffredi, 1969-1970, p. 268). Antes del entierro, se envolvían y/o cosían los cuerpos en mantos, cueros o telas rojas pintadas o estampadas, usualmente formando varias capas (Aguerre, 2000; Childs, [1936]1997; De la Vaulx, [1901]2008; Lista, [1894]2006; Matthews, [1864-1894]1995; Musters, [1869-1871]1997; Onelli, [1898]1998; Priegue 2007; Schmid, [1858-1865]1964; Siffredi, 1969-1970).
Presencia de bienes en el entierro
A la hora de describir los objetos que acompañan al fallecido en su entierro, ya sea colocados junto al cuerpo o por encima de la tumba, los relatos atribuyen tal práctica a la creencia en la vida después de la muerte (Larraín, 1883; Lista, [1894]2006; Moreno, [1876]1969, [1877]2007; Nordang, 1916; Onelli, [1898]1998; Prichard, 1902; Schmid, [1858-1865]1964; Viedma, [1780]1837; entre otros). Los primeros testimonios del siglo XVI describen que los muertos eran enterrados con sus arcos y flechas y con adornos de conchillas, todo ello acomodado debajo de sus cabezas. Encima de los chenques se depositaban los dardos del fallecido (Embon, 1950; Hakluyt, [1589]1904). Pasado el siglo XVIII y hasta bien entrado el siglo XX estas prácticas continuaron, aunque los bienes depositados varían de acuerdo con los nuevos materiales adoptados por los grupos tehuelches. Así, como se describió previamente, los muertos eran enterrados envueltos en varios cueros y telas, junto con sus armas (e.g. cuchillos, lanzas, boleadoras), utensilios y objetos de plata (e.g. espuelas, estribos, tijeras, monedas, cuentas), su pipa, alimentos, agua, animales sacrificados (e.g. perros y caballos), entre otros bienes que podrían necesitar en la otra vida (Aguerre, 2000; Childs, [1936]1997; De la Vaulx, [1901]2008; Gardiner, 1845 en Despard, 1852; Hakluyt, [1589]1904; Larraín, 1883; Lista, [1894]2006; Matthews, [1864-1894]1995; Moreno, [1876]1969, [1877]2007; Musters, [1869-1871]1997; Nordang, 1916; Onelli, [1898]1998; Prichard, 1902; Priegue, 2007; Roncaglia, 1884; Schmid, [1858-1865]1964; Siffredi, 1969-1970). Asimismo, Onelli ([1898]1998) describe que las mujeres ancianas llevaban una bolsa con tierra y arrojaban un puñado de la misma sobre la tumba. Al mismo tiempo, guardaban una pequeña porción de la tierra removida para la nueva tumba.
Schmid ([1858-1865]1964) recupera testimonios de las mujeres para dar a conocer que los bienes enterrados eran dejados para siempre en la tumba. Contrariamente, Prichard (1902) indica que los objetos se dejaban enterrados durante 12 meses y luego se los removía. Además, algunos testimonios afirman que por encima de la tumba se depositaban objetos. Claraz ([1865-1866]1988) describe la práctica de desparramar cuentas de vidrio y yerba por el suelo tanto en el área de la tumba, como en la antigua cama del fallecido. Sin embargo, aclara que no es posible registrar su presencia dado que eran recogidas por los individuos que pasaban por el área. De igual forma, Priegue (2007) documenta que se desparramaban encima de la sepultura objetos de plata, monedas y cuentas.
En términos generales, se aprecia una extensa continuidad (desde el siglo XVI al XX) en la práctica de enterrar al individuo con sus pertenencias personales, especialmente armas y adornos. A partir de la adopción del caballo y de materiales europeos habría una mayor variedad de objetos enterrados. En el marco de estos cambios, las fuentes consignan el entierro de bienes de plata, considerados elementos de prestigio que constituían fuertes indicadores de estatus social de los individuos (Aguerre, 2000; Martinic, 1995; Martinic y Prieto, 1988; Núñez Regueiro y Guerra, 2016; Priegue, 2007).
El quemado de las pertenencias del difunto también es una práctica asociada a la creencia en la vida luego de la muerte, ya que así podrían tenerlas en la nueva vida (Lista, [1894]2006; Onelli, [1898]1998; Priegue, 2007; Schmid, [1858-1865]1964). Esta práctica será desarrollada en profundidad en el apartado siguiente.
