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Artículo
Cristian M. Favier Dubois
https://orcid.org/0000-0002-3693-2059
Instituto de Investigaciones Arqueológicas y Paleontológicas del Cuaternario Pampeano (INCUAPA), Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) - Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNICEN). Av. Del Valle, 5737 (CP B7400JWI), Olavarría, Buenos Aires, Argentina. E-mail: cfavier3@gmail.com
Recibido: 13 de marzo de 2022
Aceptado: 7 de octubre de 2022
Resumen
A partir de las décadas de 1970 y 1980 numerosos trabajos han demostrado la gran relevancia de la geoarqueología para la investigación e interpretación arqueológicas, sin embargo, la formación de los arqueólogos a este respecto es aún inexistente en la mayoría de las carreras de Antropología/Arqueología en Latinoamérica. Los programas de estudio no se han actualizado adecuadamente respecto a las necesidades que tenemos los arqueólogos de interpretar la estratigrafía de un sitio arqueológico o de comprender sus procesos de formación, pese a que ello constituya la base de muchas de las inferencias que posteriormente realizamos. La matriz que contiene la evidencia (sedimentos y suelos) y el marco estratigráfico-geomorfológico de los sitios son una parte ineludible del registro arqueológico a interpretar, formando parte del objeto de estudio de la disciplina. No obstante, se trata de aspectos que suelen delegarse a otros especialistas (i.e. geocientíficos) dadas nuestras falencias en ese campo. Más allá del valioso aporte de estos profesionales, debemos entender que la geoarqueología es arqueología, brinda el contexto de interpretación, atañe a cuestiones tan importantes como el carácter primario o secundario de un sitio, el significado de la asociación entre los materiales que contiene, la resolución y contemporaneidad de los conjuntos, sus posibles sesgos, así como el origen natural o cultural de algunos elementos y rasgos excavados. Abordar aspectos interpretativos tan básicos para la disciplina supone que los estudios geoarqueológicos no pueden ser soslayados en ninguna investigación arqueológica y que deberían integrar de manera ineludible el currículo de grado de todo profesional arqueólogo.
Palabras clave: Práctica arqueológica; Geociencias en arqueología; Formación académica
What do we dig when we dig? Geoarchaeology in the disciplinary training of Latin American archaeologists
Abstract
Since the 1970’s and 1980’s, many studies have highlighted the importance of geoarchaeology in archaeological research and interpretation. Nevertheless, training in geoarchaeology is still lacking in most Anthropology/Archaeology programs in Latin America. The syllabi have not been sufficiently modernized to meet the archaeologists’ requirements for interpreting the stratigraphy of an archaeological site or comprehending its formation processes, despite the fact that these are the foundations of numerous archaeological inferences that we subsequently draw. The sediments and soils comprising the matrix that contains the evidence, along with the stratigraphic-geomorphological framework of the sites, are an integral component of the archaeological record and thus crucial to interpreting the object of study in this discipline. Nevertheless, our limited expertise in this field often requires us to rely on specialized professionals (such as geoscientists) to examine these elements. Beyond the valuable contribution of these specialists, we must understand that geoarchaeology is archaeology, it provides essential context for interpreting archaeological sites, addressing key issues such as whether a site is primary or secondary, the significance of material associations, and the resolution and contemporaneity of assemblages. Additionally, geoarchaeology investigates possible biases and uncovers the natural or cultural origin excavated elements and features. Addressing fundamental interpretive aspects within the discipline implies the indispensability of geoarchaeological research in archaeology and tis incorporation into the undergraduate curriculum of every professional archaeologist.
Keywords: Archaeological practice; Geosciences in archaeology; Academic training
Introducción
Cuando los arqueólogos tenemos que enfrentar la estratigrafía de sitios a cielo abierto, de cuevas o de recintos sepultados, excavamos “capas” que por lo general no podemos definir genéticamente y caracterizamos por color y textura esperando que algún geólogo nos ayude con su interpretación. ¿Esto ha de ser así?, ¿no debería un arqueólogo ser un buen intérprete de la estratigrafía arqueológica cuyo origen es natural y cultural?, ¿no tendríamos que contar con herramientas para evaluar cómo se formó un yacimiento, cómo se sepultó y cómo llegó hasta nuestros días? Estas son las preguntas básicas que nos hacemos al pensar la geoarqueología desde la arqueología, perspectiva que se nos adeuda en nuestra formación disciplinar. La geoarqueología no es geología, es arqueología. Se trata de preguntas que nos interesan a nosotros como arqueólogos, acerca de nuestras problemáticas y objeto de estudio, de nuestras escalas e intereses. Esto no impide que recurramos a distintos especialistas geólogos, geógrafos o pedólogos en busca de análisis o estudios específicos, pero como arqueólogos debemos manejar aspectos básicos del contexto geoambiental que involucra al sitio de la misma manera en que manejamos aquellos referidos al material lítico, óseo o cerámico. Se trata de la matriz del sitio que excavamos, de su estratigrafía, del paisaje de ocupación humana que relevamos, son los procesos geodinámicos que podemos observar, incluso aún activos, en nuestra área de estudio y que brindan claves sobre muchas de las características que posee el sitio que hoy analizamos. Existe, asimismo, una gran cantidad de información de corte geológico, geográfico y pedológico que podemos aprovechar y ajustar a escalas útiles para nuestra disciplina, con beneficio para la interpretación de los sitios en las zonas en las que trabajamos. Entonces, ¿cómo podemos utilizar todo su potencial?
¿A qué llamamos geoarqueología?