Ritos, cantos y ceremonias
Tal como se ha descripto previamente, al menos desde el siglo XVIII en adelante, ante la muerte de un miembro del grupo se suceden una serie de acciones que son consistentemente detalladas en todas las fuentes. Estas eran llevadas adelante por determinados integrantes de la familia, tanto varones como mujeres (Matthews, [1864-1894]1995) y en un orden establecido. En primer lugar, se daba aviso a todo el grupo y se enviaban mensajeros a los toldos lejanos: “venían todos los familiares y durante todo el día, nadie hablaba ni comía o se hablaba muy bajo” (Aguerre, 2000, p. 170). Las visitas venían a brindar el pésame y traían consigo mantas. Se destaca que diversos relatos enfatizan en que cuando el difunto era un niño, una mujer u hombre joven, las demostraciones de condolencia eran mayores (Musters, [1869-1871]1997; Schmid, [1858-1865]1964).
Al difunto se lo dejaba en el toldo durante toda la noche y se lo rodeaba con una suerte de cortinas de cuero. Tanto sus familiares y amigos como personas que no eran de su familia se quedaban en el toldo llorándolo (Siffredi, 1969-1970), los parientes masculinos “sentados alrededor del difunto y, uno tras otro, reverentemente, agitaban una mano sobre el difunto, dándole suaves palmadas sobre la cabeza, como si deseara contagiarse de las virtudes del extinto, hablando en voz baja y circulando la pipa” (Schmid, [1858-1865]1964, pp. 183-184). Las mujeres, sobre todo las de mayor edad, se vestían con sus ornamentos de luto, echándose sobre el manto de piel un paño de color rojo, asegurado con dos alfileres adornados con cuentas de colores (Schmid, [1858-1865]1964).
En este contexto, algunos relatos describen que se llamaba al calamelouts (Schmid, [1858-1865]1964), chamán del grupo, quien clavaba un cuchillo en el suelo en las inmediaciones del cuerpo y hacía sonar sus “cascabeles” con energía, produciendo un ruido ensordecedor. Mientras tanto, los presentes se mantenían en silencio y sus semblantes expresaban un profundo dolor (Schmid, [1858-1865]1964). Falkner ([1744-1751]1911) describe una ceremonia semejante en la cual los hombres se cubrían con sus mantos de piel, se pintaban la cara con hollín y daban vueltas al toldo con lanzas en la mano y golpeando el suelo al ritmo de un canto lúgubre con el objetivo de espantar al gualicho.
Los caballos que llevaban el cuerpo del difunto a su lugar de inhumación eran preparados y adornados (Falkner, [1744-1751]1911; Matthews, [1864-1894]1995). Al caballo favorito del difunto se le colocaban sus mejores aperos, riendas y estribos de plata y se trenzaban las crines y la cola colocándose cuentas de plata. Finalmente, disponían mantas y cojines sobre el lomo del caballo, el cual cargaba la ropa y objetos de adorno del difunto (Aguerre, 2000; Childs, [1936]1997; Priegue 2002; Viedma, [1780]1837).
En este contexto, se describirán dos aspectos centrales de las prácticas inhumatorias tehuelches: el sacrificio de animales y la quema de los bienes del difunto. En primer lugar, numerosas fuentes coinciden en que se asfixiaba a los caballos, yeguas y perros del difunto. Esto se realizaba sobre la fosa mediante un lazo (para no derramar sangre) (Aguerre, 2000; Beerbohm, 1877; Borgatello, 1924; Childs, [1936]1997; Coan, [1833]1879; Del Castillo, 1887; De la Vaulx, [1901]2008; d’Urville, 1841-1846; Falkner, [1744-1751]1911; Fitz-Roy, [1826-1827]1839; Gardiner, 1845 en Despard, 1852; Larraín, 1883; Lista, [1894]2006; Matthews, [1864-1894]1995; Pozzi, 1936a; Prichard,1902; Priegue, 2007; Roncaglia, 1884; Schmid, [1858-1865]1964; Siffredi, 1969-1970; Spegazzini, 1884; Viedma, [1780]1837; Williams, [1874]1913). Contrariamente, Musters ([1869-1871]1997) indica que a los caballos se los mataba “machacándole la cabeza con boleadoras” (p. 212) y sólo en el caso en que el difunto fuese una criatura, se estrangulaba al caballo en el que solía viajar. A su vez, Onelli ([1898]1998) sostiene que se derramaba la sangre del caballo: “el mismo cuchillo que dobló el espinazo del indio, degolló al animal como víctima propiciatoria” (p.77). Por otra parte, Spegazzini (1884) establece la existencia de una diferencia en el animal sacrificado en función del sexo del difunto. En el caso de los hombres, se mataba a su caballo sobre la tumba, mientras que las mujeres eran sepultadas junto con su perro favorito.