Existen diferentes conceptualizaciones de la geoarqueología que han sido propuestas desde la década de 1970. Renfrew (1976, p. 2) la define originalmente como “El uso de los métodos y técnicas de las geociencias para resolver un problema arqueológico”. Sostiene que esta nueva disciplina concierne primordialmente al contexto en el que se encuentran los materiales arqueológicos y que “debido a que la arqueología […] recupera casi todos sus datos básicos en excavaciones todo problema arqueológico comienza como un problema geoarqueológico”. Tal simple observación hace evidente la enorme relevancia que poseen estos estudios para la disciplina arqueológica.
Butzer (1989, p. 33) la redefine posteriormente como “investigación arqueológica que utiliza los métodos y conceptos de las ciencias de la Tierra”. La geoarqueología es uno de los componentes del paradigma teórico que él denomina Arqueología Contextual, que considera a los seres humanos como parte de un ecosistema integrado por flora, fauna, clima, paisaje y cultura humana, cuyos componentes interactúan explicando la estabilidad o el cambio cultural (Butzer, 1989). Para este autor, los resultados de las investigaciones geoarqueológicas están coherentemente integrados con las interpretaciones arqueológicas debido a que desde el comienzo sus objetivos están enmarcados en un pensamiento arqueológico. Destaca la diferencia con lo que él denomina “geología arqueológica” que, en cambio, emplea los métodos y técnicas de las geociencias como rutina para caracterizar el marco geológico de un sitio, que resulta descriptivo y con poca relación con sus interpretaciones (Butzer, 1989). Este autor focaliza los objetivos de la geoarqueología en el estudio de los ambientes depositacionales, sedimentos, suelos, estratigrafía, procesos de formación de yacimientos y los cambios en el paisaje de ocupación humana (Butzer 1989, p. 39). En forma similar, Waters (1992, p. 7) señala como los tres objetivos principales de la geoarqueología: 1) ubicar al sitio en un contexto temporal relativo (principios estratigráficos) y absoluto, 2) entender los procesos naturales de formación de sitio y 3) reconstruir el paisaje que enmarca al sitio o grupo de sitios en la época de ocupación. Estos objetivos pueden ser considerados también objetivos arqueológicos básicos. Otros investigadores como Stein (1987, 2001a, 2001b), French (2003) y Goldberg y Macphail (2006) focalizan asimismo los estudios geoarqueológicos en el conocimiento del contexto sedimentario, pedológico y geomorfológico de los sitios, pero no en sí mismo, sino con el fin de generar interpretaciones arqueológicas. Los estudios de procedencia, las técnicas prospectivas y de datación son a veces considerados dentro de la geoarqueología desde una perspectiva amplia (p.e. Rapp y Hill, 1998). No obstante, el uso de estas técnicas formaría parte de los estudios arqueométricos de acuerdo con Butzer (1989, p. 153). Debemos considerar, sin embargo, que de utilizarse algunas de estas técnicas en función de los objetivos centrales de la geoarqueología harían parte de su repertorio metodológico.
Un aspecto central del trabajo geoarqueológico es el de entender los procesos de formación del registro arqueológico, en palabras de Waters (1992, p. 11), “Before archaeologist can infer meaningful interpretations of human behavior from this existing context, they must know how it was created”. Los conocimientos derivados de las ciencias de la Tierra poseen un papel relevante en relación con estos procesos, Stein (2001a, p. 38) sostiene: “In many ways site formation analysis links archaeology and the earth sciences as no other concept in archaeology ever has”. La interpretación de un sitio arqueológico implica considerar paralelamente los eventos culturales y los naturales en su formación, estos últimos vinculados en gran medida con la dinámica geoambiental (Figura 1). El estudio sobre cómo se depositan, sepultan y preservan los materiales arqueológicos es abordado por la tafonomía y por la geoarqueología. Los análisis tafonómicos se hallan centrados en los materiales y sus historias depositacionales, mientras que los estudios geoarqueológicos abordan el marco dinámico de procesos naturales que explican muchas de las variables observadas en esos materiales. Se trata de dos caras de la misma moneda, el contexto de formación (geoarqueología) en interacción con la dinámica antrópica/biótica y sus efectos sumados impresos sobre los materiales (tafonomía) sean éstos óseos, malacológicos, líticos, cerámicos, metales u otros (p.e. Borrazzo y Borrero, 2015; Hammond, 2014; Martínez et al., 2019; Oria, et al., 2014; Ozán et al., 2015; Storchi Lobos, 2018).
Figura 1. Investigaciones de campo en la Sierra de San Luis (Argentina) que ilustran el trabajo geoarqueológico. A) Estudio del contexto geoambiental y correlación de unidades estratigráficas que contienen material arqueológico. B) Limpieza de un perfil seleccionado para su descripción y muestreo.
En el estudio de los procesos de formación la unidad principal de análisis no es el artefacto sino el depósito que lo contiene (Schiffer, 1983; Stein, 1987). Entonces surge una limitación para los arqueólogos al tener que describir y caracterizar el propio depósito, ya que se trata de una tarea con la que no se encuentran familiarizados (a excepción de que se trate de un depósito puramente cultural). En palabras de Stein (2001a, p. 43): “These archaeologists had to either attempt the description and interpretations themselves (and make mistakes) or hire earth scientists (who were often untrained in archaeology and make other mistakes)”. Esta necesidad respecto a una descripción e interpretación adecuada a las particularidades de los yacimientos arqueológicos dio espacio al surgimiento y crecimiento de la geoarqueología.
Un poco de historia
Tradicionalmente los estudios sedimentológicos y estratigráficos de los sitios arqueológicos han quedado en manos de geólogos u otros geocientíficos. ¿Por qué ocurrió esto? La arqueología nace como ciencia social en manos de anticuarios, historiadores y otros estudiosos principalmente interesados en el conocimiento de las grandes civilizaciones de la antigüedad. Posteriormente, cobra importancia una mayor cantidad de evidencias y problemáticas del pasado. Se construyen seriaciones, tipologías y se afinan técnicas estratigráficas y analíticas (ver Trigger, 1996). No obstante, los aspectos geoambientales del registro arqueológico continuaron eludiendo en gran medida el marco disciplinario, quedando en manos de geocientíficos. A fines del siglo XIX, los geólogos se involucraron en el debate sobre la primera aparición de seres humanos en el Nuevo Mundo, al igual que habían participado en un debate similar en Europa en forma previa. El aporte de la geología en estos debates fue interpretar la estratigrafía de los sitios tempranos y estimar su edad (Waters, 1992). Para el siglo XX, Stein y Farrand (1985) señalan tres etapas iniciales en la colaboración entre las geociencias y la arqueología en el hemisferio norte. En la primera, durante la década de 1930, ésta se limita al análisis por parte de geólogos de muestras sedimentológicas de sitios arqueológicos. Luego, en las décadas de 1940 y 1950, se involucra a geógrafos, geólogos y pedólogos para que participen en los trabajos de campo con el objetivo de establecer cronologías y paleoambientes. Finalmente, en la segunda mitad de los años 50, los geólogos trabajan in situ sobre los sedimentos y la estratigrafía, recolectando sistemáticamente sus propias muestras. Hasta ese momento se podría hablar de una “geología arqueológica” de acuerdo con Stein y Farrand (1985), ya que la cooperación interdisciplinar no lograba superar las escalas y preguntas de investigación propias de cada disciplina. No es hasta la década de 1970 que se formulan las primeras definiciones de la geoarqueología (p.e. Gladfelter, 1977; Hassan, 1979; Renfrew, 1976) en el marco de la arqueología procesual norteamericana y su búsqueda de una arqueología más científica (Binford, 1968). Ello también ocurre como resultado de la necesidad que surge en esos años de trabajar en los procesos de formación del registro arqueológico como objetivo propio (Schiffer, 1972, 1975). Durante este período Karl Butzer desarrolla la aproximación contextual en la que enfatiza la geoarqueología como un eje indispensable de toda investigación arqueológica (Butzer, 1975), enfoque que plasmará en su libro de 1982, Archaeology as Human Ecology. En la década de 1980 la geoarqueología comienza a tomar un carácter propio y definido en América del Norte (p.e. Butzer, 1982; Stein, 1987; Stein y Farrand, 1985; Waters, 1988) superando la etapa de una geología arqueológica poco integrada para avanzar hacia un perfil transdisciplinario. Un hito importante en este sentido lo constituye la creación de la revista Geoarchaeology. An International Journal en 1986.
Zárate (1994) reconoce en la Argentina algunos paralelismos con las etapas mencionadas para el hemisferio norte, aunque señala que en este país las mismas se transgreden y coexisten temporalmente. Esto ha ocurrido también en otros países de Latinoamérica. La tradicional ausencia de formación en esta temática que poseemos los arqueólogos en América Latina ha hecho que los trabajos de índole geoarqueológica fueran impulsados en nuestros países por geocientíficos que trabajaron junto a arqueólogos. En este marco se desarrollaron los pioneros trabajos de Marcelo A. Zárate en Argentina (p.e. Zárate, 1994; Zárate y Flegenheimer, 1991), así como los de Thomas Van der Hammen (1991) en Colombia, o Astolfo G. M. Araujo (p.e. Araujo, 1995, 1999) y José Luiz de Morais (p.e. de Morais, 1999) en Brasil. No obstante, no son muchos los geocientíficos que se forman o realmente se compenetran con las problemáticas e intereses arqueológicos. Desafortunadamente, es frecuente que existan inconvenientes en la comunicación precisamente por las diferencias que existen entre los paradigmas, lenguajes, escalas y objetivos tradicionales de trabajo entre estas disciplinas (ver Stein, 1993). En el siglo XXI, y en particular en la última década, los trabajos geoarqueológicos en Latinoamérica se han incrementado por el impulso de nuevos investigadores orientados a esta especialidad (tanto arqueólogos como geocientíficos) y por la creación en 2012 del Grupo de Estudios Geoarqueológicos de América Latina (GEGAL)1 que los congrega y promueve el intercambio de experiencias y metodologías. Este grupo nace a partir de necesidad de nuclear a los practicantes de la disciplina en la región para desarrollar y difundir la geoarqueología en vistas de su importancia arqueológica, dándole un perfil latinoamericano. Sin embargo, resulta aún escaso el desarrollo de esta especialidad entre los arqueólogos, lo que se relaciona fundamentalmente con nuestra formación académica.
Las geociencias en la formación académica de los arqueólogos latinoamericanos
Las preguntas que formulan los arqueólogos durante los cursos y seminarios de geoarqueología tratan sobre interpretación estratigráfica y los procesos de formación de sitios, acerca de qué material conviene datar en cada contexto y por qué, dónde se pueden hallar determinados sitios o cuáles pudieron ser los cambios en el paisaje desde su ocupación. Es decir, un repertorio de interrogantes para los que ciertos conocimientos de geología, pedología y/o geografía física resultarían muy útiles, pero acerca de los cuales casi no hemos recibido ninguna instrucción. No son compendios de esas disciplinas lo que necesitamos, sino la aplicación de algunos de sus métodos y conceptos a nuestras escalas y problemáticas. Es un ajuste, una adaptación, en función de intereses y perspectivas muy diferentes, que completan la mirada arqueológica. Eso es la geoarqueología.