En cuanto al objeto de dichos sacrificios, Williams ([1874]1913) indica que se sacrificaban las yeguas del difunto para que trasladen el alma hacia el mundo de los muertos. A su vez, Prichard (1902) sostiene que el sacrificio de los caballos y perros era para que “que puedan cazar guanacos en la vida posterior, en la tierra de los fantasmas” (p. 98). Así, era necesario tener una gran cantidad de caballos y yeguas, dado que el fallecido debía reemplazarlos a medida que se cansaban (Borgatello, 1924). De igual manera, d’Urville (1841-1846) sostiene que los familiares se encargaban de realizar el sacrificio de animales e incluir armas en el entierro porque si no lo hicieran “el muerto moriría de hambre en el otro mundo” (p. 152, nota 75). En relación con esta práctica, Del Castillo (1887) sostiene que al sacrificar una parte o la totalidad de sus caballos y yeguas ciertos individuos del grupo quedaban muy pobres (Beerbohm, 1877). Esto lo observamos en un diálogo que transcribe Schmid ([1858-1865]1964): “has perdido tu hijo y ahora eres muy pobre; por lo tanto, te traemos algunos regalos” (p. 185).
El tratamiento de los caballos sacrificados varía según las fuentes, no obstante, coinciden en mencionar que eran utilizados para la señalización de los entierros. En algunos casos, se utilizaban sus cueros y cabezas, adornadas con tachones de bronce, los cuales eran clavados en palos altos plantados en la tierra junto a los entierros, conformando una suerte de maniquíes (Fitz-Roy, [1826-1827]1839; Lozano, [1745]1836; Moyano, 1948). Lozano ([1745]1836) describe que los cueros de los caballos sacrificados eran rellenados con paja. Contrariamente, Luisa niega tal práctica (Priegue, 2007), mientras que Siffredi (1969-1970) menciona que el cadáver del caballo era montado sobre la tumba de manera que pareciese vivo. Prácticas similares en las que se montaban cueros equinos, a veces adheridos al cráneo, sobre armazones de palos o postes, son descriptas para poblaciones Mapuches y Pehuenches durante los siglos XVIII y XIX, si bien parecen haber sido poco frecuentes y caído en desuso en el siglo XIX (Cooper, 1946; Montero, 2009). Contrario a esto, Gardiner (en Despard, 1852) sostienen que los cueros eran convertidos en fundas para dormir por los familiares del difunto. La ausencia de menciones sobre estas prácticas en algunas fuentes apunta a la existencia de variabilidad en el uso de señalizaciones. Al igual que en el caso de los chenques, estas diferencias podrían vincularse al deseo de evitar el saqueo de las sepulturas, eliminando cualquier demarcador.
La carne de los caballos y yeguas sacrificados era consumida por los familiares y amigos del difunto. Generalmente, se asaba o hervía y se comía ahí mismo alrededor de la tumba (Childs, [1936]1997; Schmid, [1858-1865]1964; Siffredi, 1969-1970; Viedma, [1780]1837). Aguerre (2000) describe que se sacrificaba una ternera u otro animal y se consumían los costillares, mientras que el resto del cuerpo se dejaba cerca de la tumba a manera de ofrenda.
Además, se quemaban los bienes del difunto: tejidos y ropas (Aguerre, 2000; Beerbohm, 1877; Claraz, [1865-1866]1988; Coan, [1833]1879; Lista, [1894]2006; Priegue, 2007; Roncaglia, 1884; Schmid, [1858-1865]1964), Siffredi, 1969-1970; Spegazzini, 1884), el toldo6 (Aguerre, 2000; Coan, [1833]1879; d’Urville, 1841-1846; Gardiner, 1845 en Despard, 1852; Matthews, [1864-1894]1995; Musters, [1869-1871]1997), muebles (De la Peña, 1790, en Lehmann Nitsche, 1914; Gardiner, 1845 en Despard, 1852; Priegue, 2007), las armas tales como la lanza y las boleadoras (Cox, [1862-1863]1909) y el apero y la montura especial que se utilizó para trasladar el cuerpo del fallecido (Aguerre, 2000; Pozzi, 1936a, b; Schmid, [1858-1865]1964; Siffredi, 1969-1970).