Una vez egresado como arqueólogo, cursando mi doctorado en Geología (en ambos casos en la Universidad de Buenos Aires, Argentina), tomé conciencia de dos cuestiones de gran importancia. Por un lado, de la enorme diferencia (esperable) de enfoques, escalas e intereses que existen entre cada marco disciplinar; y, por otro, del gran potencial que poseen algunos conceptos y métodos de las geociencias para nuestra formación y práctica profesionales, una vez ajustados y aplicados a las preguntas y problemáticas arqueológicas. Entendí que, si la geoarqueología aborda aspectos tan básicos de la disciplina como las propiedades espaciales y temporales del registro cultural (Favier Dubois, 2009), debe necesariamente formar parte de la formación en arqueología.
Sabemos que la gran mayoría de los sitios arqueológicos responde a eventos de ocupación superpuestos en un espacio, constituyendo registros promediados de sumatorias de actividades (Bailey, 2007; Binford, 1982). Pero esto depende de cuánto tiempo se halle representado por la superficie de ocupación, que puede ser desde un lapso relativamente breve (estación, año) hasta todo el Holoceno (o más aún). De esta forma, conocer el contexto de depositación de esos materiales es sumamente importante para interpretar la resolución temporal (sensu Binford, 1981) del registro arqueológico que contiene ¿Podemos los arqueólogos ignorar esto al excavar un sitio? Creo que la respuesta es no. Resulta necesario para este análisis poder distinguir entre sedimentos (depósitos generados por pulsos de acumulación) y suelos (horizontes generados por diferenciación, bajo condiciones estables). Si bien esto parece algo básico, muchos arqueólogos lo desconocen. Se nos enseña a distinguir entre artefactos de piedra y fragmentos rocosos, entre restos óseos humanos y huesos de fauna, pero rara vez a diferenciar sedimentos de suelos, la matriz que contiene a todos los elementos del registro y afecta muchas de sus propiedades.
Puede decirse entonces que existen falencias en nuestra formación como arqueólogos en un campo que resulta de gran importancia para la interpretación del pasado cultural. No es algo menor contar con tal conocimiento, brinda claves para interpretar la formación de los yacimientos que estamos excavando y para sostener muchas inferencias que hacemos como arqueólogos. ¿Quiénes deberían hacer entonces esas inferencias?, ¿otros profesionales? Es un campo que nos compete fundamentalmente a los arqueólogos ya que se trata de nuestro objeto de estudio. En términos de nuestra formación académica se trata de lograr la transición desde un paradigma tradicional muy restringido a la evidencia cultural, a uno que involucre el contexto de depositación y los procesos de formación, a fin de robustecer las interpretaciones.
Entonces, parece momento de incorporar contenidos de geoarqueología en las agendas curriculares de las carreras de grado de Antropología/Arqueología. Existen varios libros que funcionan como manuales de referencia muy útiles para esta tarea, entre ellos pueden mencionarse los que han sido escritos por Butzer (1982 y su traducción al español de 1989), Waters (1992), Holliday (1992, 2005), Rapp y Hill (1998), Goldberg, Holliday y Ferring (2001), Stein y Farrand (2001), French (2003, 2015), Goldberg y Macphail (2006) y Karkanas y Goldberg (2019). Hay disponibles, además, numerosos artículos de discusión y aplicación de estos estudios en idioma inglés, español y portugués (p.e. Araujo, 2013, 2018; Bermúdez Restrepo, 2010; Farrand, 2001; Favier Dubois, 2009; Ferring, 1986; Hassan, 1978; Holliday, 1990; Kligmann y Díaz País, 2010; Ozán, 2012; Posada Restrepo, 2007; Roldán et al., 2015; Rubin et al., 2013; Sampietro Vattuone y Peña Monné, 2019; Stein, 1987, 1990, 2001b; Tchilinguirián et al., 2016; Waters, 2000), así como varios otros textos citados en este trabajo, con énfasis en la producción latinoamericana.
En términos de compilaciones, el GEGAL ha promovido la publicación de 3 libros y de 5 volúmenes especiales en revistas, que reúnen artículos de geoarqueología latinoamericanos escritos en español, portugués e inglés2. Existen asimismo otros dos volúmenes especiales (Salemme et al., 2016; Sitzia et al., 2022) y un libro sobre geoarqueología regional (Sampietro Vattuone y Peña Monné, 2016) que se suman como ediciones temáticas.
En la actualidad, muy pocas carreras de grado en Antropología/Arqueología en Latinoamérica incluyen algún contenido de geoarqueología, tratándose al momento de unos pocos casos en Argentina, en Colombia y en Brasil3. Otras carreras poseen una o más materias de geociencias en su plan de estudios. En la Argentina, por ejemplo, existen diez carreras con contenidos de Arqueología y seis de ellas poseen asignaturas de geociencias en sus programas curriculares (Tabla 1). No obstante, si bien contar con materias de geociencias resultaría ventajoso, éstas se hallan con frecuencia muy poco integradas a la arqueología dado que son dictadas en su mayor parte por geocientíficos desde las perspectivas habituales de las ciencias de la Tierra, hecho que las aleja mucho de ser un sinónimo de geoarqueología.
Universidad |
Carrera |
Asignaturas de Geociencias |
Universidad Nacional de Jujuy (UNJu) |
Licenciatura en Antropología |
Geología del Cuaternario |
Universidad Nacional de Salta (UNSa) |
Licenciatura en Antropología |
Ninguna |
Universidad Nacional de Catamarca (UNCA) |
Licenciatura en Arqueología |
Ninguna |
Universidad Nacional de Tucumán (UNT) |
Arqueología |
Geología General Geomorfología y Geología del Cuaternario Suelos en Arqueología |
Universidad Nacional de Córdoba (UNC) |
Licenciatura en Antropología |
Ninguna |
Universidad Nacional de Rosario (UNR) |
Licenciatura en Antropología |
Ninguna |
Universidad Nacional de Cuyo (UNCUYO) |
Licenciatura en Arqueología |
Geomorfología |
Universidad de Buenos Aires (UBA) |
Licenciatura en Antropología, orientación Arqueológica |
Geología General y Geomorfología del Cuartario |
Universidad Nacional de La Plata (UNLP) |
Licenciatura en Antropología |
Fundamentos de Geología Geología del Cuaternario |
Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNICEN) |
Licenciatura en Antropología, orientación Arqueología |
Geomorfología y Geología del Cuaternario |
Tabla 1. Asignaturas de geociencias en la formación de los arqueólogos en universidades de la Argentina.
Entonces, no es la suma de información, sino una perspectiva distinta desde su concepción, a partir de la visión particular de la geoarqueología como referente (una visión arqueológica) lo que puede hacer la diferencia en esa formación de grado. Los programas académicos tradicionales pueden y deben ser actualizados para beneficio de la práctica profesional.
Los geoarqueólogos dedicados a dilucidar esas cuestiones contextuales no pueden limitarse a la mera aplicación de una ciencia. Tienen que ser arqueólogos convencidos. Lamentablemente, hay muy pocos especialistas cualificados, en gran parte porque casi todos los programas universitarios siguen siendo tan inadecuados como los principios de investigación aplicados en casi todos los proyectos arqueológicos de campo (Butzer 1989, p. 40).
La geoarqueología no puede ser sólo una especialidad de postgrado que unos pocos desarrollan, indudablemente debe formar parte de la formación de grado de los arqueólogos. Tal formación puede iniciarse con contenidos de geoarqueología en asignaturas de metodología arqueológica y prácticas de campo, que comparten numerosas carreras de Antropología/Arqueología. Como paso siguiente, hará falta crear espacios específicos para cursos y seminarios de grado sobre el tema, a ser dictados preferentemente por arqueólogos con formación en la disciplina. En el caso de que los programas curriculares contengan materias de geociencias, debe lograrse que incluyan contenidos propios y definidos de geoarqueología, dejando idealmente su dictado en manos de profesionales que posean esa experticia. Estas estrategias de inclusión de contenidos geoarqueológicos en el grado ocasionarán un aumento en el número de tesis o trabajos finales con esta orientación, promoviendo más arqueólogos en la especialidad. En el caso crearse nuevas carreras de Antropología/Arqueología, éstas tendrán la ventaja de poder incorporar desde su organización inicial cursos específicos sobre el tema. El GEGAL, por su lado, colabora de manera activa en esa formación a través de la oferta de cursos virtuales a escala latinoamericana que abordan tópicos centrales de la investigación geoarqueológica (i.e. sedimentos, suelos, estratigrafía, geomorfología, cronología, etc.). A esto se suma la organización de una escuela de campo en geoarqueología en la Argentina, a fin de poder realizar prácticas en terreno, que avanzará con propuestas similares en otros países de América Latina. Respecto a las ofertas de postgrado, existen cursos específicos de geoarqueología, aunque aún escasos, en el marco de algunas maestrías o doctorados en Antropología/Arqueología en Argentina, Brasil, Chile y Ecuador4. Por su parte, desde el GEGAL se proyecta en un futuro cercano la creación de una Especialización universitaria en geoarqueología en formato virtual, al alcance de toda Latinoamérica. No obstante, es fundamental remarcar que es el fortalecimiento de esta disciplina en las carreras de grado lo que promoverá mayores ofertas académicas de postgrado, permitiendo el crecimiento de la especialidad en nuestros países.
¿Qué excavamos cuando excavamos? La geoarqueología en acción
El registro arqueológico no aparece “flotando” en el espacio, sino que siempre forma parte de una matriz (depósito sedimentario u horizonte de suelo) y ubicado en un contexto geomorfológico que le brindan particulares propiedades espaciales (p.e. distribución vertical y horizontal, densidad, preservación) y temporales (resolución, cronología) que resultan básicas para su interpretación. Los arqueólogos debemos reconocer que la matriz portadora y el contexto geoambiental que contiene al sitio son parte del registro arqueológico a interpretar (p.e. Butzer, 1982; French, 2003; Stein, 1987; Waters, 1992), integran nuestro objeto de estudio y de esa forma nos competen. Butzer (1982, p. 4) considera a la Arqueología como el estudio de los artefactos en su contexto, siendo éste la matriz espacio-temporal de cuatro dimensiones que comprende el ambiente cultural y el no cultural. Stein (1987) refiere como “depósito” lo que constituye un sitio arqueológico, es decir, se trata de los materiales en su matriz como un todo. Tal conjunto es lo que excavamos. Muchas veces ese depósito se halla compuesto por una serie de capas superpuestas que contienen materiales y rasgos. No obstante, estas capas y su contenido pueden ser muy heterogéneos y haberse originado de muy diversas formas. Entonces, vale preguntarnos ¿dónde (geoforma) y qué (matriz) estamos excavando?, ¿es un depósito? en tal caso, ¿la sedimentación fue rápida o lenta?; si es un suelo, paleosuelo o paleosuperficie, ¿cuánto duró como sustrato receptor de evidencias?, si se trata de una antigua superficie de erosión, ¿qué la produjo y de dónde procede el conjunto redepositado sobre ella? En todos los casos ¿qué pudo preservarse en cada contexto y qué no? y ¿qué cronología/s pueden tener los materiales ubicados allí?, entre otras muchas cuestiones. Todas preguntas que aborda la geoarqueología.