La pira era construida por los familiares del difunto en las inmediaciones del toldo de este (Schmid, [1858-1865]1964). No sólo se quemaban las pertenencias del fallecido. Viedma ([1780]1837), Schmid ([1858-1865]1964) y Priegue (2007) describen que cada pariente y amigo del difunto arrojaba al fuego algún objeto que traían de su toldo: “si alguno de los hombres lleva prendas rojas, se las saca también y las echa a la pira, junto con la vincha o el pañuelo que llevaba en la cabeza” (Schmid, [1858-1865]1964, pp. 183-186). Cuando el difunto era una criatura, “los padres arrojan al fuego sus prendas de valor para expresar su pena” (Musters, [1869-1871]1997, p. 212). Los artículos arrojados al fuego en algunos casos eran removidos por las mujeres que acompañaban el rito (d’Urville, 1841-1846; Matthews, [1864-1894]1995; Musters, [1869-1871]1997), según Musters ([1869-1871]1997), como recompensa por sus servicios.
En este escenario, Schmid ([1858-1865]1964) describe que los parientes y amigos más cercanos se congregaban alrededor de las brasas cantando en tono lúgubre (Aguerre, 2000; De la Peña, 1790, en Lehmann Nitsche 1914; Falkner, [1744-1751]1911; Lista, [1894]2006; Matthews, [1864-1894]1995; Onelli, [1898]1998; Schmid, [1858-1865]1964), rezando (d’Urville, 1841-1846; Gardiner, 1845 en Despard, 1852) y llorando (d’Urville, 1841; Falkner, [1744-1751]1911; Schmid, [1858-1865]1964; Siffredi, 1969-1970).
A su vez, se realizaban manifestaciones de respeto y dolor. En el contexto de un fallecimiento, los familiares se cortaban el cabello como señal de respeto hacia el difunto y en el caso de las mujeres casadas, señal de viudez (d’Urville, 1841-1846). Así, los hombres se cortaban el cabello de la parte posterior de la cabeza, mientras que las mujeres se cortaban los cabellos de la frente (Claraz, [1865-1866]1988; De la Peña, 1790, en Lehmann Nitsche 1914; Ibar Sierra, [1877]1939; Matthews, [1864-1894]1995; Siffredi, 1969-1970). Además, se registra la práctica del rasgado y punción de brazos, muslos, del cuerpo y la cara, como expresiones de pesar (Falkner, [1744-1751]1911; Gardiner, 1845 en Despard, 1852; Larraín, 1883; Matthews, [1864-1894]1995; Schmid, [1858-1865]1964; Siffredi, 1969-1970; Viedma, [1780]1837). Los relatos reconocen diferencias en esta práctica en relación con el sexo de los individuos y los instrumentos empleados. Así, Siffredi (1969-1970) y Gardiner (en Despard, 1852) reconocen que los hombres se cortaban los muslos, mientras que las mujeres se cortaban las mejillas. De acuerdo al material utilizado, se registran punciones realizadas con espinas y con trozos de vidrio u otro instrumento cortante para hacer correr la sangre (Falkner, [1744-1751]1911; Lista, [1894]2006; Matthews, [1864-1894]1995; Schmid, [1858-1865]1964). Finalmente, en el marco de la creencia de la vida luego de la muerte, los individuos exhibirían tatuajes pequeños, “marcas” que les permitirían acceder al nuevo mundo (Casamiquela, 1988; Escalada, 1949; Onelli, [1898]1998; Priegue, 2007). La ubicación de los tatuajes en el cuerpo varía según los relatos. Por un lado, Onelli ([1898]1998) describe que dichos tatuajes se localizaban en el brazo izquierdo, mientras que Musters ([1869-1871]1997) indica que se ubicaban en el antebrazo sin definir una lateralidad. Por otro lado, Lista ([1879]1975) amplía la localización de los tatuajes incluyendo su uso en manos y pecho, aunque circunscribe su uso a las mujeres (Lista, [1894]2006). Contrariamente, Musters ([1869-1871]1997) sostiene que ambos sexos se tatuaban.
Las características del luto
La información disponible sobre el luto corresponde a momentos posteriores al siglo XVIII y los relatos coinciden en que el periodo de luto duraba aproximadamente un año (Claraz, [1865-1866]1988; Harrington, 1946; Musters, [1869-1871]1997; Onelli, [1898]1998; Priegue, 2007; Schmid, [1858-1865]1964; Siffredi, 1969-1970; Spegazzini, 1884; Viedma, [1780]1837). Sin embargo, Aguerre (2000) sostiene que el duelo podía extenderse entre uno y dos años, dependiendo del vínculo familiar que se tenía con el difunto.
En dicho periodo se evitaba nombrarlo, recordarlo y en algunos casos, se cambiaba el nombre de algún objeto si este era el mismo que el del difunto (Onelli, [1898]1998; Pozzi, 1936a). Asimismo, no se volvía a utilizar ese nombre en un recién nacido hasta pasado determinado tiempo, generalmente tres años (Casamiquela, 1965; Escalada, 1949; Siffredi, 1969-1970; entre otros). Además, se reconoce la existencia de ciertas normas durante ese período, y una de ellas refiere al uso de vestimentas especiales mientras duraba el luto. Los relatos refieren a ropas de color blanco (Aguerre, 2000; Childs, [1936]1997; Priegue, 2007; Schmid, [1858-1865]1964; Sifreddi, 1969-1970), mientras que otros más recientes afirman que se usaba el negro, aunque antiguamente se utilizaba el blanco (Aguerre, 2000; Priegue, 2007). Tales diferencias responderían a que en el siglo XX fue adoptado el negro como color de luto de acuerdo con la tradición occidental (Priegue, 2007).
El duelo de las viudas cumplía características particulares. Por un lado, utilizaban una vincha y dejaban un mechón recortado sobre la frente, como una suerte de flequillo (Priegue, 2007). Asimismo, dejaban de trenzarse el cabello, lo utilizaban suelto (Childs, [1936]1997; Claraz, [1865-1866]1988; Priegue, 2007) y sin adornos (Claraz, [1865-1866]1988). Por otro lado, la mujer visitaba el entierro cada quince días (Siffredi, 1969-1970), tomaba distancia de los miembros del grupo: viajaba separada del resto, su toldo se colocaba alejado de los otros y evitaba el trato con otras personas (Claraz, [1865-1866]1988). En relación con esto, Aguerre (2000) describe: “(…) no tenía que tratar con nadie. Era como vivir solo, no recibían visitas. Seguían en el mismo toldo, pero no trataba con la gente, era una persona que vivía callada” (pp. 169-170). Falkner ([1744-1751]1911), casi dos siglos antes, incluye descripciones similares, aunque de carácter más estricto:
El ayuno de la viuda debe durar un año, deben estar encerrados en su toldo sin comunicarse ni salir. No deben lavarse la cara ni las manos y mantenerlas pintadas de hollín. No deben comer carne de caballo o vaca ni volver a casarse hasta pasado un año (p. 50).
Esta modalidad de luto tan restrictiva no es mencionada por otros autores y consideramos que probablemente la descripción esté basada en relatos de terceros, al igual que otros datos de este cronista.
Finalmente, durante el duelo, no había celebraciones ni festejos (Priegue, 2007) y la finalización del mismo fue descripto de distintas maneras en las fuentes. La más temprana corresponde a Viedma ([1780]1837), quien sostiene que, pasado el año, se repetía el duelo por tres días, en los cuales reinaba el llanto y la angustia, a la vez que se preparaba una hoguera para la quema de objetos. Luego de esto afirma que “ya no vuelven a acordarse del difunto para nada” (p. 79). Fuentes más recientes, afirmaban que, una vez finalizado el periodo de luto, se hacía una fiesta con música, a la cual los miembros del grupo asistían con ropa nueva (Casamiquela, 1988; Harrington, 1946; Priegue, 2007).
Discusión y conclusiones
En este trabajo se analizó una serie de fuentes históricas y etnográficas con el objeto de abordar las prácticas mortuorias tehuelches. Creemos importante destacar que no todas las fuentes incluidas en este trabajo exhiben el mismo grado y nivel de confiabilidad. Escritos como los de Falkner ([1744-1751]1911), Nordang (1916) y Roncaglia (1884) emplean datos cuyo origen podría ser resultado tanto de sus propias observaciones, como de sus informantes o de escritos previos. Aun así, consideramos pertinente incluirlas ya que brindan información factible de ser comparada con aquella contenida en relatos de primera mano y así, profundizar el conocimiento de las estrategias de tratamiento de los difuntos en los grupos tehuelches.