Debemos considerar que las ocupaciones humanas ocurren en un determinado paisaje, un contexto geomorfológico y ambiental seleccionado para habitar, que va a configurar muchas de las características del registro arqueológico que allí se preservará (p.e. Fanning et al., 2009; Favier Dubois, 2015; Stafford, 1995; Waters, 2000). Teniendo en cuenta la escala temporal de la arqueología americana (Pleistoceno tardío - Holoceno) hay sectores del paisaje relativamente estables desde el punto de vista geomorfológico, como los faldeos de serranías, divisorias de valles o terrazas elevadas, que suelen registrar el desarrollo de suelos maduros (prolongada estabilidad). Por otro lado, existen sectores dinámicos como planicies aluviales, laderas, lagunas o líneas de costa en los que ocurren procesos de sedimentación y erosión que se alternan con períodos de estabilidad (relativamente breves en esos casos). Cada sector y subsector del paisaje, en función de su dinámica, dará forma de manera diferente al registro arqueológico resultante de su ocupación, así se hayan realizado exactamente las mismas actividades y descartado los mismos elementos. Por ejemplo, si estas sucesivas ocupaciones humanas ocurren en un ambiente de activa sedimentación, como la planicie de inundación de un río, cada visita al lugar dejará evidencias que se verán separadas de las anteriores por depósitos sedimentarios. Será entonces sencillo separarlas en el tiempo (elevada resolución temporal). Si, por el contrario, las ocupaciones acontecen en un contexto estable, sin sedimentación (o muy escasa), éstas se irán superponiendo y concentrando (ver Ferring, 1986), haciendo difícil estimar a cuántas visitas responde el conjunto y en qué momento ocurrió cada una de ellas, generándose un palimpsesto (baja resolución temporal). Tal superposición será más marcada cuanto mayor tiempo haya permanecido estable la superficie de ocupación. Como forma de ejemplificar esto, en el Perfil 1 de la Figura 2, se ilustra una sucesión de pulsos de sedimentación fluvial (aluvio) y de eventos de estabilidad (paleosuelos enterrados Ab1, Ab2, Ab3 y siguientes, de muy poco desarrollo) que permiten separar el registro de ocupaciones humanas a lo largo del Holoceno. En el Perfil 2, en cambio, un suelo longevo muy estable y desarrollado diferenció varios horizontes en el loess pleistoceno. Este suelo contiene superpuesto en su horizonte superior (horizonte A) el potencial registro arqueológico de todo el Holoceno, dado que durante ese prolongado lapso su superficie permaneció estabilizada.
Figura 2. Un contexto dinámico de valle (Perfil 1) y otro estable en divisoria fluvial (Perfil 2) derivan en expectativas muy diferentes para la evidencia arqueológica en cada situación (ejemplos procedentes de la región pampeana argentina). Línea segmentada: distribución espacial esperable de la evidencia cultural en cada caso.
Los sitios ubicados en el horizonte A de suelos resultan muy frecuentes, se trata de aquellos que Zárate, González y Flegenheimer (2000-2002) denominan sitios arqueológicos someros. Esto ocurre porque los suelos constituyen superficies aptas para la ocupación humana que perduran a lo largo del tiempo y los materiales que en ellos se incorporan permanecen a poca profundidad. Es destacable la posibilidad de que un suelo longevo ubicado en una divisoria pueda superponer y mezclar en su horizonte A puntas “cola de pescado” paleoindias con tiestos cerámicos de grupos alfareros tardíos; o de manera más general y frecuente, evidencia precerámica y cerámica, dando la impresión de que se trata de un mismo conjunto “contemporáneo”. Esto puede dar lugar a la idea de que no hay evidencia de ocupaciones precerámicas en esos contextos, en particular si no se hallan artefactos diagnósticos de períodos previos. Desde un aspecto cronológico diferente, los horizontes A suelen afectar la preservación de los restos orgánicos incluidos en ellos (p.e. hueso, carbón) y promover su contaminación por compuestos húmicos, generando edades 14C rejuvenecidas. Entonces, un reconocimiento básico de los perfiles de suelo y sus características resulta clave para comprender de antemano cuáles serían algunas de las propiedades espaciales y temporales esperadas para un conjunto arqueológico ubicado en sus horizontes A. Tal mirada es la que aporta la geoarqueología.
En los sectores dinámicos del paisaje (usualmente ambientes de sedimentación) la evidencia de ocupaciones a lo largo del Holoceno se preserva en estratigrafías de variable desarrollo vertical. Estas incluyen distintos tipos de depósitos (derivados de pulsos calmos o energéticos), paleosuelos enterrados (períodos de estabilidad) y paleosuperficies de erosión (eventos erosivos) que se suceden a lo largo de la secuencia, configurando las características del registro presente en cada unidad (ver Waters, 2000). La dinámica variable que se expresa en las estratigrafías que excavamos hace que varíen del mismo modo las expectativas respecto al contexto primario o secundario de la evidencia en cada caso y su distribución espacial. Los suelos/paleosuelos concentran materiales arqueológicos in situ, mientras que el agua suele ser un agente importante de transporte y concentración de materiales de diverso origen, que se mezclan en los depósitos resultantes, pudiendo simular y confundirse en ocasiones con acumulaciones antrópicas (p.e. Favier Dubois, 2006). El sepultamiento de materiales arqueológicos por sedimentos puede ser lento o rápido; a este respecto es importante reconocer que la densidad artefactual, los patrones espaciales y la preservación estarán condicionados por las tasas de acumulación de esa matriz (Ferring, 1986). En contextos muy estables, sin sedimentación, es con frecuencia la dinámica de la biota del suelo la que se encargará de ese sepultamiento, en un proceso que llega a formar alineaciones subsuperficiales de materiales arqueológicos bajo el horizonte A semejantes a niveles de ocupación (p.e. Favier Dubois y Politis, 2017). La acción antrópica se suma con frecuencia también como mecanismo de incorporación al sustrato en diferentes situaciones. Una vez enterrados los materiales, todavía existe el impacto de los variados procesos postdepositacionales propios de cada contexto (condiciones de acidez/alcalinidad en la matriz, saturación de agua, bio/pedoturbaciones, etc.) que darán cuenta de lo que finalmente se preserve (p.e. Kligmann et al., 2021). Los ejemplos mencionados muestran la importancia de reconocer los contextos en los que se halla el registro arqueológico ya que proveen información clave acerca de algunas propiedades espaciales y temporales, así como de preservación, que podemos esperar para cada conjunto, incluso antes de realizar la propia excavación y a diferentes escalas (p.e. Storchi Lobos, 2020). Este conocimiento permite de antemano evaluar cuáles serían las metodologías más apropiadas para la prospección y recuperación de los materiales culturales en cada caso, colaborando asimismo de manera relevante con los estudios de impacto arqueológico.
En correspondencia con los aspectos referidos hasta aquí, existe una pregunta geoarqueológica fundamental vinculada con la estratigrafía y los procesos de formación que resulta muy útil formular al iniciar una investigación arqueológica: ¿cómo se halla representado el Pleistoceno tardío-Holoceno en mi zona de trabajo?, ¿por depósitos?, ¿por suelos?, ¿qué características tienen y qué propiedades le brindan al registro que observo?, ¿qué intervalos de tiempo pueden representar esos depósitos y/o suelos?, ¿qué discontinuidades existen entre ellos? Sabemos que usualmente los paleosuelos concentran evidencia arqueológica y que los eventos de erosión recortan la estratigrafía, a veces de manera importante, generando aparentes “silencios” en períodos de ocupación humana (p.e. Bettis y Mandel, 2002; Farrand, 1993; Favier Dubois, 2015; Waters y Kuehn, 1996). Por otra parte, existe una historia de formación del paisaje que en muchos casos permite acotar las cronologías arqueológicas que podemos llegar a obtener en nuestro sector de estudio (p.e. Aldazábal et al., 2004; Favier Dubois, 2019; Giannini et al., 2010; Inda et al., 2017), a la vez que contribuyen a conocer el marco paleogeográfico y paleoambiental de las ocupaciones humanas correspondientes a un determinado período en aquel lugar (p.e. Bracco et al., 2005; Favier Dubois y Scartascini, 2012; Gómez Augier y Caria, 2020; Meléndez et al., 2018; Mauricio Llonto, 2020; Santoro et al., 2011; Stafford, 1995; Waters, 2000). En ese marco resulta también importante evaluar procesos ambientales dramáticos como los volcánicos, grandes sequías o tsunamis, que han generado notables impactos en el paisaje, las sociedades humanas y la preservación del registro arqueológico (p.e. Cano et al., 2013; Durán et al., 2016; León et al., 2019; Prieto et al., 2013; Zaro y Umire Álvarez, 2005).
Retomando la cuestión de cómo se halla representado el Pleistoceno tardío-Holoceno en el sector bajo estudio, es útil conceptualizar un “paisaje geoarqueológico” (Figura 3) en el que las superficies y unidades geomorfológicas que observamos poseen diferentes propiedades para el registro de actividades humanas y, por ende, permiten generar expectativas iniciales acerca de cómo esta evidencia se presentará (i.e. en superficie o en estratigrafía, en qué tipo de depósitos o suelos, en contexto primario o secundario, con qué potencial resolución, bajo qué condiciones de preservación, sesgos, etc.) e incluso sobre su potencial cronología. Esto es particularmente válido en paisajes que no han sufrido mayor modificación antrópica. Tal perspectiva se articula adecuadamente con los enfoques tafonómicos que involucran distintos materiales y sus historias postdepositacionales en escalas amplias y variados contextos ambientales (p.e. Borrazzo, 2018; Domínguez-Rodrigo et al., 2011).
Figura 3. Imagen tomada desde el cerro Sololosta (San Luis, Argentina) que ilustra el concepto de paisaje geoarqueológico. Las unidades geomorfológicas que allí observamos (laderas –L–, aleros –A–, valles –V– y mantos eólicos –ME–) y las superficies que los coronan (suelos principalmente) otorgan particulares dinámicas de formación, así como un marco cronológico, al potencial registro cultural que contienen.
En suma, conocer qué excavamos cuando excavamos ayuda a evaluar a priori algunas propiedades básicas que tendrá la evidencia arqueológica: su contexto primario o secundario, su contemporaneidad, su resolución, su grado de preservación, su potencial cronología, e incluso sus posibles modos de incorporación al sustrato, entre otras. Al excavar se destruyen los contextos y asociaciones, por eso es muy útil saber qué excavamos los arqueólogos y qué calidad de información podemos obtener de los materiales recuperados en cada uno de esos contextos. Es en estos aspectos primarios de la interpretación donde la geoarqueología proporciona claves ineludibles.