Se observa una marcada variabilidad de las prácticas funerarias en términos temporales, no así en términos espaciales. Las fuentes tempranas del siglo XVI describen el uso de chenques como estructuras de entierro, las cuales habrían sido reemplazas por entierros dentro de chozas de ramas, registradas entre los siglos XVIII y XIX. Luego del abandono de esta última práctica, se describen durante los siglos XIX y XX los entierros en pozo, destacándose la reaparición de los chenques en los registros de la segunda mitad del siglo XIX.
Los escasos testimonios del siglo XVI, provenientes de la costa de San Julián, indican que los entierros se realizaban en estructuras de piedra, pintadas de rojo, en la cima de los acantilados y junto a las cuales se disponían los dardos del difunto. Estas estructuras consistirían en chenques similares a los descriptos por los estudios arqueológicos para esa región (Zilio, 2013). Sin embargo, este tipo de entierro desaparece de las crónicas y vuelve a mencionarse en las fuentes del siglo XIX, como una práctica de entierro antigua y abandonada con el objetivo de evitar el saqueo (Onelli, [1898]1998; Goñi, 2010; Martinic, 1995). El único autor que menciona tal modalidad de entierro como contemporánea a su exploración es Musters ([1869-1871]1997).
Durante el siglo XVIII y primeras décadas del XIX se registra la confección de chozas de ramas sobre los entierros. Consistían en estructuras en las que los individuos eran enterrados sentados, envueltos en telas y cueros, con joyas y asociados al sacrificio de caballos (Lozano, [1745]1836)7. Tales características son similares a las descriptas para la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX.
Durante los siglos XVIII y XIX, las descripciones de las prácticas mortuorias de los grupos indígenas de esta vasta región de Patagonia (aproximadamente 500.000 km2) son estrechamente similares entre sí. Así, aparecen sistemáticamente descriptas desde el centro de Chubut hasta el Estrecho de Magallanes la práctica del quemado de las pertenencias del difunto, el sacrificio de animales, los tatuajes como forma de pasaje al otro mundo, vestimentas particulares, la posición de los cuerpos y su envoltura en cueros, los bienes enterrados, la dispersión de cuentas de vidrio y otros objetos sobre la tumba, las personas que participaban de la ceremonia, las autolesiones, el luto y la fiesta del fin del mismo, entre otros. Las principales diferencias detectadas podrían ser los chenques de ramas mencionados para el norte de la región de estudio –pero cuya confección parece haber estado en desuso en el siglo XIX– y los roles de hombres y mujeres en el entierro. En este último caso, no está claro el carácter de tales diferencias entre los testimonios y podría ser el resultado de variaciones en el registro en las fuentes o en las prácticas.
A su vez, las ceremonias descriptas para los siglos XVIII y XIX incorporaban, a la práctica habitual de entierro de ajuares, elementos de aparición posterior al contacto, tales como los caballos, los objetos de plata, las cuentas de vidrio, los tejidos y los perros8 (para mayor detalle sobre la incorporación de estas tecnologías ver Martinic, 1995). Estas características son marcadamente diferentes a las descripciones del siglo XVI, lo que invita a considerar la posibilidad de un origen reciente para la mayoría de los elementos que caracterizan a las prácticas mortuorias desde el siglo XVIII. Por tal motivo, proponemos que las modalidades de entierro repetidamente descriptas durante los siglos XVIII y XIX se comportan como una suerte de paquete de rasgos compartidos que se dispersaron a lo largo de Patagonia en momentos históricos, los cuales no estaban presentes durante los primeros contactos con europeos. Consideramos que esto puede ser resultado de las transformaciones ocasionadas por la introducción del caballo. Por un lado, este permitía acortar distancias, por lo que el contacto y las relaciones interétnicas eran frecuentes y extendidas en el territorio permitiendo la dispersión de prácticas en períodos relativamente cortos (Gómez Otero y Dahinten, 1997-1998; Martinic, 1995; Nacuzzi 2007; entre otros). En este sentido, el uso del caballo facilitaría que miembros de grupos culturalmente diferentes presenciaran ceremonias funerarias de otras poblaciones. De igual forma, al acortar los tiempos de traslado, los encuentros podían ser menos espaciados, dando lugar a comunicaciones y relaciones más “fluidas”, con cierto grado de cotidianeidad y fomentado el establecimiento de relaciones de parentesco entre grupos. Este panorama habría favorecido la dispersión de prácticas funerarias novedosas y posiblemente una homogeneización de las mismas9. Asimismo, es interesante remarcar que el contacto con poblaciones de origen europeo habría inducido cambios tales como la eliminación de la señalización de entierros durante el siglo XIX, lo cual habría determinado el abandono del uso de chenques de piedra o ramas y de su demarcación con banderas y cueros de caballo. Por otro lado, la introducción del caballo generó grandes reconfiguraciones al interior de estos grupos, los cuales habrían modificado sus estrategias de movilidad, comercio, guerra, transporte, tecnología, entre otros (Cooper, 1946; Martinic, 1995; Nacuzzi; 2007; entre otros). En este caso, el progresivo avance colonizador sobre la Patagonia occidental implicó el desarrollo de estrategias de resistencia de las poblaciones locales, en un marco en el que la respuesta armada era cada vez menos factible (Martinic, 1995).