La geoarqueología como arqueología
Como vemos, la geoarqueología no es una mera compilación de metodologías provenientes de las geociencias sino, principalmente, una aproximación conceptual al registro arqueológico generada desde la propia disciplina, que contribuye con información empírica crítica para su interpretación (Butzer, 1982; Waters, 1992). En mi experiencia personal, cuando estudiaba arqueología y casi hasta graduarme me sentía completamente desarmado frente a las excavaciones a las que se me invitaba a participar, en el sentido de que no comprendía qué se estaba excavando, cómo y por qué los materiales se habían acumulado en esas diferentes capas, cuál era su origen o en cuánto tiempo se habían formado ¿No son estas preguntas arqueológicas que deberíamos poder responder? Al constituir sedimentos y suelos nada menos que la matriz del registro arqueológico, la geoarqueología se halla íntimamente ligada, desde un comienzo, a toda interpretación arqueológica. No se restringe a la resolución de un problema concreto, o a la necesidad de brindar un contexto geológico a los sitios. Forma parte de toda investigación arqueológica. “La impronta geoarqueológica debe estar presente en todas las fases de la investigación: proyecto, excavación y análisis” (Butzer, 1989, p. 35). En opinión de Araujo (2013, p. 162) “a geoarqueologia é tão arraigada na arqueologia que não deveria ser encarada como uma especialidade, mas simplesmente como ´arqueologia bem-feita´”. A diferencia de los estudios practicados sobre los particulares tipos de evidencia (p.e. lítica, cerámica, faunística, arqueobotánica), cuya presencia puede variar de un yacimiento a otro, ningún sitio es ajeno a las variables geoarqueológicas (ver Araujo, 1999).
Sin embargo, como ha sido mencionado y a diferencia de las opciones académicas que existen en algunos otros países (ver por ejemplo Huckleberry, 2000), la formación en geoarqueología en América Latina no existe o es muy elemental, por lo que se ha recurrido tradicionalmente a geocientíficos para aquellos aspectos relacionados con la matriz, estratigrafía o geomorfología de los sitios. No obstante, hay que tener en cuenta que esa matriz suele sufrir cambios en su fracción clástica y composición química bajo el impacto antrópico (p.e. Castiñeira et al., 2014; Kligmann y Lantos 2014; Sampietro Vattuone, 2009; Stein, 1985), la estratigrafía arqueológica resulta de una amalgama de procesos naturales y culturales (p.e. Posada Restrepo et al., 2010; Rubin et al., 2013; Villagran et al., 2009) y existe, en mayor o menor grado, una modificación antrópica en los paisajes bajo ocupación humana (p.e. Arroyo-Kalin, 2012; Castiñeira et al., 2014; Rubin et al., 2015). Además, en todos los casos, para analizar el origen natural o cultural de rasgos sedimentarios, estratigráficos o geomorfológicos se requiere de un conocimiento básico de la acción de ambos agentes; asimismo, para evaluar si nos encontramos frente a artefactos o pseudoartefactos (geofactos). No se trata, sin embargo, de suplir el trabajo de los geocientíficos. Siempre hará falta realizar análisis especializados y efectuar consultas con estos profesionales, facilitando la geoarqueología tal comunicación, así como seguirá habiendo geoarqueólogos de formación geocientífica que podrán hacer un excelente trabajo (en particular al poseer conocimientos de arqueología). Además, es la suma de esfuerzos lo que produce los mejores resultados, desde diferentes experticias. Lo importante, reiteramos, es tomar plena conciencia de que la geoarqueología es una disciplina arqueológica. Desafortunadamente, hoy son muy escasos los arqueólogos que se forman en ella, por lo que el paso necesario para solucionar esto es la tarea de brindar los conceptos básicos durante los estudios de grado, hecho que redundará en más orientaciones de postgrado. Estos especialistas se integrarán luego de manera natural en los equipos de trabajo arqueológico. La alternativa es perpetuar un modelo tradicional que no contempla las herramientas que nos hacen falta para encarar estudios tan esenciales para la disciplina, derivándolos necesariamente a otros profesionales.
La arqueología es una ciencia que se ha nutrido y se nutre del conocimiento de otras, pero dándoles un perfil propio. Esto ha ocurrido también en el caso de los análisis zooarqueológicos, derivados originalmente con frecuencia a zoólogos, pero que ya forman parte de la disciplina arqueológica. En forma similar, no deberíamos generar dependencia de otros especialistas respecto de la geoarqueología.
La arqueología no puede depender de la colaboración ilimitada de técnicos y servicios ajenos; de hecho, los intereses de la arqueología no son adecuadamente servidos por las colaboraciones a tiempo parcial de especialistas de otras ciencias. Lo que debe hacer la geoarqueología es profundizar sus raíces en la arqueología para mejor servir a esta disciplina (Butzer 1989, p. 40, el destacado en negrita es propio).
La geoarqueología busca, en última instancia, comprender todas las consecuencias que derivan del contexto geoambiental en que se halla incorporado un sitio arqueológico para su adecuada interpretación. Con ese contexto hago referencia a la matriz sedimentaria/pedológica, su posición estratigráfica y geomorfológica, así como a todos los procesos abióticos, bióticos y antrópicos que en ese marco afectaron al registro de actividades humanas brindándole muchas de sus propiedades. Esto es claramente campo de la investigación arqueológica. Consolidar la geoarqueología en la disciplina redundará positivamente en nuestra formación y práctica profesionales.
Agradecimientos
Al GEGAL, Grupo de Estudios Geoarqueológicos de América Latina, que ha cumplido 10 años y en el marco del cual, a partir de los numerosos encuentros, intercambios y cursos, se enriqueció enormemente mi comprensión de lo que es la geoarqueología, así como de su potencial para la arqueología. A Daniela Storchi Lobos y Débora Kligmann por la lectura del manuscrito y sus valiosos comentarios. A los evaluadores anónimos cuyas sugerencias permitieron mejorarlo de manera importante.
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