Este escenario señala un intenso proceso de cambio social y cultural a lo largo de los últimos siglos, acompañado de claras continuidades de algunos elementos del rito funerario desde el siglo XVIII. Así, se apoyan las propuestas previas que enfatizan en la variabilidad de estrategias desplegadas por las poblaciones patagónicas y alertan contra la idea de homogeneizar el extenso periodo transcurrido entre los primeros contactos con los europeos y la incorporación de Patagonia al territorio controlado por el Estado Nación (Goñi y Nuevo Delaunay, 2013).
Otro aspecto a considerar es la relación entre las descripciones de las fuentes y el registro arqueológico. Si bien hacer una comparación detallada está por fuera del alcance de este artículo, pueden señalarse algunas de las principales características del registro funerario de esta región perteneciente a los últimos 1000 años. Aquel contemporáneo a las fuentes es muy escaso. Las evidencias arqueológicas de los siglos XVI y XVII consisten en chenques y entierros a cielo abierto con individuos tanto en posición extendida como flexionada con acompañamiento de bienes europeos y foráneos (Cassiodoro, 2011; Gómez Otero y Dahinten, 1997). El único caso de entierro del siglo XIX coincide con las descripciones de las fuentes de la época, es decir, entierros en pozo, individuos envueltos en cuero y en posición sentada y con abundante ajuar de artefactos de origen europeo (e.g. cacerola, telas, adornos corporales de plata y bronce, entre otros) (Prieto y Schidlowsky, 1992). En contraste, los entierros del periodo entre los años 1000 y 500 AP consisten en casi su totalidad en chenques de piedra, generalmente primarios de uno o más individuos, en su mayoría en posición extendida, con o sin ajuar (Cassiodoro, 2011; Franco et al., 2012; Méndez, Reyes, Nuevo Delaunay y Latorre, 2017; Rizzo, 2018; Zilio, 2013, 2015; entre otros). Asimismo, es frecuente la presencia de signos de combustión de los restos (García Guraieb et al., 2019). Contrariamente a lo descripto en las fuentes, el entierro de individuos con sus armas ha sido sumamente infrecuente, a juzgar por la escasez de puntas de proyectil o bolas dispuestas junto a los cuerpos10, a la vez que las evidencias de mortajas de cuero o tejidos son sumamente escasas y de cronología incierta (Gradin y Aguerre, 1994), y los entierros en posición flexionada11 son minoritarios. Asimismo, la presencia de objetos de plata y la diversidad de bienes incorporados a los entierros descriptos en las fuentes históricas es mucho mayor que la registrada en momentos previos. En resumen, ambos registros muestran marcadas diferencias, que apoyan la propuesta de una reorganización de las sociedades patagónicas tras la adquisición del caballo y el contacto con los europeos. Cabe destacar que estas diferencias podrían apuntar también a un cambio en las creencias o al menos en la forma de expresarlas: los indígenas de los siglos XVIII y XIX argumentaban que los fallecidos necesitaban los artefactos que usaron en vida en el mundo de los muertos, por lo cual era necesario depositarlos con el fallecido (Aguerre, 2000; Childs, [1936]1997; De la Vaulx, [1901]2008; Gardiner, 1845 en Despard, 1852; Hakluyt, [1589]1904; Larraín, 1883; Lista, [1894]2006; Matthews, [1864-1894]1995; Moreno, [1876]1969, [1877]2007; Musters, [1869-1871]1997; Nordang, 1916; Onelli, [1898]1998; Prichard, 1902; Priegue, 2007; Roncaglia, 1884; Schmid, [1858-1865]1964; Siffredi, 1969-1970).
Un último aspecto para analizar es la relación entre las elaboradas ceremonias funerarias descriptas entre los siglos XVIII y XX y las afirmaciones por parte de algunos viajeros acerca de que los grupos de la Patagonia no tenían religión, creencias ni rituales. Así, Lista ([1879]1975) expresaba que:
(…) los Tehuelches, pues carecen de símbolos y de toda clase de ceremonias. Sin embargo, la costumbre de enterrar los cuerpos en la actitud que tuvieron en el seno maternal, hace presumir que bien pueden creer en el dogma de la resurrección (p. 112).
En dicha cita se observa la contradicción que engendra. Así, el autor sugiere que se trata de grupos que no tienen costumbres pero que, sin embargo, tienen el hábito de enterrar a sus difuntos en una posición específica, la cual responde a su creencia en la vida luego de la muerte.
Finalmente, a juzgar por la evidencia presentada en este trabajo, los grupos cazadores-recolectores patagónicos modificaron durante los últimos siglos aspectos directamente vinculados a la subsistencia (e.g. tecnología y estrategias de subsistencia y movilidad), así como también reorganizaron sus elaboradas prácticas mortuorias. Las características de este proceso, su cronología y su relación con las prácticas previas es un proceso que aún está por investigarse.
Agradecimientos
Este trabajo fue realizado como parte de las investigaciones realizadas en el marco del subsidio UBACYT 20020170100150BA (2018-2020) dirigido por Rafael Goñi y de una beca doctoral y posdoctoral CONICET. Agradecemos las sugerencias y comentarios de Rafael Goñi, Gisela Cassiodoro y Solana García Guraieb. Asimismo, agradecemos al personal de la biblioteca del INAPL por el material brindado y a los evaluadores cuyos comentarios y sugerencias enriquecieron sustancialmente este manuscrito.
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1 Este autor posiblemente tuvo contacto con tehuelches meridionales que visitaban la provincia de Buenos Aires y también obtuvo información de otros grupos (Casamiquela, 1965). Si bien no está claro cuales prácticas presenció, cuáles se basan en relatos de grupos meridionales y cuáles en relatos de otros grupos indígenas, se decidió incorporarlo dado que es una fuente que trata con detalle la temática y lo hace en una época con escasas fuentes alternativas.
2 Es necesario alertar sobre la posibilidad de que la práctica totalidad de este registro, naturalmente muy frágil, haya sido destruido por el paso del tiempo.
3 Roncaglia (1884) describe que las fosas eran cubiertas por tierra para formar túmulos en forma de cúpula esférica u ovalada.
4 Montravel es el único que describe la existencia de una sepultura que consiste en un pozo cuadrado de cuatro o cinco pies de profundidad (d’Urville, 1841-1846).
5 Onelli ([1898]1998) y Moreno ([1877]2007) denominan a estas estructuras como kaims o caim respectivamente.
6 El trabajo de Siffredi (1969-1970) es el único que aclara que el toldo no era arrojado al fuego.
7 La práctica del suttee en estos entierros, si bien ha sido sugerida previamente (González, 1979; Mandrini, 2000), cuenta con pocas evidencias en Patagonia y no puede darse por probada.
8 Si bien existen registros de perros prehispánicos en algunos sectores de Patagonia (Berón, Prates y Prevosti, 2015; González Venanzi, Prevosti, San Román y Reyes, 2021; Prates, Prevosti y Berón, 2010), su presencia no habría sido tan numerosa como en momentos posteriores, en los cuales llegaban a conformar jaurías de cientos de individuos en cada toldería (Martinic, 1995).
9 Casamiquela (1995) con su concepto de “tehuelchización” propuso la idea de homogeneización en las prácticas de los grupos tehuelches tras la adopción del caballo, si bien desde un marco teórico y con implicancias diferentes a las empleadas en este trabajo. Aschero (1987) y Goñi (2010) sugirieron una mayor heterogeneidad social y cultural en las estrategias tehuelches previa a la adopción del caballo, igual a lo planteado por Escalada (1949) para los grupos tehuelches históricos.
10 Un ejemplo es el conjunto de entierros de SAC ya que, con una muestra de más de 100 individuos, ninguno fue enterrado con bolas de boleadora y hay un único caso con un bifaz de obsidiana, el cual, sin embargo, no es una punta de proyectil (Cassiodoro, 2011).
11 Si bien existen algunos casos de individuos enterrados con los miembros inferiores flexionados, estos son una minoría (García Guraieb, 2010; Rizzo, 2018; Zilio, 2015; Zilio y Hammond, 2018; entre otros).